AQUEL verano no dio clases y tuvo la primera enfermedad de su vida. Fue una fiebre bastante intensa y de origen oscuro que le duró sólo una semana pero que le absorbió la energía, dejándole demacrado y sufriendo como secuela una pérdida parcial de audición. Durante todo el verano estuvo tan débil y apático que no podía caminar unos pocos pasos sin quedar exhausto, pasaba casi todo el tiempo en el pequeño porche cerrado de la parte posterior de la casa, tumbado en la cama o sentado en la vieja silla que había subido del sótano. Miraba por las ventanas o a los tablones del techo o se forzaba de vez en cuando a ir a la cocina a por un poco de comida.
Apenas tenía energía para hablar con Edith, ni siquiera con Grace, aunque a veces Edith entraba en la habitación, le hablaba distraída durante unos minutos, dejándole solo después tan abruptamente como se había entrometido.
Una vez, a mediados de verano, le habló de Katherine.
«Me acabo de enterar, hace un día más o menos», dijo ella. «De manera que tu estudiantita se ha ido, ¿cierto?».
Haciendo un esfuerzo desvió su atención de la ventana y se giró hacia Edith. «Sí», dijo mansamente.
«¿Cómo se llamaba?», preguntó Edith. «Nunca puedo recordar su nombre».
«Katherine», dijo. «Katherine Driscoll».
«Oh, sí», dijo Edith. «Katherine Driscoll. Bueno, ¿ves?, te lo dije, ¿verdad? Te dije que esas cosas no tenían importancia».
Asintió ausente. Fuera, sobre el viejo olmo que formaba parte de la verja del patio trasero, un gran pájaro blanquinegro —una urraca— había empezado a graznar. Escuchó el sonido de sus llamadas y observó remotamente fascinado su pico abierto como si entonara su lamento solitario.
Envejeció rápidamente aquel verano, por lo que cuando regresó a sus clases en otoño había pocos que no le reconocieran sin mostrar sorpresa. Su rostro, demacrado y huesudo, estaba marcado con arrugas, grandes mechones canosos le recorrían el cabello y andaba bastante encorvado, como si cargase un bulto invisible. Su voz se había vuelto más áspera y abrupta y tenía tendencia a mirar a la gente con la cabeza gacha, de manera que sus claros ojos grises se veían puntiagudos y quejumbrosos bajo sus enmarañadas cejas. Apenas hablaba con nadie aparte de sus alumnos y siempre respondía a las preguntas y los saludos con impaciencia y a veces con aspereza.
Realizaba su trabajo con una tenacidad y resolución que divertía a sus colegas más veteranos e irritaba a los profesores más jóvenes, quienes, como él mismo, daban clase sólo a los de primero. Pasaba horas calificando y corrigiendo trabajos de primero, se reunía diariamente con alumnos y acudía sin falta a todas las reuniones de departamento. No hablaba mucho en dichas reuniones pero cuando lo hacía hablaba sin tacto ni diplomacia, por lo que entre sus colegas se ganó la reputación de cascarrabias y de tener mal genio. Sin embargo, con sus alumnos más jóvenes era amable y paciente, aunque les exigía más trabajo del que estaban dispuestos a dar, siendo tan firme e impersonal que para muchos era difícil de comprender.
Entre sus colegas era típico —especialmente entre los más jóvenes— creer que era un profesor «dedicado», un término que utilizaban entre la envidia y el desdén, y que su dedicación le cegaba para todo lo que pasaba fuera de las aulas o, como mucho, fuera de las dependencias de la universidad. Se hacían chistes fáciles. Después de una reunión de departamento en la que Stoner había hablado con contundencia acerca de algunos experimentos recientes sobre la enseñanza de la gramática, un profesor joven comentó que «para Stoner la cópula está restringida a los verbos», asombrándose de las atronadoras carcajadas y la expresividad de las miradas en los ojos de los más veteranos. Otro dijo en una ocasión: «El viejo Stoner cree que WPA significa Wrong Pronoun Antecedent»[1], quedando complacido al enterarse que su ocurrencia había hecho algo de gracia.
Pero William Stoner conocía el mundo de una manera que pocos de sus colegas más jóvenes podrían comprender. Por dentro, bajo su memoria, yacía la experiencia de la dureza, el hambre, la resistencia y el dolor. Además del recuerdo fugaz de sus primeros años en la granja de Booneville, llevaba siempre cerca de su consciencia el conocimiento sanguíneo de su herencia, transmitida por ancestros cuyas vidas fueron oscuras, duras y estoicas y cuya ética común era la de mostrar a un mundo opresivo rostros inexpresivos, duros y fríos.
