Edward Johnston, profesor honorario de historia en Yale, echó un vistazo al cielo con los ojos entornados cuando el helicóptero pasó sobre ellos por segunda vez. Iba hacia el sur, rumbo a Domme, donde había un helipuerto. Johnston consultó su reloj y dijo:

—Sigamos, Chris.

—Bien —contestó Chris. Se volvió hacia el ordenador colocado en un trípode, acopló el GPS y puso el equipo en marcha—. La instalación me llevará un momento.

Christopher Stewart Hughes era uno de los estudiantes de postgrado de Johnston. El profesor —como todos lo llamaban— tenía a cinco estudiantes de postgrado trabajando en el proyecto, más dos docenas de universitarios a quienes había cautivado durante su curso de introducción a la civilización occidental.

Era fácil dejarse cautivar por Edward Johnston, pensó Chris. Aunque pasaba ya de los sesenta años, Johnston era un hombre de espaldas anchas y se mantenía en buena forma; sus ágiles movimientos producían una impresión de vigor y energía. Bronceado, de ojos oscuros y propenso al sarcasmo, a menudo recordaba más a Mefistófeles que a un profesor de historia.

Sin embargo vestía como un típico profesor universitario: incluso allí, en los yacimientos, llevaba diariamente camisa y corbata. Su única concesión al trabajo de campo eran los vaqueros y las botas de montañismo.

El hecho de que Johnston fuese tan querido entre sus alumnos se debía al modo en que se implicaba en sus vidas: los invitaba a comer en su casa una vez por semana; cuidaba de ellos; si alguno tenía un problema con sus estudios o su familia o se veía en apuros económicos, Johnston siempre estaba dispuesto a prestarle ayuda, con tal naturalidad que parecía lo más normal del mundo.

Con sumo cuidado, Chris extrajo la pantalla transparente de cristal líquido del estuche metálico que había dejado a sus pies. A continuación la encajó verticalmente en el soporte situado sobre el ordenador y reinició el sistema para que reconociera la presencia del nuevo dispositivo.

—Faltan sólo unos segundos —dijo—. El GPS está haciendo una calibración.

Johnston asintió pacientemente y sonrió.

Chris era estudiante de postgrado en la especialidad de historia de la ciencia —una disciplina en extremo controvertida—, pero él eludía hábilmente las polémicas concentrándose no en la ciencia moderna, sino en la ciencia y la tecnología medievales. Por tanto iba camino de convertirse en un experto en técnicas metalúrgicas, confección de armaduras, rotación trienal de cultivos, química de curtido de pieles y una docena más de materias del período. Como tema de su tesis doctoral, había elegido la tecnología de los molinos medievales, un área fascinante y poco estudiada.

Y naturalmente su interés específico era el molino de Sainte-Mère.

Johnston aguardó con calma.

Cuando Chris cursaba tercero de carrera, sus padres murieron en un accidente de tráfico. Chris, hijo único, quedó desolado y se planteó abandonar los estudios. Johnston acogió en su casa a su joven alumno durante tres meses y actuó como padre sustitutivo en los años siguientes, aconsejándolo sobre las cuestiones más diversas, desde la administración de la herencia familiar hasta los problemas con sus novias. Y había tenido muchos problemas con las novias.

Tras la muerte de sus padres, Chris mantuvo relación con muchas mujeres. La creciente complejidad de su vida —miradas asesinas de una amante despechada durante un seminario; desesperadas llamadas nocturnas a su habitación debido a la falta en 1 menstruación de una novia mientras él estaba en la cama con otra mujer; citas clandestinas en un hotel con una profesora adjunta de filosofía que por entonces tramitaba un difícil divorcio— inevitablemente influyó de manera negativa en sus resultados académicos Y entonces Johnston tomó cartas en el asunto, pasando varias tardes con él para hablar de la situación.

Pero Chris se mostró remiso a escucharlo, y poco después apareció como tercera parte implicada en el juicio de divorcio. Sólo la intervención personal del profesor Johnston evitó que lo expulsaran de Yale. La reacción de Chris a ese súbito peligro fue abstraerse en sus estudios. Sus notas mejoraron enseguida, y terminó el quinto de su promoción. Pero a la vez desarrolló una actitud en exceso prudente. Ahora, a los veinticuatro años, tendía a una minuciosidad obsesiva, y era propenso a los trastornos gástricos. Sólo seguía siendo temerario en cuestiones de faldas.

—Por fin —dijo Chris—. Ya aparece.

El monitor de cristal líquido mostró un perfil de color verde brillante. A través de la pantalla transparente veían las ruinas del molino, con el perfil verde superpuesto. Ése era el método más avanzado para modelar estructuras arqueológicas. Antiguamente dependían de las maquetas arquitectónicas convencionales, hechas de espuma de poliuretano blanca y cortadas y montadas a mano. Pero era una técnica lenta, y resultaba difícil efectuar modificaciones.

En la actualidad todas las maquetas se realizaban por ordenador, y el montaje era rápido y las revisiones sencillas. Además, el nuevo método les permitía contrastar las maquetas in situ. Se introducían en el ordenador las coordenadas topográficas de las ruinas; usando como referencia la posición del trípode establecida por el GPS, la pantalla ofrecía una perspectiva exacta.

Vieron rellenarse el perfil verde, configurando formas sólidas. Mostraba un compacto puente cubierto, construido de piedra, y debajo tres ruedas hidráulicas.

—Chris, lo representas fortificado —observó Johnston, aparentemente complacido.

—Sé que es una idea arriesgada…

—No, no. Tiene sentido.

En la literatura se encontraban alusiones a molinos fortificados, y desde luego se habían documentado incontables batallas por los molinos y los derechos de uso de los molinos. Sin embargo se conocían pocos molinos fortificados: uno en Buerge y otro descubierto recientemente cerca de Montauban, en el valle contiguo. En opinión de la mayoría de los historiadores especialistas en la Edad Media, la fortificación de molinos era una práctica poco común.

