15

Y aquélla fue una de las leyendas que empezó a asociarse con su nombre, leyendas que crecieron en detalles y elaboración año tras año, progresando como un mito del hecho personal a la verdad ritual.

A sus cuarenta y muchos parecía mucho más viejo. Su cabello, denso y rebelde como lo había sido en su juventud, era casi uniformemente blanco. Tenía el rostro muy arrugado y los ojos hundidos en las cuencas, y la sordera que le había sobrevenido el verano que terminó su aventura con Katherine Driscoll había ido empeorando con el tiempo. La cabeza se le vencía hacia un lado y sus ojos parecían como si contemplaran remotamente figuras enigmáticas que no pudieran identificar del todo.

La sordera era de naturaleza curiosa. Aunque a veces tenía dificultades para comprender a quien le hablara directamente, a menudo podía escuchar con perfecta claridad una conversación murmurada al otro lado de una habitación ruidosa. A través de este truco de su sordera averiguó que le consideraban, según la expresión que se utilizaba cuando era joven, un «personaje del campus».

De este modo escuchó, una y otra vez, la elaborada historia de cómo daba clase de inglés medieval a un grupo de alumnos de primero y la rendición de Hollis Lomax. «Y cuando el grupo de treinta y siete alumnos nuevos se examinaron de inglés, ¿sabéis qué grupo obtuvo la mayor nota?», preguntó un profesor novel reacio al inglés de primero. «Claro. La antigua clase del viejo Stoner. ¡Y seguimos utilizando esos ejercicios y cuadernillos!».

Stoner tuvo que admitir que se había convertido, a ojos de los profesores noveles y los alumnos veteranos —los cuales parecían ir y venir antes de que pudiera fijar sus nombres a sus rostros—, en una figura casi mítica, pese a las funciones cambiantes y variadas de tal figura.

A veces era un villano: en una versión que intentaba explicar su larga enemistad con Lomax, él había seducido y luego abandonado a una joven estudiante por la que Lomax sentía una pasión pura y honorable. A veces era el tonto: en otra versión de la misma enemistad, rechazaba hablar con Lomax porque en una ocasión no había querido escribir una carta de recomendación para uno de los alumnos graduados de Stoner. Y a veces era el héroe: en una versión final y no siempre aceptada, Lomax le odiaba y le había congelado en su rango porque se le había descubierto dando a uno de sus alumnos favoritos una copia del examen final de una asignatura de Stoner.

De todas formas la leyenda se circunscribía a su comportamiento en clase. Con los años se había ido haciendo más y más ausente aunque era cada vez más intenso. Empezaba sus clases y explicaciones farfullando con torpeza, aunque rápidamente se sumergía tanto en el tema que parecía no percatarse de nada ni nadie a su alrededor. En cierta ocasión se celebró una reunión con varios miembros del consejo delegado y el decano de la universidad en el aula en la que Stoner impartía su seminario de tradición latina. Le habían informado de la reunión pero se le había olvidado, por lo que mantuvo el seminario a la misma hora y en el mismo lugar. A mitad de la clase sonó un tímido golpe en la puerta, Stoner, absorto en traducir improvisadamente un pasaje en latín, no se dio cuenta. Después de un rato se abrió la puerta y un hombrecillo gordote de mediana edad con gafas de pasta entró de puntillas y tocó ligeramente el hombro de Stoner. Sin mirarle, Stoner le dijo que se fuera con la mano. El hombre retrocedió, las voces del resto se oían fuera junto a la puerta abierta. Stoner continuó traduciendo. Entonces, cuatro hombres conducidos por el decano de la universidad, un hombre alto y grueso de grandes pechos y rostro enrojecido, entraron caminando a grandes zancadas deteniéndose como un pelotón junto a la mesa de Stoner. El decano frunció el ceño y carraspeó sonoramente. Sin parar ni detener su traducción improvisada, Stoner alzó la vista, dirigiendo mansamente el siguiente verso del poema hacia el decano y su comitiva: «¡Fuera, fuera, malditos galos bastardos!». Y sin hacer una pausa volvió con los ojos al libro y continuó hablando, mientras el grupo boquiabierto y perplejo, retrocedía y abandonaba el aula.

