El helicóptero avanzaba a través de una espesa niebla gris. En el asiento trasero, Diane Kramer se movía inquieta. Cuando la niebla se disipaba momentáneamente, veía las copas de los árboles a corta distancia debajo de ella.

—¿Es necesario ir tan despacio? —comentó.

André Marek, sentado enfrente, junto al piloto, se echó a reír.

—Descuide, no hay el menor peligro —aseguró. Pero Marek parecía de esos hombres que jamás se preocupan por nada. Tenía veintinueve años y era alto y fuerte; los músculos se dibujaban claramente bajo su camiseta de manga corta. A juzgar por su aspecto, nadie habría dicho que era profesor adjunto de historia en Yale, ni subdirector del proyecto Dordogne, a cuyo centro de operaciones se dirigían en ese instante. Con apenas un leve dejo de su lengua materna, el holandés, Marek añadió—: La niebla enseguida desaparecerá.

Kramer lo sabía todo de él: licenciado por la Universidad de Utrecht, Marek pertenecía a la nueva hornada de historiadores «experimentales», cuyo propósito era recrear partes del pasado para tener una experiencia directa de la historia y comprenderla mejor. Marek aplicaba ese enfoque hasta un extremo obsesivo: había estudiado con todo detalle la indumentaria, el habla y las costumbres medievales; supuestamente, sabía incluso cómo competir en una justa. Viéndolo, Kramer lo creía muy capaz.

—Me sorprende que el profesor Johnston no nos acompañe —dijo Kramer. En realidad, esperaba tratar con Johnston en persona. Al fin y al cabo, era una ejecutiva de alto rango de la compañía que financiaba la investigación. El protocolo exigía que el propio Johnston la guiara en su visita al yacimiento. Además, había planeado iniciar su labor de persuasión en el helicóptero.

—Lamentablemente el profesor Johnston tenía un compromiso previo —explicó Marek.

—¿Ah, sí?

—Con François Bellin, el director general del Patrimonio Histórico. Viene hoy de París.

—Comprendo. —Kramer se dio por satisfecha. Johnston naturalmente debía atender primero a las autoridades. La marcha del proyecto Dordogne dependía de las buenas relaciones con el gobierno francés—. ¿Hay algún problema?

—No creo. Son viejos amigos. Ah, ya casi hemos llegado.

De pronto el helicóptero dejó atrás la niebla y salió a la luz de la mañana. Las casas de labranza proyectaban largas sombras.

Cuando sobrevolaron una granja, las ocas del corral se alborotaron, y una mujer con delantal alzó el puño hacia ellos en un gesto airado.

—Se ha enfadado con nosotros —dijo Marek, señalándola con su musculoso brazo.

Sentada detrás de él, Kramer se puso las gafas de sol y comentó:

—Bueno, son las seis de la mañana. ¿Por qué hemos venido tan temprano?

—Por la luz —respondió Marek—. Al despuntar el sol, las sombras revelan los contornos, los límites de los sembrados y todo eso. —Señaló hacia sus pies. En los montantes delanteros del helicóptero había acopladas tres pesadas cajas amarillas—. En este momento llevamos instalado un sistema de estereotrazadores cartográficos: radar de barrido lateral y sensores de rayos infrarrojo y de haz ultravioleta.

—¿Y qué es eso otro? —preguntó Kramer, señalando por la ventanilla trasera un tubo plateado de casi dos metros de longitud que pendía bajo la cola del helicóptero.

—El magnetómetro de protones.

—Ya. ¿Y para qué sirve?

—Busca anomalías magnéticas en el terreno que podrían indicar la presencia de paredes, cerámica o metales enterrados —explicó Marek.

—¿Les gustaría tener algún otro aparato que consideran necesario?

Marek sonrió.

—No, señorita Kramer. Nos han proporcionado todo lo que hemos pedido, gracias.

Hasta ese instante el helicóptero había volado casi a ras de la ondulada superficie de un denso bosque. Allí, en cambio, se veían afloramientos de roca gris, profundos despeñaderos que surcaban el paisaje. Marek hablaba sin cesar, y Kramer tenía la impresión de estar oyendo a un experto guía con la lección bien aprendida.

—Aquellos despeñaderos de piedra caliza son los restos de una antigua playa —explicó Marek—. Hace millones de años el mar cubría esta parte de Francia. Cuando el mar retrocedió, dejó tras de sí una playa. Con el paso del tiempo, por efecto de la compresión, la playa se convirtió en piedra caliza. Es un mineral muy blando. Tras esas paredes rocosas se esconde un laberinto de cavernas.

Kramer veía en efecto un gran número de cuevas, negras aberturas en la roca.

—Hay muchas, sí —dijo.

Marek asintió con la cabeza.