—Las bases de las columnas al borde del agua son descomunales —explicó Chris—. Cuando el molino se abandonó, los lugareños lo usaron como cantera, al igual que el resto de construcciones de los alrededores. Se llevaron las piedras para edificar sus propias casas. Pero, no obstante, dejaron las rocas de las bases de las columnas, sencillamente porque eran demasiado grandes para moverlas. A mi juicio, eso induce a pensar en un puente macizo, probablemente fortificado.

—Puede que tengas razón —dijo Johnston—. Y creo…

La radio que Chris llevaba prendida del cinturón crepitó.

—¿Chris? ¿Está ahí contigo el profesor? Ha llegado el director general…

Johnston dirigió la mirada hacia el camino de tierra que discurría por la orilla del río, más allá de la excavación del monasterio. Un Land Rover verde con rótulos blancos en los paneles laterales avanzaba velozmente hacia ellos, levantando una gran nube de polvo.

—Sí, sin duda —comentó—. Ése debe de ser François. Siempre con tantas prisas…

—¡Edouard! ¡Edouard! —François Bellin agarró al profesor por los hombros y le besó las dos mejillas. Bellin era un hombre corpulento, casi calvo y desbordante. Hablaba un francés rápido—. Mi querido amigo, siempre me parece que hace una eternidad que no nos vemos. ¿Estás bien?

—Muy bien, François —respondió Johnston, retrocediendo un paso para alejarse de aquella efusividad. Cuando Bellin se mostraba tan cordial, era síntoma inequívoco de que se avecinaba algún problema—. ¿Y tú, François? ¿Cómo te va?

—Igual que siempre, igual que siempre. Pero a mi edad con eso basta. —Bellin echó un vistazo alrededor y luego apoyó la mano en el hombro de Johnston con aire de complicidad—. Edouard, tengo que pedirte un favor. Me hallo en un compromiso.

—¿Ah, sí?

—Ya conoces a esa periodista, la de L’Express

—No —repuso Johnston—. Me niego rotundamente.

—Pero Edouard…

—Ya hablé con ella por teléfono. Es una de esas personas que ve conspiraciones en todas partes. El capitalismo es dañino; las grandes compañías son diabólicas…

—Sí, sí, Edouard, todo eso es verdad. —Bellin se inclinó para acercarse más a Johnston—. Pero se acuesta con el ministro de Cultura.

—Eso no mejora mucho el panorama —dijo Johnston.

—Edouard, por favor. La gente empieza a prestarle atención. Puede crearnos problemas. A mí. A ti. A este proyecto.

Johnston dejó escapar un suspiro.

—Ya sabes que aquí se tiene la impresión de que los norteamericanos, como carecen de una cultura propia, se dedican a destruir la de los demás. Hay ya conflictos con el cine y la música. Y se ha hablado de prohibir que los norteamericanos trabajen en los lugares de interés cultural franceses.

—Eso no es nuevo —contestó Johnston.

—Y tu propio patrocinador, la ITC, ha pedido que hables con ella.

—¿Lo ha pedido?

—Sí —confirmó Bellin—. Una tal señorita Kramer ha insistido en que hables tú con esa periodista.

Johnston volvió a suspirar.

—Serán sólo unos minutos, te lo prometo —aseguró Bellin, haciendo una señal en dirección al Land Rover—. Está en el todoterreno.

—¿La has traído tú personalmente? —preguntó Johnston.

—Edouard, quiero que lo entiendas. Es necesario tomar en serio a esa mujer. Se llama Louise Delvert.

Cuando la periodista salió del Land Rover, Chris vio a una mujer de unos cuarenta y cinco años, esbelta y morena, de rostro atractivo y marcadas facciones. Tenía estilo a la manera de ciertas europeas maduras, transmitiendo una sofisticada y discreta sexualidad. Parecía vestida para una expedición, con camisa y pantalones de color caqui, y en torno al cuello las correas de la cámara fotográfica, la videocámara y la grabadora. Bloc en mano, se encaminó hacia ellos con actitud resuelta.

Pero cuando se acercaba, aflojó el paso.

—Profesor Johnston —dijo Louise Delvert en perfecto inglés a la vez que tendía la mano. En sus labios se dibujó una sonrisa cálida y sincera—. No sabe cuánto le agradezco que me dedique un poco de su tiempo.

—No hay de qué —respondió Johnston, aceptando su mano—. Ha hecho usted un largo viaje, señorita Delvert. Con mucho gusto la ayudaré en todo lo que me sea posible.

Johnston siguió sosteniendo su mano. Ella siguió sonriendo. Así permanecieron durante otros diez segundos mientras Louise Delvert le decía que era muy amable de su parte y él contestaba que, al contrario, era lo mínimo que podía hacer por ella.

Pasearon por las excavaciones del monasterio, el profesor y la señorita Delvert delante, Bellin y Chris detrás, no demasiado cerca pero sí lo suficiente para escuchar la conversación. Bellin mantenía una plácida sonrisa de satisfacción, y Chris pensó que había más de una manera de lidiar con un ministro de Cultura conflictivo.

En cuanto al profesor, había enviudado hacía muchos años, y aunque corrían rumores sobre sus aventuras, Chris nunca lo había visto con una mujer, y en ese momento lo observaba fascinado. Johnston no cambió de actitud; simplemente concedió a la periodista toda su atención. Daba la impresión de que no hubiera nada en el mundo más importante que ella. Y a Chris le pareció que las preguntas de Louise Delvert eran mucho menos hostiles de lo que ella había planeado.

—Como ya sabrá, profesor —decía—, mi periódico elabora desde hace algún tiempo un reportaje sobre la empresa estadounidense ITC.

—Sí, estoy enterado de ello.

—¿Y no es cierto que la ITC patrocina este proyecto arqueológico?

—Sí, así es.

—Según nuestras informaciones, contribuyen con un millón de dólares al año —prosiguió Delvert.

—Ésa es más o menos su aportación, sí.

Continuaron caminando en silencio por un momento. Delvert parecía buscar las palabras adecuadas para formular su siguiente pregunta.

—En mi periódico hay quienes piensan que eso es mucho dinero para gastarlo en arqueología medieval.

—Bien, pues dígales a esas personas de su periódico que están equivocadas —contestó Johnston—. De hecho, es una inversión media para un yacimiento de estas proporciones. La ITC nos proporciona doscientos cincuenta mil dólares en concepto de costes directos, ciento veinticinco mil en costes indirectos pagados a las universidades, otros ochenta mil en becas, sueldos y dietas, y cincuenta mil para sufragar los gastos de laboratorio y archivos.