Alimentadas por hechos similares, sus leyendas fueron creciendo hasta el punto en que había anécdotas para aliñar casi todas las ocupaciones típicas de Stoner, y siguieron creciendo hasta alcanzar su vida fuera del campus. Incluso concernían a Edith, a quien se le veía tan poco con él en eventos universitarios que era considerada una figura misteriosa que revoloteaba por la imaginación colectiva como un fantasma: bebía en secreto, por alguna pena oscura y antigua; se estaba muriendo lentamente de una rara y siempre fatal enfermedad; era una artista de talento que había renunciado a su carrera para dedicarse a Stoner. En actos públicos su sonrisa aparecía en su estrecho rostro de manera tan rápida y nerviosa, sus ojos relucían con tanto brillo y hablaba inocencias con un tono tan agudo que todo el mundo estaba convencido de que su apariencia enmascaraba la realidad, que detrás de aquella fachada se escondía una personalidad increíble.

Después de su enfermedad y con esa indiferencia que se convirtió en una forma de vida, William Stoner empezó a pasar más tiempo en la casa que Edith y él habían comprado hacía años. Al principio Edith estaba tan desconcertada con su presencia que se quedaba callada, como confusa por algo. Después, cuando se convenció de que su presencia, tarde tras tarde, noche tras noche, fin de semana tras fin de semana, iba a ser permanente acometió la vieja batalla con renovada intensidad. A la más trivial provocación lloraba desconsolada y deambulaba por las habitaciones. Stoner la miraba impasible y murmuraba algunas palabras de consuelo. Ella se encerraba en la habitación y no se dejaba ver durante horas; Stoner preparaba las comidas que hubiera cocinado ella y no parecía haber reparado en su ausencia cuando, finalmente, ella emergía de su habitación, pálida, con los ojos y las mejillas hundidas. Ella le ridiculizaba a la menor ocasión y él parecía no escucharla; le gritaba improperios y él escuchaba atenta y educadamente. Cuando se sumergía en un libro ella elegía ese momento para entrar en la sala y aporrear con frenesí el piano que en otras circunstancias rara vez tocaba; y cuando él hablaba tranquilamente con su hija, Edith solía enfurecerse con alguno de ellos o con ambos. Y Stoner lo veía todo —la ira, la pena, los gritos y los silencios de odio— como si le estuviera sucediendo a otras dos personas a quienes, mediante un esfuerzo de la voluntad, conseguía prestar sólo el interés más elemental.

Hasta que por fin —cansada, casi agradecida— Edith aceptó su derrota. El enfado disminuyó de intensidad hasta convertirse en algo tan superficial como el interés de Stoner en ello. Los largos silencios se convirtieron en una privacidad que Stoner ya no se cuestionaba salvo en caso de posiciones indiferentes.

En su año cuadragésimo, Edith Stoner estaba tan delgada como lo había estado de niña, pero con una dureza, una fragilidad, que provenía de su actitud inflexible y que hacía que cada uno de sus movimientos pareciese desdeñoso y resentido. Las facciones de su rostro eran afiladas, y la piel fina y pálida se estiraba sobre ellas como sobre un armazón, por lo que las arrugas de su cara eran tensas e incisivas. Estaba muy pálida y usaba grandes cantidades de polvos y maquillaje de manera que parecía que cada día dibujase sus propios rasgos sobre una máscara blanca. Tras la piel dura y seca, sus manos parecían de hueso, y las movía incesantemente, retorciéndolas, arqueando los dedos y cerrando los puños hasta en los momentos de más calma.

Introvertida siempre, pasó esos años adultos cada vez más lejana y ausente. Tras el breve periodo de su último ataque contra Stoner, que ardió con una intensidad final desesperada, deambulaba como un fantasma por su propia privacidad, un lugar del que nunca emergía del todo. Empezó a hablar sola, con el tono suave y razonable que se utiliza con los niños. Lo hacía abiertamente y sin ser consciente de ello, como si fuese la cosa más natural del mundo. De todos los empeños artísticos dispersos a los que se había dedicado intermitentemente desde su matrimonio, finalmente se decidió por la escultura por ser la más satisfactoria. Sobre todo moldeaba arcilla, aunque en ocasiones trabajaba con piedras blandas. Bustos, figuras y composiciones de todo tipo se esparcían por la casa. Era muy moderna: los bustos que modelaba eran esferas mínimamente caracterizadas, las figuras eran bultos de arcilla con apéndices alargados y las composiciones eran agrupaciones geométricas aleatorias de cubos, esferas y varillas. A veces, al pasar por su estudio —la habitación que había sido su propio estudio— Stoner se detenía y la escuchaba trabajar. Ella se daba a sí misma indicaciones como si fuera una niña: «Ahora, pon esto aquí, no tanto, aquí, justo al lado de la muesca. Oh, mira, se está cayendo. No estaba lo bastante húmedo, ¿a que no? Bueno, podemos arreglarlo, ¿verdad? Sólo un poquito más de agua, y… ya está. ¿Lo ves?».

