17

«OH, Willy», dijo. «Estás todo invadido por dentro».

Él estaba tumbado sobre el camastro del cuartito trasero, mirando por la ventana abierta: era la última hora de la tarde y el sol, ocultándose por el horizonte, emitía un resplandor rojo por debajo de una nube ondulada que flotaba hacia poniente sobre las copas de los árboles y las casas. Una mosca zumbaba contra el cristal de la ventana y el agrio hedor a basura quemada de los patios vecinos vagaba por el aire en calma.

«¿Qué?», dijo Stoner ausente, girándose hacia su mujer.

«Por dentro», dijo Edith. «El médico dice que se ha extendido por todos los lados. Oh, Willy, pobre Willy».

«Sí», dijo Stoner. No podía obligarse a que le interesara mucho. «Bien, no tienes que preocuparte. Lo mejor es no pensar en ello».

Ella no respondió y él se giró de nuevo hacia la ventana abierta, a mirar el cielo oscurecerse hasta que sólo quedó un débil rayo púrpura sobre la nube en la distancia.

Había estado en casa poco más de una semana y justo aquella tarde había vuelto de una visita al hospital en la que se había sometido a lo que Jamison, con su sonrisa forzada, llamaba tratamiento. Jamison se había quedado maravillado por lo rápido que había cicatrizado su incisión, dijo algo sobre que tenía la constitución de un hombre de cuarenta y luego se había callado abruptamente. Stoner se había dejado hurgar y pinchar, les había dejado atarle a una cama y se había estado quieto mientras una enorme máquina rondaba silenciosa a su alrededor. Era absurdo, lo sabía, pero no protestó, hubiese sido descortés hacerlo. No era mucho a lo que someterse si eso les distraía de saber lo inevitable.

Gradualmente, supo que este pequeño cuarto en el que ahora yacía mirando por la ventana se convertiría en su mundo, ya podía sentir los primeros dolores imprecisos que retornaban como la llamada lejana de un viejo amigo. Dudaba que le pidieran volver por el hospital, había habido algo irrevocable en la voz de Jamison aquella tarde y le había dado algunas pastillas que tomar en caso de que se sintiera incómodo.

«Podrías escribir a Grace», se oyó decir a Edith. «Hace mucho que no nos visita».

Y se volvió para ver a Edith asentir ausente, sus ojos volvían, como los suyos, de mirar apaciblemente hacia la creciente oscuridad al otro lado de la ventana.

Durante las siguientes dos semanas se sintió débil, gradualmente primero y rápidamente después. El dolor regresó, con una intensidad que no esperaba. Se tomaba las pastillas y sentía el dolor alejarse en la oscuridad, como un animal cauteloso.

Vino Grace y se percató de que, después de todo, tenía poco que decirle. Había estado fuera de San Luis y había vuelto el día anterior encontrando la carta de Edith. Estaba cansada y tensa y tenía ojeras oscuras bajo los ojos. Él deseaba poder hacer algo para aliviar su dolor aunque sabía que no podía.

«Se te ve muy bien, papaíto», dijo. «Muy bien. Te vas a recuperar».

«Por supuesto», dijo y le sonrió. «¿Cómo está el pequeño Ed? ¿Y cómo te va?».

Dijo que le iba bien y que el pequeño Ed estaba bien, que empezaría el colegio el próximo otoño. La miró algo perplejo. «¿Colegio?», preguntó. Luego se dio cuenta de que debía ser verdad. «Por supuesto», dijo. «Olvidé lo grande que debe de ser ya».

«Pasa con sus… con el señor y la señora Frye mucho tiempo», dijo. «Es lo mejor para él». Dijo algo más pero su atención se desvió. Cada vez más a menudo encontraba difícil concentrar la mente en algo fijo, vagaba por temas que no podía prever y a veces se sorprendía diciendo cosas cuyo origen no comprendía.

«Pobre papá», oyó decir a Grace, y él devolvió su atención hacia donde ella estaba. «Pobre papá, las cosas no han sido fáciles para ti, ¿verdad?».

Él reflexionó un instante y dijo: «No, pero supongo que yo no quise que lo fueran».

«Mamá y yo, ambas te hemos decepcionado, ¿no es cierto?».

Alzó la mano como para tocarla. «Oh, no», dijo con una apagada pasión. «No debéis…». Quiso decir más, explicarse, pero no pudo continuar. Cerró los ojos y sintió que se le aflojaba la mente. Se le acumulaban las imágenes y cambiaban como en una pantalla. Vio a Edith como era aquella primera tarde en la que se habían conocido en casa de Claremont —el vestido azul, los dedos delgados y el rostro bello y delicado que sonreía gentilmente, los ojos pálidos que miraban ávidos a cada instante como si fueran dulces sorpresas—. «Tu madre…», dijo. «No siempre fue…». No siempre fue como siempre; y creyó entonces que podía vislumbrar más allá de la mujer en la que se había convertido, a la chica que había sido. Pensó que siempre la había vislumbrado.

