13

EN su tierna juventud, Stoner había pensado en el amor como en una manera de existir absoluta a la que podría acceder, si se era afortunado; en su madurez había decidido que era el cielo de una religión falsa hacia el que se debía mirar con sosegado descreimiento, benévolo y crónico desprecio y vergonzante nostalgia. Ahora, a su mediana edad, empezaba a entender que ni se trataba de un estado de gracia ni de una ilusión; lo veía como un acto humano de conversión, una condición inventada y modificada minuto a minuto y día a día, por la voluntad y la inteligencia del corazón.

Las horas que antes pasaba en su despacho mirando por la ventana el paisaje que relucía y se vaciaba ante su mirada ausente, las pasaba ahora con Katherine. Cada mañana, temprano, iba a su despacho y se sentaba nervioso durante diez o quince minutos. Luego, incapaz de hallar reposo, vagaba por los exteriores del Jesse Hall y atravesaba el campus hasta la biblioteca, donde buscaba por las estanterías durante otros diez o quince minutos. Y por fin, como si fuese un juego que jugaba consigo mismo, se entregaba a su ansiedad autoimpuesta, salía por una puerta lateral de la biblioteca y emprendía camino hacia la casa en la que vivía Katherine.

A menudo trabajaba hasta bien entrada la noche y algunas mañanas llegaba a su apartamento para encontrarla recién despierta, cálida, sensual y somnolienta, desnuda bajo la bata oscura que se había puesto para abrir la puerta. A menudo aquellas mañanas hacían el amor casi antes de hablar, dirigiéndose hacia la cama estrecha aún deshecha y caliente del sueño de Katherine.

Su cuerpo era alargado, delicado y furiosamente suave y, cuando la tocaba, su torpe mano parecía cobrar vida sobre aquella carne. A veces contemplaba su cuerpo como si fuese un valioso tesoro puesto bajo su custodia, dejaba que sus dedos romos jugaran con la húmeda piel clara y rosada de los muslos y el vientre, y se maravillaba de la delicadeza, intrincada y simple, de sus senos pequeños y firmes. Le venía a la cabeza que nunca antes había conocido el cuerpo de otra persona y, más allá de eso, le venía también a la cabeza que ése era el motivo por el cual siempre, sin saber por qué, había hecho distinciones entre la personalidad de alguien y el cuerpo que portaba esa personalidad. Y le vino a la cabeza por fin, con lucidez irrevocable, que él nunca había conocido a ningún otro ser humano ni en la intimidad, ni tampoco en la confianza ni al calor humano del compromiso.

Como todos los amantes hablaban mucho de sí mismos, como si por ello pudieran comprender el mundo que los hacía posibles.

«Dios mío, cómo te deseaba», dijo una vez Katherine. «Solía verte allí de pie, frente a la clase, tan grande, encantador e incómodo, y te deseaba intensamente. Nunca te diste cuenta, ¿no?».

«No», dijo William. «Creía que eras una señorita recatada».

Ella rió encantada. «¡Sobre todo recatada!», se puso un poco seria sonriendo por el recuerdo. «Supongo que yo también pensaba que lo era, ¡oh, qué recatados parecemos cuando no tenemos motivos para no serlo! Hace falta enamorarse para conocernos mejor a nosotros mismos. A veces, contigo, me siento como la más zorra del mundo, la más ansiosa y fiel zorra del mundo. ¿Te parece eso recatado?».

«No», dijo William, sonriendo, y alargó la mano hacia ella. «Ven aquí».

Ella había tenido antes otro amante, supo William. Había sido durante su último año de instituto y había terminado mal, con lágrimas, recriminaciones y traiciones.

«Muchas aventuras terminan mal», dijo ella, y durante un rato permanecieron sombríos.

William quedó impactado al descubrir con sorpresa que ella había tenido un amante anteriormente, dándose cuenta de que había empezado a pensar en ambos como si nada hubiera existido antes de estar juntos.