Y aunque entre ellos aparentaba ser impasible, era consciente de la época en la que vivía. Durante aquella década, cuando los rostros de muchos hombres se tornaron permanentemente duros y fríos, como si miraran hacia un abismo, William Stoner, para quien esa expresión le era tan familiar como el aire que respiraba, advirtió los signos de la desesperanza generalizada que conocía desde niño. Vio hombres buenos caer en una lenta decadencia de desesperanza, destruidos al ver destruido su concepto de una vida decente, les veía caminar desanimados por las calles, con la mirada vacía como añicos de cristal roto; les veía encaminarse hacia las puertas de atrás, con el amargo orgullo de los hombres que avanzan hacia su propia ejecución, a mendigar el pan que les permitiera volver a mendigar, y vio hombres que una vez caminaron erguidos por efecto de su propia identidad mirarle con envidia y odio por la débil seguridad que él disfrutaba como empleado de una institución que, no se sabe por qué, no podía caer. No expresó esta consciencia pero conocer la miseria común le afectó y le cambió profundamente y sin que nadie lo apreciara. La tristeza por los apuros ajenos le acompañó en todos los momentos de su vida.
También fue consciente de los movimientos en Europa como en una lejana pesadilla, y en julio de 1936, cuando Franco se rebeló contra el gobierno de España y Hitler alimentó dicha rebelión para convertirla en una guerra mayor, Stoner, como muchos otros, sintió asco al ver cómo la pesadilla invadía los sueños del mundo. Cuando aquel año comenzó el semestre de otoño, los profesores noveles no podían hablar de otra cosa, algunos proclamaban su intención de alistarse en una unidad de voluntarios y luchar con los republicanos o conducir ambulancias. Al final del semestre algunos habían dado ese paso, presentando dimisiones apresuradas. Stoner pensó en Dave Masters y esa vieja pérdida regresó a él con intensidad renovada. Pensó también en Archer Sloane y recordó la angustia lenta que había ido creciendo en aquel rostro irónico y la desesperanza erosiva que había consumido a aquel duro ser. Creyó saber algo ahora sobre el sentimiento de pérdida que Sloane había experimentado. Barruntaba los años que tenía por delante y sabía que lo peor estaba por venir.
Como había hecho Archer Sloane, se dio cuenta de la futilidad y el sinsentido de comprometerse por completo con las oscuras fuerzas irracionales que empujaban al mundo hacia su final incierto. Al contrario que Archer Sloane, Stoner se refugió un poco en la piedad y el amor para no verse atrapado por la vorágine que observaba. Como en otros momentos de crisis y desesperación, revisó la fe cautelosa que la universidad encarnaba. Se dijo que no era mucho pero sabía que eso era todo lo que tenía.
En el verano de 1937 sintió renovada la vieja pasión por el estudio y el aprendizaje y, con el vigor curioso e incorpóreo del universitario cuya condición no es ni joven ni anciana, retornó a la única vida que no le había traicionado. Descubrió que ni siquiera durante su desilusión había estado alejado de aquella vida.
Su horario ese otoño era especialmente malo. Sus cuatro clases de prácticas de primero estaban espaciadas varias horas a lo largo de la semana. Durante todos sus años como jefe de departamento, Lomax nunca había fallado en asignarle a Stoner horarios de clase que hasta el profesor más novato hubiese aceptado a regañadientes.
El primer día de aquel curso, a primera hora de la mañana, Stoner estaba sentado en su despacho mirando otra vez su horario pulcramente impreso. Se había acostado tarde la noche anterior leyendo un nuevo tratado sobre la búsqueda de la tradición latina en el Renacimiento y la emoción que había sentido le había durado hasta la mañana. Observó su horario y una ira sorda se le encendió dentro. Miró la pared de enfrente durante algún tiempo, revisando de nuevo su horario, asintiendo con la cabeza. Arrojó el horario y el programa de estudios adjunto a la papelera y se dirigió a su archivo de la esquina del despacho. Abrió el cajón superior, contempló ausente las carpetas marrones que allí había y sacó una. Ojeó los papeles de la carpeta, silbando silenciosamente mientras lo hacía. Luego cerró el cajón y, con la carpeta bajo el brazo, salió de su despacho y cruzó el campus hacia su primera clase.
