El día siguiente amaneció soleado y caluroso, con una intensa luz bajo un cielo totalmente despejado. El profesor no se puso en contacto con ellos a la hora prevista. Marek le telefoneó dos veces, pero en ambos casos se activó el buzón de voz: «Deje un mensaje y le devolveré la llamada».

Tampoco tenían aún noticias de Stern. Cuando telefonearon al laboratorio de Les Eyzles, un técnico les dijo que Stern estaba ocupado y no podía atenderlos; visiblemente molesto, añadió:

—Está repitiendo las pruebas otra vez, y ya es la tercera.

Marek se preguntó cuál sería el motivo de tan insistente verificación. Pensó en ir a averiguarlo él mismo a Les Eyzles —era un corto viaje en coche—, pero decidió quedarse en el granero por si telefoneaba el profesor.

No telefoneó.

A media mañana Elsie exclamó:

—¡Eh!

—¿Qué?

Elsie examinaba un pergamino.

—Éste es el documento del legajo que precedía al del profesor —explicó.

Marek se acercó.

—¿Y qué has visto?

—Parece que hay puntos de tinta de la pluma del profesor. Fíjate, aquí, y aquí.

—Probablemente leyó ese documento justo antes de escribir su mensaje —comentó Marek, encogiéndose de hombros.

—Pero están en el margen —observó Elsie—, casi como si fueran una acotación.

—Una acotación ¿a qué? ¿De qué trata el documento?

—Es un texto de historia natural, una descripción de un río subterráneo escrita por un monje. Explica que debe andarse con cautela en ciertos sitios, determinando las posiciones mediante pasos y otras medidas.

—Un río subterráneo… —dijo Marek, sin especial interés en el hallazgo.

Los monjes se dedicaban al estudio de la región y a menudo escribían breves tratados sobre geografía local, carpintería, la época idónea para la poda de los árboles frutales, la conveniencia de almacenar grano en invierno, etcétera. Eran curiosidades, y con frecuencia contenían datos erróneos.

—«Marcellus tiene la llave» —leyó Elsie—. ¿Qué querrá decir eso? Es ahí donde aparecen las marcas del profesor. Y luego hace referencia a algo sobre… unos pies gigantes…, no… los pies del gigante… ¿Los pies del gigante? Y aquí pone «vivix», que en latín significa…, veamos… ésta es nueva…

Consultó un diccionario.

Marek, inquieto, salió del cubículo y se paseó de un lado a otro. Estaba nervioso, crispado.

—Es extraño —comentó Elsie—; no existe la palabra «VIVIX». O al menos no se recoge en este diccionario. —Tan metódica como siempre, tomó nota.

Marek suspiró.

Las horas pasaron lentamente.

El profesor seguía sin dar señales de vida.

A las tres, como cada tarde, los estudiantes empezaron a subir por la cuesta hacia la gran tienda de campaña para tomarse un descanso. Marek los observó desde la puerta del granero. En apariencia despreocupados, bromeaban, reían y se empujaban.

Sonó el teléfono. Marek se volvió de inmediato. Descolgó Elsie, y Marek la oyó decir:

—Sí, precisamente ahora está aquí conmigo.

Marek corrió adentro.

—¿Es el profesor? —preguntó.

Elsie negó con la cabeza.

—No. Es alguien de la ITC —dijo, y le entregó el auricular.

—Sí, soy André Marek.

—Ah, señor Marek, espere un momento, por favor. El señor Doniger tiene mucho interés en hablar con usted.

—¿Ah, sí?

—Sí. Hace horas que intentamos ponernos en contacto con usted. Si es tan amable, permanezca al aparato mientras trato de localizarlo.

Una larga espera. En la línea sonaba música clásica. Marek tapó el micrófono con la mano y dijo a Elsie:

—Es Doniger.

—¡Vaya, el pez gordo en persona! —exclamó ella—. Deben de tenerte bien considerado.

—¿Por qué me telefonea Doniger?

Al cabo de cinco minutos, mientras seguía esperando, apareció Stern.

—No vas a creértelo —dijo, moviendo la cabeza en un gesto de negación.

—¿Qué? —preguntó Marek, con el auricular en la mano.

Stern se limitó a darle un papel donde se leía:

638 ± 47 B.P.

—¿Qué es esto?

—La antigüedad de la tinta —aclaró Stern.

—¿De qué hablas?

—La tinta del pergamino. Data de hace seiscientos treinta y ocho años, con un margen de error de cuarenta y siete años arriba o abajo.

—¿Qué? —dijo Marek.

—Es la estimación correcta. La tinta se remonta al año 1361 después de Cristo.

—¿Qué?

