Visto a través de las ventanas de la sala de juntas de la ITC, el amarillento sol vespertino se reflejaba en los cinco edificios de cristal y acero que alojaban los laboratorios del centro de investigación de Black Rock. A lo lejos, negros nubarrones empezaban a formarse sobre el desierto. Pero en la sala los doce miembros del consejo de administración de la ITC se hallaban de espaldas a esa vista. Charlaban y tomaban café junto a un aparador mientras aguardaban el comienzo de la reunión. Las reuniones del consejo siempre se prolongaban hasta altas horas de la noche, porque el presidente de la ITC, Robert Doniger, era un noctámbulo incorregible y las programaba ya con esa intención. Como tributo a la brillantez de Doniger, los miembros del consejo de administración —todos ellos gerentes de grandes empresas o importantes capitalistas de riesgo— acudían pese a la elección de horarios.
En ese momento Doniger aún no había hecho acto de presencia. John Gordon, el fornido vicepresidente de Doniger, creía conocer la razón. Hablando todavía por un teléfono móvil, Gordon se dirigió hacia la puerta. En otro tiempo Gordon había sido director de proyecto de la Fuerza Aérea, y aún conservaba el porte militar. Llevaba un traje azul recién planchado y lustrosos zapatos negros. Con el móvil pegado al oído, dijo:
—Comprendo, agente.
Y a continuación se escabulló de la sala.
Tal como suponía, Doniger se hallaba en el pasillo. Se paseaba de arriba abajo como un niño hiperactivo, y de pie a un lado Diane Kramer, jefa del Departamento Jurídico de la ITC, lo escuchaba en silencio. Gordon vio a Doniger señalarla con el dedo en un gesto airado. Obviamente estaba apretándole las clavijas.
Robert Doniger, físico brillante y multimillonario, contaba treinta y ocho años. A pesar de las canas y el abultado vientre, mantenía un aire juvenil o, en opinión de algunos, infantil. Sin duda la edad no había limado las aristas de su carácter. La ITC era la tercera empresa que ponía en marcha. Había amasado su fortuna con las dos anteriores, pero su estilo de gestión seguía tan corrosivo y truculento como siempre. En la empresa, casi todos lo temían.
Por deferencia a la reunión del consejo, Doniger se había puesto un traje azul, renunciando a sus habituales pantalones caqui y camisetas. Pero se lo veía incómodo con el traje, como un adolescente a quien sus padres han obligado a vestirse de tiros largos.
—Bien, muchas gracias, agente Wauneka —dijo Gordon por el teléfono—. Nosotros nos encargaremos de todo. Sí. Nos ocuparemos de eso inmediatamente. Gracias de nuevo. —Gordon plegó el móvil y se volvió hacia Doniger—. Traub ha muerto, y han identificado el cadáver.
—¿Dónde?
—En Gallup. Acaba de telefonearme un policía desde el servicio de urgencias del hospital.
—¿De qué creen que ha muerto? —preguntó Doniger.
—No lo saben. Suponen que de un paro cardíaco. Pero se ha observado alguna anomalía en los dedos, un trastorno circulatorio y van a realizar la autopsia. Lo exige la ley.
Doniger movió la mano en un gesto de irascible desinterés.
—Me importa un carajo. La autopsia no revelará nada. Trau tenía errores de transcripción. Nunca lo descubrirán. ¿Por qué me haces perder el tiempo con esa gilipollez?
—Acaba de morir uno de tus empleados, Bob —dijo Gordon.
—Sí, así es —respondió Doniger con frialdad—. Y yo no puedo hacer nada al respecto. Lo siento en el alma. ¡Qué pena, el pobre hombre! Envíale flores. Resuélvelo como te parezca, ¿entendido?
En momentos como aquél, Gordon respiraba hondo y se recordaba que Doniger era como cualquier empresario joven y dinámico al uso. Se recordaba que, sarcasmo aparte, Doniger casi siempre tenía la razón. Y se recordaba que en todo caso Doniger se había comportado así toda su vida.
