En el hospital, el anciano dormía con el rostro parcialmente cubierto por una mascarilla de oxígeno. Le habían administrado un sedante suave, y estaba relajado, respirando sin dificultad. Beverly Tsosie se hallaba al pie de la cama, reconsiderando el caso con Joe Nieto, un apache mescalero especialista en medicina interna y muy certero en los diagnósticos.

—Varón blanco, alrededor de setenta años. Ha llegado confuso, aturdido y desorientado en grado sumo. Leve insuficiencia cardíaca congestiva, enzimas hepáticas ligeramente altas, pero por lo demás bien.

—¿Y el coche no lo ha atropellado? —preguntó Nieto.

—Según parece, no. Pero es extraño. Lo han encontrado vagando justo al norte de la cañada de Corazón. Por allí no hay nada en quince kilómetros a la redonda.

—¿Y?

—Este hombre no presenta síntomas de haber estado expuesto al sol del desierto, Joe. Ni deshidratación, ni acidosis. Ni siquiera quemaduras.

—¿Crees que alguien lo ha abandonado allí? ¿Alguien que se ha cansado de que el abuelo se adueñara del mando a distancia?

—Sí, eso me temo.

—¿Y qué le pasa en los dedos?

—No lo sé —respondió Beverly—. Es algún problema circulatorio. Tiene las puntas de los dedos frías y cada vez más amoratadas; incluso existe riesgo de gangrena. Sea lo que sea, se ha agravado desde su ingreso en el hospital.

—¿Es diabético?

—No.

—¿Tiene el síndrome de Raynaud?

—No.

Nieto se acercó a la cama y examinó los dedos.

—Sólo están afectadas las puntas. Se advierte únicamente deterioro distal.

—Exacto —convino Beverly—. Si no lo hubieran encontrado en el desierto, diría que es síntoma de congelación.

—¿Has comprobado los índices de metales pesados, Bev? Porque eso podría deberse a una exposición tóxica a metales pesados. Cadmio o arsénico. Eso explicaría el estado de los dedos y también la demencia.

—He extraído unas muestras. Pero los análisis para la detección de metales pesados se hacen en el hospital universitario de Albuquerque. No recibiremos el informe en menos de setenta y dos horas.

—¿Tienes su historial médico, algún documento de identidad, algo? —preguntó Nieto.

—Nada. Hemos dado su descripción a la policía por si coincide con la de alguna persona desaparecida y hemos enviado las huellas a Washington para que las contrasten con las bases de datos, pero tardaremos como mínimo una semana en saber algo.

Nieto asintió con la cabeza.

—Y cuando estaba exaltado y balbuceando, ¿qué decía?

—Hablaba en pareados y repetía siempre lo mismo, algo sobre Gordon y Stanley. Y luego decía: «En las plumas quanti quam estoy, y sin rumbo voy».

—¿Quanti quam? ¿Eso no es latín?

Beverly se encogió de hombros.

—Hace mucho tiempo que no pongo los pies en la iglesia.

—Creo que «quanti quam» son unas palabras en latín —insistió Nieto.

—Perdonen —los interrumpió de pronto una voz. Era el niño de gafas, sentado junto a su madre en la cama contigua.

—El cirujano aún no ha venido, Kevin —le informó Beverly—. En cuanto llegue, nos ocuparemos de tu brazo.

—No decía «en las plumas quanti quam» —corrigió el niño—. Decía «en la espuma cuántica».

—¿Cómo?

—«En la espuma cuántica». Decía «en la espuma cuántica».

Los dos médicos se aproximaron a él.

—¿Y qué es exactamente la espuma cuántica? —preguntó Nieto, que al parecer encontraba graciosa la intromisión del niño.

Parpadeando tras las lentes de sus gafas, Kevin los miró con expresión seria y explicó:

—En dimensiones subatómicas muy pequeñas, la estructura del espacio-tiempo es irregular. No es uniforme; es algo así como burbujeante, espumosa. Y como eso se da a nivel cuántico, se llama «espuma cuántica».

—¿Qué edad tienes? —quiso saber Nieto.

—Once años.

—Lee mucho —aclaró su madre—. Su padre trabaja en Los Álamos.

Nieto movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—¿Y para qué sirve esa espuma cuántica, Kevin?

—No sirve para nada —respondió el niño—. Es sencillamente la forma en que está hecho el universo a nivel subatómico.

—¿Por qué iba a hablar de eso este anciano?

—Porque es un conocido físico —dijo Wauneka, acercándose a ellos por el pasillo. Echó un vistazo a una hoja de papel que llevaba en la mano—. Es un comunicado de la policía metropolitana. Acaba de llegar. Joseph A. Traub, setenta y un años, físico de materiales. Especializado en metales superconductores. La empresa donde trabaja, la ITC Research de Black Rock, ha dado parte de su desaparición hoy al mediodía.

—¿Black Rock? Eso está cerca de Sandia —comentó Nieto, sorprendido. Era un lugar de la zona central de Nuevo México, a varias horas de viaje de allí… ¿Cómo ha llegado ese hombre a la cañada de Corazón, en Arizona?

—No lo sé —dijo Beverly—. Pero…

Las alarmas empezaron a sonar.