Tomó por costumbre hablar a su marido y a su hija en tercera persona, como si hablase con otros. Decía a Stoner: «Mejor que Willy se tome el café; son casi las nueve y no querrá llegar tarde a clase». O le decía a su hija: «Grace no toca el piano lo suficiente. Una hora al día como mínimo; deberían ser dos. ¿Qué pasará con su talento? Una pena, una pena».

Stoner ignoraba lo que este retiro significaba para Grace porque, a su manera, se había vuelto tan distante y ausente como su madre. Se había acostumbrado al silencio y, aunque guardaba una sonrisa tímida y gentil para su padre, no le hablaba. Durante el verano de su enfermedad, cuando podía y a escondidas, se colaba en su habitación, se sentaba a su lado a mirar con él por la ventana, aparentemente contenta sólo de estar con él pero, incluso entonces, permanecía callada y se inquietaba cuando él intentaba sacarla de sí misma.

Aquel verano de su enfermedad ella tenía doce años y era una chica alta, delgada, de rostro delicado y de cabellos más rubios que rojizos. En otoño, durante el último asalto violento de Edith sobre su marido, sobre su matrimonio, sobre ella misma y sobre en lo que ella creía haberse convertido, Grace se había quedado casi inmóvil, como si pensara que cualquier acción podría arrojarla a un abismo que no sería capaz de escalar. Como secuela de aquella violencia Edith pensó, con ese tipo de creciente imprudencia suya, que Grace callaba porque era infeliz y que era infeliz porque no era popular entre sus compañeros de clase. Transfirió los restos de su virulento asalto a Stoner hacia lo que ella denominó la vida social de Grace. De nuevo se interesó por algo. Vistió a su hija con colores vivos y a la moda, con ropa cuyos diseños acentuaban su delgadez; celebraba fiestas y tocaba el piano e insistía con vehemencia en que todo el mundo bailase, regañaba a Grace para que sonriera a todos, para que hablara, que contara chistes, para que riera.

Este asalto duró menos de un mes, después Edith abandonó su campaña y empezó el largo y lento viaje a dondequiera que oscuramente se dirigía. Pero los efectos en Grace fueron demoledores.

Tras la invasión de su madre Grace pasaba casi todo su tiempo libre sola en su habitación, escuchando la pequeña radio que su padre le había regalado por su decimosegundo cumpleaños. Yacía inmóvil sobre su cama deshecha, o se sentaba inmóvil en su escritorio y escuchaba la débil estridencia que resonaba desde la repisa de volutas, feo adorno junto a su mesa, como si las voces, la música y las risas que escuchaba fueran todo lo que quedara de su identidad y como si incluso aquello se desvaneciera distante en el silencio, irrevocablemente.

Y engordó. Entre aquel invierno y su decimotercer cumpleaños ganó más de veinte kilos, se le hinchó y se le secó el rostro como por efecto de una levadura, y sus miembros se hicieron suaves, lentos y torpes. No comía mucho más de lo que solía comer, aunque se aficionó a los dulces y escondía siempre una caja de caramelos en su habitación. Era como si algo dentro de ella se hubiera vuelto distendido, suave y desesperado, como si al fin algo informe en su interior hubiera luchado y reventado y ahora instara a sus carnes a definir aquella existencia oscura y secreta.

Stoner observaba la transformación con una tristeza que ocultaba bajo el rostro indiferente que presentaba al mundo. No se permitía el lujo sencillo de la culpa. Dada su propia naturaleza y las circunstancias de su vida con Edith, no había nada que pudiera haber hecho. Y aquel conocimiento intensificaba su pena más que ninguna culpa y hacía el amor por su hija más penetrante y profundo.

