16

LOS años de la guerra se sucedieron confusos y Stoner pasó por ellos como lo hubiese hecho conduciendo a través de una tormenta casi insoportable, con la cabeza gacha, la mandíbula encajada y la mente fija en el siguiente paso y en el siguiente y en el siguiente. Pero, pese a su resistencia estoica y a su devenir estólido por días y semanas, era un hombre fuertemente dividido. Una parte de él se espantaba a causa de un miedo instintivo a la desolación diaria, al desbordamiento de destrucción y muerte que inexorablemente asaltaba mente y corazón. De nuevo volvió a ver la universidad diezmada y las clases vacías de jóvenes; vio las miradas perturbadoras en aquéllos que se habían quedado y vio en esas miradas la muerte lenta del corazón, el amargo desgaste del sentimiento y el cariño.

Pero otra parte de él le sumía intensamente en aquel mismo holocausto del que se espantaba. Halló dentro de sí una capacidad para la violencia que no sabía que tuviera; anhelaba involucrarse, deseaba probar el sabor de la muerte, el amargo placer de la destrucción, notar la sangre. Sentía tanto vergüenza como orgullo y, por encima de todo, una decepción amarga, por él y por la época y circunstancias que la hicieron posible.

Semana tras semana, mes tras mes, los nombres de los muertos desfilaban ante él. A veces eran sólo nombres que recordaba como si pertenecieran a un pasado distante; otras veces podía evocar un rostro que relacionar con el nombre; otras, podía recordar una voz, un habla.

A pesar de todo continuó enseñando y estudiando, pese a que a veces sentía que encorvaba la espalda inútilmente frente a la impetuosa tormenta y que ahuecaba las manos en vano alrededor de la llama mortecina de su lastimosa última cerilla.

De vez en cuando Grace venía a Columbia para visitar a sus padres. La primera vez trajo a su hijo, de apenas un año, pero su presencia parecía molestar remotamente a Edith, por lo que desde entonces lo dejaba en San Luis con sus abuelos paternos cuando venía de visita. A Stoner le hubiera gustado ver más a su nieto, pero no mencionaba este deseo. Se había dado cuenta de que la marcha de Grace de Columbia —quizás incluso su embarazo— era en realidad la huida de una prisión a la que ahora regresaba por su bondad indeleble y su generosa buena voluntad.

Aunque Edith no lo sospechara o no quisiera admitirlo, Stoner supo que Grace había empezado a beber con una callada gravedad. La primera vez que se dio cuenta fue durante el verano del año posterior al fin de la guerra. Grace había venido de visita unos días y parecía especialmente cansada, tenía ojeras y su rostro era tenso y pálido. Una noche, después de cenar, Edith se fue pronto a la cama y Grace y Stoner se quedaron juntos, sentados en la cocina, bebiendo café. Stoner intentó hablarle, pero ella estaba inquieta y alterada. Se quedaron en silencio mucho tiempo, al fin Grace le miró fijamente, se encogió de hombros y suspiró abruptamente.

«Oye», dijo, «¿tienes algo de alcohol en casa?».

«No», respondió, «me temo que no. Tal vez haya una botella de jerez en la alacena, pero…».

«Necesito desesperadamente beber algo. ¿Te importa si llamo a la tienda y les pido que manden una botella?».

«Por supuesto que no», dijo Stoner. «Es sólo que tu madre y yo no solemos…».

Pero ella ya se había levantado y se había ido al salón. Hojeó las páginas de la guía telefónica y marcó fieramente. Cuando regresó a la cocina pasó la mesa de largo, fue a la alacena y extrajo una botella medio llena de jerez. Tomó un vaso del escurridero y lo llenó casi hasta el borde con el vino marrón claro. Aún de pie, vació el vaso y se lamió los labios temblando un poco. «Se ha avinagrado», dijo. «Y odio el jerez».

Dejó la botella y el vaso sobre la mesa y los situó justo enfrente de ella. Llenó el vaso a medias y miró a su padre con una extraña media sonrisa.

«Bebo un poco más de lo que debería», dijo. «Pobre padre. No lo sabías, ¿no?».

«No», dijo.

«Cada semana me digo, la semana que viene no beberé tanto pero siempre acabo bebiendo más. No sé por qué».

«¿No eres feliz?», preguntó Stoner.

«No», dijo. «Creo que soy feliz. O en todo caso casi feliz. No es eso. Es…». No concluyó.

Para cuando se había bebido lo que quedaba de jerez el repartidor de la tienda había venido con whisky. Trajo la botella a la cocina, la abrió con un movimiento experto y volcó una buena cantidad en el vaso de jerez.

Se quedaron hasta tarde, hasta que el primer rastro gris penetró por las ventanas. Grace bebiendo sin parar, a tragos cortos, mientras la noche avanzaba las arrugas de su cara disminuían, se volvía más sosegada y joven y hablaron como no lo habían podido hacer en años.

«Supongo», dijo ella, «supongo que me quedé embarazada a propósito, aunque no lo sabía entonces, supongo que ni siquiera sabía cuánto quería, cuánto necesitaba marcharme de aquí. Sabía lo bastante como para no quedarme embarazada a no ser que quisiera, por Dios. Todos aquellos chicos del instituto, y…», sonrió borracha a su padre, «tú y mamá, no lo sabíais, ¿verdad?».

«Supongo que no», dijo.

