En la sala de control, David Stern observaba los destellos en el suelo de goma, que se contrajeron y debilitaron hasta extinguirse por completo. Las máquinas habían desaparecido. Los técnicos se concentraron de inmediato en Baretto e iniciaron la cuenta atrás de su transmisión.

Pero Stern mantenía la mirada fija en el punto donde segundos antes se hallaban sus compañeros.

—¿Y ahora dónde están? —preguntó a Gordon.

—Ah, ya han llegado. Ya están allí.

—¿Han sido reconstruidos?

—Sí.

—Sin fax en el otro extremo.

—En efecto.

—Explíqueme cómo —dijo Stern—. Cuénteme los pormenores que no interesaban a los demás.

—Muy bien —contestó Gordon—. No es ningún problema grave. Simplemente he pensado que a los otros podría resultarles…, en fin, alarmante.

—Ya.

—Volvamos a las figuras de interferencia, que, como hemos dicho, demostraban que otros universos influyen en el nuestro. No tenemos que hacer nada para que se produzca una figura de interferencia. Es algo que ocurre por sí solo.

—Sí.

—Y esa interacción es muy fiable: se produce siempre que proyectamos luz a través de las dos hendiduras.

Stern asintió con la cabeza. Intentaba adivinar adónde quería llegar Gordon, pero de momento no preveía el rumbo de sus razonamientos.

—Sabemos por tanto que en determinadas situaciones podemos contar con que otros universos actúen de cierta manera. Proyectamos luz a través de las hendiduras, e invariablemente los otros universos crean la figura que vemos.

—De acuerdo…

—Y si transmitimos a través de un agujero de gusano, la persona siempre es reconstruida al otro lado. También podemos contar con que eso ocurra.

Siguió un instante de silencio.

Stern frunció el entrecejo.

—Un momento, ¿está diciendo que cuando se transmite a una persona, la reconstruye el otro universo? —preguntó.

—Sí, así es. No puede ser de otro modo. Obviamente nosotros no podemos reconstruirlos, porque no estamos allí. Estamos en este universo.

—Así que ustedes no reconstruyen…

—No.

—Porque no saben cómo —dijo Stern.

—Porque no es necesario —rectificó Gordon—. Del mismo modo que no es necesario pegar los platos a una mesa para que permanezcan en ella. Se sostienen por sí solos. Hacemos uso de una característica del universo: la gravedad. Y en este otro caso hacemos uso de una característica del multiverso.

Stern seguía con la frente arrugada. Aquella analogía le inspiró desconfianza de inmediato; era demasiado fácil, demasiado simplista.

—Verá —continuó Gordon—, el aspecto esencial de la tecnología cuántica es su capacidad de superponer universos. Cuando un ordenador cuántico realiza sus cálculos, cuando se utilizan los treinta y dos estados cuánticos del electrón, el ordenador opera, estrictamente hablando, en otros universos, ¿no es así?

—Sí, en teoría, pero…

—No, en teoría no; en realidad. —Se produjo una pausa—. Puede ser más sencillo comprenderlo desde el punto de vista del otro universo. Ese universo ve llegar de pronto a una persona, una persona procedente de otro universo.

—Sí…

—Y eso es lo que ha ocurrido. La persona ha llegado de otro universo, no del nuestro.

—Repítalo.

—La persona no ha llegado de nuestro universo —dijo Gordon.

—¿De dónde ha llegado, pues? —preguntó Stern con cara de incomprensión.

—De un universo que es casi idéntico al nuestro, idéntico en todos los sentidos, salvo por el hecho de que sabe cómo reconstruir a esa persona en el otro extremo.

—No habla en serio —repuso Stern.

—Sí, totalmente en serio.

—¿La Kate que aparece allí no es la Kate que ha salido de aquí? ¿Es una Kate de otro universo?

—Sí.

—¿Es casi Kate, pues? ¿Una especie de Kate? ¿Una semiKate?

—No. Es Kate. Por lo que hemos podido ver mediante nuestras pruebas, es absolutamente idéntica a nuestra Kate. Porque nuestro universo y su universo son casi idénticos.

—Aun así, no es la Kate que ha salido de aquí.

—¿Cómo podría serlo? Ha sido destruida y reconstruida.

—¿Se siente uno distinto cuando ocurre eso? —preguntó Stern.

—Sólo durante uno o dos segundos —contestó Gordon.