—Pero seguramente hay otros muchos gastos —dijo Delvert, enrollándose un mechón de pelo en torno al bolígrafo y mirando a Johnston con un rápido parpadeo.

Está haciéndole caídas de ojos, pensó Chris. Nunca había visto a una mujer recurrir a eso. Sólo una francesa podía conseguirlo.

Por lo visto, el profesor no lo notó.

—Sí, sin duda hay otros muchos gastos —respondió—, pero no los administramos nosotros. El resto son los costes de reconstrucción del propio yacimiento. Eso se contabiliza aparte, ya que, como sabe, los costes de reconstrucción se comparten con el Gobierno francés.

—Naturalmente. Así pues, ¿opina que el medio millón de dólares que su equipo gasta es una cantidad normal?

—Bueno, podemos preguntarle a François —dijo Johnston—. Pero en la actualidad hay en marcha veintisiete excavaciones arqueológicas en esta región de Francia. Van desde el yacimiento paleolítico en el que trabajan conjuntamente la Universidad de Zúrich y la Carnegie-Mellon, hasta el castrum romano del que se ocupa la Universidad de Burdeos en colaboración con Oxford. El coste medio anual de esos proyectos se sitúa alrededor del medio millón de dólares.

—No lo sabía. —Delvert miraba a Johnston a los ojos con franca admiración.

Demasiado franca, pensó Chris. De pronto se le ocurrió que quizá había interpretado mal la situación. La actitud de la periodista podía ser simplemente un ardid para sonsacar información.

Johnston volvió la cabeza hacia Bellin, que caminaba detrás de él.

—¿Y tú qué dices, François?

—Creo que sabes perfectamente lo que haces… o sea, lo que dices —contestó Bellin—. La financiación oscila entre cuatrocientos y seiscientos mil dólares anuales. El coste se encarece un poco con los equipos escandinavos, alemanes y norteamericanos, y también en los yacimientos paleolíticos. Pero sí, el promedio viene a ser de medio millón.

La señorita Delvert no apartó la atención de Johnston.

—Y a cambio de esa financiación, profesor Johnston, ¿con qué frecuencia ha de tratar con la ITC?

—Casi nunca.

—¿Casi nunca? ¿En serio?

—El presidente de la compañía, Robert Doniger, vino hace dos años. Es muy aficionado a la historia, y mostró un gran entusiasmo, como un niño. Y la ITC envía a un vicepresidente una vez al mes, poco más o menos. Ahora hay aquí una precisamente. Pero por lo general nos dejan tranquilos.

—¿Y qué sabe usted de la ITC? —preguntó Delvert.

Johnston se encogió de hombros.

—Llevan a cabo investigaciones en física cuántica. Fabrican componentes para equipos de resonancia magnética, aparatos médicos y demás. Y desarrollan diversas técnicas de datación basadas en la teoría cuántica para determinar la antigüedad de cualquier objeto. En esto último colaboramos con ellos.

—Entiendo. ¿Y dan resultado, esas técnicas?

—En la granja donde hemos fijado nuestro centro de operaciones tenemos varios dispositivos, prototipos —explicó Johnston—. Por el momento, son aún demasiado frágiles para el trabajo de campo. Se averían continuamente.

—Pero ¿es ésa la finalidad del patrocinio de la ITC, probar su equipo?

—No. Es más bien al contrario. La ITC produce equipo de datación por el mismo motivo que financian nuestro trabajo: porque Bob Doniger es un entusiasta de la historia. Somos su pasatiempo.

—Un pasatiempo caro —observó Delvert.

—Para él no —contestó Johnston—. Es multimillonario. Compró una Biblia de Gutenberg por veintitrés millones. Adquirió en una subasta el Tapiz de Ruán por diecisiete millones. El coste de nuestro proyecto es calderilla para él.

—Quizá, pero el señor Doniger es también un implacable hombre de negocios.

—Sí.

—¿De verdad cree que costea esta excavación por mero interés personal? —preguntó Delvert, usando un tono desenfadado, casi burlón.

—Señorita Delvert, uno nunca sabe cuáles son las auténticas intenciones de los demás —repuso Johnston, mirándola fijamente.

El profesor también recela de ella, pensó Chris.

La propia Delvert pareció percibirlo y adoptó de pronto una actitud más formal.

—Sí, claro. Pero se lo pregunto por una razón. ¿No es cierto que los resultados de su investigación en este proyecto no le pertenecen? ¿Que todos sus hallazgos, todos sus descubrimientos, son propiedad de la ITC?

—Sí, en efecto.

—¿Y no le importa? —preguntó Delvert.

—Si trabajara para Microsoft, Bill Gates sería el propietario de los resultados de mi investigación. Todos mis hallazgos y descubrimientos serían propiedad de Bill Gates.

—Sí, pero eso no es lo mismo.

—¿Por qué? —dijo Johnston—. La ITC es una empresa técnica, y Doniger creó este fondo siguiendo las pautas que suelen aplicar las empresas técnicas en estos casos. Las condiciones del acuerdo no me preocupan. Tenemos derecho a publicar nuestros descubrimientos; incluso nos pagan por publicarlos.

—Después de que ellos den su aprobación.

—Sí. Les enviamos nuestros artículos antes de publicarlos. Pero nunca han puesto el menor reparo.

—¿No cree, pues, que para la ITC este proyecto forme parte de un plan de mayor envergadura? —insistió Delvert.

—¿Usted sí lo cree?

—No lo sé. Por eso se lo pregunto. Y porque desde luego se observan aspectos desconcertantes en el comportamiento de la ITC.

—¿Cuáles son esos aspectos? —quiso saber Johnston.

—Por ejemplo, es una de las principales consumidoras de xenón del mundo.

—¿Xenón? ¿Se refiere al gas?

—Sí. Se utiliza en el láser y los tubos electrónicos.

—Por mí, pueden consumir todo el xenón que deseen —contestó Johnston con un gesto de indiferencia—. No veo en qué me concierne eso a mí.