Robert Doniger había empezado a mostrar indicios de genialidad a una edad muy precoz. En la escuela primaria leía ya manuales de ingeniería, y a los nueve años era capaz de reparar cualquier aparato electrónico —una radio, un televisor—, manipulando los cables y los tubos de vacío hasta que conseguía hacerlo funcionar. Cuando su madre expresó su temor a que se electrocutara, Doniger le contestó: «No digas idioteces». Y cuando su abuela preferida murió, Doniger, sin derramar una sola lágrima, informó a su madre de que la anciana le debía aún veintisiete dólares y confiaba en que ella se hiciera cargo de la deuda.
Tras licenciarse summa cum laude en física por la Universidad de Stanford a los dieciocho años, Doniger se incorporó a Fermilab, cerca de Chicago. Seis meses después dejó su empleo, diciéndole al director del laboratorio que «la física de partículas es para capullos». Volvió a Stanford, donde empezó a trabajar en un campo que consideraba más prometedor: el magnetismo en los superconductores.
Ésa era una época en que científicos de toda índole abandonaban la universidad para crear compañías mediante las cuales obtener un rendimiento económico de sus descubrimientos. Doniger se marchó al cabo de un año para fundar TechGate, una empresa que fabricaba ciertos componentes —que el propio Doniger había inventado de manera circunstancial— para el grabado de alta precisión de chips. Cuando Stanford se quejó de que esos descubrimientos los había realizado en sus laboratorios, Doniger respondió: «Si tienen algún problema, demándenme; si no, cierren la boca».
Fue en TechGate donde se hizo famoso el severo estilo de gestión de Doniger. Durante las reuniones con sus científicos se sentaba en un rincón y, precariamente retrepado en su silla, los asaeteaba con una pregunta tras otra: «¿Qué te parece esto?… ¿Por qué no hacéis eso?… ¿A qué se debe aquello?». Si la respuesta era de su agrado, decía: «Tal vez…». Ése era el mayor elogio que podía esperarse de él. Pero si la respuesta no le gustaba, como solía ocurrir, replicaba: «¿Es que tienes el encefalograma plano?… ¿Aspiras a idiota?… ¿Quieres morir tan estúpido como ahora eres?… No tienes ni dos dedos de frente». Y cuando lo sacaban de quicio, lanzaba lápices y cuadernos y, a voz en grito, decía: «¡Gilipollas! ¡Sois todos unos gilipollas de mierda!».
Los empleados de TechGate soportaban las rabietas de Doniger, alias Marcha Fúnebre, porque era un físico brillante —mejor que ellos—, porque conocía a fondo las dificultades con que se enfrentaban sus equipos de trabajo, y porque invariablemente sus críticas eran acertadas. Por molesto que resultara, ese hiriente estilo surtía efecto. En dos años TechGate experimentó un notable desarrollo.
En 1984 Doniger vendió la empresa por cien millones de dólares. Ese mismo año la revista Time lo incluyó entre las cincuenta personas menores de veinticinco años «que forjarán el fin de siglo». En esa lista figuraban también Bill Gates y Steve Jobs.
—¡Maldita sea! —exclamó Doniger, volviéndose hacia Gordon—. ¿Es que tengo que ocuparme personalmente de todo? ¡Por Dios! ¿Dónde han encontrado a Traub?
—En el desierto. En la reserva de los indios navajos.
—¿Dónde exactamente?
—A unos quince kilómetros al norte de Corazón, eso es lo único que sé. Por lo visto, por allí no hay prácticamente nada.
—Muy bien —dijo Doniger—, enviad a Corazón a Baretto, el de Seguridad, con el coche de Traub. Ordenadle que pinche una rueda y lo deje abandonado en el desierto.
Diane Kramer se aclaró la garganta. Era una mujer de poco más de treinta años y cabello oscuro. Vestía un traje sastre negro.
