Negrura.

Silencio, y luego, a lo lejos, una viva luz blanca.

Acercándose. Deprisa.

Chris se estremeció, sacudido por una fuerte descarga eléctrica, y se le contrajeron los dedos. Por un momento notó repentinamente su cuerpo, de igual modo que uno nota la ropa cuando acaba de ponérsela: notó el revestimiento de carne, notó su peso, la atracción de la gravedad, la presión de su cuerpo sobre las plantas de los pies. Después un penetrante dolor de cabeza, que duró sólo el tiempo de un latido y desapareció. Una intensa luz violácea lo envolvió. Arrugó el rostro y parpadeó.

Se hallaba a la luz del sol. El aire era fresco y húmedo. Los pájaros gorjeaban en las ramas de los enormes árboles que se alzaban alrededor. Los rayos de sol se filtraban entre el espeso follaje, moteando la tierra de luz. Uno de los rayos lo iluminaba a él. La máquina estaba junto a un camino estrecho y embarrado que serpenteaba por el bosque. Enfrente, a través de un pequeño claro, vio un pueblo medieval.

En primera línea, unos cuantos campos de labranza y varias chozas dispersas, con columnas de humo gris elevándose desde sus techumbres de paja y juncos. Detrás, una muralla de piedra y, al resguardo de ésta, los oscuros tejados del pueblo propiamente dicho. Por último, a lo lejos, el castillo con torres circulares.

Lo reconoció al instante: el pueblo y la fortaleza de Castelgard. Y no se encontraba en ruinas. Las murallas se elevaban intactas alrededor.

Estaba allí.