36.49.19

Chris Hughes no pudo evitarlo: el nerviosismo se había adueñado nuevamente de él. Tenía la piel fría y el corazón acelerado, y pese al aire fresco de la mañana, estaba bañado en sudor. Escuchar la discusión entre Baretto y Gómez no contribuyó a devolverle la serenidad.

Regresó al camino y lo cruzó sorteando los charcos de denso barro. Marek y Kate volvían también. Los tres permanecieron a cierta distancia de los dos escoltas, que seguían enzarzados en su disputa.

—Está bien, está bien, maldita sea —decía Baretto. Se quitó el cinto con las armas y lo dejó cuidadosamente en el suelo de su máquina—. Está bien. ¿Contenta?

Gómez seguía hablando en voz baja, apenas un susurro. Kate no la oía.

—No hay problema —respondió Baretto, casi gruñendo.

Gómez volvió a hablar con un murmullo inaudible. Baretto apretaba los dientes. Resultaba muy violento presenciar la escena. Chris se apartó unos pasos y volvió la espalda a los escoltas, aguardando a que dieran por terminada la discusión.

Extrañado, advirtió que el camino descendía en abrupta pendiente, y un hueco entre los árboles dejaba a la vista el llano que se extendía a la orilla del río. Allí estaba el monasterio, un tendido geométrico de patios, corredores cubiertos y claustros —todo ello construido de piedra ocre— rodeado por un alto muro. Semejaba una pequeña ciudad, concentrada y compacta. Era sorprendente que estuviera tan cerca, quizá a unos quinientos metros. No más.

—A la mierda, yo me voy —dijo Kate, y empezó a bajar por el camino.

Marek y Chris cruzaron una mirada y siguieron a Kate.

—No os perdáis de vista, maldita sea —gritó Baretto al grupo.

—Mejor será que nos pongamos en marcha —propuso Gómez.

Baretto la sujetó del brazo.

—No antes de dejar claro un asunto —dijo—, sobre la manera en que se lleva a cabo esta expedición.

—Creo que ya está todo más que claro —repuso Gómez.

Baretto se inclinó hacia ella.

—Porque no me gusta cómo me has… —añadió entre dientes, y su voz se desvaneció gradualmente, convirtiéndose en un siseo colérico e ininteligible.

Chris se alegró de doblar en ese momento el primer recodo del camino y dejarlos atrás.

Alejándose cuesta abajo con andar brioso, Kate notó que, en movimiento, la tensión abandonaba su cuerpo. El enfrentamiento entre los dos escoltas le había producido malestar y crispación. Detrás de ella, a corta distancia, oyó hablar a Chris y Marek. Chris estaba nervioso, y Marek intentaba tranquilizarlo. Kate no deseaba oírlos. Apretó un poco más el paso. Al fin y al cabo, hallarse allí, en aquel magnífico bosque, rodeada de aquellos enormes árboles…

En cuestión de minutos dejó rezagados a Marek y Chris, y aunque sabía que no estaban lejos, disfrutó de la sensación de soledad. El frescor del bosque la relajaba. Escuchaba los trinos de los pájaros y el ruido de sus propias pisadas en el camino. De pronto le pareció oír algo más. Aminoró la marcha y prestó atención.

Sí, le llegaba otro sonido: unos pasos rápidos, acercándose cuesta arriba. Oyó un jadeo, una respiración entrecortada. Y también un rumor más débil, como la reverberación de un trueno lejano. Trataba de identificar ese rumor cuando un muchacho, apenas un adolescente, surgió de detrás del siguiente recodo, corriendo hacia ella. Vestía unas calzas negras, un vistoso sayo enguatado de color verde y un bonete negro. Tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo; era obvio que corría desde hacía rato. Por lo visto, lo sorprendió encontrarla en el camino. Cuando se acercaba a Kate, exclamó:

¡Abscondeos, amsel! ¡Grassa Due, abscondeos!

Al cabo de un instante, Kate oyó sus palabras traducidas en el auricular: «¡Escondeos, señora! ¡Por Dios, escondeos!».

Esconderme ¿de qué?, se preguntó Kate. En aquel bosque no había nadie. ¿A qué se refería? Quizá no lo había entendido bien. Quizá la traducción no era correcta. Cuando el muchacho llegó hasta ella, volvió a instarla a ocultarse y, a empujones, la obligó a salir del camino y entrar en el bosque. Kate tropezó con una raíz retorcida y cayó de bruces entre los matorrales, golpeándose la cabeza. Sintió un punzante dolor y un momentáneo aturdimiento. Mientras se ponía en pie lentamente, identificó el rumor.