—No sé si eso es muy correcto, Bob —comentó, adoptando su pose de abogada—. Estás falseando pruebas…
—¡Claro que estoy falseando pruebas! Ésa es precisamente la intención. Alguien querrá saber cómo llegó Traub hasta allí. Así que dejemos su coche en los alrededores para que lo encuentren.
—Pero no sabemos exactamente dónde…
—No importa exactamente dónde. Hacedlo.
—Eso significa que Baretto y alguien más estarán enterados de esto…
—¿Y eso qué más da? —la interrumpió Doniger—. Hacedlo, Diane.
Se produjo un breve silencio. Diane Kramer arrugó la frente y bajó la mirada, claramente descontenta.
—Gordon —dijo Doniger—, ¿te acuerdas de cuando Garman iba a conseguir aquel contrato y mi antigua empresa iba a perderlo? ¿Te acuerdas de la filtración a la prensa?
—Lo recuerdo —respondió Gordon.
—A ti no te llegaba la camisa al cuerpo —prosiguió Doniger con una sonrisa de suficiencia. Volviéndose hacia Kramer, explicó—: Garman estaba gordo como un cerdo. De pronto perdió mucho peso porque su mujer lo puso a dieta. Filtramos a la prensa que Garman tenía un cáncer inoperable y su empresa iba a cerrar. Él lo desmintió, pero debido a su aspecto no le creyó nadie. Obtuvimos el contrato, y le mandé a su mujer una cesta enorme de fruta. —Se echó a reír—. Pero la cuestión es que nunca llegó a conocerse la procedencia de la filtración. Todo vale, Diane. Los negocios son los negocios. Dejad en el desierto ese condenado coche.
Kramer asintió, pero mantenía la mirada fija en el suelo.
—Y luego quiero saber cómo entró Traub en la sala de tránsito —continuó Doniger—. Porque ya había hecho demasiados viajes y acumulado demasiados errores de transcripción. Había rebasado el límite. No debía hacer un solo viaje más. No tenía autorización para acceder a tránsito. En esa zona hemos extremado las medidas de seguridad. ¿Cómo entró, pues?
—Creemos que tenía un pase de mantenimiento, para revisar las máquinas —contestó Kramer—. Esperó al cambio de turno de la noche y tomó una máquina. Pero todavía nos faltan algunas comprobaciones.
—No quiero comprobaciones, Diane —dijo Doniger con sorna—. Quiero soluciones.
—Lo resolveremos, Bob.
—Más os vale —repuso Doniger—. Porque esta empresa, se enfrenta ahora con tres problemas graves, y Traub es el menos grave de ellos. Los otros dos son de la máxima importancia. De una importancia vital.
Doniger siempre había tenido el don de anticiparse a los acontecimientos. En 1984 vendió TechGate porque preveía que los chips de ordenador «tocarían techo». Por entonces parecía un temor infundado. Cada dieciocho meses la potencia de los chips se duplicaba y su coste se reducía a la mitad. Sin embargo Doniger comprendió que esos avances eran fruto de una creciente compresión de los componentes en el chip. Esa tendencia no podía continuar eternamente. Al final, los circuitos estarían impresos tan densamente que los chips se fundirían a causa del calor. Eso imponía un tope máximo a la potencia de los ordenadores. Doniger sabía que la sociedad exigiría una velocidad de procesamiento cada vez mayor, pero no veía la manera de conseguirla.
Frustrado, volvió a centrarse en uno de sus anteriores intereses, el magnetismo en los materiales superconductores. Fundó una segunda empresa, Advanced Magnetics, que en poco tiempo era propietaria de varias patentes fundamentales para los nuevos equipos de formación de imágenes por resonancia magnética que empezaban a revolucionar la medicina. Advanced Magnetics se embolsaba un cuarto de millón de dólares en concepto de derechos por cada equipo de RM fabricado. Era «una vaca lechera —comentó Doniger en una ocasión—, e igual de interesante que ordeñar a una vaca». Aburrido y deseoso de nuevos retos, vendió Advanced Magnetics en 1988. Por entonces tenía veintiocho años, y su fortuna ascendía a mil millones de dólares. Pero en su opinión no había aún destacado lo suficiente.
