—Tiéndase sobre el costado izquierdo, por favor.

Kate, tendida en una camilla, se volvió de lado y contempló con aprensión al hombre de avanzada edad vestido con bata blanca, que alzó un instrumento parecido a un aplicador de cola y lo acercó a la oreja de ella.

—Lo notará tibio —aseguró el hombre.

¿Tibio?, pensó Kate mientras sentía una intensa quemazón en el oído.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Un polímero orgánico —respondió el hombre—. No es tóxico ni alergénico. Continúe en esa posición durante ocho segundos. Ahora, por favor, mueva la boca como si masticase. Conviene que quede un poco suelto. Muy bien, siga masticando.

Kate lo oyó pasar al siguiente de la fila —Chris ocupaba la camilla contigua, Stern la tercera y Marek la última— y repetir:

—Tiéndase sobre el costado izquierdo. Lo notará tibio…

No tardó mucho en regresar junto a Kate. Le pidió que se volviera del lado derecho y le inyectó el polímero caliente en el otro oído. Gordon observaba desde un rincón.

—Esto es aún un tanto experimental —explicó Gordon—. Se compone de un polímero que empieza a biodegradarse al cabo de una semana.

A continuación, el hombre de la bata blanca los hizo ponerse en pie y, expertamente, les extrajo uno por uno los implantes plásticos de los oídos.

—Yo oigo perfectamente —dijo Kate a Gordon—. No necesito audífono.

—No es un audífono —contestó Gordon.

En el otro extremo de la sala, el hombre perforaba el centro de los implantes e introducía un dispositivo electrónico. Trabajaba con una rapidez sorprendente. Una vez insertado el dispositivo, taponaba el orificio con un poco más de plástico.

—El aparato consta de un micrófono y un traductor electrónico —prosiguió Gordon—, por si necesitan comprender lo que alguien les dice.

—Pero aun si comprendo lo que me dicen, ¿cómo voy a responderles? —objetó Kate.

—No te preocupes —terció Marek, dándole un ligero codazo a Kate—. Yo hablo occitano y francés antiguo.

—Ah, estupendo —repuso Kate con tono sarcástico—. ¿Y vas a enseñarme esas lenguas en quince minutos? —Estaba tensa ante la idea de ser destruida o vaporizada o lo que fuera por aquella máquina, y las palabras salían a borbotones de su boca.

Marek pareció sorprendido por su reacción.

—No —dijo con gravedad—. Pero si te quedas a mi lado, cuidaré de ti.

Por alguna razón, su extrema seriedad tranquilizó a Kate. Marek era tan formal… Probablemente cuidará de mí, pensó Kate, y se sintió más relajada.

Poco después todos se colocaron los auriculares internos de plástico, que eran de color carne.

—Ahora están apagados —explicó Gordon—. Para encenderlos, sólo tienen que golpearse suavemente la oreja con la punta del dedo. Y ahora, si me acompañan…

Gordon entregó una pequeña bolsa de cuero a cada uno.

—Hemos estado elaborando una especie de botiquín de primeros auxilios; ahí dentro van los prototipos. Son ustedes los primeros que entrarán en el mundo, y por tanto cabe la posibilidad de que tengan que utilizarlos. Pueden llevarlos ocultos bajo la ropa.

Abrió una bolsa y extrajo un envase cilíndrico de aluminio de unos diez centímetros de altura y tres de diámetro. Parecía un aerosol de espuma de afeitar.

—Ésta es la única forma de protección que podemos ofrecerles. Contiene doce dosis de dihidroetileno con un substrato proteínico. Haremos una demostración con el gato, H. G. ¿Dónde estás, H. G.?

Un gato negro saltó a la mesa. Gordon lo acarició y después le roció el hocico con gas. El gato parpadeó, bufó y cayó de costado.