«Mamá quería que fuese popular, y… bueno, fui popular. No significaba nada, nada de nada».

«Sabía que eras infeliz», dijo Stoner con dificultad. «Pero nunca me di cuenta… nunca supe…».

«Supongo que yo tampoco», dijo ella. «Podría… Pobre Ed. A él fue al que le tocó la china. Le utilicé, ya sabes, él fue el padre, de acuerdo… pero le utilicé. Era un buen chico y siempre tan avergonzado… no pudo soportarlo. Se alistó seis meses antes de que tuviera que irse, sólo para escapar de ello. Le maté, supongo, era un chico tan majo y ni siquiera nos gustábamos mucho».

Hablaron hasta altas horas de la noche, como viejos amigos. Y Stoner pudo darse cuenta de que era, como ella misma había dicho, casi feliz con su pena, viviría su vida tranquilamente, bebiendo un poco más cada año, aturdiéndose frente a la nada en la que se había convertido su vida. Estaba contenta de tener aquello, al menos, agradecida de poder beber.

Los años inmediatamente posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial fueron sus mejores años de docencia y, en cierto modo, fueron los más felices de su vida. Veteranos de esa guerra llegaron al campus y lo transformaron, trayendo una calidad de vida que no había existido antes y una intensidad y una turbulencia que equivalían a una transformación. Trabajaba más duro que nunca, los alumnos, extraños por su madurez, eran profundamente serios y ajenos a trivialidades. Ignorantes de modas o costumbres, afrontaban sus estudios como Stoner había soñado que un alumno tendría que afrontarlos, como si tales estudios fueran la vida misma y no un medio específico para un fin concreto. Sabía que nunca, tras esos pocos años, volvería a ser lo mismo dar clase, y se sumergió en un feliz estado de agotamiento que esperaba que no se acabara nunca. Pensaba poco en el pasado o en el futuro, tampoco en las decepciones ni en las alegrías, concentraba todas las energías que poseía en su trabajo inmediato y esperaba que finalmente se le considerase por lo que hacía.

Rara vez durante estos años se alejó de su dedicación a los detalles de su trabajo. A veces, cuando su hija regresaba a Columbia de visita, era como si deambulara sin rumbo de una habitación a otra, con un sentimiento de pérdida que apenas podía soportar. A los veinticinco parecía diez años mayor, bebía al tímido ritmo de quien no tiene ninguna esperanza y se hizo evidente que poco a poco iba cediendo el control de su hijo a los abuelos de San Luis.

Sólo en una ocasión recibió noticias de Katherine Driscoll. A comienzos de primavera en 1949 le llegó una circular de prensa de una gran universidad del Este, anunciando la publicación del libro de Katherine y recogiendo algunas palabras sobre la autora. Daba clase en una buena facultad de humanidades en Massachusetts, no estaba casada. Consiguió una copia del libro tan pronto como pudo. Cuando lo tuvo entre las manos pareció que sus dedos cobraban vida, temblaban tanto que apenas podía abrirlo. Pasó las primeras páginas y vio la dedicatoria: «Para W. S.».

Se le nublaron los ojos y durante largo rato se quedó sentado inmóvil. Después movió la cabeza, regresó al libro y no lo dejó hasta haberlo leído entero.

Era tan bueno como había pensado que sería. La prosa era ágil y su pasión estaba enmascarada por la serenidad y la claridad de su inteligencia. Era ella misma lo que se traslucía en lo que leía, se percató, y se maravillaba de la certeza con la que podía contemplarla incluso ahora. De repente fue como si ella estuviese en la habitación de al lado y la acabase de ver hacía sólo un instante. Sentía un hormigueo en las manos como si la hubiera tocado. Y el sentimiento de haberla perdido, que llevaba tanto tiempo guardado dentro, afluyó, le absorbió y se dejó llevar por la corriente, más allá del control de su voluntad, no queriendo salvarse. Luego sonrió con ternura, como recordando algo, le vino a la mente que tenía casi sesenta años y que debía estar por encima de la fuerza de aquella pasión, de aquel amor.

Pero no lo había superado, lo sabía, y nunca podría hacerlo. Bajo la confusión, la indiferencia, el olvido, ahí estaba. El amor, intenso y fijo, siempre había estado ahí. En su juventud lo había dado sin pensar, lo había dado al conocimiento que le había revelado —¿hace cuántos años?— Archer Sloane; se lo había dado a Edith, en aquellos primeros días tontos y ciegos de cortejo y matrimonio, y se lo había dado a Katherine, como si nunca antes lo hubiera hecho. Lo había ido dando, de manera extraña, en cada momento de su vida y quizás lo había dado más cuando no era consciente de estar dándolo. No se trataba de una pasión ni de la mente ni de la carne; era más bien una fuerza que comprendía a ambas, como si fuese, más que un asunto de amor, su sustancia específica. A una mujer o a un poema, simplemente decía: ¡Mira! Estoy vivo.

No se consideraba viejo. A veces, cuando se afeitaba por la mañana, miraba su imagen en el espejo y no se sentía identificado con el rostro que se reflejaba asombrado con los ojos claros de una máscara grotesca; era como si llevara, por una razón oscura, un disfraz atroz, como si pudiese, si así lo deseara, despojarse de las cejas canosas, las greñas blancas, la carne que colgaba sobre sus nítidos huesos, las arrugas que aparentaban vejez.