Un año después, en 1989, creó la ITC.
Uno de los héroes de Doniger era el físico Richard Feynman. A principios de la década de los ochenta, Feynman había especulado sobre la posibilidad de crear un ordenador usando las propiedades cuánticas de los átomos. En teoría, dicho ordenador sería millones y millones de veces más potente que cualquier ordenador construido hasta la fecha. Pero la hipótesis de Feynman implicaba el desarrollo de una tecnología «nueva» en el sentido más estricto de la palabra: una tecnología que debía partir de cero, una tecnología que cambiaría todas las reglas. Como nadie concebía un método viable para construir un ordenador cuántico, la comunidad científica pronto olvidó la hipótesis de Feynman.
Pero no así Doniger.
En 1989 Doniger empezó a desarrollar el primer ordenador cuántico. La idea era tan radical —y tan arriesgada— que ni siquiera hizo público su propósito. Eligió un nombre neutro para su nueva empresa: ITC, sigla de International Technology Corporation. Instaló la sede en Ginebra y se rodeó de físicos que habían trabajado para el CERN.
Desde ese momento no volvió a oírse hablar de Doniger, ni de su empresa, en varios años. La gente supuso que se había retirado, o al menos eso pensaban los pocos que se acordaban aún de él. Al fin y al cabo, era corriente que los empresarios prominentes del sector de la alta tecnología se perdieran de vista después de enriquecerse.
En 1994 la revista Time publicó la lista de las veinticinco personas menores de cuarenta años que estaban forjando el mundo. Robert Doniger no se encontraba entre ellas. A nadie le importó; nadie lo recordaba.
Ese mismo año trasladó la ITC a Estados Unidos, estableciendo un laboratorio en Black Rock, Nuevo México, a una hora de Albuquerque. Un observador atento habría advertido que había elegido otra vez un lugar donde tenía a mano un buen plantel de físicos. Pero no había observador alguno, ni atento ni desatento.
Así pues, nadie reparó en el continuo crecimiento de la ITC a lo largo de la década de los noventa. Se construyeron más laboratorios en la sede de Nuevo México, y se contrató a más físicos. El consejo de administración de Doniger pasó de seis a doce miembros. Todos eran gerentes de compañías que habían invertido en la ITC o capitalistas de riesgo. Todos habían firmado draconianos acuerdos de confidencialidad en virtud de los cuales se comprometían a dejar en depósito importantes sumas a modo de garantía personal, a someterse a la prueba del detector de mentiras en cualquier momento a petición de la ITC, y a consentir que la ITC interviniera sus líneas telefónicas sin previo aviso cuando lo considerara oportuno. Además, Doniger exigió una inversión mínima de trescientos millones de dólares por cabeza. Ése era, explicó con arrogancia, el precio de un asiento en el consejo de administración. «Si quieren saber qué me traigo entre manos, formar parte de lo que se hace aquí, les costará trescientos millones. Tómenlo o déjenlo. A mí me importa un carajo tanto lo uno como lo otro».
Pero sí le importaba. La ITC tenía un escalofriante coste de lanzamiento: habían gastado más de tres mil millones en los últimos nueve años. Y Doniger sabía que necesitaría más dinero.
—Problema número uno —dijo Doniger—: Nuestra capitalización. Necesitamos otros mil millones antes de que salga el sol. —Señaló con el mentón hacia la sala de juntas—. Ellos no van a proporcionárnoslo. He de conseguir que aprueben la incorporación al consejo de otros tres miembros.
—No va a ser fácil convencerlos —advirtió Gordon.
—Lo sé —respondió Doniger—. Conocen el coste de lanzamiento, y quieren saber hasta cuándo vamos a continuar así. Quieren resultados concretos. Y eso precisamente voy a ofrecerles hoy.