«Tú fuiste una niña preciosa», se oyó decir, y por un momento no supo a quién hablaba. La luz flotaba ante sus ojos, formando figuras que se convertían en el rostro de su hija, arrugado, sombrío y delicadamente cuarteado. Cerró sus ojos otra vez. «En el estudio. ¿Recuerdas? Solías sentarte a mi lado cuando trabajaba. Estabas tan quieta y la luz… la luz…». La luz de la lámpara del escritorio —podía verla ahora— era absorbida por su carita concentrada, inclinada sobre un libro o un dibujo haciendo que su tierna carne resplandeciera entre las sombras del cuarto. Escuchó una sonrisilla lejana en el eco. «Por supuesto», dijo, y miró el rostro actual de aquella niña. «Por supuesto», repitió, «estuviste siempre ahí».

«Calla», le dijo ella suavemente, «debes descansar».

Y esa fue su despedida. Al día siguiente bajó a verle para decirle que tenía que regresar a San Luis durante unos días y dijo algo más que él no escuchó en tono neutro y controlado. Tenía el semblante desdibujado y los ojos rojos y húmedos. Entrechocaron sus miradas; ella lo contempló durante un largo rato, casi incrédula, después se dio media vuelta. Él supo que no la volvería a ver.

No deseaba morir, pero había momentos, como cuando Grace se marchó, en que lo ansiaba impaciente, como uno espera el momento de un viaje que no tiene especial deseo de emprender. Y como cualquier viajero, sentía que había muchas cosas que tenía que hacer antes de irse, si bien no recordaba cuáles.

Estaba tan débil que no podía andar, pasaba día y noche en el cuartito de atrás. Edith le traía libros que él pedía y los colocaba en una mesa junto a su cama estrecha, para no tener que esforzarse en alcanzarlos.

Pero leía poco, aunque la presencia de sus libros le reconfortaba. Hacía que Edith abriera las cortinas de todas las ventanas y no dejaba que las cerrara, incluso cuando el sol de la tarde, intensamente caliente, penetraba en el cuarto.

A veces Edith venía al cuarto, se sentaba en la cama junto a él y charlaban. Hablaban de cosas triviales, de gente que conocían, del nuevo edificio que se estaba construyendo en el campus, del antiguo que había sido derribado, pero lo que decían no parecía importar. Había entre ellos una nueva calma. Se habían perdonado por el daño que se habían hecho y se evadían pensando en lo que su vida en común podría haber sido.

Stoner la miraba ahora casi sin arrepentimiento; bajo la suave luz de última hora de la tarde su rostro parecía joven y sin arrugas. Si hubiese sido más fuerte, pensó, si hubiera sabido más, si hubiese podido comprender. Y al final, sin clemencia, pensó: si la hubiese querido más. Como si tuvieran que recorrer una larga distancia sus manos recorrieron la sábana que le cubría y tocó la de Edith. Ella no se movió y, después de un rato, se sumergió en una especie de sueño.

A pesar de los sedantes que tomaba, le parecía que su mente permanecía clara y estaba agradecido por ello. Pero era como si una voluntad ajena a la suya hubiese tomado posesión de esa mente, moviéndola en direcciones que no podía entender, el tiempo pasaba y no sentía su paso.

Gordon Finch le visitaba casi cada día, pero no podía fijar claramente la secuencia de sus visitas en su memoria. A veces hablaba con Gordon cuando no estaba allí y se sorprendía de su voz en la habitación vacía, a veces en medio de una conversación con él se callaba y parpadeaba, como si de repente se percatara de la presencia de Gordon. Una vez, cuando Gordon entraba de puntillas en el cuarto, se giró hacia él con cierta sorpresa y preguntó: «¿Dónde está Dave?», y cuando vio la mueca de espanto en el rostro de Gordon, movió débilmente la cabeza y dijo: «Lo siento, Gordon. Estaba casi dormido, he estado pensando en Dave Masters y, a veces digo lo que estoy pensando sin saber. Es debido a esas pastillas que tengo que tomar».

Gordon sonrió asintiendo e hizo una broma, pero Stoner sabía que en aquel instante Gordon Finch se había alejado irremediable de él. Sentía cierto arrepentimiento por haber dicho lo de Dave Masters, el muchacho provocador que ambos habían amado, cuyo fantasma sostuvo, todos estos años, una amistad de cuya profundidad nunca fueron conscientes.