Pero la edad, sabía, no era excusa. Conoció la enfermedad del mundo y de su propio país durante los años posteriores a la Gran Guerra; vio el odio y la sospecha convertirse en un tipo de locura que barrió la tierra como una plaga veloz, vio a los jóvenes ir otra vez a la guerra, marchando orgullosos hacia una condena sin sentido, como en el eco de una pesadilla. Y la pena y la tristeza que sentía eran tan viejas debido en gran parte a la edad que tenía, y le hacían tener un concepto casi intacto de sí mismo.

Los años pasaban rápidos y apenas se daba cuenta de que pasaban. En la primavera de 1954 tenía sesenta y tres años y, de repente, se percató de que tenía como mucho cuatro años más de dar clase por delante. Intentaba ver más allá de ese periodo; no veía nada, y no quería hacerlo.

Aquel otoño recibió una nota de la secretaria de Gordon Finch, pidiéndole que se pasara para ver al vicedecano cuando tuviera tiempo. Estaba ocupado y tuvieron que discurrir algunos días antes de hallar una tarde libre.

Cada vez que veía a Gordon Finch, Stoner se llevaba una pequeña sorpresa al observar lo poco que había envejecido. Un año más joven que Stoner, no aparentaba más de cincuenta. Estaba completamente calvo, su rostro era recio y sin arrugas, y relucía con una salud casi querúbica. De paso firme, en estos últimos años había empezado a relajar su forma de vestir; llevaba camisas de colores y chaquetas extravagantes.

Parecía cohibido la tarde que Stoner fue a verle. Charlaron un rato, Finch le preguntó por la salud de Edith y mencionó que su propia mujer, Caroline, había estado diciendo el otro día que tenían que volver a verse todos. Luego comentó: «El tiempo, Dios mío, ¡vuela!».

Stoner asintió.

Finch suspiró abruptamente. «Bien», dijo, «imagino que tenemos que abordarlo. Cumplirás… sesenta y cinco el año que viene. Supongo que tenemos cosas que planificar».

Stoner negó con la cabeza. «No ahora. Mi intención es aprovechar la opción de los dos años, por supuesto».

«Me lo imaginaba», dijo Finch y se reclinó en la silla. «Yo no. Me quedan tres años y me retiro. A veces pienso en lo que me he perdido, los lugares en los que no he estado, y… demonios, Bill, la vida es muy corta. ¿Por qué no te jubilas tú también? Piensa en todo el tiempo…».

«No sabría qué hacer con él», dijo Stoner. «Nunca he aprendido».

«Bien, demonios», dijo Finch. «A esa edad, a los sesenta y cinco, se es joven. Hay tiempo para aprender cosas que…».

«Es por Lomax, ¿no? Te está presionando».

Finch sonrió. «Claro. ¿Qué esperabas?».

Stoner se quedó callado un rato. Luego dijo: «Dile a Lomax que me he negado a hablar contigo de esto. Dile que me he vuelto tan cascarrabias e intratable con la vejez que no puedes hacer nada. Que va a tener que hacerlo él mismo».

Finch se rió y negó con la cabeza. «Por Dios, lo haré. Después de todos estos años puede que dos viejos cabrones como vosotros os acabéis llevando medio bien».

Pero la confrontación no tuvo lugar inmediatamente, y cuando fue —a mitad del segundo semestre, en marzo— no sucedió como Stoner esperaba. De nuevo fue requerido a la oficina del vicedecano, a cierta hora, insinuando urgencia.

Stoner llegó unos minutos tarde. Lomax ya estaba allí, rígidamente sentado frente a la mesa de Finch; había una silla vacía junto a él. Stoner cruzó despacio el despacho y se sentó. Giró la cabeza y miró a Lomax; Lomax miraba imperturbable al frente, alzando una ceja en señal de desdén.

Finch los miró a ambos durante un rato, con una pequeña sonrisa de diversión en su cara.

«Bien», dijo, «todos sabemos el asunto a tratar. La jubilación del profesor Stoner». Resumió la normativa—la jubilación voluntaria es posible a los sesenta y cinco; bajo esta premisa Stoner podía, si lo deseaba, jubilarse tanto al final del curso actual como al final de cualquier semestre del curso siguiente. O podía, si así se acordaba entre el jefe del departamento, el vicedecano de la facultad y el profesor interesado, retrasar su jubilación hasta los sesenta y siete, edad a la que la jubilación era forzosa. A menos, por supuesto, que la persona afectada recibiera una distinción honorífica y una cátedra, en cuyo caso…

«Una opción muy remota, creo que estaremos de acuerdo», dijo Lomax cortante.

Stoner asintió a Finch. «Remotísima».

«Sinceramente creo», dijo Lomax a Finch, «que sería de gran interés para el departamento y la facultad que el profesor Stoner aprovechara su oportunidad para jubilarse. Hay ciertos cambios curriculares y de personal que tengo pensados desde hace tiempo y que esta jubilación haría posibles».

Stoner dijo a Finch: «No tengo intención de jubilarme antes de lo que deba sólo por satisfacer un capricho del profesor Lomax».

Finch miró a Lomax. «Estoy seguro», dijo Lomax, «de que existen muchos factores que el profesor Stoner no ha considerado. Tendría tiempo para dedicarse a escribir lo que su…», hizo una pausa delicada, «su dedicación a la enseñanza le ha impedido escribir. Seguramente la comunidad académica se beneficiaría si el fruto de su larga experiencia fuera…».