—¿Y qué me dice de su interés en metales exóticos? Recientemente la ITC compró una compañía nigeriana para asegurarse el abastecimiento de niobio.

—Niobio. —Johnston movió la cabeza en un gesto de incomprensión—. ¿Qué es el niobio?

—Un metal semejante al titanio.

—¿Para qué sirve?

—Se emplea en los imanes superconductores y en los reactores nucleares —aclaró Delvert.

—¿Y no entiende para qué lo usa la ITC? —Johnston volvió a mover la cabeza—. Tendrá que preguntárselo a ellos.

—Ya lo he hecho. Según me dijeron, es para «la investigación en magnetismo avanzado».

—Pues ahí tiene la respuesta. ¿Existe algún motivo para dudar de su veracidad?

—No —contestó Delvert—. Pero, como usted mismo ha dicho, la ITC es una compañía de investigación. En los laboratorios de su sede central, un lugar llamado Black Rock, en Nuevo México, trabajan doscientos físicos. Es indiscutiblemente una empresa de alta tecnología.

—Sí…

—Y yo me pregunto qué interés puede tener una empresa de alta tecnología en adquirir tantas tierras.

—¿Tierras? —repitió Johnston.

—La ITC ha comprado extensas parcelas de tierra en remotos rincones del planeta: las montañas de Sumatra, el norte de Camboya, el sureste de Pakistán, las selvas centrales de Guatemala, el Altiplano de Perú.

—¿Está segura? —preguntó Johnston con el entrecejo fruncido.

—Sí. También han hecho adquisiciones aquí en Europa. Al oeste de Roma, quinientas hectáreas. En Alemania, cerca de Heidelberg, setecientas hectáreas. En Francia, mil hectáreas de terreno montañoso en el nacimiento del río Lot. Y por último justo aquí.

—¿Aquí?

—Sí —confirmó Delvert—. Por mediación de sociedades de cartera inglesas y suecas, han adquirido quinientas hectáreas alrededor de este yacimiento. Hoy por hoy, abarcan en su mayor parte bosque y tierras de labranza.

—¿Sociedades de cartera?

—Eso dificulta en extremo seguir el rastro de la inversión hasta su verdadero origen. Sean cuales sean los propósitos de la ITC, obviamente requieren la máxima reserva. Pero ¿por qué financia esa empresa su investigación, profesor Johnston, y al mismo tiempo compra las tierras que rodean el yacimiento?

—No encuentro ninguna explicación —respondió Johnston—. Sobre todo si tenemos en cuenta que la ITC no es propietaria del propio yacimiento. Recordará que el año pasado cedió al gobierno francés todos los terrenos: Castelgard, Sainte-Mère y La Roque.

—Claro, por la desgravación fiscal.

—Aun así, el yacimiento no es propiedad de la ITC. ¿Por qué, pues, iba a comprar las tierras de los alrededores?

—Con mucho gusto le enseñaré la documentación que he reunido —propuso Delvert.

—Quizá no estaría de más —aceptó Johnston.

—Precisamente tengo el material en el Land Rover.

Se encaminaron los dos hacia el todoterreno. Viéndolos alejarse, Bellin chascó la lengua.

—Lo que son las cosas —comentó—. En estos tiempos hay tan poca gente digna de confianza…

Chris se disponía a responder en su pésimo francés cuando crepitó la radio.

—¿Chris? —Era David Stern, el tecnólogo del proyecto—. Chris, ¿está ahí el profesor? Pregúntale si conoce a un tal James Wauneka.

Chris pulsó el botón de la radio.

—En este momento el profesor no puede atenderte. ¿De qué se trata?

—Es un tipo de Gallup. Ya ha telefoneado dos veces. Quiere enviarnos un dibujo de nuestro monasterio que, según él, encontró en el desierto.

—¿Cómo? ¿En el desierto?

—Puede que esté un poco chiflado. Sostiene que es policía y habla sin parar de la muerte de un empleado de la ITC.

—Dile que lo mande a nuestra dirección de correo electrónico —sugirió Chris—. Échale un vistazo.

Desconectó el transmisor. Bellin consultó su reloj, chascó la lengua de nuevo y miró hacia el Land Rover, donde Johnston y Delvert, de pie, sus cabezas casi rozándose, estudiaban atentamente los papeles.

—Tengo otros compromisos —dijo—. A saber cuánto se alargará esto.

—Quizá no mucho, creo —contestó Chris.

Veinte minutos más tarde Bellin emprendía el viaje de regreso con la señorita Delvert a su lado, y Chris, junto al profesor, alzaba la mano en un gesto de despedida.

—Me parece que la charla ha ido bastante bien —comentó Johnston.

—¿Qué le ha enseñado esa mujer, profesor?

—Copias de escrituras de compraventa de tierras en esta zona. Pero no resulta convincente. Adquirió cuatro parcelas un grupo inversor del que poco se sabe; otras dos, un abogado inglés que planea venirse a vivir aquí cuando se jubile; otra, un banquero holandés como regalo para una hija ya adulta, y así sucesivamente.

—Ingleses y holandeses llevan años comprando tierras en el Périgord —observó Chris—. No es nada nuevo.

—Exactamente. La señorita Delvert piensa que la ITC podría estar detrás de todas esas compras. Pero es una sospecha poco fundada. Hay que estar predispuesto a creerlo.

El todoterreno se perdió de vista. Chris y Johnston se dieron media vuelta y fueron hacia el río. El sol estaba ya alto y empezaba a subir la temperatura.

—Una mujer encantadora —dijo Chris con cautela.

—En mi opinión, pone demasiado empeño en su trabajo —respondió Johnston.

Subieron al bote amarrado a la orilla del río, y Chris, empuñando los remos, lo dirigió hacia Castelgard.

Dejaron atrás el bote y comenzaron a ascender por el monte de Castelgard. Vieron los primeros indicios de la muralla del castillo. A ese lado, quedaba sólo la escarpa, cubierta de hierba, visible únicamente su extremo superior como una larga cicatriz de roca fragmentada. Después de seiscientos años casi parecía un accidente natural del paisaje. Pero era de hecho el vestigio de una muralla.