Gordon le trasladó los saludos que le enviaban sus colegas y charló sobre cosas inconexas relativas a asuntos de la universidad que podían interesarle, pero sus ojos estaban inquietos y una sonrisa nerviosa le temblaba en la cara.

Edith entró en el cuarto y Gordon Finch se puso en pie trabajosamente, efusivo, cordial y aliviado de ser interrumpido.

«Edith», dijo, «siéntate tú aquí».

Edith negó con la cabeza y guiñó un ojo a Stoner.

«El viejo Bill se siente mejor», dijo Finch. «Por Dios, creo que se le ve mucho mejor que la semana pasada».

Edith se giró hacia él prestándole atención por primera vez.

«Oh, Gordon», dijo. «Está fatal. Pobre Willy. No estará con nosotros mucho más».

Gordon palideció y dio un paso hacia atrás, como si le hubiesen golpeado. «¡Dios mío, Edith!».

«No mucho más», dijo Edith de nuevo, mirando melancólica a su marido, que sonreía levemente. «¿Qué voy a hacer, Gordon? ¿Qué haré sin él?».

Él cerró los ojos y ambos desaparecieron. Oyó a Gordon susurrar algo y escuchó sus pasos alejándose de él.

Lo formidable era que todo era muy sencillo. Habría querido decirle a Gordon lo sencillo que era, decirle que no temiese hablar de ello o pensar en ello, pero había sido incapaz. Ahora no parecía importar mucho. Escuchaba sus voces en la cocina, la de Gordon baja y acuciante, la de Edith resentida y cortante. ¿De qué hablaban?

El dolor le sobrevino con una premura y urgencia que le pilló desprevenido, poniéndolo al borde del llanto. Dejó descansar las manos sobre las sábanas, queriendo moverlas en dirección a la mesilla de noche. Tomó algunas pastillas, se las metió en la boca y tragó algo de agua. Un sudor frío le caía por la frente y se quedó muy quieto hasta que cedió el dolor.

Volvió a oír las voces, no abrió los ojos. ¿Era Gordon? Su sentido del oído pareció abandonar su cuerpo y flotar como una nube sobre él, transmitiéndole cada detalle de sonido. Pero su mente no podía distinguir con precisión las palabras.

La voz —¿era de Gordon?—, decía algo sobre su vida. Y aunque no podía precisar las palabras, ni estar seguro de lo que se decía, su propia mente, con la ferocidad de un animal herido, se abalanzó sobre el tema. Sin piedad vio su existencia como debía parecerle a los otros.

Desapasionada y objetivamente, examinó el fracaso que, aparentemente, había sido su vida. Había buscado amistad, la amistad más cercana que pudiera acercarle a la raza humana. Había tenido dos amigos, uno de los cuales había muerto sin sentido antes de conocerle; el otro se había alejado ahora tanto por avatares de la vida que… Había buscado la singularidad y la tranquila pasión conjunta del matrimonio. Había tenido eso también, no supo qué hacer con ello y murió. Había buscado amor y había tenido amor, y había renunciado a él, lo había dejado marchar en el caos de la potencialidad. Katherine, pensó. «Katherine».

Y había querido ser profesor, y lo fue, aunque sabía, siempre lo supo, que durante la mayor parte de su vida había sido uno cualquiera. Había soñado con un tipo de integridad, un tipo de pureza cabal, había hallado compromiso y la desviación violenta de la trivialidad. Se le había concedido la sabiduría y al cabo de largos años había encontrado ignorancia. ¿Y qué más?, pensó. ¿Qué más?

¿Qué esperabas?, se preguntó.

Abrió los ojos. Estaba oscuro. Entonces vio el cielo afuera, la profunda negrura azulada del espacio y el débil brillo de la Luna a través de una nube. Debía de ser muy tarde, pensó. Parecía que sólo había pasado un momento desde que Gordon y Edith estuvieron con él, en la tarde luminosa. ¿O había sido hacía mucho? No sabía.

Comprendía que su mente debería debilitarse a medida que su cuerpo se consumiera, pero no estaba preparado para tanta rapidez. La carne es fuerte, pensó, más fuerte de lo que imaginamos. Siempre quiere continuar.

Oyó voces, vio luces y sintió el dolor ir y venir. El rostro de Edith flotaba sobre él, lo veía sonreír. A veces oía su propia voz hablando, y pensaba que hablaba racionalmente, aunque no estaba seguro. Sentía las manos de Edith sobre él, moviéndole, bañándole. De nuevo tenía un bebé, pensó, al fin tenía un niño del que poder cuidar. Deseaba poder hablar con ella, sentía que tenía algo que decir.

¿Qué esperabas?, pensó.