Stoner le interrumpió: «No tengo ningún deseo de empezar una carrera literaria a estas alturas de mi vida».

Lomax, sin moverse de la silla, pareció inclinarse hacia Finch. «Estoy seguro de que nuestro colega es demasiado modesto. En dos años yo mismo me veré forzado por ley a dejar la jefatura del departamento. Ciertamente mi intención es aprovechar el declinar de mi vida, de hecho estoy deseando disponer del tiempo libre de la jubilación».

Stoner dijo: «Espero seguir siendo miembro del departamento, al menos hasta ese afortunado momento».

Lomax se quedó callado un rato. A continuación dijo especulativo a Finch: «Muchas veces he pensado durante estos últimos años que los esfuerzos del profesor Stoner por la universidad tal vez no habían sido totalmente reconocidos. Había pensado que un ascenso a catedrático podría ser la guinda perfecta en su año de jubilación. Y una cena homenajeando la ocasión, una ceremonia adecuada… Sería muy gratificante. Aunque el curso está muy avanzado y la mayoría de los ascensos ya han sido comunicados, estoy seguro de que, si yo insistiera, podríamos arreglar uno para el año que viene, conmemorando una jubilación afortunada».

De repente el juego al que había estado jugando con Lomax —y, curiosamente, disfrutando— le pareció trivial y ruin. Se cansó. Miró directamente a Lomax y dijo con desgana: «Holly, después de todos estos años creí que me conocías mejor. Siempre me ha importado un bledo lo que tú pensaras que podías darme o lo que pensaras que podías hacer por mí, o lo que sea». Hizo una pausa, estaba, de hecho, más cansado de lo que creía. Continuó haciendo un esfuerzo: «Ése no es el caso; nunca lo ha sido. Eres una buena persona, supongo, seguro que eres un buen profesor. Pero en ciertos aspectos eres un ignorante hijo de puta». Hizo otra pausa. «No sé qué esperabas. Pero no me jubilaré, no a final de este curso ni del que viene». Se levantó despacio y se quedó de pie un momento, reuniendo fuerzas. «Si me perdonan caballeros, estoy un poco cansado. Les dejaré hablando de lo que tengan que hablar».

Sabía que la cosa no acabaría así, pero no le importaba. Cuando, en la última reunión general de la facultad, Lomax, en su informe de departamento anunció la jubilación a finales del próximo curso del profesor William Stoner, Stoner se puso de pie e informó a la facultad de que el profesor Lomax estaba en un error, que la jubilación no sería efectiva hasta dos años más tarde de la fecha que Lomax había anunciado. A principios del semestre de otoño el nuevo decano de la universidad invitó a Stoner a su casa una tarde para tomar el té y hablar largo y tendido de sus años de servicio, del bien merecido descanso y, de la gratitud que todos sentían; Stoner adoptó su porte más excéntrico, llamando al decano muchacho y fingiéndose sordo, por lo que al final el muchacho acabó voceando en el tono más conciliador que pudo hallar.

Pero sus esfuerzos, escasos como eran, le cansaban más de lo esperado, por lo que para las vacaciones navideñas se sentía exhausto. Se dijo que estaba, de hecho, haciéndose viejo, y que prácticamente tendría que tomárselo con calma si quería hacer un buen trabajo durante el resto del año. Durante los días de las vacaciones navideñas descansó, como si tuviera que acumular energía y, cuando volvió, en las últimas semanas del semestre trabajó con un vigor y una energía que le asombraron. El tema de su jubilación parecía resuelto y no se preocupó de pensar más en ello.

Más tarde, en febrero, el cansancio le embargó de nuevo y no parecía ser capaz de sacudírselo. Pasaba mucho tiempo en casa y se dedicaba a sus papeles tendido en la cama de su pequeño cuarto trasero. En marzo se le hizo patente un difuso dolor general en piernas y brazos; se dijo a sí mismo que estaba cansado, que mejoraría cuando llegaran los cálidos días de primavera, que necesitaba un descanso. Para abril el dolor se había situado en la parte inferior de su cuerpo. De vez en cuando perdía una clase y se encontró con que le resultaba agotador el mero ir de clase a clase. A principios de mayo el dolor se intensificó y ya no pudo continuar tomándoselo como una molestia menor. Pidió cita con un doctor de la enfermería de la universidad.

Le hicieron pruebas, exámenes y preguntas cuya importancia Stoner sólo entendía vagamente. Le dieron una dieta especial, píldoras contra el dolor y le dijeron que volviera a la consulta a principios de la siguiente semana, cuando los resultados de las pruebas estuviesen listos y organizados. Se sentía mejor, aunque el cansancio permanecía.

Su médico era un joven llamado Jamison, el cual explicó a Stoner que trabajaría para la universidad unos años antes de marcharse a la sanidad privada. Tenía un rostro sonrosado y redondo, llevaba gafas sin montura y en su actitud había el tipo de desgarbo nervioso en el que Stoner confiaba.

Stoner llegó con unos minutos de antelación a su cita, pero la recepcionista le dijo que entrase directamente. Bajó por el recibidor grande y estrecho de la enfermería hasta el pequeño cubículo donde Jamison tenía su consulta.

Jamison le estaba esperando y a Stoner le pareció evidente que había estado esperando un rato. Había carpetas, rayos X y notas pulcramente ordenadas en la mesa. Jamison se levantó, sonrió abrupta y nerviosamente y señaló con la mano una silla situada ante su mesa.