—¿Sabes qué le molesta realmente a esa mujer? —dijo el profesor—. El patrocinio de las grandes empresas. Pero la investigación arqueológica siempre ha dependido de benefactores. Hace cien años todos los benefactores eran particulares: Carnegie, Peabody, Stanford. Pero ahora la riqueza está en manos de las empresas, así que Nippon TV financia la Capilla Sixtina, British Telecom financia las excavaciones de York, Philips Electronics financia el castrum de Toulouse, y la ITC nos financia a nosotros.

—Hablando del rey de Roma… —dijo Chris.

Al llegar a lo alto del monte, vieron la silueta oscura de Diane Kramer, de pie junto a André Marek.

El profesor suspiró.

—El día de hoy podemos darlo por perdido. ¿Hasta cuándo va a quedarse esa mujer?

—Su avión la espera en Bergerac. Tiene programado el vuelo de regreso a las tres de la tarde.

—Siento mucho lo de esa periodista —se disculpó Diane Kramer cuando Johnston se acercó a ella—. Está importunando a todo el mundo, pero no sabemos cómo librarnos de ella.

—Me ha dicho Bellin que usted deseaba que hablara con ella.

—Queremos que todos hablen con ella —respondió Kramer—. Hacemos cuanto está en nuestras manos para demostrarle que no hay ningún secreto.

—Parecía muy preocupada por las adquisiciones de tierras de la ITC en esta zona.

—¿Adquisiciones de tierras? —Kramer se echó a reír—. Eso es nuevo. ¿Y no le ha preguntado por el niobio y los reactores nucleares?

—A decir verdad, sí. Me ha contado que la ITC compró una compañía nigeriana para asegurarse el suministro.

—Una compañía nigeriana —repitió Kramer, moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad—. ¡Dios mío! Nuestro niobio procede de Canadá. El niobio no es precisamente un metal escaso, ¿sabe? Se vende a setenta y cinco dólares la libra. Le hemos propuesto que visite nuestros laboratorios, que entreviste a nuestro presidente, que traiga a un fotógrafo, a sus propios expertos, lo que quiera. Pero no. En eso consiste el periodismo moderno: en evitar a toda costa que los datos reales se interpongan en el camino del periodista. —Kramer se volvió y señaló con un amplio ademán las ruinas de Castelgard—. En fin, da igual. En todo caso, he disfrutado del excelente recorrido, en helicóptero y a pie, que me había preparado el doctor Marek. Es evidente que llevan a cabo una labor espectacular. Avanzan a buen ritmo; el trabajo es de un alto nivel académico; el registro de datos es inmejorable; sus colaboradores se encuentran a gusto; todo está bien organizado. Fabuloso. No podría sentirme más satisfecha. Pero el doctor Marek me ha dicho que va a llegar tarde a su… ¿qué era?

—Clase de mandoble —contestó Marek.

—Sí, eso, su clase de mandoble. Creo que no deberíamos entretenerle. No parece una de esas actividades que uno puede dejar para otro día, como una clase de piano. Entretanto, profesor Johnston, ¿por qué no paseamos usted y yo por el yacimiento?

—Cómo no —respondió Johnston.

La radio de Chris emitió un zumbido, y a continuación una voz anunció:

—¿Chris? Sophie al teléfono.

—Ya la llamaré yo más tarde.

—No, no —instó Kramer—. Vaya a atender la llamada. Yo hablaré a solas con el profesor.

—Chris suele acompañarme para tomar notas —se apresuró a decir Johnston.

—Hoy no creo que sea necesario tomar notas.

—Bien, de acuerdo. —Johnston se volvió hacia Chris—. Pero déjame tu radio por si acaso.

—Sí, claro —contestó Chris. Se desprendió la radio del cinturón y se la entregó a Johnston.

Al cogerla, Johnston accionó de manera ostensible el interruptor de activación de voz. Luego se la colocó al cinto.

—Gracias —dijo Johnston—. Y ahora mejor será que vayas a hablar con Sophie. Ya sabes que no le gusta esperar.

—De acuerdo —respondió Chris.

Mientras Johnston y Kramer iniciaban su paseo por las ruinas, Chris corrió hacia la granja donde habían habilitado el centro de operaciones del proyecto.

Poco más allá de las desmoronadas paredes del pueblo de Castelgard, el equipo había comprado un ruinoso granero de piedra y había reconstruido la techumbre y arreglado la obra de mampostería. Allí guardaban los instrumentos electrónicos, el equipo de laboratorio y el archivo informatizado. Los artefactos e informes aún por procesar estaban extendidos en el suelo bajo una amplia tienda de campaña verde plantada junto al granero.

Chris entró en el granero, originalmente un único espacio que ellos habían dividido en dos. A la izquierda, Elsie Kastner, la lingüista y experta en grafología del equipo, estudiaba unos pergaminos encorvada sobre su mesa de trabajo. Sin prestarle atención, Chris fue derecho a la habitación abarrotada de equipo electrónico. Allí David Stern, el tecnólogo del proyecto, un joven delgado y con gafas, hablaba por teléfono.

—Veamos —decía Stern—, tendrá que escanear ese documento a una resolución bastante alta y enviárnoslo. ¿Tiene ahí un escáner?

Atropelladamente, Chris buscó una radio libre en la mesa de material. No encontró ninguna; todos los cargadores estaban vacíos.

—¿El Departamento de Policía no dispone de un escáner? —preguntaba Stern, sorprendido—. Ah, no está usted en… Bueno, ¿y por qué no vuelve allí y utiliza el escáner de la policía?

Chris tocó a Stern en el hombro y formó con los labios la palabra «radio».

Stern asintió con la cabeza y se desprendió su propia radio del cinturón.

—Sí, bueno, el escáner del hospital le servirá igualmente. Quizá haya ahí alguien que pueda ayudarlo. Ha de escanearlo a 1.280 x 1.024 pixeles y guardarlo como archivo en formato JPEG. Luego mándenoslo por correo electrónico a…

Chris salió a toda prisa del granero, pulsando a la vez el selector de canal para hallar la frecuencia. Desde la puerta del granero se divisaba todo el yacimiento. Vio a Johnston y Kramer caminar por el lado del monte que ofrecía la mejor vista del monasterio. Ella sostenía un bloc de notas y se lo mostraba al profesor.

