34.25.54

Los caballos cruzaron el puente con un ruidoso chacoloteo. El profesor mantenía la vista al frente, ajeno a los soldados que lo escoltaban. Al entrar en el castillo, los guardias de la puerta apenas los miraron. Un instante después el profesor se perdió de vista.

Deteniéndose a corta distancia del puente levadizo, Kate preguntó:

—¿Qué hacemos? ¿Lo seguimos?

Marek no contestó. Kate volvió la cabeza y vio que Marek contemplaba absorto a dos caballeros que, a lomos de sus monturas, lidiaban a golpes de espada en la explanada del castillo. Parecía una especie de exhibición o ejercicio; rodeaba a los caballeros un grupo de jóvenes, vestidos unos con librea verde y otros con librea amarilla y oro, por lo visto los colores distintivos de aquellos dos caballeros. Y alrededor se había congregado una gran muchedumbre de espectadores, que reían y proferían insultos o palabras de aliento a uno u otro caballero. Los caballos caracoleaban en estrechos círculos, casi tocándose, dejando cara a cara a los dos jinetes con armadura completa. Las espadas entrechocaban ruidosamente una y otra vez en el aire de la mañana.

Marek, inmóvil, los observaba con atención.

Kate le tocó el hombro.

—Oye, André, el profesor…

—Un momento.

—Pero…

Un momento.

Marek sintió por primera vez una punzada de incertidumbre. Hasta ese momento no había visto en aquel mundo nada fuera de lugar o imprevisto. El monasterio era tal como esperaba. Los campesinos eran tal como esperaba. Los preparativos del torneo eran tal como los había imaginado. Y cuando entró en el pueblo de Castelgard, también era tal como había previsto. Kate había quedado horrorizada al ver trabajar al carnicero en plena calle y al percibir el hedor de las cubas del curtidor, pero no así Marek. Todo era tal como él se lo había representado a lo largo de los años.

Pero esto no, pensó, observando cómo contendían los caballeros.

¡Era todo tan rápido! El manejo de la espada era ágil y continuo, con acometidas tanto de arriba abajo como de abajo arriba, de modo que semejaba más un combate de esgrima que de espadas. Los impactos del metal se sucedían con sólo uno o dos segundos de diferencia. Y la lucha proseguía sin pausa ni vacilaciones.

Marek siempre había imaginado esos combates a cámara lenta: hombres entorpecidos por sus armaduras blandiendo espadas tan pesadas que cada golpe suponía un gran esfuerzo y llevaba una peligrosa inercia, requiriendo tiempo para recuperarse y prepararse para el siguiente golpe. En algunas crónicas, había leído acerca del agotamiento de los hombres después de la batalla, dando por supuesto que ese cansancio se debía al prolongado esfuerzo de un combate lento y al peso de las protecciones de acero.

Aquellos guerreros eran grandes y poderosos en todos los sentidos. Sus caballos eran enormes, y ellos mismos parecían medir un metro ochenta como mínimo y poseer una fuerza extraordinaria.

Marek nunca se había dejado engañar por el reducido tamaño de las armaduras expuestas en los museos; sabía que toda armadura que llegaba a un museo era de carácter ceremonial, usada a lo sumo en desfiles medievales, nunca en combate. Marek sospechaba asimismo, aunque no podía demostrarlo, que en su mayoría las armaduras que se conservaban en el presente —en extremo ornamentadas, con abundantes repujados y grabados— estaban destinadas únicamente a exhibirse, y se habían realizado a una escala equivalente a las tres cuartas partes del tamaño natural, más apropiada para mostrar la delicada labor de los artesanos.

Las verdaderas armaduras de guerra se habían perdido. Y Marek había leído suficiente literatura al respecto para saber que casi todos los guerreros famosos de la época medieval eran siempre hombres de gran envergadura: altos, musculosos y muy fuertes. Procedían de la nobleza; estaban mejor alimentados, y eran grandes y robustos. Por sus lecturas, sabía cómo se adiestraban, y lo mucho que les complacía realizar proezas para diversión de las damas.

Y sin embargo, por alguna razón, nunca había imaginado nada ni remotamente parecido a lo que tenía ante sus ojos. Aquellos dos caballeros contendían con furia, a un ritmo frenético, sin descanso, y daba la impresión de que podían continuar así todo el día. Ninguno presentaba el menor indicio de fatiga; de hecho, parecían disfrutar con el esfuerzo.

Observando el brío y la velocidad de sus movimientos, Marek llegó a la conclusión de que ésa era precisamente la manera en que él lucharía: con rapidez, haciendo uso de su preparación y resistencia para desgastar las fuerzas del adversario. Había imaginado un estilo de lucha más lento basándose sólo en la suposición inconsciente de que los hombres del pasado eran más débiles y torpes o menos imaginativos que él, como hombre moderno.

Marek sabía que esa presunción de superioridad era una cortapisa con la que se enfrentaban todos los historiadores. Simplemente no se había detenido a pensar que también él incurría en esa equivocación.

Pero obviamente así era.

