—Procura calmarte, Chris —dijo Marek.
—¿Calmarme? ¿Calmarme? —Chris hablaba casi a gritos—. Pero, André, por Dios, fíjate: el marcador de navegación está destrozado. No tenemos marcador, y eso significa que no tenemos cómo volver, y eso significa que estamos jodidos, André. ¿Y quieres que me calme?
—Exacto, Chris —respondió Marek con voz firme y serena—. Eso es precisamente lo que quiero. Quiero que te calmes, por favor. Quiero que te controles.
—¿Por qué? —dijo Chris—. ¿Para qué? Afronta la realidad, André: vamos a morir todos aquí. Lo sabes, ¿verdad? Van a matarnos, maldita sea. Y no hay manera de salir de aquí.
—Sí la hay.
—No tenemos comida, no tenemos nada. Estamos atrapados aquí, en este pozo de mierda, sin siquiera un clavo ardiendo al que agarrarnos, y… —Interrumpiéndose, se volvió hacia Marek—. ¿Qué has dicho?
—He dicho que sí hay una manera de salir de aquí.
—¿Cuál?
—No usas la cabeza. La otra máquina ha regresado. A Nuevo México.
—¿Y qué?
—Allí verán en qué estado llega…
—Muerto, André —corrigió Chris—. Verán que llega muerto.
—La cuestión es que sabrán que ha ocurrido algo grave y vendrán a rescatarnos. Enviarán otra máquina por nosotros.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque es lo lógico —contestó Marek. Se dio media vuelta y se marchó camino abajo.
—¿Adónde vas?
—A buscar a Kate. Tenemos que permanecer juntos.
—Yo me quedo aquí.
—Como quieras, siempre y cuando no te muevas de ahí —advirtió Marek.
—Descuida; aquí me encontrarás. —Chris señaló al suelo—. Éste es el punto adonde ha llegado antes la máquina, y aquí esperaré.
Marek se alejó al trote por el camino y desapareció tras el recodo. Chris estaba solo. Casi al instante dudó si debía quedarse allí o echar a correr detrás de Marek. Quizá no fuera prudente quedarse solo. Quizá convenía más «permanecer juntos», como había sugerido Marek.
Avanzó un par de pasos camino abajo y se detuvo. No, pensó. Había dicho que esperaría allí, y eso haría. Inmóvil en medio del camino, trató de respirar acompasadamente.
Bajó la mirada y vio que estaba pisando la mano de Gómez. Se apartó de un brinco. Subió por la cuesta unos cuantos metros, buscando un lugar desde donde no se viera el cadáver. Respiraba ya casi con normalidad y era capaz de pensar con calma. Marek tenía razón, decidió. Enviarían otra máquina, y probablemente muy pronto. ¿Aparecería justo allí? ¿Era aquél un punto de destino establecido? ¿O lo era toda la zona?
En cualquier caso, Chris estaba convencido de que debía permanecer exactamente allí.
Miró camino abajo, hacia el recodo por donde había desaparecido Marek. ¿Dónde estaría Kate? Posiblemente en el camino, no muy lejos. A doscientos metros, o poco más.
Se moría de ganas de volver al presente.
Oyó entonces el crujido de una rama a su derecha, en el bosque.
Alguien se acercaba.
Se puso tenso, consciente de que no tenía arma alguna. De pronto se acordó de la bolsa que llevaba al cinto, bajo la ropa. En ella se hallaba el bote de gas. Era mejor que nada. Torpemente, se recogió el jubón y buscó…
—Tsss.
Se volvió.
Era el muchacho, que salía del bosque. Tenía la cara suave e imberbe; sin duda no contaba más de doce años, advirtió Chris.
—¡Hya, vos, hibernés!
Chris frunció el entrecejo, sin comprender, pero al cabo de un instante oyó una vocecilla dentro de su oído: «Eh, irlandés». El auricular estaba traduciendo sus palabras, dedujo.
—¿Qué?
—Venid vos muy privado.
A través del auricular, Chris oyó: «Venid, deprisa».
Con expresión tensa y apremiante, el muchacho le hacía señas para que lo siguiera.