Y finalmente Chris los localizó en el canal ocho.

—Significativo aumento en el ritmo de la investigación —decía ella.

—¿Cómo? —respondió el profesor.

El profesor Johnston observó por encima de la montura metálica de sus gafas a la mujer que se hallaba de pie ante él.

—Eso es imposible —afirmó.

Kramer respiró hondo.

—Quizá no me he explicado bien. Han iniciado ya las obras de reconstrucción. Lo que Bob desearía es ampliar eso y convertirlo en un programa completo de reconstrucción.

—Sí. Y eso es imposible.

—Dígame por qué.

—Porque no tenemos aún conocimientos suficientes, sólo por eso —replicó Johnston airado—. Mire, no se ha hecho más reconstrucción que la necesaria por razones de seguridad. Hemos reconstruido algunos muros para que no se desplomaran sobre nuestros investigadores. Pero no estamos preparados para emprender la reconstrucción del emplazamiento en su conjunto.

—Pero sí una parte, seguramente —insistió ella—. Consideremos, por ejemplo, el monasterio. Sin duda podrían reconstruir la iglesia, así como el claustro y el refectorio contiguos, y…

—¿Cómo? —la interrumpió Johnston—. ¿El refectorio? —El refectorio era el comedor de los monjes. Johnston señaló el yacimiento, donde las paredes bajas y las zanjas entrecruzadas ofrecían una confusa imagen—. ¿Quién ha dicho que el refectorio estaba al lado del claustro?

—Bueno, creo…

—¿Lo ve? A eso precisamente me refiero. Aún no sabemos con certeza dónde se encontraba el refectorio. Hace sólo unas semanas que hemos empezado a pensar que quizá se hallaba situado junto al claustro, pero no estamos seguros.

—Profesor —repuso Kramer malhumorada—, el estudio académico puede prolongarse indefinidamente, pero en el mundo real de los resultados…

—Los resultados son mi objetivo primordial —atajó Johnston—. Pero el verdadero propósito de una excavación como ésta es no repetir los errores del pasado. Hace cien años un arquitecto llamado Viollet-le-Duc reconstruyó monumentos por toda Francia. En algunos realizó un trabajo correcto. Pero cuando carecía de información suficiente, recurría a la imaginación. Esos edificios sólo son fruto de su fantasía.

—Comprendo su afán de precisión…

—Si hubiera sabido que la ITC deseaba una Disneylandia, no me habría prestado a dirigir el proyecto.

—No queremos una Disneylandia —aseguró Kramer.

—Si inician ya la reconstrucción, eso es lo que conseguirán, señorita Kramer. Una fantasía. Una Medievolandia.

—No. Eso se lo garantizo de la manera más categórica. No nos interesan las fantasías. Queremos una reconstrucción históricamente fiel del lugar.

—Pero hoy por hoy no puede hacerse —dijo Johnston.

—Nosotros creemos que sí.

—¿Cómo?

—Con el debido respeto, profesor, peca usted de prudente. Conoce mejor de lo que usted cree estos yacimientos. Pongamos por caso el pueblo de Castelgard, al pie del castillo. Es evidente que eso podría reconstruirse.

—Supongo… al menos una parte, sí.

—Y eso es lo único que le pedimos: que reconstruya una parte.

David Stern salió del granero y encontró a Chris con la radio pegada al oído.

—¿Escuchando a escondidas, Chris?

—Calla —dijo Chris—. Esto es importante.

Stern hizo un gesto de indiferencia. Siempre se sentía un poco al margen de las euforias de los estudiantes de postgrado con quienes trabajaba. Los demás eran historiadores; Stern, en cambio, se había licenciado en física, y tendía a ver las cosas de otro modo. Sencillamente era incapaz de entusiasmarse por el hallazgo de una nueva fragua medieval o unos cuantos huesos de un enterramiento. En todo caso, Stern había aceptado aquel empleo —consistente en controlar el equipo electrónico, realizar diversos análisis químicos, datación por carbono, etcétera—, para estar cerca de su novia, que asistía a un curso de verano en Toulouse. Al principio, le intrigaba también la idea de datación cuántica, pero hasta el momento los aparatos no habían resultado operativos.

Por la radio, Kramer decía:

—Y si reconstruyen parcialmente el pueblo, pueden reconstruir también un fragmento de la muralla exterior del castillo, la parte adyacente al pueblo, esa sección de allí. —Señalaba un muro bajo de borde irregular que atravesaba el yacimiento de norte a sur.

—Sí, posiblemente… —admitió el profesor.

—Y podrían ampliar la muralla hacia el sur, por allí, donde se adentra en el bosque —prosiguió Kramer—. Podrían talar los árboles de esa zona y reconstruir la torre.

Stern y Chris cruzaron una mirada de perplejidad.

—¿De qué habla? —preguntó Stern—. ¿Qué torre?

—El bosque aún no se ha inspeccionado —dijo Chris—. Tenemos previsto empezar la tala a finales del verano y el reconocimiento del terreno en otoño.

Por la radio, oyeron responder al profesor:

—Su propuesta es muy interesante, señorita Kramer. Déjeme hablar de ello con los demás y volveremos a reunimos a la hora del almuerzo.

Y a continuación Chris vio volverse al profesor, mirar directamente hacia ellos y señalar con el dedo en dirección al bosque.

Dejando atrás el claro donde se hallaban las ruinas, treparon por un talud cubierto de hierba y penetraron en el bosque. Los árboles eran delgados pero crecían muy juntos, y el ramaje producía una densa sombra y un ambiente fresco. Chris Hughes siguió la vieja muralla exterior del castillo, que disminuía gradualmente de altura, llegándole hasta la cintura en su primer tramo, reduciéndose luego a un bajo afloramiento de piedra y desapareciendo por fin entre la maleza.

A partir de ese punto tuvo que agacharse y apartar los helechos y matorrales con las manos para rastrear el recorrido de la muralla.