Debido al vocerío de la multitud, tardó un rato en darse cuenta de que los contendientes se hallaban en tan extraordinaria forma física que les sobraba aliento para gritarse mientras luchaban; entre golpe y golpe, se lanzaban andanadas de pullas e insultos a pleno pulmón.

Y advirtió también que las espadas no estaban arromadas, sino que eran auténticas espadas de guerra, con filos agudos y cortantes. Sin embargo, resultaba evidente que no pretendían herirse; aquello era sólo un entretenido calentamiento previo al inminente torneo. Esa actitud alegre y despreocupada ante un peligro mortal resultaba casi tan inquietante como la rapidez e intensidad con que luchaban.

El combate se prolongó diez minutos más, hasta que uno de los caballeros desarzonó al otro de un poderoso golpe. El caballero derribado se levantó inmediatamente de un salto, con la misma ligereza que si no llevara armadura. El dinero empezó a cambiar de manos entre el público. Algunos gritaron: «¡Otro! ¡Otro!». Una pelea se desató entre las dos cuadrillas con librea. Los dos caballeros se marcharon cogidos del brazo en dirección a la posada.

Marek oyó decir a Kate:

—André…

Se volvió lentamente hacia ella.

—André, ¿pasa algo?

—No, nada —contestó él—. Pero tengo mucho que aprender.

Empezaron a cruzar el puente levadizo del castillo hacia los guardias. Marek notó tensa a Kate a su lado.

—¿Qué hacemos? ¿Qué decimos? —preguntó ella.

—No te preocupes, hablo occitano.

Pero cuando se acercaban, comenzó otro combate en la explanada, y los guardias concentraron allí su atención. Estaban por completo abstraídos cuando Marek y Kate atravesaron el arco de piedra y entraron en el patio del castillo.

—Ya estamos dentro —comentó Kate, asombrada, mirando alrededor—. Y ahora ¿qué?

Estoy quedándome helado, pensó Chris. Se hallaba sentado en un taburete en la reducida cámara de sir Daniel, sin más ropa que los calzones de hilo. Junto a él había una palangana de agua humeante y un paño para lavarse. El niño había subido la palangana con agua de la cocina, llevándola con el mismo cuidado que si fuera oro; pretendía así dar a entender que el ofrecimiento de agua caliente representaba un trato privilegiado.

Chris se restregó a conciencia, rehusando la ayuda del niño. La palangana era pequeña, y el agua no tardó en ennegrecerse. Pero finalmente Chris había logrado desprenderse el barro de las uñas, el cuerpo, e incluso la cara, valiéndose de un diminuto espejo metálico que le entregó el niño.

Dando por terminado el aseo, se declaró satisfecho del resultado. Pero el niño, con manifiesta consternación, dijo:

—Mi señor Christopher, no estáis limpio.

E insistió en concluir él mismo la tarea.

Así pues, Chris temblaba de frío en el taburete de madera mientras el niño le frotaba el cuerpo, desde hacía al menos una hora. Chris estaba perplejo. Siempre había creído que en la Edad Media la gente iba sucia y apestaba, inmersa en la general inmundicia de la época. Sin embargo allí la limpieza parecía una obsesión. En el castillo, todos iban bien aseados y nadie despedía mal olor.

Ni siquiera el retrete —que el niño, con gran insistencia, le había aconsejado usar antes del baño— era tan espantoso como Chris temía. Situado en la propia cámara tras una puerta de madera, estaba provisto de un asiento de piedra y, bajo éste, un bacín horadado que desaguaba en una tubería. Al parecer, los excrementos se recogían en un recipiente colocado en la planta baja, que se vaciaba diariamente. El niño explicó que cada mañana un criado vertía agua perfumada por la tubería y luego ponía un ramillete de hierbas aromáticas en un soporte de la pared. De modo que no había olores desagradables. A decir verdad, pensó Chris con pesar, los lavabos de los aviones olían mucho peor.

Y para colmo aquella gente, en lugar de papel higiénico, utilizaba tiras de lino blanco. No, pensó, las cosas no eran como esperaba.

Una de las ventajas de verse obligado a permanecer inmóvil en aquel taburete era que podía hacer prácticas de conversación con el niño. Éste era muy paciente con él y le respondía despacio, como si hablara con un idiota. Pero eso permitía a Chris escucharlo con atención antes de que el auricular tradujera sus palabras, y pronto descubrió que la imitación resultaba útil; venciendo su inicial vergüenza y empleando las expresiones arcaicas que había leído en los libros —muchas de las cuales el niño también usaba—, conseguía hacerse comprender mejor por él. Así pues, Chris fue acostumbrándose a decir «Si te place» en lugar de «si quieres», «e» en lugar de «y», y «guisa» en lugar de «manera». Y con cada pequeño cambio parecía mejorar la comprensión del niño.

Chris seguía sentado en el taburete cuando entró sir Daniel y dejó en la cama una pila de ropa, de aspecto caro y elegante, pulcramente plegada.