Caballos.

A todo galope hacia ella.

Chris vio correr al muchacho cuesta arriba y, casi de inmediato, oyó el ruido de los caballos que iban en su persecución. El muchacho, ya sin aliento, se detuvo un instante junto a ellos, se dobló por la cintura y finalmente, con tono perentorio, les dijo que se escondieran. Después se adentró a toda prisa en el bosque.

Marek no prestó atención al muchacho. Miraba camino abajo.

Chris arrugó la frente.

—¿Qué pasa aquí…?

—Vamos —instó Marek, y agarrando a Chris por los hombros, lo arrastró hacia el follaje.

—Por Dios, ¿te importaría explicarme…? —protestó Chris.

—¡Chist! —Marek le tapó la boca con la mano—. ¿Quieres que nos maten?

No, pensó Chris; a ese respecto no tenía la menor duda: no quería que nadie resultara muerto. Hacia ellos cabalgaban seis hombres con armadura completa: yelmo de acero, loriga y sobreveste de colores marrón y gris. Los caballos iban cubiertos con gualdrapas de paño negro tachonado de plata. Producían un siniestro efecto. El caballero situado a la cabeza del grupo, con un penacho negro en el yelmo, señaló al frente y exclamó:

¡Godin!

Baretto y Gómez seguían al borde del camino, inmóviles, atónitos al parecer ante lo que veían acercarse al galope. El caballero negro se ladeó en la silla y, al pasar junto a Gómez, trazó un arco con la espada.

Chris vio desplomarse el torso decapitado de Gómez, sangrando a borbotones. Baretto, salpicado de sangre, lanzó un juramento y corrió bosque adentro. Más hombres galopaban camino arriba. Ahora todos gritaban: «¡Godin! ¡Godin!». Uno de los jinetes revolvió a su caballo y tensó el arco.

La flecha atravesó de parte a parte el hombro izquierdo de Baretto, que cayó de rodillas a causa del impacto. Maldiciendo, se levantó y por fin llegó tambaleándose a su máquina.

Cogió el cinturón, desprendió una de las granadas y se dio media vuelta para arrojarla. Una flecha le alcanzó en el pecho. Baretto, sorprendido, tosió y cayó de espaldas, quedando sentado en el suelo de la máquina, recostado contra una barra. Hizo un débil esfuerzo por arrancarse la flecha del pecho. La siguiente flecha le traspasó la garganta. La granada rodó de su mano.

En el camino, los caballos, encabritados, relincharon y caracolearon, y los jinetes, sofrenándolos, gritaron y señalaron hacia Baretto.

Se produjo un intenso destello.

Chris miró atrás a tiempo de ver a Baretto todavía sentado, inmóvil, mientras la máquina menguaba con sucesivos fogonazos.

Al cabo de un momento, había desaparecido. En los rostros de los jinetes se dibujó una expresión de miedo. El caballero del penacho negro dio una orden a voz en grito, y los otros, reagrupándose, fustigaron a sus monturas y continuaron camino arriba hasta perderse de vista.

Cuando el caballero negro se volvía para seguirlos, su caballo tropezó con el cuerpo de Gómez. Maldiciendo, obligó al caballo a empinarse y pisotear una y otra vez el cadáver. Chorretadas de sangre surcaron el aire; las patas delanteras del caballo se tiñeron de rojo. Finalmente, con un último juramento, el caballero negro reanudó el galope cuesta arriba para unirse a sus hombres.

—Dios santo —susurró Chris, asombrado ante lo repentino del hecho, ante aquella violencia gratuita.

Apresuradamente, se puso en pie y regresó al camino.

El cuerpo de Gómez yacía en el barro, casi irreconocible. Pero tenía un brazo extendido sobre la tierra, con la mano abierta. Y junto a la mano estaba la oblea blanca de cerámica.

Se había resquebrajado, y la brecha dejaba a la vista los componentes electrónicos del interior.

Chris la recogió. La oblea se hizo pedazos en su mano, esparciéndose por el barro los fragmentos blancos y plateados. En ese momento tuvo clara conciencia de su situación.

Sus dos guías estaban muertos. Habían perdido una máquina. El marcador de regreso estaba hecho añicos.

Lo cual implicaba que se hallaban atrapados en aquel lugar, perdidos, sin guías ni ayuda alguna. Y sin la menor esperanza de poder regresar jamás.

Jamás.