«Profesor Stoner», dijo. «Siéntese, siéntese».

Stoner se sentó.

Jamison arrugó la frente mirando el despliegue que tenía sobre la mesa, alisó una hoja de papel y se dejó caer en la silla. «Bien», dijo, «hay algún tipo de obstrucción en la zona intestinal baja, eso está claro, los rayos X no muestran mucho, pero eso no es inusual. Una pequeña mancha, pero no significa necesariamente algo». Giró la silla, colocó una radiografía en un marco, encendió una luz y señaló sin precisión. Stoner miraba, pero no veía nada. Jamison apagó la luz y regresó a la mesa. Se puso muy técnico. «Su recuento sanguíneo es bastante bajo, pero no parece que haya infección. La sedimentación está por debajo de lo normal y tiene la presión baja. Hay algo de inflamación interna que no tiene buena pinta, ha perdido bastante peso, y… bien, por los síntomas que muestra y lo que puedo deducir de esto…», movió la mano sobre la mesa, «diría que sólo hay una cosa que hacer». Sonrío fijamente y dijo con jocosidad forzada. «Tenemos que entrar ahí y ver qué encontramos».

Stoner asintió: «Es un cáncer entonces».

«Bien», dijo Jamison, «eso son palabras mayores. Pueden ser muchas cosas. Estoy bastante convencido de que ahí hay un tumor, pero… bien, no podemos estar completamente seguros de nada hasta que entremos y echemos un vistazo».

«¿Desde cuándo lo tengo?».

«No hay manera de saberlo. Pero parece que… bien, es muy grande. Lleva algún tiempo ahí».

Stoner se quedó callado un momento. Seguidamente dijo: «¿Cuánto tiempo estima que me queda?».

Jamison dijo distraídamente: «Oh, bueno, mire, señor Stoner». Intentó reír. «No debemos precipitarnos con nuestras conclusiones. Porque, siempre hay una posibilidad… hay una posibilidad de que sea tan sólo un tumor, benigno, usted sabe. O… o podrían ser otras muchas cosas. No lo sabremos seguro hasta que…».

«Sí», dijo Stoner. «¿Cuándo quiere operar?».

«Tan pronto como sea posible», dijo Jamison aliviado. «En los próximos dos o tres días».

«Eso es pronto», dijo Stoner casi ausente. Después miró fijamente a Jamison. «Déjeme preguntarle algo, doctor. Debo decirle que quiero que me responda sinceramente».

Jamison asintió.

«Si sólo es un tumor, benigno, como dice, ¿daría igual retrasarlo un par de semanas?».

«Bien», dijo Jamison con renuencia, «está el dolor, y… sí, daría igual, supongo».

«Vale», dijo Stoner. «Y si es tan malo como piensa… ¿daría igual retrasarlo en ese caso un par de semanas?».

Después de un rato largo Jamison dijo, casi con amargura: «Sí, supongo que sí».

«Entonces», dijo Stoner razonablemente, «esperare un par de semanas. Hay algunas cosas que tengo que organizar, trabajo que tengo que hacer».

«No se lo aconsejo, entiéndame», dijo Jamison. «No se lo aconsejo en absoluto».

«Por supuesto», dijo Stoner. «Y, doctor… no mencionará esto a nadie, ¿verdad?».

«No», dijo Jamison y añadió con calidez, «por supuesto que no». Sugirió algunos cambios en la dieta que le había dado anteriormente, le recetó más pastillas y fijó la fecha de su ingreso en el hospital.

Stoner no sentía nada, era como si lo que le había dicho el médico fuera una molestia menor, un obstáculo que tendría que esquivar de alguna forma para hacer lo que tenía que hacer. Pensó que el curso estaba bastante avanzado para que sucediera ahora esto. Lomax podría tener dificultades para buscar un sustituto.

La pastilla que se tomó en la consulta del médico le aligeró un poco la cabeza y encontró la sensación extrañamente placentera. Se alteró su sentido del tiempo, se vio a sí mismo de pie en el largo pasillo de parquet de la primera planta del Jesse Hall. Un zumbido sordo, como el batir distante de alas de pájaros, sonaba en sus oídos, en el pasillo en penumbra una luz sin origen parecía resplandecer y apagarse, palpitando como el latido de su corazón. Sus carnes, íntimamente atentas a los movimientos que hacía, se estremecían con cada paso que daba con esfuerzo hacia adelante en la mezcla de luz y oscuridad.

Se quedó en las escaleras que conducían a la segunda planta, los peldaños eran de mármol y justo en el medio tenían suaves hondonadas suavizadas por décadas de pisadas subiendo y bajando. Eran casi nuevos cuando —¿hace cuántos años?—, los había pisado por primera vez y los había mirado, como los miraba ahora, y se preguntaba hacia dónde le conducirían. Pensó en el tiempo y en su suave discurrir. Plantó un pie con cuidado en la primera hondonada y se alzó.

Algo después estaba en la oficina externa de Gordon Finch. La chica le dijo: «El vicedecano Finch está a punto de irse…». Él asintió ausente, le sonrió y entró en la oficina de Finch.

«Gordon», dijo cordial, con la sonrisa aún en la cara. «No te entretendré».