—Pero…
—Venid. Sir Guy no tardará en darse cuenta de que ha perdido el rastro, y entonces volverá aquí para seguirlo de nuevo.
—Pero…
—No podéis quedaros ahí. Os matará. ¡Venid!
—Pero… —dijo Chris, señalando con un gesto de impotencia hacia donde se había marchado Marek.
—Vuestro criado ya os encontrará. ¡Venid!
Chris oyó retumbar a lo lejos los cascos de los caballos, cada vez con mayor claridad.
—¿Estáis sordo? —preguntó el muchacho, mirándolo fijamente—. ¡Venid!
El ruido se aproximaba.
Chris se quedó paralizado, sin saber qué hacer.
El muchacho perdió la paciencia. Moviendo la cabeza en un gesto de enojo, se volvió y echó a correr por el bosque. De inmediato desapareció en la espesura.
Chris, solo en el camino, miró hacia abajo. No vio a Marek. Miró cuesta arriba, en dirección al sonido de los caballos. El corazón se le aceleró de nuevo.
Tenía que decidirse. Sin pérdida de tiempo.
—¡Voy! —dijo al muchacho, y se adentró rápidamente en el bosque.
Kate estaba sentada en un tronco caído, con la peluca ladeada, palpándose la cabeza con cuidado. Tenía las yemas de los dedos manchadas de sangre.
—¿Estás herida? —preguntó Marek, acercándose a ella.
—Creo que no.
—Déjame ver.
Levantando la peluca, Marek vio sangre seca y una brecha de ocho centímetros en el cuero cabelludo. Taponada por la malla de la peluca, la sangre había empezado a coagularse y la herida estaba prácticamente restañada. Hubiera requerido puntos de sutura, pero podía pasar sin ellos.
—Sobrevivirás —dictaminó, y volvió a encasquetarle la peluca.
—¿Qué ha pasado? —dijo Kate.
—Los dos escoltas han muerto. Nos hemos quedado solos. Chris está un poco asustado.
—Chris está un poco asustado —repitió Kate, asintiendo con la cabeza como si ya lo hubiera supuesto—. Mejor será, pues, que vayamos a buscarlo.
Repecharon por el camino. Mientras caminaban, Kate preguntó:
—¿Qué ha sido de los marcadores de navegación?
—El tipo, Baretto, ha vuelto al presente, llevándose el suyo. Y un caballo ha pisoteado el cuerpo de Gómez, aplastando su marcador.
—¿Y el otro?
—¿Qué otro? —dijo Marek.
—Gómez llevaba uno de reserva.
—¿Cómo lo sabes?
—Ella misma lo ha dicho —contestó Kate—. ¿No te acuerdas? Al volver del viaje de reconocimiento, o comoquiera que lo llamen, ha dicho que todo estaba en orden y que debíamos prepararnos para salir cuanto antes. Y luego ha añadido: «Voy a registrar la información en el marcador de reserva», o algo parecido.
Marek arrugó la frente.
—Es lógico que haya uno de reserva —agregó Kate.
—Bueno, Chris se alegrará de saberlo —comentó Marek.
Doblaron el recodo del camino y, tras mirar hacia arriba, se detuvieron.
Chris no estaba allí.
Abriéndose paso apresuradamente entre la maleza, indiferente a las espinas que se le enganchaban en las calzas y le arañaban las piernas, Chris Hughes avistó por fin al muchacho, que corría a unos cincuenta metros por delante de él. Pero el muchacho, sin prestarle atención, siguió avanzando. Se dirigía al pueblo. Chris hizo lo posible por alcanzarlo.
A sus espaldas, en el camino, se oía piafar y resoplar a los caballos, junto con las voces de los hombres.
—¡En el bosque! —gritó uno.
Y otro lanzó una maldición.
Pero, fuera del camino, una densa vegetación cubría el terreno. Chris debía superar continuos obstáculos: árboles caídos, troncos podridos, ramas rotas del grosor de un muslo, zarzales casi impenetrables. ¿Era un terreno demasiado difícil para los caballos? ¿Desmontarían los hombres? ¿Desistirían en su empeño? ¿Continuarían la persecución?
Sí, sin duda irían en busca de ellos.