El edificio era antiguo, de suelos de madera, y se utilizaba para dar clase sólo en emergencias. El aula que le habían asignado era tan pequeña para el número de alumnos inscritos que algunos de los estudiantes tenían que sentarse en los quicios de las ventanas o quedarse de pie. Cuando Stoner entró le miraron incómodos y dubitativos, podría ser amigo o enemigo y no sabían qué sería peor.
Se disculpó ante sus alumnos por el aula, hizo una pequeña broma sobre la administración y aseguró a los que estaban de pie que habría sillas para ellos el próximo día. Después puso la carpeta en el atril abollado que reposaba inestable sobre la mesa y examinó los rostros que tenía ante él.
Dudó unos instantes. Luego dijo: «Aquéllos de ustedes que hayan comprado libros de texto para esta clase pueden devolverlos a la librería y recuperar el dinero. No utilizaremos el libro que aparece en el programa de estudios, el cual, asumo, recibieron todos cuando se apuntaron al curso. Tampoco seguiremos el plan de estudios. En este curso intentaré una aproximación diferente a la materia, una aproximación que requerirá que compren otros dos libros diferentes».
Dio la espalda a los alumnos y tomó un trozo de tiza de la repisa inferior de la pizarra arañada, sostuvo la tiza en equilibrio durante un momento y escuchó el rumor sordo y los crujidos que hacían los alumnos al acomodarse en sus mesas, soportando una rutina que de pronto se le hizo familiar.
«Nuestros libros serán», dijo Stoner pronunciando lentamente las palabras mientras las escribía, «Prosa y verso en inglés medieval, editado por Loomis y Willard; y Crítica literaria inglesa: La época medieval, de J. W. H. Atkins». Se giró hacia la clase. «Notarán que la librería aún no ha recibido estos libros, puede que pasen dos semanas hasta que los reciban. Mientras tanto les pondré en antecedentes y explicaré el propósito del curso y les encargaré algunos trabajos en la biblioteca para mantenerles ocupados».
Hizo una pausa. Muchos de los alumnos estaban inclinados sobre las mesas, tomando nota de todo lo que decía, algunos le miraban fijamente, con sonrisillas que querían aparentar inteligencia y entendimiento, y unos pocos le miraban totalmente perplejos.
«El tema principal de este curso», dijo Stoner, «lo encontraremos en la antología de Loomis y Willard; estudiaremos ejemplos de versificación y prosa medieval con tres propósitos… primero, como trabajos literarios significativos por sí mismos; segundo, como demostración de los principios de estilo literario y método en la tradición inglesa; y tercero, como soluciones retóricas y gramáticas a problemas discursivos que aún hoy pueden tener algún valor práctico y de uso».
Para entonces casi todos sus alumnos habían dejado de tomar notas y habían levantado la cabeza. Incluso las miradas inteligentes se habían convertido en muecas frívolas, algunas manos se agitaban en el aire. Stoner señaló a uno de los que habían mantenido constantemente la mano en alto y firme, un joven moreno con gafas.
«Señor, ¿estamos en Inglés General I, sección cuarta?».
Stoner le sonrió. «¿Cuál es su nombre por favor?».
El chico tragó saliva. «Jessup, señor. Frank Jessup».
Stoner asintió. «Señor Jessup. Sí, señor Jessup, esto es Inglés General I, sección cuarta y mi nombre es Stoner, hecho que, sin duda, debo de haber mencionado al principio de la clase. ¿Tiene más preguntas?».
El chico tragó de nuevo. «No, señor».
Stoner asintió y miró con benevolencia por el aula. «¿Alguien tiene alguna pregunta más?».
Los rostros le devolvían la mirada, no había sonrisas y algunas bocas estaban abiertas.
«Muy bien», dijo Stoner. «Proseguiré. Como decía al principio de la hora, un propósito de este curso es estudiar ciertos trabajos del periodo aproximado entre los siglos doce y quince. Se nos presentarán ciertos accidentes de la historia, habrá dificultades lingüísticas además de filosóficas, sociales además de religiosas, teóricas además de prácticas. De hecho, toda nuestra educación pasada nos obstaculizará en alguna medida, puesto que nuestros hábitos de pensar sobre la naturaleza de la experiencia han determinado nuestras propias expectativas tan radicalmente como los hábitos del hombre medieval determinaron las suyas. Como ejercicio preliminar, examinaremos esos hábitos mentales bajo los que el hombre medieval vivía, pensaba y escribía…».
En aquella primera clase no estuvo hablándoles a sus alumnos durante toda la hora. Tras menos de media clase concluyó el tema preliminar y les encargó un trabajo para el fin de semana.
