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Gómez saltó ágilmente de la máquina. Marek y Kate salieron despacio, mirando alrededor aturdidos. Chris abandonó también su jaula y pisó el mullido musgo.

—¡Fantástico! —exclamó Marek, y apartándose inmediatamente de la máquina, cruzó el camino embarrado para ver mejor el pueblo. Kate lo siguió; parecía no haberse recuperado aún de la impresión.

Chris, en cambio, prefirió permanecer cerca de la máquina. Volviéndose lentamente, contempló el bosque. Se le antojó oscuro, denso, primigenio. Los árboles, advirtió, eran enormes. El tronco de algunos tenía tal diámetro que detrás podían esconderse tres o cuatro personas. Se alzaban a gran altura, y la frondosa enramada proyectaba una sombra casi uniforme sobre el terreno.

—Precioso, ¿no? —comentó Gómez, que al parecer había notado la inquietud de Chris.

—Sí, precioso —contestó él, pero no era ésa ni mucho menos la sensación que le inspiraba el paisaje. Percibía algo siniestro en aquel bosque. Miró a uno y otro lado para encontrar la causa que lo inducía a pensar que algo anormal ocurría allí, que algo faltaba o no encajaba. Finalmente, preguntó:

—¿Qué pasa?

Gómez se echó a reír.

—¡Ah, es eso! —dijo—. Escucha con atención.

Chris guardó silencio y escuchó. Se oía el gorjeo de los pájaros y el suave susurro de las hojas de los árboles movidas por una ligera brisa. Pero aparte de eso…

—No oigo nada.

—Exacto —confirmó Gómez—. Eso pone nerviosas a algunas personas la primera vez que vienen. Aquí no hay ruido ambiental: ni radio, ni televisión, ni aviones, ni maquinaria, ni tráfico. En el siglo XX estamos tan habituados a oír sonidos continuamente que el silencio absoluto nos resulta escalofriante.

—Sí, supongo que así es. —Al menos, eso era precisamente lo que a él le ocurría. Se volvió y observó el camino embarrado, un sendero iluminado por el sol en medio del bosque. En algunos puntos el barro debía de tener un metro de profundidad, revuelto y diluido por el paso de numerosos caballos.

Éste es un mundo de caballos, pensó Chris.

Sin ruido de máquinas y con muchas huellas de cascos.

Respiró hondo y expulsó el aire poco a poco. Incluso el aire semejaba distinto. Embriagador, luminoso, como si contuviera más oxígeno.

Al volverse de nuevo, descubrió que la máquina había desaparecido. Gómez parecía no darle importancia al hecho.

—¿Dónde están las máquinas? —preguntó, procurando disimular su preocupación.

—A la deriva —respondió Gómez.

—¿A la deriva?

—Cuando las máquinas mantienen aún toda su carga, son un poco inestables. Tienden a alejarse del momento presente, y por eso no las vemos.

—¿Y adónde van? —dijo Chris.

—No lo sabemos exactamente —contestó Gómez, encogiéndose de hombros—. A otro universo, suponemos. Pero adondequiera que vayan, se encuentran en perfecto estado. Siempre vuelven. —Para demostrárselo, alzó el marcador de cerámica y pulsó el botón con la uña del pulgar. En medio de una serie de destellos de luz cada vez más intensos, las máquinas regresaron: las cuatro jaulas conectadas, justo en el sitio donde se hallaban poco antes—. Ahora se quedarán aquí durante uno o dos minutos, pero después volverán a desaparecer, y dejaremos que se vayan. Es mejor que no estén a la vista.

Chris asintió con la cabeza; Gómez parecía saber de qué hablaba. No obstante, la circunstancia de que las máquinas fueran a la deriva causó en Chris cierto desasosiego; aquellas máquinas eran su billete de regreso a casa, y no le gustaba la idea de que se comportaran conforme a sus propias reglas y se desvanecieran al azar.

¿Viajaría alguien en un avión si el piloto dijese que era «inestable»?, pensó. Notó una súbita frialdad en la frente, y supo que en unos segundos empezaría a sudar.

Para distraerse, siguió a sus compañeros, cruzando el camino con cuidado para no hundirse en el barro. Al otro lado, ya en tierra firme, se abrió paso a través de la densa maleza, compuesta por matas de una frondosa planta de algo más de un metro de altura, semejante al rododendro. Volvió la cabeza hacia Gómez.

—¿Hay algún peligro en estos bosques?

—Sólo las víboras —dijo Gómez—. Normalmente están en las ramas bajas de los árboles. Caen en los hombros de quien pasa por debajo y le muerden.

—Estupendo. ¿Son venenosas?

—Mucho.