Ella era, él lo sabía —y lo había sabido muy pronto, suponía— una de aquellas personas extrañas y siempre encantadoras cuya naturaleza moral era tan delicada que debía alimentarse y cuidarse para que pudiera ser completa. Ajena al mundo, tenía que vivir en casa; ávida de ternura y paz, tenía que alimentarse de indiferencia, insensibilidad y ruido. Era una naturaleza que, incluso en escenarios extraños y hostiles donde tuviera que vivir, no tenía la fiereza para repeler las fuerzas brutales que se le oponían y sólo podía retirarse a una quietud en la que sentirse desolada y pequeña y estar apaciblemente tranquila.

Cuando cumplió diecisiete años, durante la primera parte de su primer curso de bachillerato, le sobrevino otra transformación. Era como si su naturaleza hubiese encontrado su guarida y ella fuese al fin capaz de presentar una apariencia ante el mundo. Tan rápido como lo había aumentado, perdió el peso que había ganado tres años atrás y, para aquéllos que la habían conocido, su transformación parecía arte de magia, como si hubiese salido de una crisálida al viento para el cual había sido creada. Era casi hermosa, su cuerpo, que había sido muy delgado y de repente muy obeso, adquirió miembros proporcionados y esbeltos, y caminaba con un destello de gracia. La suya era una belleza pasiva, casi plácida, su rostro era elegantemente inexpresivo, como una máscara; sus ojos azul claro te miraban directamente, sin curiosidad y sin la aprensión que se percibía tras ellos, su voz era muy dulce, algo átona, aunque raramente hablaba.

Repentinamente se convirtió —según palabras de Edith—, en popular. El teléfono sonaba preguntando a menudo por ella, y Grace se sentaba en el salón, asintiendo con la cabeza de vez en cuando, respondiendo suave y brevemente. Llegaban coches en atardeceres oscuros que se la llevaban, anónimos, tras los gritos y las risas. A veces Stoner se quedaba frente a la ventana y miraba los automóviles alejarse derrapando tras nubes de polvo, y se sentía un poco preocupado y asustado. Nunca había tenido coche y nunca había aprendido a conducir.

Y Edith estaba encantada. «¿Lo ves?», decía con tono de triunfo ausente, como si no hubieran pasado más de tres años desde su ataque frenético sobre el problema de la popularidad de Grace. «¿Lo ves? Tenía razón. Todo cuanto necesitaba era un pequeño empujón. Y Willy no lo aprobaba. Oh, cómo lo sabía. Willy no lo aprueba nunca».

Durante muchos años Stoner había apartado cada mes, algunos dólares para que Grace pudiera, llegado el momento, irse de Columbia a estudiar en la universidad, una en el Este quizás, algo alejada. Edith conocía estos planes y parecía aprobarlos pero cuando llegó la hora no quiso saber nada.

«¡Oh, no!», decía. «¡No podré soportarlo! ¡Mi niña! Y le ha ido tan bien aquí este último año. Tan popular, y tan feliz. Tendrá que adaptarse, y… niña, pequeña Grace, niña», se giraba hacia su hija, «la pequeña Grace en verdad no quiere alejarse de su mamá. ¿A que no? ¿Dejarla sola?».

Grace miró a su madre en silencio un instante. Se giró brevemente hacia su padre y meneó la cabeza. Dijo a su madre: «Si quieres que me quede, por supuesto que lo haré».

«Grace», dijo Stoner. «Escúchame. Si quieres ir… por favor, si de verdad quieres ir…».

No volvió a mirarle. «No importa», dijo.

Antes de que Stoner pudiera decir nada más, Edith empezó a hablar de como podrían gastar el dinero que su padre había ahorrado en un armario nuevo, uno bonito de verdad o, tal vez, en un pequeño utilitario para que ella y sus amigos pudieran… Y Grace sonreía con su pequeña y torpe sonrisa y asentía, diciendo de vez en cuando alguna palabra, como si se esperara eso de ella.

Quedó resuelto, y Stoner nunca supo lo que Grace sentía, si se quedaba porque quería o porque su madre quería, o motivada por una vasta indiferencia hacia su propio destino. Iría a la universidad de Missouri como alumna de primero aquel otoño, estaría allí al menos dos años, después de los cuales, si quería, podría salir fuera, a otro estado, a terminar sus estudios universitarios. Stoner se dijo que era mejor así, que para Grace sería mejor soportar la prisión en la que apenas era consciente de que estaba durante dos años más, que quedar desgarrada por las torturas de la arbitraria voluntad de Edith.