—¿Qué resultados concretos?
—Una victoria. Esos capullos necesitan una victoria, alguna novedad espectacular acerca de uno de los proyectos.
Kramer respiró hondo.
—Bob, todos son proyectos a largo plazo —recordó Gordon.
—Alguno debe de estar casi a punto, por ejemplo el Dordogne.
—No lo está. Yo personalmente no te recomiendo ese planteamiento.
—Y yo necesito una victoria —insistió Doniger—. El profesor Johnston lleva tres años en Francia con sus chicos de Yale a cuenta de la ITC. Tiene que haber algo que enseñar.
—Todavía no, Bob. Además, no hemos conseguido aún todas las tierras.
—Hay tierras suficientes.
—Bob…
—Diane irá a visitarlos. Ella puede presionarlos con delicadeza.
—Al profesor Johnston no va a gustarle —dijo Gordon.
—Estoy seguro de que Diane sabrá manejar a Johnston.
Uno de los ayudantes de dirección abrió la puerta de la sala de juntas y se asomó al pasillo.
—¡Un momento, maldita sea! —protestó Doniger, pero se dirigió de inmediato hacia la sala. Volviendo la cabeza, ordenó—. Haced lo que os he dicho.
A continuación entró en la sala y cerró la puerta.
Gordon se alejó con Kramer. El taconeo de ella resonó en el pasillo. Gordon echó una ojeada al suelo y vio que, bajo el formal traje sastre de Jil Sander, calzaba unos zapatos altos sin talón. Era la característica imagen de Diane Kramer: seductora e inalcanzable al mismo tiempo.
—¿Estabas enterada de sus planes? —preguntó Gordon.
Kramer asintió con la cabeza.
—Pero no hacía mucho. Me ha informado hace una hora.
Reprimiendo su irritación, Gordon guardó silencio. Él llevaba doce años colaborando con Doniger, desde la época de Advanced Magnetics. En la ITC, había supervisado una operación de investigación industrial en dos continentes, encargándose de la contratación de docenas de físicos, químicos e informáticos. Había tenido que ponerse al día en temas como los metales superconductores, la compresión fractal, los bits cuánticos y el intercambio iónico de alta velocidad. Pese a estar metido hasta el cuello en la física teórica —y de la peor especie—, la ITC había cumplido los objetivos fijados, el desarrollo iba según lo previsto, y el presupuesto se había rebasado dentro de unos límites razonables. Sin embargo sus éxitos no le habían servido para granjearse la confianza de Doniger.
Kramer, en cambio, siempre había disfrutado de una relación especial con Doniger. Había empezado como abogada de un bufete externo al servicio de la empresa. Doniger consideró que poseía talento y clase y la contrató. Después de eso fueron amantes durante una temporada, y aunque la aventura había terminado hacía mucho, Doniger seguía teniendo en cuenta su opinión. Kramer había logrado atajar a tiempo varios desastres potenciales.
—Hemos mantenido esta tecnología en secreto durante diez años —dijo Gordon—. Si nos paramos a pensarlo, resulta milagroso. Traub ha sido el primer incidente que escapa a nuestro control. Afortunadamente, el caso ha acabado en manos de un policía pueblerino, y no pasará de ahí. Pero si Doniger remueve el asunto en Francia, alguien empezará a atar cabos. Y ya anda tras nuestros pasos esa periodista de París. Si Bob no va con cuidado, podría destaparlo todo.
—Me consta que ha pensado en eso —respondió Kramer—. Ése es el segundo gran problema.
—¿El riesgo de que salga todo a la luz?
—Sí.
—¿Y no le preocupa? —preguntó Gordon.
—Sí, le preocupa. Pero, por lo visto, tiene un plan al respecto.
—Eso espero —dijo Gordon—. Porque no podemos contar con que sea siempre un policía pueblerino quien investigue nuestros trapos sucios.