—Provoca la pérdida del conocimiento en seis segundos —añadió Gordon—, así como una posterior amnesia retroactiva. Pero tengan muy en cuenta que su efecto es de corta duración. Y sólo es eficaz si disparan directamente a la cara.

Mientras el gato se sacudía y volvía en sí, Gordon sacó de la bolsa de cuero tres cubos de papel rojo encerado, aproximadamente del tamaño de terrones de azúcar. Parecían artilugios pirotécnicos.

—Si necesitan encender fuego, esto les servirá —dijo Gordon—. Para que ardan, sólo hay que tirar del cordón. Van marcados con los números quince, treinta y sesenta, los segundos que tardan en prender. Tienen un recubrimiento de cera, o sea, son impermeables. Una advertencia: a veces fallan.

—¿Y por qué no un encendedor Ble? —preguntó Chris.

—No corresponde a la época. Allí no puede llevarse plástico. —Gordon se concentró de nuevo en el contenido de la bolsa—. Incluye también el botiquín propiamente dicho, nada fuera de lo común: antiinflamatorios, antidiarreicos, antiespasmódicos, analgésicos. No les gustaría ponerse a vomitar en un castillo —bromeó—. Y no podemos proporcionarles pastillas para potabilizar el agua.

Stern escuchó todo aquello con una sensación de irrealidad. ¿Vomitar en un castillo?, pensó.

—Oiga…

—Y por último —prosiguió Gordon sin prestar atención—, una herramienta multiuso de bolsillo, con cuchillo y ganzúa incluidos. —Parecía una navaja suiza. Gordon volvió a guardarlo todo en la bolsa—. Probablemente no utilizarán nada de esto, pero no está de más. Y ahora ocupémonos de la vestimenta.

Stern no podía sacudirse aquel persistente desasosiego. Una mujer de trato amable y aspecto de abuela había dejado su máquina de coser y distribuía la ropa entre ellos: primero, la prenda interior —una especie de calzoncillos blancos de hilo pero sin elástico en la cintura—, luego una correa de cuero y después unas mallas negras de lana.

—¿Qué es esto? —preguntó Stern—. ¿Unos leotardos?

—Se llaman calzas, querido —respondió la mujer.

Tampoco tenían elástico.

—¿Cómo se sujetan?

—Has de remetértelas en la correa, por debajo del jubón. O atarlas a los rabillos del jubón.

—¿Los rabillos?

—Eso es, querido, los rabillos del jubón.

Stern miró a los otros. Apilaban tranquilamente la ropa a medida que les daban cada una de las prendas. Parecían familiarizados con todo ello; actuaban con la misma calma que si estuvieran en unos grandes almacenes. Stern, en cambio, se sentía desorientado, y el pánico comenzaba a adueñarse de él. A continuación le dieron una camisa blanca de hilo que le llegaba hasta los muslos y otra prenda más larga, llamada «jubón» y hecha de fieltro enguatado. Y finalmente una daga colgada de una cadena. Stern la observó con recelo.

—Todo el mundo la lleva. La necesitarás aunque sólo sea para comer.

Stern dejó la daga sobre la pila distraídamente y hurgó entre la ropa, intentando aún encontrar los «rabillos».

—Es una indumentaria destinada a aparentar una posición social neutra, ni ostentosa ni pobre. Pretendemos que se aproxime a la vestimenta de un mercader medio, un paje o un noble venido a menos.

Luego Stern recibió los zapatos, semejantes a unas zapatillas caseras de piel con las punteras afiladas, salvo por las hebillas. Como los zapatos de un bufón, pensó sin el menor entusiasmo.

—No te preocupes —dijo la anciana, sonriendo—, llevan cámara de aire en la suela, igual que unas Nike.

—¿Por qué está todo tan sucio? —preguntó Stern, contemplando el jubón con expresión ceñuda.

—No quieres desentonar con el resto de la gente, ¿verdad?

Se cambiaron en un vestuario. Stern observó a sus dos compañeros.