Algo pesado le presionaba los párpados. Los sintió temblar y luego consiguió abrirlos. Era luz lo que veía, el brillo del sol de la tarde. Parpadeó y contempló impasible el cielo azul y el brillo del trozo de sol que podía ver a través de la ventana. Decidió que era real. Movió una mano y al moverla sintió una curiosa fuerza huyéndole por dentro, como del aire. Respiró profundamente, no había dolor.

Con cada bocanada que tomaba le parecía que su fuerza se incrementaba, su cuerpo se estremecía y podía sentir el delicado peso de la luz y la sombra sobre su cara. Se incorporó en la cama hasta quedar medio sentado, apoyando la espalda en la pared contra la que estaba la cama. Ahora podía ver el exterior.

Sentía que había despertado de un largo sueño y estaba espabilado. Era finales de primavera o principios de verano —más bien principios de verano por cómo se veía todo—. Había opulencia y lustre en las hojas del gran olmo del patio trasero y la sombra que proyectaba tenía una frescura profunda que ya conocía. Una densidad flotaba en el aire, una pesadez que reunía los dulces olores de la hierba, los pétalos y las flores, mezclándolos y manteniéndolos suspendidos. Dio otra bocanada, profunda, escuchó la aspereza de su respiración y sintió la dulzura del verano acumularse en sus pulmones.

Notó también, con la bocanada que tomó, un cambio en algún lugar de su interior, un cambio que detenía algo y se fijaba en su cabeza para no moverse. Después se le pasó y pensó: así que así es.

Se le ocurrió que debía llamar a Edith y luego supo que no la llamaría. Los moribundos son egoístas, pensó, se guardan sus momentos para sí, como los niños.

Respiraba de nuevo, pero dentro de él había algo diferente que no pudo identificar. Sentía que esperaba algo, algún conocimiento, pero le parecía que tenía todo el tiempo del mundo.

Oyó el sonido lejano de una risa y orientó su cabeza hacia aquel punto. Un grupo de estudiantes pasaba por delante de su patio trasero, se apresuraban hacia algún lugar. Los vio claramente, eran tres parejas. Las chicas tenían extremidades alargadas y gráciles y llevaban ligeros vestidos de verano. Los chicos las miraban maravillados con alegría y fascinación. Caminaban ligeros sobre la hierba, casi sin tocarla, sin dejar rastro de su paso. Los observó pasar hasta perderlos de vista, hasta donde él no podía ya seguirlos y, durante un largo rato, después de que se hubiesen desvanecido le llegó el sonido de su risa, lejana y desconocida en la quietud de la tarde veraniega.

¿Qué esperabas?, pensó otra vez.

Le sobrevino cierta alegría, como traída por la brisa del verano. Recordó vagamente que había estado pensando en el fracaso… como si importara. Ahora le parecía que tales pensamientos eran negativos, indignos de lo que había sido su vida. Nebulosas presencias se agolparon en los márgenes de su conciencia; no podía verlas, pero sabía que estaban ahí, reuniendo fuerzas para convertirse en una clase de evidencia que no podía ver ni oír. Se aproximaba a ellas, lo sabía, pero no había ninguna prisa. Podía ignorarlas si quería, tenía todo el tiempo que quedara.

Había suavidad a su alrededor y lasitud creciente en sus extremidades. El sentido de su propia identidad le llegó con fuerza repentina y sintió su poder. Era él mismo y sabía lo que había sido.

Giró la cabeza. Su mesilla estaba atestada de pilas de libros que no había tocado en mucho tiempo. Dejó que su mano jugara con ellos un rato, maravillándose de la delgadez de sus dedos y de la intrincada articulación de las falanges cuando los flexionaba. Sentía la fuerza dentro de ellos y los dejó coger un libro del montón que había en la mesa. Era su propio libro el que buscaba y cuando lo tuvo sonrió ante la familiar cubierta roja que llevaba tanto tiempo descolorida y arañada.

Poco le importaba que el libro fuese olvidado y que no tuviera utilidad, y la cuestión de su valor en cualquier época parecía casi trivial. No tenía la ilusión de encontrarse a sí mismo allí, en las letras desvaídas, aunque, lo sabía, una pequeña parte de él que no podía negar estaba allí, y estaría allí.

Abrió el libro y, cuando lo hizo, se volvió algo ajeno. Dejó que sus dedos hojearan las páginas y sintió un hormigueo, como si estuviesen vivas. El hormigueo recorrió sus dedos y recorrió su carne y sus huesos. Fue perfectamente consciente y aguardó hasta que le poseyó, hasta que la vieja excitación parecida al terror se le fijó donde estaba. La luz del sol, entrando por la ventana, resplandecía sobre la página y no podía ver lo que allí había escrito.

Los dedos perdieron fuerza y el libro que sostenían se deslizó despacio y luego bruscamente sobre su cuerpo inmóvil, cayendo en el silencio de la habitación.