—Ya sé, ya sé —respondió Stern—. Pero hemos repetido tres veces las pruebas. No hay la menor duda. Si el profesor escribió eso realmente, lo escribió hace seiscientos años.

Marek dio la vuelta a la hoja. Al dorso, rezaba:

1361 d. C. ± 47 años

En la línea telefónica, la música se interrumpió con un chasquido y una voz tensa dijo:

—¿Señor Marek? Soy Bob Doniger.

—Sí —contestó Marek.

—Puede que no lo recuerde, pero nos conocimos hace un par de años cuando visité las excavaciones.

—Lo recuerdo con toda claridad.

—Le llamo por algo relacionado con el profesor Johnston —explicó Doniger—. Estamos muy preocupados por su seguridad.

—¿Ha desaparecido?

—No. Sabemos exactamente dónde está.

Marek percibió algo extraño en el tono de Doniger, y un escalofrío recorrió su espalda.

—¿Puedo hablar con él, pues?

—Por desgracia, en este momento no es posible —respondió Doniger.

—¿Está el profesor en peligro?

—Es difícil saberlo. Espero que no. Pero vamos a necesitar la ayuda de usted y su grupo. Ya he enviado el avión a recogerlos.

—Señor Doniger —dijo Marek—, hemos recibido un mensaje del profesor Johnston, escrito al parecer hace seiscientos años…

—Por teléfono no —lo interrumpió Doniger. Pero Marek notó que la noticia no le sorprendía—. Ahora en Francia son las tres, ¿no?

—Sí, pasan sólo unos minutos.

—Muy bien. Elija a los tres miembros de su equipo que mejor conozcan la Dordoña. Luego trasládense al aeropuerto de Bergerac. No se molesten en preparar equipaje. Aquí les proporcionaremos cuanto necesiten. El avión tomará tierra a la seis de la tarde, hora local, y los traerá a Nuevo México. ¿Queda claro?

—Sí, pero…

—Nos veremos cuando lleguen —dijo Doniger, y colgó.

David Stern miró a Marek.

—¿A qué venía todo eso? —preguntó.

—Ve a buscar tu pasaporte —dijo Marek.

—¿Cómo?

—Ve a buscar tu pasaporte, y luego vuelve con el todoterreno.

—¿Vamos a algún sitio?

—Sí —contestó Marek.

Y cogió su radio.

En el adarve del castillo de La Roque, Kate Erickson contemplaba el patio interior cubierto de hierba, el centro de la fortaleza, seis metros más abajo. Turistas de una docena de nacionalidades distintas pululaban por el recinto, todos vestidos con colores chillones y pantalones cortos. Las cámaras disparaban en todas direcciones.

Debajo de ella, oyó decir a una niña:

—¡Otro castillo! ¿Por qué tenemos que visitar tantos castillos, mamá?

—Porque a papá le interesan —respondió la madre.

—Pero son todos iguales, mamá.

—Ya lo sé, cariño.

El padre estaba a corta distancia de ellas, entre unas paredes bajas que perfilaban una antigua estancia.

—Y esto era el gran salón —anunció a su familia.

Dirigiendo hacia allí la mirada, Kate vio de inmediato que se equivocaba. El hombre se hallaba entre los restos de la cocina, como era obvio por los tres hornos todavía visibles en la pared de la izquierda y por el canal de piedra —situado justo detrás de él—, que en su día suministraba el agua.

—¿Qué se hacía en el gran salón? —preguntó su hija.

—Aquí se celebraban los banquetes, y los caballeros rendían homenaje al rey.

Kate dejó escapar un suspiro. No existían pruebas de que hubiera vivido jamás un rey en La Roque. Al contrario, los documentos existentes indicaban que había sido siempre un castillo privado, construido en el siglo XI por un tal Armard de Cléry y notablemente reformado en el siglo XIV, añadiéndose en esta segunda fase las murallas exteriores y nuevos puentes levadizos. Esta ampliación la llevó a cabo el caballero François le Gros, o Francisco el Gordo, alrededor de 1302.

Pese a su nombre, François era un caballero inglés, y reconstruyó La Roque conforme al nuevo modelo inglés de fortificación, establecido por Eduardo I. Los castillos eduardianos eran grandes, con espaciosos patios y agradables aposentos para el señor. Esto se adecuaba al gusto de François, quien, según las crónicas, era un hombre de temperamento artístico, tendencia a la pereza y propensión a meterse en apuros económicos. François se vio obligado a hipotecar su castillo y finalmente a venderlo. Durante la guerra de los Cien Años, La Roque estuvo bajo el control de sucesivos caballeros. Pero las defensas resistieron: nunca capturado en combate, el castillo siempre cambió de manos por transacciones comerciales. En cuanto al gran salón, Kate lo reconoció de inmediato a su izquierda. Pese a su ruinoso estado, los contornos de la enorme estancia —casi treinta metros de largo— permanecían claramente indicados. La monumental chimenea —algo menos de tres metros de altura y más de tres y medio de anchura— era aún visible. Kate sabía que cualquier gran salón de aquellas dimensiones debía tener las paredes de piedra y el techo de madera. Y efectivamente, observando la pared, vio en lo alto los huecos de ensamblaje de las grandes vigas maestras. Por encima hubo sin duda un entramado de riostras para sostener el tejado.