Finch le devolvió la sonrisa reflexivamente, sus ojos estaban cansados. «Claro, Bill, siéntate».

«No te entretendré», dijo otra vez, sintiendo que un extraño poder salía de su voz. «El hecho es que, he cambiado de idea… sobre jubilarme, quiero decir. Sé que es raro, perdona que te lo diga tan tarde, pero… bien, creo que es lo mejor para todos. Me retiro cuando acabe el semestre».

El rostro de Finch flotaba ante él, redondo de sorpresa. «Qué demonios», dijo. «¿Alguien te ha estado apretando las tuercas?».

«Nada de eso», dijo Stoner. «Es decisión mía. Es sólo que he descubierto que hay cosas que me gustaría hacer. Y necesito un poco de descanso», añadió con sensatez.

Finch estaba molesto y Stoner sabía que tenía motivos para estarlo. Le pareció escucharse murmurar otra disculpa. Sentía que la sonrisa permanecía tontamente en su cara.

«Bien», dijo Finch, «supongo que no es demasiado tarde. Puedo empezar a gestionarlo mañana. Supongo que sabes todo lo que hay que saber sobre pensiones, seguros y cosas así».

«Oh, sí», dijo Stoner. «He pensado en todo eso. Está bien».

Finch miró su reloj. «Voy con retraso, Bill. Pásate mañana o así para que podamos arreglar los detalles. Mientras tanto… bien, supongo que Lomax tendrá que enterarse. Le llamaré esta noche». Sonrió. «Me temo que has logrado complacerle».

«Sí», dijo Stoner. «Me temo que sí».

Había mucho que hacer en las dos semanas que quedaban antes de que ingresara en el hospital, pero decidió que sería capaz. Canceló las clases de los dos días siguientes y convocó a aquellos alumnos a quienes estaba dirigiendo investigaciones independientes, tesis y disertaciones. Dejó por escrito instrucciones detalladas para guiarlos en la elaboración de los trabajos que habían comenzado y dejó copias de dichas instrucciones en el casillero de Lomax. Tranquilizó a aquéllos que cayeron presa del pánico porque consideraban que les estaba abandonando y a quienes tenían miedo de comprometerse con un nuevo tutor. Vio que las píldoras que tomaba a la vez que aliviaban el dolor, reducían la claridad de su inteligencia, por lo que durante el día, cuando hablaba a sus alumnos, y por las noches, cuando leía el torrente de trabajos a medio hacer, tesis y disertaciones, sólo las tomaba cuando el dolor era tan intenso que desviaba su atención.

Dos días después de su petición de jubilación, en mitad de una tarde atareada, recibió una llamada de teléfono de Gordon Finch.

«¿Bill? Soy Gordon. Mira… hay un pequeño problema del que creo que tengo que hablar contigo».

«¿Sí?», dijo impaciente.

«Es Lomax. No le cabe en la cabeza que esto no lo haces por él».

«No importa», dijo Stoner. «Que piense lo que quiera».

«Espera… eso no es todo. Está haciendo planes para organizar una cena y todo eso. Dice que dio su palabra».

«Mira, Gordon, ahora mismo estoy muy ocupado. ¿Puedes detener la cosa de alguna forma?».

«Lo intenté, pero lo está organizando a través del departamento. Si quieres que le llame lo haré; pero tendrás que estar aquí también. Cuando se comporta así no hay quien le hable».

«Muy bien. ¿Cuándo se supone que tendrá lugar esa majadería?».

Hubo una pausa. «El viernes de la semana que viene. El último día de clase, justo antes de la semana de exámenes».

«Muy bien», dijo Stoner cansado. «Tendré todo resuelto para entonces y será más fácil que discutirlo ahora. Deja que siga».

«Tienes que saber esto también, quiere que anuncie tu retiro como profesor emérito, aunque no puede ser oficial de verdad hasta el año que viene».

Stoner sintió que una carcajada le subía por la garganta. «Qué demonios», dijo. «Eso también está muy bien».

Toda esa semana trabajó sin ser consciente del tiempo. Trabajó el viernes desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche. Leyó la última página, tomó la última nota y se reclinó en la silla, la luz de su escritorio le dio en los ojos y por un instante no supo dónde estaba. Miró a su alrededor y vio que se encontraba en su despacho. Las estanterías se combaban con libros colocados al azar, había pilas de papeles por las esquinas y los archivadores estaban abiertos y desbarajustados. Tengo que hacer limpieza —pensó— tengo que ordenar mis cosas.

«La semana que viene», se dijo. «La semana que viene».

Se preguntó si podría llegar a casa. Parecía un esfuerzo agotador. Se concentró, forzando a brazos y piernas a obedecerle. Se puso de pie, sin dejar de balancearse. Apagó la luz del escritorio y se quedó hasta que sus ojos vieron la luz de la Luna que entraba por la ventana. Luego puso un pie tras otro y caminó por los oscuros pasillos hacia las puertas de salida y por las calles silenciosas hasta su casa.

Las luces estaban encendidas, Edith aún estaba despierta. Reunió sus últimas fuerzas y subió las escaleras de la entrada y se adentró en el salón. Entonces supo que no podía ir más allá; llegó a alcanzar el sofá y sentarse. Después de un rato logró reunir fuerzas para subir la mano hasta el bolsillo de la camisa y coger su tubo de pastillas. Se puso una en la boca y la tragó sin agua, después tomó otra. Eran amargas, pero la amargura casi parecía placentera.