Siguió corriendo. En ese momento atravesaba un cenagal. Apartaba matorrales que le llegaban a la cintura y despedían un fétido olor a mofeta, resbalaba en el barro, más profundo a cada paso. Oía el sonido de su propia respiración anhelante y el chapoteo de sus pies en el cieno.
Pero no oía a nadie tras él.
No tardó en hacer pie de nuevo en una zona seca, y allí pudo avanzar con mayor rapidez. El muchacho, todavía en veloz huida, le llevaba sólo unos diez pasos de delantera. Chris, jadeando, se esforzó por reducir diferencias, pero el muchacho mantuvo su ventaja.
Mientras corría, oyó un chasquido en su oído izquierdo.
—Chris.
Era Marek.
—Chris, ¿dónde estás?
¿Cómo podía contestar? ¿Había un micrófono? Recordó entonces que les habían explicado algo referente a la conducción ósea. De viva voz, dijo:
—Estoy… estoy corriendo…
—Ya lo oigo. ¿Adónde corres?
—El muchacho… el pueblo…
—¿Vas al pueblo?
—No lo sé. Eso creo.
—¿Eso crees? Chris, ¿dónde estás?
De pronto, a sus espaldas, oyó ruido: las voces de los hombres y los relinchos de los caballos.
Los caballeros iban tras él. Y había dejado un rastro de ramas rotas y huellas de pies embarrados. Sería fácil seguirlo.
Mierda, pensó.
Chris apretó el paso, corriendo al límite de sus fuerzas. Y de repente advirtió que había perdido de vista al muchacho.
Se detuvo, sin aliento, y miró en todas direcciones.
El muchacho había desaparecido.
Chris estaba solo en el bosque.
Y los caballeros se acercaban.
En el embarrado camino que descendía al monasterio, Marek y Kate escuchaban inmóviles por los auriculares. La comunicación se había cortado. Kate abocinó la mano en torno a la oreja para oír mejor.
—No recibo nada.
—Puede que esté fuera de cobertura —comentó Marek.
—¿Por qué va al pueblo? Parece que sigue a ese muchacho —dijo Kate—. ¿Por qué será?
Marek miró el monasterio. Se encontraba a menos de diez minutos de allí.
—Probablemente el profesor está ahora ahí abajo. Podríamos haber ido a buscarlo y volver al presente. —Irritado, lanzó un puntapié contra el tocón de un árbol—. Habría sido tan fácil…
—Pero ya no lo es —dijo Kate.
Los dos hicieron una mueca al oír un agudo chirrido de interferencia estática en los auriculares. Un instante después se escuchó de nuevo el jadeo de Chris.
—Chris, ¿estás ahí? —preguntó Marek.
—Ahora no… no puedo hablar —susurró Chris. Parecía asustado.
—¡No, no, no! —masculló el muchacho desde la rama de un árbol enorme.
Viendo dar vueltas a Chris aterrorizado, se había compadecido de él y, llamando su atención con un silbido, le había hecho señas para que trepase al árbol.
En ese momento Chris intentaba desesperadamente encaramarse al árbol, agarrándose de las ramas inferiores y apuntalándose en el tronco con las piernas. Pero algo en su manera de trepar molestaba al muchacho.
—¡No, no! ¡Las manos! ¡Usad sólo las manos! —musitó el muchacho, exasperado—. Sois estúpido. Fijaos en las marcas de vuestros pies en el tronco.
Suspendido de una rama, Chris miró abajo. El muchacho tenía razón. En la corteza del árbol se veían claramente las manchas de barro.
—¡Vive Dios, ahora sí estamos perdidos! —exclamó el muchacho. Balanceándose por encima de la cabeza de Chris, saltó ágilmente a tierra.
—¿Qué haces? —preguntó Chris.
Pero el muchacho se alejaba ya a todo correr por entre las zarzas, yendo de un árbol a otro. Chris se dejó caer de la rama y lo siguió.
El muchacho, iracundo, hablaba entre dientes para sí mientras inspeccionaba las ramas de los árboles. Por lo visto, buscaba uno de gran tamaño y ramas relativamente bajas, y ninguno acababa de convencerlo. El estrépito de los caballeros se oía cada vez más cerca.