Jimmy Wauneka quedó atónito por la rapidez con que ocurrió todo. El anciano levantó la cabeza, los miró con los ojos desorbitados y vomitó sangre. La mascarilla de oxígeno se tiñó de un vivo color rojo. Escapando a borbotones del interior de la mascarilla, la sangre le resbaló a chorros por las mejillas y salpicó la almohada y la pared. Un gorgoteo surgía de su garganta: estaba ahogándose en su propia sangre.

Beverly corría ya hacia él. Wauneka la siguió.

—¡Vuélvele la cabeza! —ordenaba Nieto—. ¡Vuélvesela!

Beverly retiró la mascarilla al anciano e intentó volverle la cabeza, pero él, forcejeando, se resistió, con pánico en la mirada aquel continuo gorgoteo en la garganta. Wauneka la apartó de un empujón, sujetó al anciano por la cabeza con las dos manos y, empleando todas sus fuerzas, lo obligó a colocarse de costado. El anciano volvió a vomitar, rociando de sangre los monitores y el uniforme de Wauneka.

—¡Succión! —dijo Beverly, y señaló un tubo prendido de la pared.

Sin soltar al anciano, Wauneka trató de alcanzar el tubo, pero el suelo estaba resbaladizo a causa de la sangre derramada. Patinó y se agarró a la cama para no caerse.

—¡Que venga alguien más! —exclamó Beverly—. ¡Necesito ayuda! ¡Succión!

Se hallaba de rodillas junto a la cama y hurgaba con los dedos dentro de la boca del anciano para apartarle la lengua. Wauneka recobró el equilibrio y advirtió que Nieto le tendía el tubo de succión. Lo cogió con los dedos manchados de sangre y vio que Nieto abría la llave de la válvula empotrada. Beverly se hizo con la sonda de neopreno y comenzó a succionar en la boca y la nariz del anciano. La sangre fluyó por el tubo. El hombre jadeó y tosió, pero se debilitaba por momentos.

—Esto no me gusta —dijo Beverly—. Mejor será… —Cambió el tono de las alarmas, tornándose más agudo y regular. Paro cardíaco—. ¡Maldita sea! ¡Desfibrilador, enseguida!

Nieto, al otro lado de la cama, sostenía las palas del desfibrilador con los brazos extendidos. Wauneka retrocedió en cuanto llegó Nancy Hood, abriéndose paso a través del corro de personas que se habían aglomerado alrededor del paciente. Percibió un penetrante olor y supo que el anciano había evacuado el vientre. De pronto se dio cuenta de que aquel hombre estaba a punto de morir.

—Apartaos —indicó Nieto a la vez que aplicaba las palas.

El cuerpo se sacudió. Los frascos del gotero se estremecieron. Las alarmas del monitor siguieron sonando.

—Corre la cortina, Jimmy —dijo Beverly.

Wauneka miró atrás y vio en la cama contigua al niño de gafas que contemplaba la escena boquiabierto. Cerró la cortina de un tirón.

Al cabo de una hora Beverly Tsosie, exhausta, se sentó ante un escritorio en un rincón de la sala para redactar el parte médico. Debería ser más completo que de costumbre, porque el paciente había muerto. Mientras revisaba el electrocardiograma, Jimmy Wauneka le llevó un café.

—Gracias —dijo ella—. Por cierto, ¿tienes el número de teléfono de esa empresa, la ITC? He de informarles.

—Ya me ocuparé yo de eso —ofreció Wauneka, apoyando la mano por un instante en el hombro de Beverly—. Tú has hecho bastante por hoy.

Sin darle tiempo a responder, se acercó al escritorio contiguo, abrió su bloc de notas y comenzó a marcar. Mientras esperaba, sonrió a Beverly.

—ITC Research —contestó por fin la telefonista al otro lado de la línea.

Wauneka se identificó y luego dijo:

—Llamo por la desaparición de un empleado de su empresa, Joseph Traub.

—Un momento, por favor. Le pongo con el director de recursos humanos.

Aguardó varios minutos al aparato. En la línea sonaba el hilo musical. Tapó el micrófono con la mano y, afectando toda la despreocupación posible, preguntó a Beverly:

—¿Estás libre para cenar o vas a visitar a tu abuela?

Ella continuó escribiendo sin levantar la vista del papel.

—Voy a ver a mi abuela.

—Era sólo una idea —dijo Wauneka, encogiéndose de hombros.

—Pero se acuesta temprano —añadió Beverly—. A eso de las ocho.

—¿Y te viene bien a esa hora?

Aún con la mirada fija en sus anotaciones, Beverly sonrió.

—Sí.

—Bueno, de acuerdo —dijo Wauneka, también sonriente.

—De acuerdo.

Se oyó un chasquido en la línea, y una mujer anunció:

—No cuelgue, por favor; le pongo con el doctor Gordon, vicepresidente primero.

—Gracias —respondió Wauneka. Con el vicepresidente primero nada menos, pensó.

Tras otro chasquido, una voz áspera dijo:

—Soy John Gordon.

—Doctor Gordon, le habla James Wauneka, del Departamento de Policía de Gallup. Llamo desde el hospital McKinley, en Gallup. Desgraciadamente, he de darle una mala noticia.