Se había percatado de que Edith estaba por la habitación, yendo de un lugar a otro, esperaba que no le diese conversación. A medida que el dolor se fue mitigando y recuperó algo de fuerza, se dio cuenta de que no lo había hecho: tenía el gesto torcido, las narices y los ojos contraídos y caminaba erguida, enfadada. Empezó a hablarle pero decidió que no podría fiarse de su voz. Se limitó a elucubrar por qué estaría enfadada, no lo había estado desde hacía mucho tiempo.

Finalmente ella dejó de dar vueltas y le encaró, apretaba los puños que le colgaban a los costados. «¿Y bien? ¿No vas a decir nada?».

Él se aclaró la garganta y enfocó la vista. «Lo siento, Edith». Notaba su voz calmada pero firme. «Estoy un poco cansado, supongo».

«No me ibas a decir nada de nada, ¿a que no? Desconsiderado. ¿No creías que tenía derecho a saberlo?».

Durante un instante se quedó pasmado. Luego asintió. Si tuviera más fuerzas se habría enfadado. «¿Cómo te enteraste?».

«Qué importa eso. Supongo que todos lo saben menos yo. Oh, Willy, francamente».

«Lo siento, Edith, de verdad que lo siento. No quería preocuparte. Te lo iba a contar la semana que viene, justo antes de ingresar. No es nada, no tienes que inquietarte».

«¡Nada!». Se rió con amargura. «Dicen que podría ser cáncer. ¿No sabes lo que eso significa?».

Se sintió flotar de repente, como si tuviera que forzarse para no agarrar algo. «Edith», dijo con voz distante, «hablemos de ello mañana. Por favor. Ahora estoy cansado».

Ella le miró un instante. «¿Quieres que te ayude en tu cuarto?», dijo airadamente. «No parece que puedas solo».

«Estoy bien», dijo.

Pero antes de llegar a su cuarto deseó haberse dejado ayudar y no sólo porque se encontró más débil de lo que había supuesto.

Descansó el sábado y el domingo, el lunes pudo dar sus clases. Regresó a casa temprano y estaba tumbado en el sofá del salón mirando con interés al techo cuando sonó el timbre. Se incorporó y empezó a levantarse, pero la puerta se abrió. Era Gordon Finch. Tenía la cara pálida y le temblaban las manos.

«Pasa, Gordon», dijo Stoner.

«Dios mío, Bill», dijo Finch. «¿Por qué no me lo dijiste?».

Stoner se rió brevemente. «También podría haberlo anunciado en la prensa», dijo. «Pensé que podría hacerlo discretamente, sin molestar a nadie».

«Lo sé, pero… Dios, si lo hubiera sabido».

«No hay nada por lo que sentirse mal. No es nada definitivo, sólo es una operación. Exploratoria, creo que la llaman. ¿Cómo te has enterado, de todas formas?».

«Jamison», dijo Finch. «También es mi médico. Me dijo que sabía que no era ético, pero que tenía que saberlo. Tenía razón, Bill».

«Lo sé», dijo Stoner. «No importa. ¿Se ha corrido la voz?».

Finch negó con la cabeza. «Aún no».

«Entonces mantén la boca cerrada al respecto. Por favor».

«Claro, Bill», dijo Finch. «Entonces, sobre la cena de gala del viernes… no tienes por qué pasar por ello, ya lo sabes».

«Pero lo haré», dijo Stoner. Sonrió. «Supongo que algo le debo a Lomax».

El espectro de una sonrisa asomó al rostro de Finch. «Te has convertido en un hijo de puta cascarrabias, ¿verdad?».

«Supongo que sí», dijo Stoner.

La cena tuvo lugar en un pequeño comedor de la asociación estudiantil. A última hora Edith decidió que no sería capaz de acudir, por lo que fue él solo. Salió pronto y caminó despacio por el campus, como de paseo en una tarde primaveral. Como había anticipado, no había nadie en la sala, pidió a un camarero que retirara la tarjeta con el nombre de su esposa y reorganizara la mesa principal para que no hubiese un sitio vacío. A continuación se sentó y esperó a que llegaran los invitados.

Se sentó entre Gordon Finch y el decano de la universidad. Lomax, que actuaría como maestro de ceremonias, se sentaba tres sillas más allá. Lomax sonreía y charlaba con los que se sentaban a su alrededor; sin mirar a Stoner.

La sala se llenó rápido. Miembros del departamento que en realidad no le habían hablado en años le saludaban con la mano, Stoner asentía. Finch dijo poco, aunque miraba a Stoner con detenimiento; el nuevo joven decano, cuyo nombre Stoner nunca recordaba, le hablaba complaciente y con deferencia.

Sirvieron la cena jóvenes alumnos vestidos de blanco; Stoner reconoció a algunos, les saludó y departió con ellos. Los invitados miraron con tristeza el plato y empezaron a comer. El murmullo relajado de la conversación, roto por el alegre sonido de los cubiertos de plata y de la porcelana, vibraba por la sala; Stoner sabía que su propia presencia era prácticamente ignorada, por lo que pudo picotear del plato, comer unos bocados rituales y mirar a su alrededor. Si entrecerraba los ojos no veía rostros; veía colores y formas difusas que se movían en torno a él, como enmarcadas, construyendo por momentos nuevas formas de flujo envasado. Era una visión placentera y si fijaba su atención sobre ella, en cierta manera, no era consciente del dolor.