Así, recorrieron al menos cien metros, llegando a una parte del bosque poblada de espesa maleza y pinos achaparrados. Era una zona más expuesta y soleada porque a su derecha había menos árboles, y al cabo de un momento Chris se dio cuenta de que se movían al borde del precipicio desde donde se divisaban el pueblo y el río. El muchacho escapó inmediatamente de la luz del sol y se adentró de nuevo en lo más oscuro del bosque. Casi al instante encontró un árbol de su agrado y llamó a Chris con señas.
—Primero vos. ¡Y nada de pies!
El muchacho flexionó las rodillas, entrelazó los dedos de las manos y tensó el cuerpo, preparándose para el esfuerzo. Chris vaciló, pensando que el muchacho era demasiado delgado para soportar su peso, pero él señaló hacia arriba con la cabeza en un gesto de impaciencia. Chris apoyó un pie en sus manos y, estirando los brazos, logró sujetarse a la rama más baja. Con ayuda del muchacho, se izó y, lanzando un último gruñido, se encaramó a la rama. Doblado por la cintura, con el abdomen contra la rama, Chris miró al muchacho, y éste susurró:
—¡Arriba!
Con dificultad, Chris se puso de rodillas sobre la rama y luego se irguió. Viendo que la siguiente rama estaba al alcance de su mano, continuó trepando.
Abajo, el muchacho saltó, se aferró a la rama y subió a ella rápidamente. Pese a su delgadez, poseía una asombrosa fortaleza, y ascendía de rama en rama con movimientos seguros. Chris se encontraba ya a unos seis metros de altura. Le dolían los brazos y le faltaba el aliento, pero siguió ascendiendo, rama tras rama.
De pronto el muchacho le agarró de la pantorrilla. Chris se quedó inmóvil. Lentamente, con cautela, miró por encima del hombro y vio al muchacho, tenso, en la rama inferior a la suya. Oyó entonces resoplar a un caballo. Era un sonido cercano.
Muy cercano.
Abajo, seis caballeros avanzaban despacio y con sigilo. Se hallaban aún a cierta distancia, y se los veía de manera intermitente a través de los claros del follaje. Cuando un caballo resoplaba, el jinete se inclinaba y le daba unas palmadas en el cuello para tranquilizarlo.
Los caballeros sabían que estaban cerca de su presa. Se ladeaban a izquierda y derecha en sus monturas para escrutar la tierra. Afortunadamente se hallaban entre los pinos bajos, y allí el rastro no era visible.
Comunicándose mediante señas, acordaron desplegarse y proseguir el avance más separados. Formando una irregular hilera, pasaron a ambos lados del árbol. Chris contuvo la respiración. Si alguno mira hacia arriba… pensó.
Pero no miraron.
Continuaron adelante, adentrándose más en el bosque, hasta que finalmente uno habló en voz alta. Era el caballero del penacho negro en el yelmo, el que había rebanado la cabeza a Gómez. Tenía la visera levantada.
—Ya es suficiente —dijo—. Se nos han escapado.
—¿Cómo? ¿Saltando por el precipicio?
El caballero negro negó con la cabeza.
—El crío no es tan necio como para eso.
Chris vio que tenía la tez oscura y los ojos oscuros.
—No tan crío, mi señor.
—Si ha caído, ha sido por error. No puede ser de otro modo. Pero sospecho que hemos perdido el rastro. Regresemos por donde hemos venido.
—Mi señor.
Los caballeros volvieron sus monturas y empezaron a desandar el camino. Pasaron nuevamente bajo el árbol y se dirigieron hacia la parte soleada del bosque, todavía en formación muy abierta.
—Acaso allí, con mejor luz, encontremos el rastro.
Chris exhaló un prolongado suspiro de alivio.
El muchacho le tocó la pierna y movió la cabeza en un gesto de asentimiento, como felicitándolo por su comportamiento. Aguardaron hasta que los jinetes se hallaban a unos cien metros, ya apenas visibles. Entonces el muchacho bajó silenciosamente del árbol, y Chris lo siguió como pudo.
Una vez en tierra, Chris vio alejarse a los caballeros. En ese momento llegaban al árbol con marcas de barro. El caballero negro pasó de largo, sin notarlas. También el siguiente.