—¿La mordedura es fatal?

—Descuida; son muy infrecuentes —aseguró Gómez.

Chris decidió no hacer más preguntas. En todo caso, había llegado ya a un pequeño claro bañado por el sol. Desde allí vio el río Dordogne, serpenteando entre las tierras de labranza sesenta metros más abajo, y no muy distinto de como él lo conocía.

Pero si el río era el mismo, los demás elementos del paisaje no se parecían en nada. La fortaleza de Castelgard se hallaba intacta, al igual que el pueblo. Extramuros, había parcelas de terreno destinadas a la agricultura; en ese preciso momento, se araban algunos campos.

De inmediato dirigió su atención a la derecha, donde pudo contemplar el vasto recinto rectangular del monasterio… y el puente fortificado del molino. Su puente fortificado, pensó. El puente a cuyo estudio había dedicado todo el verano.

Y por desgracia muy diferente de como él lo había reconstruido en el ordenador.

Chris contó cuatro ruedas hidráulicas, no tres, girando en la corriente de agua bajo el puente. Y el puente no se reducía a una única estructura. Se componía al menos de dos estructuras independientes, como pequeñas casas. La de mayor tamaño era de piedra y la otra de madera, desprendiéndose de ello que su construcción databa de épocas distintas. Del edificio de piedra surgía una ininterrumpida columna de humo gris. Eso parecía corroborar la hipótesis de que allí se fabricaba acero. Aprovechando la energía hidráulica para accionar unos enormes fuelles, era posible generar el intenso calor que requería un horno de fundición. Eso explicaría, además, la construcción de dos estructuras separadas. Dentro de los molinos harineros estaba prohibido encender fuego, incluso una simple vela; por eso sólo se molía el grano de día.

Absorto en los detalles, Chris empezó a relajarse.

A la orilla del camino embarrado, Marek contemplaba el pueblo de Castelgard con creciente sensación de asombro.

Él estaba allí.

Aturdido, marcado casi de emoción, se recreó en los detalles. En los campos, los labradores vestían calzas apedazadas y sayos de colores rojo y azul, naranja y rosa. Esas vivas tonalidades contrastaban con la tierra oscura. La mayoría de los campos ya estaban sembrados y arrellanados. Por aquellas fechas, primeros de abril, debía de haber casi concluido la siembra de primavera —cebada, guisantes, avena y judías—, los llamados «cultivos cuaresmales».

Observó cómo araban un campo nuevo, la reja negra de hierro tirada por una yunta de bueyes. El arado abría el surco y amontonaba limpiamente la tierra a ambos lados. Marek reparó complacido en la plancha de madera que llevaba montada sobre la reja. Esa pieza se denominaba «vertedera», y era característica de la época.

Detrás del labrador, un campesino esparcía la simiente con un rítmico movimiento del brazo. Acarreaba al hombro el saco de las semillas. Unos pasos por detrás del sembrador, los pájaros revoloteaban sobre el surco y picoteaban las semillas. Pero por poco tiempo. En un campo cercano, Marek vio a otro hombre a lomos de un caballo que tiraba de una grada, un bastidor de madera en forma de T con una enorme piedra encima para darle peso. Su misión era arrellanar los surcos para proteger la simiente.

Todo parecía moverse con la misma cadencia sosegada y uniforme: la mano que echaba las semillas, el arado que removía la tierra, la grada que escarificaba el campo. Y apenas se oía ruido alguno en la plácida mañana, sólo el zumbido de los insectos y los trinos de los pájaros.

Más allá de los campos, Marek vio la muralla de seis metros de altura que circundaba el pueblo de Castelgard. La piedra, gastada por la erosión, era de un color gris oscuro. En un paño de la muralla se llevaban a cabo obras de reparación; la piedra nueva era de un color más claro, gris amarillento. Los mamposteros, encorvados, trabajaban deprisa. En el adarve, guardias con cota de malla iban de un lado a otro, deteniéndose de vez en cuando para otear nerviosamente los alrededores.

Y alzándose por encima de todo lo demás, el propio castillo, con sus torres circulares y sus tejados de piedra negra. Los pendones ondeaban en lo alto de las torres albarranas, exhibiendo todos la misma divisa: un escudo marrón y gris con una rosa de color plata.

Conferían al castillo un aspecto festivo, y de hecho en un campo cercano a las murallas del pueblo estaba montándose en esos momentos una tribuna de madera para el público del torneo. Una muchedumbre empezaba ya a congregarse. Había allí unos cuantos caballeros, sus caballos amarrados junto a las vistosas tiendas de campaña listadas que rodeaban el palenque.