El bosque se espesó. Una sensación de paz invadió a Chris. Recordaba que en su primera visita a Castelgard un bosque como aquél poblaba casi todo el yacimiento. Las escasas paredes que permanecían en pie estaban cubiertas de musgo y liquen, pareciendo surgir de la tierra como formas orgánicas. Un halo de misterio envolvía por entonces aquel lugar. Pero eso se perdió en cuanto deforestaron el terreno e iniciaron las excavaciones.

Stern seguía sus pasos. Rara vez salía del laboratorio, y por lo visto estaba disfrutando del paseo.

—¿Por qué son tan pequeños los árboles? —preguntó.

—Porque es un bosque nuevo —contestó Chris—. Casi todos los bosques del Périgord tienen menos de cien años. Antiguamente estas tierras eran campos, viñedos.

—¿Y qué pasó?

Chris se encogió de hombros.

—Una plaga, la filoxera, mató todas las vides a principios de siglo y volvió a crecer el bosque. —Tras un breve silencio, añadió—: La industria vinícola francesa casi se extinguió. La salvaron importando vides inmunes a la filoxera, de California, cosa que preferirían olvidar.

Mientras hablaba, continuaba atento al terreno, guiándose por algún que otro fragmento aislado de piedra para seguir la línea de la muralla.

Pero de pronto la muralla desapareció. La perdió por completo. Tendría que desandar el camino y localizar de nuevo el rastro.

—¡Maldita sea! —exclamó.

—¿Qué ocurre? —dijo Stern.

—No encuentro la muralla. Venía en esta dirección —indicó el recorrido con la palma de la mano—, y ahora ya no la veo.

En aquella parte del bosque la maleza era especialmente densa, formada por helechos y alguna clase de enredadera espinosa que arañaba a Chris las piernas desnudas. Stern llevaba pantalones largos y siguió adelante, diciendo:

—No sé, Chris; tiene que estar por aquí…

Chris sabía que debía retroceder. Acababa de volverse cuando oyó gritar a Stern.

Giró la cabeza.

Stern no estaba. Había desaparecido.

Chris se hallaba solo en el bosque.

—¿David?

Un gemido.

—¡Ay… maldita sea!

—¿Qué pasa?

—Me he dado un golpe en la rodilla, ¡y cómo duele, la condenada!

Chris no lo veía.

—¿Dónde estás?

—En un hoyo —respondió Stern—. Me he caído. Lleva cuidado si vienes hacia aquí. De hecho… —Un gruñido. Un juramento—. No te molestes. Puedo levantarme. Estoy bien. De hecho… ¡Eh!

—¿Qué?

—Espera un momento.

—¿Qué ocurre?

—Tú espera, ¿de acuerdo?

Chris vio agitarse los matorrales, mecerse los helechos, a medida que avanzaba hacia la izquierda. Por fin Stern volvió a hablar, y su voz resonó de manera extraña.

—¿Eh, Chris?

—Sí, ¿qué has encontrado?

—Una sección de pared. Curva.

—¿Qué?

—Creo que estoy en el fondo de lo que en otro tiempo fue una torre redonda, Chris.

—¡No me digas! —exclamó Chris, y pensó: ¿Cómo se ha enterado Kramer de esto?

—Comprobadlo en el ordenador —ordenó Johnston—. Consultad los escanogramas de reconocimiento aéreo, infrarrojos o de radar, para ver si se detecta alguna torre. Quizá ya esté registrada y no nos hayamos fijado.

—Para los infrarrojos, la mejor opción es la última hora de la tarde —aconsejó Stern, sentado y con una bolsa de hielo en la rodilla.

—¿Por qué la última hora de la tarde?

—Porque la piedra caliza retiene el calor. Por eso esta zona gustaba tanto a los cavernícolas. Incluso en pleno invierno, dentro de una cueva del Périgord había cinco grados menos de temperatura que en el exterior.

—Y por tanto a última hora de la tarde…

—El muro retiene el calor mientras el bosque se enfría —concluyó Stern—. Y eso debería reflejarse en las imágenes por infrarrojos.

—¿Aunque el objeto esté bajo tierra?

Stern se encogió de hombros.

Chris se sentó ante el ordenador y empezó a teclear. Se oyó un breve pitido y la imagen del monitor cambió de repente.

—Vaya, está entrando correo.

Chris cliqueó el icono del lector de correo. Había sólo un mensaje, y tardó un tiempo considerable en descargarse.

—¿Qué es esto?

—Imagino que lo envía ese tal Wauneka —dijo Stern—. Le he pedido un gráfico bastante grande, y probablemente no lo ha comprimido.

Por fin la imagen cobró forma en la pantalla: una serie de puntos dispuestos geométricamente. Todos reconocieron el dibujo de inmediato. Era sin duda el monasterio de Sainte-Mère, su propio yacimiento.

Con mucho mayor detalle que el plano que ellos habían elaborado.

Johnston observó la imagen detenidamente, tamborileando en la mesa con los dedos.

—Es extraño que Bellin y Kramer se hayan presentado aquí precisamente el mismo día —comentó al cabo de un rato.

Los dos estudiantes de postgrado cruzaron una mirada.

—¿Qué tiene de extraño? —preguntó Chris.

—Bellin no ha mostrado el menor interés en conocerla, y siempre quiere conocer a las fuentes de financiación.

Chris hizo un gesto de indiferencia.

—Parecía tener mucha prisa.

—Sí, eso parecía. —Se volvió hacia Stern—. En todo caso, saca una copia de eso por impresora. Veremos qué opina nuestra arquitecta.

Katherine Erickson, una muchacha de cabello rubio ceniza, ojos azules y piel muy bronceada, se hallaba suspendida a quince metros del suelo, su rostro a menos de un palmo del techo gótico parcialmente hundido de la capilla de Castelgard. Colgaba de un arnés en posición supina y tomaba notas tranquilamente acerca de la construcción.

Erickson era la estudiante de postgrado que más recientemente se había incorporado al proyecto, formando parte del equipo sólo desde hacía unos meses. En un principio ingresó en Yale para estudiar arquitectura, pero un tiempo después, desencantada de la carrera elegida, solicitó el traslado a la facultad de historia. Allí, Johnston acudió a ella para convencerla de que se uniera al grupo, del mismo modo que había convencido a los demás: «¿Por qué no dejas todos esos libros viejos y te dedicas a la historia auténtica, la historia práctica?».