—Esta parte del sur de Francia es uno de los lugares del planeta que el hombre ha habitado de manera más continuada. Han vivido aquí seres humanos durante al menos cuatrocientos mil años. Existe un registro histórico ininterrumpido desde el hombre de Neanderthal hasta nuestros días.

Kramer movió la cabeza en un impaciente gesto de asentimiento.

—¿Y dónde está el proyecto? —preguntó.

—Enseguida llegamos.

El bosque dio paso a una amplia extensión de campos y granjas dispersas. En ese momento se dirigían hacia un pueblo enclavado en lo alto de un monte. Kramer vio un conjunto de casas de piedra, carreteras estrechas, y la torre de un castillo elevándose hacia el cielo.

—Eso es Beynac —dijo Marek, de espaldas a ella—. Y ahora empezamos a recibir nuestra señal Doppler.

Kramer oyó en sus auriculares un pitido electrónico intermitente de frecuencia cada vez mayor.

—Atento —advirtió el piloto.

Marek conectó su equipo. Se encendió media docena de luces verdes.

—Muy bien —dijo el piloto—, iniciamos la primera transección. Tres, dos, uno.

El ondulado y boscoso relieve descendió en un abrupto declive, y Diane Kramer vio abrirse bajo ellos la cuenca del Dordogne.

El río Dordogne fluía en meandros como una serpiente marrón por el cauce que sus aguas habían excavado cientos de años atrás. Pese a la temprana hora, varios kayaks surcaban ya su superficie.

—En la Edad Media, el Dordogne constituía una frontera militar —informó Marek—. Este lado del río era francés y el lado opuesto inglés. Se desataban hostilidades con mucha frecuencia. Beynac, ahora justo debajo de nosotros, era una plaza fuerte francesa.

Kramer bajó la mirada y contempló un pintoresco pueblo de construcciones de piedra y tejados oscuros. A esas horas los turistas no invadían aún sus callejas angostas y tortuosas. Se hallaba a la orilla misma del Dordogne, encajonado entre el río y un precipicio en lo alto del cual se alzaban las murallas de un viejo castillo.

—Y allí está Castelnaud, la correspondiente plaza fuerte inglesa —prosiguió Marek, señalando al otro lado del río.

Coronando un monte lejano, Kramer vio un segundo castillo, éste construido enteramente de piedra amarilla. Era pequeño, pero una completa restauración le había devuelto su antigua belleza, y sus tres torres circulares se encumbraban en el aire con gran elegancia, unidas por altas murallas. En torno a su base se arracimaba también un atractivo pueblo turístico.

—Pero esto no es nuestro proyecto… —comentó Kramer.

—No —contestó Marek—. Estoy mostrándole la disposición general de esta región. A lo largo del Dordogne encontramos una y otra vez castillos rivales emparejados. Nuestro proyecto incluye también dos castillos enemigos, pero está unos cuantos kilómetros río abajo. Ahora volamos hacia allí.

El helicóptero se escoró, poniendo rumbo al oeste sobre el sinuoso paisaje. Dejaron atrás la anterior zona turística, y Kramer advirtió complacida que la mayor parte del terreno que sobrevolaban se componía de bosques. Pasaron a corta distancia de un pequeño pueblo llamado Envaux, cerca del río, y luego volvieron a ganar altura para adentrarse de nuevo entre las montañas. Al rebasar una cima, apareció ante ellos un claro. En el centro se encontraban las ruinas de unas cuantas casas de piedra, sus paredes dispuestas en ángulos irregulares. Sin duda aquello había sido un pueblo en otro tiempo, situado al amparo de un castillo. Pero la muralla no era más que una hilera de escombros, y del castillo apenas nada quedaba en pie. Kramer vio sólo las bases de dos torres redondas y porciones derruidas de la muralla que las conectaba. Dispersas entre las ruinas, había algunas tiendas de campaña blancas. Varias docenas de personas trabajaban en los alrededores.

—Hasta hace tres años todo esto pertenecía a un cabrero —dijo Marek—. Los franceses tenían prácticamente olvidadas estas ruinas, que estaban cubiertas por el bosque. Hemos talado los árboles e iniciado la reconstrucción. Lo que ve fue antiguamente la famosa fortaleza de Castelgard.

—¿Esto es Castelgard? —Kramer exhaló un suspiro. Era muy poco lo que quedaba de la plaza fuerte: unas cuantas paredes que indicaban la existencia del pueblo, y del castillo casi nada—. Creía que habría algo más.

—Y con el tiempo lo habrá —aseguró Marek—. En su día, Castelgard era un pueblo grande, con un castillo impresionante. Pero la restauración requiere varios años.

Kramer se preguntaba cómo explicaría eso a Doniger. El proyecto Dordogne no estaba tan avanzado como Doniger imaginaba. Hallándose aún tan fragmentado el yacimiento, sería en extremo difícil iniciar una reconstrucción global. Y sin duda el profesor Johnston rechazaría cualquier sugerencia en esa línea.