Así que nada cambió. Grace tuvo su armario, rechazó la oferta de su madre del pequeño utilitario y entró en la universidad de Missouri como alumna de primero. El teléfono continuó sonando, las mismas caras —o muy parecidas— continuaron apareciendo con risas y gritos en la puerta principal, y los mismos automóviles se alejaban rugiendo entre el polvo. Grace estaba fuera de casa incluso más a menudo de lo que lo había estado durante la secundaria y Edith se mostraba encantada por lo que creía que era una popularidad creciente de su hija. «Es como su madre», decía. «Antes de casarse era muy popular. Todos los chicos… Papá solía enloquecer por su culpa, pero estaba secretamente muy orgulloso, estoy segura».

«Sí, Edith», decía Stoner amablemente y sentía que se le encogía el corazón.

Fue un semestre duro para Stoner. Había llegado su turno para coordinar los exámenes de inglés de todo el nivel inicial universitario y al mismo tiempo estaba ocupado en la dirección de dos tesis doctorales particularmente complejas que requerían mucha lectura adicional por su parte. Así que estaba lejos de casa con mayor frecuencia de lo que fuera habitual durante los últimos años.

Una tarde, hacia finales de noviembre, llegó a casa más tarde de lo normal. Las luces estaban apagadas en el salón y la casa se encontraba en silencio; supuso que Grace y Edith estaban acostadas. Llevó varios papeles que había traído con él a su pequeña habitación trasera con intención de leer algunos de ellos en la cama. Fue a la cocina por un emparedado y un vaso de leche; había cortado el pan y abierto el refrigerador cuando repentinamente escuchó, agudo y limpio como un cuchillo, un grito prolongado proveniente de algún lugar en el piso de abajo. Corrió hacia el salón; el grito se repitió, ahora corto y en parte enojado a pesar de su intensidad, desde el estudio de Edith. Rápidamente cruzó la estancia y abrió la puerta.

Edith se hallaba despatarrada sobre el suelo, como si se hubiera caído allí, con los ojos desorbitados y la boca abierta, a punto de lanzar otro grito. Grace estaba sentada al extremo de la habitación en una silla, con las piernas cruzadas y mirando casi con indiferencia a su madre. Una única lámpara, la de la mesa de trabajo de Edith, estaba encendida, por lo que la habitación parecía inundada de un brillo áspero y sombras profundas.

«¿Qué sucede?», preguntó Stoner. «¿Qué ha pasado?».

Edith giró la cabeza para encararle como si tuviera un eje suelto; sus ojos estaban vacíos. Dijo con sorprendente petulancia: «Oh, Willy. Oh, Willy». Continuaba mirándole, agitando débilmente la cabeza.

Se volvió hacia Grace, cuya mirada tranquila seguía inmutable.

Dijo llanamente: «Estoy embarazada, padre».

Y el grito se repitió, punzante e inexplicablemente colérico. Ambos se giraron hacia Edith, que miraba de acá para allá, del uno a la otra, con los ojos ausentes y fríos sobre la boca chillona. Stoner cruzó la habitación, se detuvo ante ella y la levantó, le colgaban los brazos y tenía que sujetarla.

«¡Edith!», dijo cortante. «Cállate».

Ella se estiró y se alejó de él. Con las piernas temblando renqueó por la habitación y se quedó al lado de Grace, que no se había movido.

«¡Tú!», bufó. «Oh, Dios mío. Oh, pequeña Grace. ¿Cómo pudiste? Oh, Dios mío. Como tu padre. Sangre de tu padre. Oh, sí. Inmunda. Inmunda…».

«¡Edith!», dijo Stoner más cortante abalanzándose sobre ella. Le puso las manos con firmeza sobre la parte superior de los brazos y la separó de Grace. «Ve al cuarto de baño y lávate la cara con agua fría. Luego ve a tu habitación y túmbate».

«Oh, Willy», dijo Edith suplicante. «Mi propia niñita. La mía. ¿Cómo ha podido pasar? ¿Cómo ella…?».

«Vamos», dijo Stoner. «Te llamaré dentro de un rato».