De repente se hizo un silencio, meneó la cabeza, como saliendo de un sueño. Casi al final de la estrecha mesa Lomax estaba en pie, golpeando un vaso de agua con un cuchillo. Un bello rostro, pensó Stoner ausente, todavía hermoso. Los años habían vuelto aún más fino el rostro largo y delgado, y las arrugas parecían marcas de una sensibilidad engrandecida más que signos de la edad. La sonrisa aún era íntimamente sardónica y la voz tan resonante y firme como siempre.

Hablaba, las palabras llegaban a Stoner fragmentadas, como si la voz que las producía retumbara en el silencio y luego retrocedieran hacia su origen «… los largos años de dedicado servicio… provechoso y merecido descanso de las presiones… estimado por sus colegas…». Percibía la ironía y sabía que, a su manera, después de tantos años, Lomax le estaba hablando. Un corto y resuelto estallido de aplausos sobresaltó su ensueño. Junto a él, Gordon Finch estaba levantado, hablando. Aunque mirara hacia arriba y forzara los oídos no oía lo que Finch decía, los labios de Gordon se movían, él miraba fijo hacia el frente, el decano se puso en pie y habló en un tono entre la lisonja y la amenaza. Fluctuaba del humor a la tristeza, de la pesadumbre a la alegría. Dijo que esperaba que la jubilación de Stoner fuera un principio y no un final, sabía que la universidad sería la más perjudicada por su ausencia; estaba la importancia de la tradición, la necesidad de cambio y la gratitud, en años venideros, en el corazón de todos sus alumnos. Stoner no encontraba sentido a lo que decía, pero cuando el decano terminó, la sala estalló en un sonoro aplauso y los rostros sonrieron. Cuando el aplauso amainó alguien entre los asistentes gritó con voz aguda: «¡Unas palabras!». Alguien más secundó la petición y el mensaje se transmitió en murmullos aquí y allá.

Finch le susurró al oído: «¿Quieres que te saque de ésta?».

«No», dijo Stoner. «Está bien».

Se puso en pie, dándose cuenta de que no tenía nada que decir. Permaneció callado largo rato mientras los miraba uno a uno. Escuchó su propia voz pronunciando en tono neutro. «He dado clase…», dijo. Empezó de nuevo. «He dado clase en esta universidad durante casi cuarenta años. No sé qué hubiese hecho de no haber sido profesor. Si no hubiera dado clase, hubiese sido…», hizo una pausa, como distraído. Luego dijo, en tono concluyente: «Quiero darles las gracias a todos por permitirme ser profesor».

Se sentó. Hubo aplausos, risas cordiales. La sala se levantó y la gente hizo grupitos. Stoner sentía que le estrechaban la mano, sabía que sonreía y que asentía a lo que quisiera que le estuvieran diciendo. El decano le apretó la mano, le sonrío con entusiasmo, le dijo que debía dejarse ver, cualquier tarde, miró su reloj de pulsera y se marchó apresuradamente. La sala empezó a vaciarse y Stoner se quedó solo en el lugar en el que se había puesto en pie, reuniendo fuerzas para cruzar la sala. Esperó hasta que sintió endurecerse algo dentro y luego rodeó la mesa y salió afuera, atravesando grupitos de gente que le miraban con curiosidad, como si ya fuese un extraño. Lomax estaba en uno de los grupos, pero no se giró cuando Stoner pasó a su lado; y Stoner descubrió que se sentía agradecido por no haber tenido que hablar con él, después de tanto tiempo.

Al día siguiente ingresó en el hospital y descansó hasta el lunes por la mañana, cuando tendría lugar la operación. Durmió la mayor parte del tiempo y no tenía ningún interés en lo que le iban a hacer. El lunes por la mañana alguien le clavó una jeringuilla en el brazo, sólo fue medio consciente de ser arrastrado por los pasillos hacia una habitación extraña que parecía ser toda de techo y luz. Vio que algo descendía hacia su rostro y cerró los ojos.

Se despertó con nauseas, le dolía la cabeza, sentía un nuevo dolor agudo, que no era desagradable, en la parte baja de su cuerpo. Dio unas arcadas y se sintió mejor. Dejó que su mano paseara por los densos vendajes que cubrían la parte central de su cuerpo. Durmió, se despertó durante la noche, se tomó un vaso de agua y durmió de nuevo hasta la mañana.

Cuando despertó, Jamison estaba de pie junto a la cama, con los dedos sobre su muñeca izquierda.

«Bien», dijo Jamison, «¿cómo estamos esta mañana?».

«Muy bien, creo». Tenía la garganta seca. Se incorporó y Jamison le acercó el vaso de agua. Bebió y miró a Jamison, esperando.

«Bien», dijo Jamison por fin, incómodo, «tenemos el tumor. En un día o dos se sentirá mucho mejor».

«¿Podré irme de aquí?», preguntó Stoner.

«Estará como una rosa en dos o tres días», dijo Jamison. «De todos modos lo más conveniente sería que se quedara algún tiempo. No hemos podido extraer… todo. Tendremos que utilizar el tratamiento de rayos X, cosas así. Por supuesto podría ir y venir, pero…».

«No», dijo Stoner y dejó la cabeza caer sobre la almohada. Estaba cansado otra vez. «Tan pronto como sea posible», dijo, «creo que quiero irme a casa».