—Hemos instalado nuestro centro de operaciones en aquella granja —decía Marek, señalando hacia una casa de labranza rodeada de varias edificaciones anexas, no muy lejos de las ruinas, junto a una de las edificaciones había una tienda de campaña verde—. ¿Quiere que volemos en círculo sobre Castelgard para echar otro vistazo?

—No —contestó Kramer, procurando que la decepción no se reflejara en su voz—. Sigamos adelante.

—Bien, entonces iremos al molino.

El helicóptero viró hacia el norte para dirigirse al río. El terreno descendía hasta una franja llana en las márgenes del Dordogne. Empezaron a cruzar el río, amplio y marrón oscuro, y llegaron a una isla densamente poblada de árboles cercana al lado opuesto. Entre la isla y la orilla norte corría un ramal del río más impetuoso y estrecho, de unos cuatro metros y medio de anchura. Y allí Kramer vio los restos de otra estructura, en estado tan ruinoso, de hecho, que no era fácil adivinar qué había sido en otro tiempo.

—¿Y eso? —preguntó, mirando hacia abajo—. ¿Qué es eso?

—Eso es el molino de agua. Antiguamente un puente atravesaba el río, y bajo él estaban las ruedas del molino. Usaban la energía hidráulica para moler el grano y accionar los enormes fuelles empleados en la fabricación de acero.

—Aquí no hay nada reconstruido —observó Kramer, y suspiró.

—No —admitió Marek—. Pero lo hemos estudiado bien. Chris Hughes, uno de nuestros estudiantes de postgrado, ha llevado a cabo una investigación exhaustiva. Precisamente ahí está Chris ahora, acompañado del profesor.

Kramer vio a un joven de complexión recia y cabello oscuro y, junto a él, a una figura alta e imponente en la que reconoció de inmediato al profesor Johnston. Ninguno de los dos alzó la vista cuando el helicóptero pasó sobre ellos; estaban absortos en su trabajo.

A continuación el helicóptero se apartó del río y sobrevoló un llano situado al este, aproximándose a una serie de paredes bajas dispuestas de forma rectangular, visibles como líneas oscuras bajo los oblicuos rayos del sol matutino. Kramer supuso que las paredes no se levantaban del suelo más que unos pocos centímetros, pero perfilaban claramente lo que semejaba el trazado de un pequeño pueblo.

—¿Y eso? ¿Otro pueblo?

—Casi —respondió Marek—. Es el monasterio de Sainte-Mère, uno de los más ricos y poderosos de Francia en su época. Quedó asolado por un incendio en el siglo XIV.

—Ahí abajo se ven muchas excavaciones —comentó Kramer.

—Sí, es nuestro yacimiento más importante.

Al pasar por encima, Kramer vio las bocas cuadradas de los grandes pozos que habían abierto para acceder a las catacumbas situadas bajo el monasterio. Sabía que el equipo dedicaba mucha atención a ese emplazamiento, porque esperaba encontrar bajo tierra nuevos escondrijos de documentos monásticos; ya habían descubierto unos cuantos.

El helicóptero cambió de rumbo y, cobrando altura, se acercó a los despeñaderos del lado francés y a un pequeño pueblo.

—Ahora llegamos a nuestro cuarto y último yacimiento: la fortaleza enclavada sobre el pueblo de Bezenac —anunció Marek—. En la Edad Media se la conocía como La Roque. Aunque se encuentra en la orilla francesa del río, la construyeron en realidad los ingleses con la intención de establecer una cabeza de puente permanente en territorio francés. Como ve, su extensión es considerable.

Y en efecto lo era: un vasto complejo militar en lo alto de un monte, provisto de dos murallas concéntricas que delimitaban una superficie de más de veinte hectáreas. Kramer lanzó un suspiro de alivio. La fortaleza de La Roque se hallaba en mejor estado que los restantes yacimientos del proyecto y conservaba más paredes en pie. Era fácil imaginar lo que había sido en el pasado.

Pero también había allí congregado un hervidero de turistas.

—¿Dejan entrar a los turistas? —preguntó Kramer, consternada.

—En realidad no es decisión nuestra —contestó Marek—. Como sabe, éste es un yacimiento nuevo, y el gobierno francés quiso que se abriera al público. Pero naturalmente volveremos a prohibir el paso cuando se inicien las obras de reconstrucción.

—¿Y eso cuándo será?

—Ah…, dentro de dos años, cinco a lo sumo.

Kramer guardó silencio. El helicóptero trazó un círculo en el aire y se elevó.

—Bueno, ya hemos terminado —dijo Marek—. Desde esta altura se ve todo el proyecto: la fortaleza de La Roque, el monasterio del llano, el molino y, al otro lado del río, la fortaleza de Castelgard. ¿Quiere visitar algo de nuevo?

—No —respondió Diane Kramer—. Podemos regresar. Ya he visto suficiente.