Y en efecto era un enfoque práctico, como demostraba el hecho de que estuviera allí colgada. Pero ese aspecto del trabajo no le importaba. Kate se había criado en Colorado y era una entusiasta del alpinismo. Desde su llegada a Francia, dedicaba todos los domingos a escalar en los despeñaderos rocosos que flanqueaban el Dordogne. Allí, rara vez se encontraba con nadie, lo cual era una delicia; en Colorado, uno tenía que guardar turno en los mejores puntos de escalada.

Usando el piolet, desprendió unas cuantas laminillas de argamasa de diversas zonas para someterlas a un análisis espectroscópico y las depositó en distintos recipientes de plástico —semejantes a los envases de los carretes fotográficos— que llevaba sujetos de dos correas cruzadas ante el pecho como bandoleras.

Estaba etiquetando los recipientes cuando oyó una voz que decía:

—¿Cómo vas a bajar de ahí? Quiero enseñarte una cosa.

Kate volvió la cabeza y abajo vio a Johnston.

—Muy fácil —contestó. Soltó los seguros de las cuerdas y se deslizó suavemente hacia el suelo hasta posarse con gran ligereza. Luego se apartó los mechones de pelo rubio que le tapaban el rostro. Kate Erickson no era una muchacha bonita, como tantas veces le había dicho su madre, ganadora de un concurso de belleza en su época universitaria, pero poseía un aspecto saludable y genuinamente americano que los hombres encontraban atractivo.

—Creo que escalarías cualquier cosa —comentó Johnston.

Kate se despojó del arnés.

—Es la única manera de conseguir estos datos.

—Si tú lo dices…

—En serio —aseguró Kate—. Si queremos conocer la historia arquitectónica de esta capilla, he de subir ahí y extraer muestras de argamasa. Ese techo se ha reconstruido muchas veces, bien porque la edificación inicial era defectuosa y se desplomaba a la más mínima, bien a causa de los destrozos provocados en las guerras por las máquinas de asalto.

—Por lo segundo, sin duda —afirmó Johnston.

—Bueno, yo no estoy tan segura —dijo Kate—. Las estructuras principales del castillo…, el gran salón, los aposentos interiores… son sólidas, pero hay varias paredes mal construidas. En varios casos, da la impresión de que se añadieron muros para crear pasadizos secretos. Incluso hay uno que lleva a la cocina. Quienquiera que introdujese esas modificaciones debía de ser un paranoico. Y quizá se hicieron con precipitación. —Se limpió las manos en el pantalón corto—. ¿Y bien? ¿Qué quería enseñarme?

Johnston le entregó una hoja de papel. Era un dibujo sacado por impresora, una serie de puntos dispuestos en forma geométrica.

—¿Qué es esto? —preguntó Kate.

—Dímelo tú.

—Parece Sainte-Mère.

—¿Lo es?

—Diría que sí. Pero la duda es… —Kate salió de la capilla y contempló la excavación del monasterio, a unos dos kilómetros en el llano de la otra orilla del río. Desde aquella altura, el trazado de las paredes se veía casi con igual claridad que en el gráfico que sostenía en la mano—. Sí.

—¿Qué?

—Hay elementos en este dibujo que aún no hemos descubierto. Una capilla absidial en la iglesia, un segundo claustro en el cuadrante nororiental y… esto parece un jardín, intramuros… Por cierto, ¿de dónde ha salido este plano?

El restaurante de Marqueyssac se hallaba en lo alto de un promontorio desde donde se dominaba todo el valle del Dordogne. Kramer, sentada ya a la mesa, alzó la mirada y vio con sorpresa que el profesor llegaba acompañado de Marek y Chris. Ella había pedido una mesa para dos.

Marek acercó dos sillas de la mesa contigua, y se sentaron todos juntos. El profesor se inclinó hacia Kramer y la miró fijamente.

—Señorita Kramer —dijo—, ¿cómo sabía dónde estaba el refectorio?

—¿El refectorio? —Se encogió de hombros—. Pues… no sé. ¿No se mencionaba en el informe semanal sobre la marcha del proyecto? ¿No? Entonces quizá me lo haya comentado el doctor Marek. —Observó los rostros de los tres hombres que la miraban escrutadoramente—. Caballeros, los monasterios no son ni mucho menos mi especialidad. Debo de haberlo oído en alguna parte.

—¿Y la torre del bosque?

—Debía de aparecer en un escanograma. O en alguna fotografía antigua.

—No. Ya lo hemos verificado. —El profesor colocó ante ella el plano que acababan de recibir—. ¿Y por qué Joseph Traub, un empleado de la ITC, tenía un dibujo del monasterio más completo que los nuestros?

—No lo sé… ¿De dónde han sacado esto?

—Lo ha enviado un policía de Gallup, en Nuevo México, que tiene las mismas dudas que yo.

Kramer guardó silencio.

—Señorita Kramer —prosiguió Johnston al cabo de un momento—, creo que nos oculta información. Creo que han estado realizando su propio análisis a nuestras espaldas y se han guardado sus hallazgos. Y creo que la razón es que ustedes y Bellin han negociado con miras a explotar este yacimiento en previsión de que yo me niegue a cooperar. Y el gobierno francés estaría encantado de echar a los norteamericanos de su patrimonio histórico.

—Profesor, eso no es cierto. Puede estar seguro…

—No, señorita Kramer, ya no estoy seguro de nada. —Johnston consultó su reloj—. ¿A qué hora sale su avión de regreso a la ITC?

—A las tres.

—Yo estoy ya preparado para el viaje —anunció Johnston, y apartó la silla de la mesa.

—Pero voy a Nueva York.

—Entonces vale más que cambie de planes y vaya a Nuevo México.

—Querrá usted entrevistarse con Bob Doniger, y no conozco su agenda…

—Señorita Kramer —instó Johnston, inclinándose sobre la mesa—, arréglelo.

Cuando el profesor se marchó, Marek dijo:

—Ruego a Dios que vea con benevolencia vuestro viaje y os devuelva sano y salvo.

Era así como despedía siempre a los amigos. Había sido la frase preferida del conde Geoffrey de la Tour, seiscientos años antes.