Contemplándolo, Marek dejó escapar un largo suspiro de satisfacción.

Todo lo que veía era preciso, fiel hasta el último detalle. Todo era real.

Y él estaba allí.

Kate Erickson mantenía la vista fija en Castelgard con una sensación de perplejidad. Junto a ella, Marek suspiraba como un amante, pero Kate no sabía bien por qué. Castelgard, desde luego, era ahora un pueblo rebosante de vida, mostrado en todo su esplendor pasado, con las casas y el castillo íntegramente construidos. Pero en conjunto la escena no se diferenciaba demasiado de cualquier paisaje rural francés. Quizá con mayores signos de retraso, con caballos y bueyes en lugar de tractores. Pero por lo demás…, en fin, no era tan distinto.

Desde el punto de vista arquitectónico, la principal diferencia entre aquella escena y el presente residía en los tejados de lauzes de las casas, hechos de piedra negra apilada. Esos tejados, debido a su extraordinario peso, requerían un considerable apuntalamiento interno, razón por la cual habían dejado de usarse en las casas del Périgord, excepto en zonas turísticas. Kate estaba acostumbrada a ver las casas francesas con techumbres ocres, compuestas de tejas romanas abarquilladas o de las características tejas planas francesas.

Allí, en cambio, había sólo lauzes; no se veían tejas por ninguna parte.

Continuó observando el paisaje y, poco a poco, notó otros detalles. Por ejemplo, abundaban los caballos. Sumando los caballos de los campos de labranza, los caballos preparados para el torneo, los caballos montados que recorrían los caminos y los caballos puestos a pastar, había al menos un centenar de animales. Kate nunca había visto tantos caballos juntos, ni siquiera en su Colorado natal. Caballos de todas las clases, desde los magníficos y lustrosos caballos de guerra amarrados alrededor del palenque hasta los jamelgos de los campos.

Y si bien muchos campesinos vestían de un gris apagado, otros lucían ropa de colores tan vivos que casi recordaban al Caribe. Esas prendas estaban apedazadas una y otra vez, pero cada añadido contrastaba con los anteriores, de manera que la labor de retazos resultante era claramente visible incluso a gran distancia; de hecho, parecía obedecer a un diseño intencionado.

Advirtió asimismo una precisa demarcación entre las áreas relativamente pequeñas de asentamiento humano —pueblos y tierras de labranza— y el bosque circundante, una vasta y espesa alfombra verde que se extendía en todas las direcciones. En aquel paisaje predominaba el bosque. Kate tenía la sensación de hallarse rodeada de una agreste naturaleza donde los seres humanos eran intrusos. Además, intrusos de segundo orden.

Y cuando volvió a centrar la atención en el pueblo de Castelgard, percibió algo anómalo que fue incapaz de determinar. Hasta que por fin cayó en la cuenta: ¡No había chimeneas!

No asomaba una sola chimenea por ninguna parte.

En las chozas del campesinado, la salida de humo era un simple agujero en la techumbre de paja y juncos. En el pueblo, la situación era similar, pese a que las casas tenían tejados de piedra: el humo escapaba por un orificio del techo o por un respiradero abierto en alguna pared. También el castillo carecía de chimeneas.

Se hallaba, pues, en una época anterior a la aparición de las chimeneas en esa región de Francia. Por algún motivo, ese insignificante detalle arquitectónico le produjo un escalofrío de algo rayano en terror. Un mundo sin chimeneas. ¿Cuándo se habían inventado las chimeneas? No recordaba la fecha exacta. En el año 1600 eran sin duda de uso común. Pero el presente estaba aún lejos del siglo XVII.

Este presente, se recordó.

Detrás de ella, oyó decir a Gómez:

—¿Qué demonios estás haciendo?

Kate miró atrás y vio que el tipo malhumorado, Baretto, acababa de llegar. Su jaula independiente se hallaba al otro lado del camino, unos metros bosque adentro.

—Haré lo que me venga en gana —respondió a Gómez. Se había levantado el capote de arpillera, revelando un ancho cinturón de piel del que pendían la funda de una pistola y dos granadas negras. En ese momento comprobaba el cargador de la pistola—. Si vamos a entrar en el mundo, quiero estar preparado.

—Llevando eso encima, no puedes venir con nosotros —replicó Gómez.

—Eso lo dirás tú.

—Con eso, no puedes venir —repitió Gómez—. Sabes que está prohibido. Gordon no te permitiría entrar armas modernas en el mundo.

—Pero Gordon no está aquí, ¿verdad?

—Maldita sea, mira esto —dijo Gómez, y sacando el marcador de navegación, lo blandió ante Baretto.

Al parecer, lo amenazaba con regresar.