—Así pues, Christopher de Hewes, habéis entablado relación con nuestra sagaz y bella señora.

—Ella me ha salvado la vida —contestó Chris, procurando adaptar su pronunciación a la de la época.

Y por lo visto sir Daniel lo comprendió.

—Confío en que eso no os traiga complicaciones.

—¿Complicaciones?

Sir Daniel dejó escapar un suspiro.

—Según me ha dicho mi sobrina, amigo Chris, sois gentil pero no caballero. ¿Sois escudero?

—Verdad es, sí.

—Muy mayor para escudero —comentó sir Daniel—. ¿Qué nivel de instrucción tenéis en el manejo de las armas?

—Mi instrucción en el manejo de las armas… —Chris arrugó la frente—. Bueno, yo…

—¿Estáis o no adiestrado? Hablad con franqueza: ¿Cuál es vuestro nivel de instrucción?

Chris decidió que le convenía ser sincero.

—En Verdad, estoy… instruido… en mi disciplina… como estudioso.

—¿Estudioso? —El anciano movió la cabeza en un gesto de incomprensión—. Escolie? Esne discipulus? Studesne sub magistro? —«¿Estudiáis bajo la tutela de un maestro?».

Ita est. —«Así es».

Ubi? —«¿Dónde?».

—Ah…, esto… en Oxford.

—¿Oxford? —Sir Daniel resopló—. Siendo así, no tenéis aquí nada que hacer con alguien como mi señora. Creedme si os digo que éste no es sitio para un scolere. Permitidme que os ponga al corriente de vuestras actuales circunstancias.

»Lord Oliver necesita dinero para pagar a sus mesnadas, y ya ha saqueado todas las aldeas vecinas. Así que ahora apremia a Claire a casarse para él obtener el beneficio que le corresponde como custodio. Guy de Malegant le ha hecho una buena oferta, muy satisfactoria para lord Oliver. Pero Guy no es un hombre rico, y no podrá saldar su deuda a menos que hipoteque parte de las posesiones de mi señora, lo cual ella no está dispuesta a aceptar. En opinión de muchos, lord Oliver y Guy han llegado hace tiempo a un acuerdo privado, comprometiéndose uno a vender a lady Claire y el otro a vender sus tierras.

Chris permaneció en silencio.

—Existe aún otro impedimento para la celebración de la boda. Claire detesta a Malegant, de quien sospecha que intervino directamente en la muerte de su esposo. Guy se hallaba presente cuando Geoffrey expiró. Su repentina marcha de este mundo fue una sorpresa para todos. Geoffrey era un caballero joven y vigoroso, y si bien sus heridas eran graves, se recobraba gradualmente. Nadie conoce la verdad de lo ocurrido aquel día, pero corren rumores, muchos rumores, de envenenamiento.

—Comprendo —dijo Chris.

—¿Ah, sí? Lo dudo. Pensad que mi señora bien podría considerarse prisionera de lord Oliver en este castillo. Acaso ella sola pudiera escapar, pero no le es posible sacar furtivamente a todo su séquito. Si ella parte en secreto y regresa a Inglaterra, como es su deseo, lord Oliver tomará venganza en mi persona, y en la de otros miembros de la casa. Ella lo sabe, y por eso debe quedarse aquí.

»Lord Oliver quiere casarla, y mi señora trama estratagemas para aplazar la boda. Admito que es una joven inteligente. Pero lord Oliver no se distingue por su paciencia, y pronto forzará la situación. Ahora la única esperanza de mi sobrina reside allí. —Sir Daniel se acercó a la ventana y señaló por ella.

Chris se aproximó también y miró afuera.

Desde aquella alta ventana vio el patio del castillo y las almenas de la muralla exterior. Más allá vio los tejados del pueblo y la muralla del pueblo, en cuyo adarve rondaban los guardias. A eso seguían los campos y el bosque.

Chris dirigió una mirada interrogativa a sir Daniel.

—Allí, mi scolere. Aquellas fogatas.

Sir Daniel señalaba hacia el horizonte. Entornando los ojos, Chris avistó sólo unas tenues columnas de humo que se desvanecían en la neblina azulada. Se encontraban en el límite de su visión.

—Ésas son las huestes de Arnaut de Cervole —explicó sir Daniel—. Están acampadas a no más de quince millas de aquí. Llegarán en un día, dos a lo sumo. Todos lo saben.

—¿Y sir Oliver?

—Sabe que la batalla contra Arnaut será encarnizada.

—Y aun así celebra un torneo…

—Eso es una cuestión de honor —dijo sir Daniel—. El puntilloso honor de lord Oliver. Sin duda lo cancelaría si pudiera. Pero no se atreve. Y para vos, ése es el peligro.

—¿Para mí?

Sir Daniel suspiró y empezó a pasearse de un lado a otro.

—Ahora vestíos, para presentaros ante mi señor Oliver como es debido. Intentaré evitar el desastre que se avecina.

El anciano se volvió y salió de la cámara. Chris miró al niño. Había dejado de restregarlo.

—¿Qué desastre? —preguntó.