«Me gustaría que cada uno de ustedes escribiese un breve ensayo, de no más de tres páginas, sobre la concepción aristotélica del topoi o, en traducción cruda y directa, tema. Encontrarán una extensa disertación sobre el tema en el Libro Segundo de La Retórica de Aristóteles y en la edición de Lane Cooper hay un ensayo introductorio que hallarán de lo más útil. El plazo acaba el lunes. Y eso, creo, es todo por hoy».
Transcurrido un momento desde que diese la clase por terminada observó con algo de preocupación a los alumnos inmóviles. Tras una breve inclinación de cabeza salió de la clase, con la carpeta marrón debajo del brazo.
El lunes, menos de la mitad de los alumnos había acabado el trabajo; dejó marchar a los que lo habían entregado y pasó el resto de la hora con los que quedaban, revisando el tema que había encargado, volviendo a él una y otra vez, hasta que estuvo seguro de que lo habían entendido y de que podrían terminar el trabajo pendiente para el miércoles.
El martes observó en los pasillos del Jesse Hall, a un grupo de alumnos a la puerta de la oficina de Lomax. Los reconoció por ser alumnos de su primera clase. Mientras él pasaba por delante, los alumnos le evitaban mirando al suelo, al techo o a la puerta de Lomax. Él se sonrió y fue a su oficina a esperar la llamada de teléfono que sabía estaba al llegar.
Y llegó a las dos en punto de aquella tarde. Tomó el teléfono, respondió, y escuchó la voz de la secretaria de Lomax, fría y educada. «¿Profesor Stoner? El profesor Lomax desea que vea al profesor Ehrhardt esta tarde, tan pronto como pueda. El profesor Ehrhardt le estará esperando».
«¿Estará también Lomax?», preguntó Stoner.
Hubo una pausa sobresaltada. La voz vaciló: «Yo… creo que no… una cita previa. Pero el profesor Ehrhardt está capacitado para…».
«Dígale a Lomax que tiene que ir. Dígale que llegaré a la oficina de Ehrhardt en diez minutos».
Joel Ehrhardt era un joven calvo de treinta y pocos. Lomax le había contratado para el departamento hacía tres años y, cuando se supo que era un joven agradable y serio sin especial talento ni aptitud para dar clase, se le había puesto a cargo del programa de inglés de primero. Su despacho era un pequeño anexo al final de la sala común en la que veintitantos profesores noveles tenían sus mesas, por lo que Stoner tenía que recorrer toda la habitación para llegar allí. Mientras caminaba entre las mesas, algunos profesores le miraban, sonriendo abiertamente y observando su avance por la sala. Stoner abrió la puerta sin llamar y entró en el despacho, sentándose en la silla de frente a la mesa de Ehrhardt. Lomax no estaba.
«¿Quería verme?», preguntó Stoner.
Ehrhardt, que era de piel muy blanca, se sonrojó levemente. Fijó una sonrisa en su cara y dijo entusiasmado: «Qué bien que hayas venido, Bill», y jugueteó un momento con una cerilla tratando de encenderse la pipa. No prendía bien. «Esta maldita humedad», dijo malhumorado. «Deja el tabaco demasiado húmedo».
«Lomax no va a venir, supongo», dijo Stoner.
«No», dijo Ehrhardt, soltando la pipa en la mesa. «De todas formas lo cierto es que fue el profesor Lomax quien me pidió que hablara contigo, por lo que en cierto modo», rió nervioso, «soy una especie de chico de los recados».
«¿Qué recado le han pedido que me dé?», dijo Stoner cortante.
«Bien, según he entendido, ha habido algunas quejas. Alumnos… tú sabes». Meneó la cabeza compasivo: «Algunos parecen pensar… bien, no parecen entender del todo de qué trata tu clase de las ocho. El profesor Lomax creyó… bien, de hecho, supongo que cuestiona la idoneidad de los alumnos de primero para el… el estudio de…».
«Lengua y literatura medieval», dijo Stoner.
«Sí», dijo Ehrhardt. «De hecho, creo entender que estás intentando… sorprenderles un poco, estimularlos, intentar nuevos acercamientos, darles qué pensar. ¿Cierto?».
Stoner asintió con gravedad. «Hemos hablado bastante en nuestras reuniones de primero últimamente acerca de nuevos métodos, experimentos».
«Exacto», dijo Ehrhardt. «Nadie es más partidario que yo de la experimentación, en… pero quizás a veces, con nuestras mejores intenciones, vamos demasiado lejos». Rió y movió la cabeza. «Yo desde luego lo sé, soy el primero en confesarlo. Pero yo… o el profesor Lomax… bien, quizás con algún tipo de compromiso, un regreso parcial al programa, un uso de los libros de texto asignados, ya me entiendes».