Junto a Kate pasó un grupo de turistas ingleses, apretujándose en el estrecho adarve.

—Estas murallas —explicaba el guía— fueron construidas por Francisco el Torvo en 1363. Francisco era un elemento de cuidado. Disfrutaba torturando en sus amplias mazmorras a hombres y mujeres, e incluso niños. Si miran a la izquierda, verán el Salto de la Amante, el lugar donde, en 1292, se produjo la mortal caída de madame de Renaud, deshonrada por quedar encinta del mozo de cuadra de su esposo. No obstante, está en duda si se cayó o la empujó su ofendido esposo…

Kate suspiró. ¿De dónde sacaban aquellas estupideces? Se concentró en su cuaderno de bocetos, donde dibujaba el trazado de las paredes. También en aquel castillo había pasadizos secretos. Pero Francisco el Gordo era un ducho arquitecto. Sus pasadizos tenían una finalidad primordialmente defensiva. Uno de ellos iba desde el adarve hasta la pared del fondo del gran salón, pasando por detrás de la chimenea. Otro discurría bajo las almenas de la muralla meridional.

Pero Kate seguía sin localizar el pasadizo más importante. Según Froissart, un cronista del siglo XIV, el castillo de La Roque nunca sucumbió a un asedio porque los atacantes no podían descubrir el pasadizo secreto que permitía abastecer de comida y agua a los habitantes. Se rumoreaba que dicho pasadizo estaba comunicado con la red de túneles y cuevas que existía en el peñasco de piedra caliza donde se asentaba el castillo; se decía asimismo que su longitud era considerable y terminaba en una abertura oculta del despeñadero.

En alguna parte.

Actualmente la manera más fácil de encontrarlo sería buscar la entrada del pasadizo en el interior del castillo y seguirlo hasta el extremo opuesto. Pero para ello Kate necesitaría ayuda técnica. Probablemente convenía usar un radar terrestre. Pero eso sólo podía hacerse con el castillo vacío. Se cerraba al público los lunes; quizá fuera posible intentarlo el lunes siguiente si…

Oyó un ruido de interferencia estática en su radio.

—¿Kate?

Era Marek.

Se acercó la radio al oído y pulsó el botón.

—Sí, aquí Kate.

—Vuelve a la granja ahora mismo. Es una emergencia —ordenó Marek, y cortó.

Sumergido en el agua a tres metros de profundidad, Chris Hughes oía el gorgoteo del regulador mientras ajustaba la soga que impedía que lo arrastrara la corriente del Dordogne. Ese día el agua estaba relativamente clara en el fondo, a unos cuatro metros de la superficie, y Chris veía en toda su amplitud el enorme pilar más cercano a la orilla. En la base del pilar, nacía una hilera de grandes bloques de piedra que cruzaba perpendicularmente el lecho del río. Esos bloques eran los restos del arco del antiguo puente.

Chris siguió la hilera, examinando lentamente los bloques. Buscaba surcos o muescas que le permitieran determinar la disposición de los puntales del armazón. De vez en cuando intentaba mover un bloque, pero bajo el agua, sin un punto de apoyo, resultaba muy difícil.

Sobre él, flotaba una boya de plástico con un banderín de listas rojas y blancas, indicando la presencia de un buceador. Su misión era protegerlo de los kayaks de los veraneantes. Al menos, en teoría.

Chris notó un brusco tirón desde arriba. Al asomar a la superficie, dio de cabeza contra el casco amarillo de un kayak. El tripulante había cogido la boya y vociferaba en algo que sonaba a alemán.

Chris se quitó la boquilla y dijo:

—Oiga, suelte eso, ¿quiere?

El tripulante del kayak le contestó en un rápido alemán, señalando hacia la orilla con manifiesta irritación.

—Mire, no sé quién es…

El hombre continuó vociferando y apuntando el dedo con insistencia en dirección a la orilla.

Chris volvió la cabeza.

En la margen del río se hallaba uno de los universitarios, con una radio en la mano. Le hablaba a gritos. Chris tardó unos instantes en comprenderlo.

—Marek quiere que vuelvas a la granja. Inmediatamente.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Chris—. ¿No podría ser dentro de media hora, cuando acabe…?

—Ahora mismo, dice Marek.