—¿Cómo se supone que…, esto…?

—¿Quieres saber cómo se viste uno en el siglo XIV? —dijo Marek—. Muy sencillo.

Marek se había quitado la ropa y, relajado, se paseaba desnudo de un lado a otro. Era una masa de músculos. Stern se sintió intimidado mientras se sacaba lentamente los pantalones.

—En primer lugar —continuó Marek—, ponte el calzón interior. Es de hilo de muy buena calidad. En aquella época tenían un hilo excelente. Para sostenerte el calzón, átate la correa a la cintura y enrolla la parte superior del calzón alrededor de la correa, dándole un par de vueltas. Así se aguantará, ¿de acuerdo?

—¿La correa va por debajo de la ropa?

—Sí, para sujetar el calzón. Luego ponte las calzas. —Marek empezó a colocarse las mallas negras de lana. En su extremo inferior, las perneras no eran abiertas sino que tenían pies, como un pijama de niño—. Hay unos cordones en la cintura, ¿ves?

—Las calzas me vienen muy holgadas —comentó Stern al subírselas, viendo las rodillas abolsadas.

—Así han de ir. Éstas no son calzas de gala, y por tanto no se llevan ajustadas. A continuación, la camisa de hilo. Sólo has de pasártela por la cabeza y dejarla colgar. No, no, David. El lado abierto del cuello va por delante.

Stern volvió a sacar los brazos de las mangas y, torpemente, reviró la camisa.

—Y por último —dijo Marek, cogiendo la prenda de fieltro— te pones el jubón, que es una mezcla de chaqueta y cazadora. Se usa tanto en interior como al aire libre, y sólo hay que quitársela si hace mucho calor. ¿Ves los rabillos? Son los cordones, debajo del fieltro. Ahora ata las calzas a los rabillos del jubón, pasando los cordones de la cintura por las aberturas de la camisa.

Marek acabó de atárselas en un momento, como si lo hubiera hecho toda su vida. A Chris le costó mucho más, advirtió Stern con satisfacción. Stern en particular tuvo que contorsionarse para anudar los cordones de la espalda.

—¿Y esto te parece sencillo? —rezongó.

—Sencillamente no te has fijado en tu indumentaria habitual —contestó Marek—. Por término medio, un occidental del siglo XX se pone a diario entre nueve y doce prendas de vestir. Aquí son sólo seis.

Stern dejó caer los faldones del jubón y, tirándose de los costados, intentó acomodárselo para que el dobladillo quedara a la altura de los muslos. Al hacerlo se arrugó la camisa, y finalmente Marek tuvo que ayudarlo a arreglárselo todo y, de paso, ceñirle más las calzas.

Por último, Marek le enlazó alrededor de la cintura la cadena de la que pendía la daga, sin ajustarla demasiado. Luego retrocedió para admirarlo.

—Listo —anunció Marek, asintiendo con la cabeza—. ¿Qué tal te sientes?

Stern, incómodo, movió los hombros.

—Me siento como un pollo relleno atado.

Marek se echó a reír.

—Ya te acostumbrarás.

Cuando Kate terminaba de vestirse, entró Susan Gómez, la mujer que poco antes había ido al pasado en viaje de comprobación. Ahora Gómez llevaba ropa de época y una peluca. Lanzó otra peluca a Kate.

Kate hizo una mueca de aversión.

—Tienes que ponértela —dijo Gómez—. Allí, el pelo corto en una mujer es señal de deshonra o herejía. Procura que nadie vea tu verdadero pelo.

Kate se encasquetó la peluca, notando caer sobre sus hombros los mechones de cabello trigueño. Se volvió para mirarse en el espejo, y vio el rostro de una desconocida. Le daba un aspecto más juvenil, más delicado. Más débil.

—La otra opción es cortarse el pelo como un hombre —añadió Gómez—. Tú decides.

—Me pondré la peluca —respondió Kate.