Ella se marchó tambaleándose. Stoner la observó irse hasta que oyó el grifo del agua en el cuarto de baño. Entonces se giró hacia Grace, que permanecía mirándole desde la silla. Le sonrió un poco, anduvo hacia la mesa de trabajo de Edith, tomó una silla, se le acercó y se sentó frente a ella, de manera que pudiera hablarle sin tener que mirar hacia abajo, a su cabeza vuelta.

«Venga», dijo, «¿por qué no me lo habías contado?».

Ella le dedicó su pequeña y débil sonrisa. «No hay mucho que contar», dijo. «Estoy embarazada».

«¿Estás segura?».

Asintió. «He ido a un médico. Acabo de recibir los resultados esta tarde».

«Bueno», dijo y le tomó la mano torpemente. «No tienes que preocuparte. Todo saldrá bien».

«Sí», dijo.

Preguntó amablemente: «¿Quieres decirme quién es el padre?».

«Un alumno», dijo. «De la universidad».

«¿Prefieres no decírmelo?».

«Oh, no», dijo. «No tiene importancia. Se apellida Frye. Ed Frye. Es de segundo. Creo que iba a tu clase de composición de primero el año pasado».

«No le recuerdo», dijo Stoner. «No le recuerdo en absoluto».

«Lo siento, padre», dijo Grace. «Fue una estupidez. Estaba un poco bebido y no tomamos… precauciones».

Stoner desvió la vista de ella, hacia el suelo.

«Lo siento, padre. ¿Te he dejado de piedra, verdad?».

«No», dijo Stoner. «Sorprendido, quizás. No hemos hablado mucho durante estos últimos años, ¿verdad?».

Ella desvió la vista y dijo incómoda: «Bueno… supongo que no».

«¿Tú… quieres a ese chico, Grace?».

«Oh, no», dijo. «En realidad no le conozco muy bien».

Él asintió. «¿Qué quieres hacer?».

«No lo sé», dijo. «En realidad no importa. No quiero ser una carga».

Se quedaron sentados sin hablar durante largo rato. Finalmente Stoner dijo: «Bueno, no hay que preocuparse. Todo estará bien. Lo que decidas… lo que quieras hacer, estará bien».

«Sí», dijo Grace. Se levantó de la silla. Luego miró hacia abajo, a su padre, y dijo: «Tú y yo ya podemos hablar».

«Sí», dijo Stoner, «podemos hablar».

Ella salió del estudio y Stoner esperó hasta que oyó cerrarse arriba la puerta de su habitación. A continuación, antes de entrar en su propia habitación, subió despacio y abrió la puerta del dormitorio de Edith. Edith estaba profundamente dormida, tendida a lo largo de la cama, con la luz de la mesilla brillando sobre su rostro. Stoner apagó la luz y se fue para abajo.

A la mañana siguiente en el desayuno Edith estaba casi jovial, sin rastro de la histeria de la noche anterior y hablaba como si el futuro fuese un problema hipotético que solucionar. «¿Piensas que tendríamos que ponernos en contacto con los padres o deberíamos hablar con el chico primero? Veamos… estamos en la primera semana de noviembre. Digamos en dos semanas. Podemos prepararlo todo para entonces, puede que incluso en una modesta iglesia para bodas. Pequeña Grace, tu amigo, ¿cómo se llama?».

«Edith», dijo Stoner. «Espera. Estás dando muchas cosas por sentadas. Quizás Grace y ese muchacho no quieran casarse. Tenemos que hablarlo con Grace».

«¿De qué hay que hablar? Por supuesto que quieren casarse. Después de todo ellos… ellos… pequeña Grace, díselo a tu padre. Explícaselo».

Grace le dijo: «No importa, padre. No importa en absoluto».

Y no importó, se percató Stoner. Los ojos de Grace miraban fijamente más allá de él, a una distancia que ella no podía ver y que contemplaba sin curiosidad. Él permanecía callado, dejando que su mujer y su hija hicieran sus planes.

Se decidió que el «muchacho» de Grace, como Edith le llamaba, como si su nombre fuera en parte prohibido, sería invitado a casa para que él y Edith pudieran hablar. Preparó la velada como si fuese la escena de un drama, con salidas y entradas e incluso con una línea o dos de guión. Stoner debía ausentarse, Grace tenía que quedarse un rato y luego salir, dejando a Edith y al muchacho solos para poder hablar. A la media hora Stoner debía regresar, luego volvería Grace, momento en el cual todos los arreglos quedarían completados.