Stoner apretó los labios y miró al techo, reposando los codos sobre los brazos de la silla, uniendo las yemas de los dedos y dejando la barbilla en los pulgares. Por fin, terminantemente, dijo: «No, no creo que el experimento haya tenido su oportunidad. Dígale a Lomax que intentaré llevarlo a cabo hasta el fin del semestre. ¿Me hace el favor?».
La cara de Ehrhardt se puso roja. «Lo haré», dijo con voz tensa, «pero imagino… estoy seguro de que el profesor Lomax estará de lo más… decepcionado. Pero que muy decepcionado».
Stoner dijo: «Oh, al principio puede ser. Pero lo superará. Estoy seguro de que el profesor Lomax no querrá interferir en la manera en la que un profesor veterano imparte sus clases. Podrá estar en desacuerdo con el criterio de dicho profesor, pero sería muy poco ético por su parte intentar imponer el suyo… y, ya de paso, un poco peligroso. ¿No está de acuerdo?».
Ehrhardt tomó su pipa, agarrándola del cuenco fuertemente y la miró rabioso. «Yo… le comunicaré al profesor Lomax su decisión».
«Le agradecería que lo hiciera», dijo Stoner. Se levantó de la silla, caminó hasta la puerta, se detuvo como si hubiera recordado algo y se giró hacia Ehrhardt. Dijo con indiferencia: «Oh, otra cosa. He estado pensando un poco sobre el semestre que viene. Si mi experimento funciona el semestre que viene intentaré otra cosa. He estado considerando la posibilidad de abordar algunos de los problemas de composición examinando los trabajos de la tradición latina clásica y medieval en algunas de las obras de Shakespeare. Puede sonar algo especializado, pero creo que puedo adaptarlo a un nivel asumible. Si puede pase mi pequeña ocurrencia a Lomax… pídale que la considere. Puede que en unas semanas usted y yo podamos…».
Ehrhardt se desplomó en la silla. Dejó caer la pipa sobre la mesa y dijo fatigado: «Muy bien, se lo diré. Yo… gracias por venir».
Stoner asintió. Abrió la puerta, salió, la cerró con cuidado y cruzó la larga sala. Cuando uno de los profesores le miró interrogante, le hizo un guiño ostensible, asintió, y… al fin… dejó que una sonrisa le iluminara el rostro.
Fue a su despacho, se sentó a la mesa y esperó, mirando hacia la puerta abierta. Al cabo de un rato oyó un portazo abajo, escuchó el sonido impreciso de pasos y vio a Lomax pasar por delante de su despacho tan rápido como le permitía la cojera.
Stoner no bajó la guardia. A la media hora oyó el lento y pesado ascenso de Lomax por la escalera y le volvió a ver pasar por delante de su despacho. Esperó hasta oír que se cerraba la puerta de abajo, luego asintió, se levantó y se fue a casa.
Fue algunas semanas después cuando Stoner supo por el mismo Finch lo que sucedió aquella tarde cuando Lomax irrumpió en su despacho. Lomax se quejó amargamente del comportamiento de Stoner, describió cómo estaba dando a su grupo de primero lo que correspondía a su curso avanzado de inglés medieval, y exigió a Finch que tomara medidas disciplinarias. Hubo un momento de silencio. Finch empezó a decir algo y después estalló en una carcajada. Se rió durante algún tiempo, intentando decir algo que su risa le impedía articular. Por fin se calló. «Te ha pillado, Holly; ¿no lo ves? No va a dejarlo pasar y no hay ninguna maldita cosa que puedas hacer. ¿Quieres que yo haga el trabajo por ti? ¿Cómo crees que se verá… un vicedecano entremetiéndose en cómo un miembro veterano del departamento imparte sus clases, y entrometiéndose instigado por el propio jefe de departamento? No, señor. Ocúpate tú de tus asuntos lo mejor que puedas. Pero en realidad no tienes muchas opciones, ¿verdad?».
Dos semanas después de esta conversación Stoner recibió una comunicación de la oficina de Lomax informándole de que su horario para el siguiente semestre había cambiado, que volvería a impartir su antiguo seminario de tradición latina y literatura renacentista, un curso avanzado de lengua y literatura inglesa medieval y la investigación literaria de segundo, y una sección de composición de primero.
En cierto modo fue un triunfo, pero una burla que siempre quedó como desdeñable, como una victoria alcanzada por hastío e indiferencia.