El muchacho agarró a Chris del brazo y tiró de él, obligándolo a ocultarse entre la maleza.
—¡Sir Guy! —exclamó de pronto un caballero, reparando en las huellas—. Mirad esto. El árbol. Están en el árbol.
Mierda, pensó Chris.
Los caballos caracolearon en torno al árbol mientras los jinetes, alzando la vista, escudriñaban entre las ramas. El caballero negro, con manifiesto escepticismo, retrocedió.
—¿Y bien? Mostrádmelo.
—No los veo ahí arriba, mi señor.
Los hombres se volvieron sobre sus cabalgaduras, miraron en todas direcciones, miraron atrás…
Y los vieron.
—¡Allí!
Los caballeros cargaron contra ellos.
El muchacho echó a correr desoladamente.
—¡Válgame Dios! Esta vez sí estamos perdidos —dijo, echando una ojeada por encima del hombro sin detenerse—. ¿Sabéis nadar?
—¿Nadar? —repitió Chris.
Claro que sabía nadar, pero no era eso lo que tenía en mente, pues en ese preciso momento corrían despavoridos, a toda velocidad…, hacia el claro, hacia el límite del bosque.
Hacia el precipicio.
El terreno empezó a descender, primero en suave pendiente, luego más escarpado. La maleza era cada vez menos tupida, dejando a la vista zonas de amarillenta piedra caliza. El sol era cegador.
Bramando, el caballero negro dio una orden. Chris no lo comprendió.
Llegaron al final del claro. Sin dudar, el muchacho saltó al vacío.
Chris sí dudó, reacio a seguirlo. Mirando atrás, vio a los caballeros galopar hacia él con las espadas en alto.
No tenía alternativa.
Chris se volvió y corrió hacia el borde del precipicio.
Marek hizo una mueca de preocupación al oír el grito de Chris en el auricular. El grito se interrumpió súbitamente, seguido de un golpe sordo y un gruñido.
Un impacto.
Él y Kate permanecieron paralizados junto al camino, escuchando. Esperando.
No oyeron nada más. Ni siquiera el crepitar de las interferencias.
Nada en absoluto.
—¿Ha muerto? —preguntó Kate.
Marek no contestó. Se acercó apresuradamente al cadáver de Gómez y comenzó a palpar el barro.
—Ven —dijo—. Ayúdame a buscar el marcador de reserva.
Buscaron durante unos minutos, y por fin Marek cogió la mano de Gómez, que tenía ya los músculos rígidos, la piel fría y un color grisáceo, y le levantó el brazo para volver el torso. El cuerpo giró y cayó ruidosamente en el barro.
Marek notó entonces que Gómez llevaba una pulsera de bramante trenzado en la muñeca. No se había fijado antes en ese detalle, que parecía parte de su disfraz de época. Aunque desde luego no se correspondía con el período. En el siglo XIV, aun la campesina más humilde usaría como adorno un brazalete de metal, o de piedra o madera talladas, o no se pondría nada. Aquello era una baratija moderna.
Marek la examinó con curiosidad y, al tocarla, advirtió con sorpresa que era rígida, casi como el cartón. Sin desprenderla de la muñeca, le dio la vuelta y buscó a tientas el cierre. De pronto se abrió una especie de tapa en el bramante, y Marek vio que la pulsera sólo contenía un pequeño temporizador electrónico, semejante a un reloj.
El temporizador indicaba: 36.10.37.
Y contaba hacia atrás.
Marek supo de inmediato qué era. Era el contador de carga de la máquina y mostraba el tiempo restante. Inicialmente disponían de treinta y siete horas, y ya habían perdido cincuenta minutos.
Nos conviene conservar esto, pensó. Desató la pulsera, se la colocó en la muñeca y cerró la pequeña tapa.
—Tenemos un temporizador, pero nos falta el marcador de navegación —dijo Kate.
Siguieron buscando otros cinco minutos, y al final Marek, a su pesar, tuvo que admitir la triste realidad.
No tenían marcador. Y sin marcador, las máquinas no regresarian.
Debía dar la razón a Chris: estaban atrapados allí.