Y todo funcionó exactamente como Edith había planeado. Más tarde Stoner se preguntaría, perplejo, en lo que el joven Edward Frye pensaba cuando llamó a la puerta y le hicieron pasar a una habitación que parecía llena de enemigos mortales. Era alto, bastante grueso, de rasgos borrosos y algo adustos; preso de una turbación que le mantenía aturdido y por el miedo, no miraba a nadie. Cuando Stoner abandonó la habitación vio al muchacho desplomado en una silla, con los antebrazos sobre las rodillas, mirando al suelo. Cuando, a la media hora, regresó a la habitación, el muchacho estaba en la misma postura, como si no se hubiera movido ante la andanada de jubilosos gorjeos de Edith.

Pero todo quedó arreglado. En voz alta, artificial, pero genuinamente jovial Edith le anunció que el muchacho de Grace provenía de una buena familia de San Luis, que su padre era cambista, que los muchachos habían decidido casarse tan pronto como fuera posible, algo bastante informal, que ambos iban a abandonar los estudios al menos durante uno o dos años, que se iban a vivir a San Luis, un cambio de aires, un nuevo comienzo, que aunque no podrían terminar el semestre irían a clase hasta las vacaciones y luego se casarían la tarde de aquel día, que era viernes. Y no todo era felicidad, en realidad… no importaba.

La boda tuvo lugar en un alborotado juzgado de paz. Sólo William y Edith acudieron a la ceremonia; la jueza, una gris mujer arrugada de gesto ceñudo, trabajaba en la cocina mientras se celebraba la boda, saliendo cuando había terminado, sólo para firmar los papeles como testigo. Fue una tarde fría y sombría; la fecha era 12 de diciembre de 1941.

Cinco días antes de celebrarse la boda los japoneses habían bombardeado Pearl Harbour; William Stoner contempló la ceremonia con una mezcla de sentimientos que no había tenido antes. Como otros muchos que vivieron aquella época, estaba absorto por lo que sólo podía concebir como pasmo, aunque sabía que se trataba de un sentimiento compuesto de emociones tan profundas e intensas que no podían reconocerse porque no podían compartirse. Era la fuerza de una tragedia colectiva lo que sentía, un horror y una aflicción tan penetrante que las tragedias privadas y los infortunios personales eran expulsados hacia otro estado del ser, aunque se intensificaban por la inmensidad de lo que estaba teniendo lugar, como el efecto conmovedor de una tumba solitaria se intensifica por el gran desierto que la rodea. Con una pena que era casi impersonal observó el triste ritual del matrimonio y se conmovió extrañamente ante la belleza pasiva e indiferente del semblante de su hija y la indolente desesperación del rostro del muchacho.

Después de la ceremonia los dos jóvenes se subieron lúgubres al coche de Frye y se fueron a San Luis, donde aún tendrían que enfrentarse con otro grupo de parientes y con el lugar en el que tendrían que vivir. Stoner los vio alejarse del edificio y sólo pudo pensar en su hija como en una niña pequeña que una vez estuvo sentada a su lado en una habitación lejana y que le miraba con deleite solemne, como en una dulce niña que había muerto hacía tiempo.

Dos meses después de la boda, Edward Frye se alistó en el ejército, decidiendo Grace quedarse en San Luis hasta que naciera el bebé. A los seis meses Frye había muerto en la playa de una pequeña isla del pacífico, uno de tantos nuevos reclutas enviados en un esfuerzo desesperado por detener el avance japonés. En junio de 1942 nació el bebé de Grace, un chico, que fue llamado como su padre al que nunca vería y al que nunca amaría.

Aunque Edith, cuando fue a San Luis aquel junio para ayudar, intentó persuadir a su hija de que regresara a Columbia, Grace no lo hizo. Tenía un pequeño apartamento, unos pequeños ingresos del seguro de Frye y a sus recientes suegros, y parecía feliz.

«Ha cambiado algo», dijo Edith distraídamente a Stoner. «No es nuestra pequeña Grace para nada. Ha pasado por mucho, supongo que no quiere recordar… Te manda un beso».