«Era un muchacho muy tímido», dijo ella. «Como tú, supongo, en algunos aspectos, sólo que él estaba amargado y asustado y nunca pude saber por qué. Solía esperarme al final del camino de la residencia de estudiantes, bajo un gran árbol, porque era demasiado tímido para entrar donde hubiese mucha gente. Solíamos caminar kilómetros por el campo, donde no teníamos ocasión de encontrarnos con nadie. Pero en realidad nunca estábamos… juntos. Ni cuando hacíamos el amor».

Stoner casi podía ver esa figura nebulosa sin rostro ni nombre, su estupor se convertía en tristeza y sentía una piedad generosa hacia un muchacho desconocido que, por una oscura amargura perdida, había desechado lo que él ahora poseía.

A veces, en la somnolencia perezosa que seguía a sus actos amorosos, permanecía en lo que le parecía un flujo lento y agradable de sensaciones y apacibles pensamientos, y en aquel flujo casi no sabía si hablaba en voz alta o meramente reconocía las palabras en las que acababa convirtiendo dichas sensaciones y pensamientos.

Soñaba con perfecciones, mundos en los que siempre estarían juntos y casi creía en la posibilidad de lo que soñaba. «Qué», dijo, «pasaría si», y continuaba construyendo una opción casi más atractiva que aquélla en la que ambos existían. Poseían un lenguaje inarticulado en el que las posibilidades que imaginaban y elaboraban eran gestos de amor y celebración de la vida que ahora gozaban.

Ninguno de ellos había realmente imaginado la vida que tenían juntos. Pasaban de pasión a deseo y a una profunda sensualidad que se renovaba a sí misma por momentos.

«Deseo y aprendizaje», dijo una vez Katherine. «En realidad eso es todo, ¿verdad?».

Y a Stoner le parecía que aquello era perfectamente verdad, que ésa era una de las cosas que había aprendido.

Porque en la vida que compartieron aquel verano no fue todo hacer el amor y conversar. Aprendieron a estar juntos sin hablar y se habituaron al reposo. Stoner traía libros al apartamento de Katherine y los dejaba allí, hasta que al final tuvieron que montar una estantería adicional. En los días que pasaban juntos Stoner retornaba a los estudios que había abandonado del todo, y Katherine continuaba trabajando en el libro que habría de ser su disertación. Durante horas se sentaba en el pequeño escritorio contra la pared, con la cabeza inclinada, intensamente concentrada en libros y papeles, con su pálido y delgado cuello curvándose y emergiendo de la bata oscura que llevaba habitualmente. Stoner se repantingaba en la silla o se tumbaba en la cama con idéntica concentración.

A veces levantaban los ojos de sus estudios, se sonreían, y volvían a la lectura. Eventualmente Stoner alzaba la vista de su libro y dejaba que su mirada se posara sobre la graciosa curva de la espalda de Katherine y el esbelto cuello sobre el que siempre caía un mechón de cabello. Luego un lento, sencillo deseo, le poseía despacio y se levantaba, quedándose tras ella y dejando que sus brazos descansaran suavemente sobre sus hombros. Ella se estiraba y dejaba caer la cabeza hacia atrás sobre su pecho, extendiendo él las manos hacia delante dentro de la bata suelta, tocando con delicadeza sus senos. Luego hacían el amor, yacían tranquilos un rato y regresaban al estudio como si amor y aprendizaje fuesen un único proceso.

Esto fue uno de los especímenes de los que ellos llamaban «opinión generalizada» que aprendieron aquel verano. Habían sido criados en una tradición que les decía, de una manera u otra, que la vida mental y la vida de los sentidos eran distintas y, de hecho, contrapuestas. Habían creído, sin ni siquiera haberlo meditado realmente, que una tenía que ser elegida a expensas de la otra. Nunca se les había ocurrido que una pudiera dar intensidad a la otra, y como la encarnación vino antes que el reconocimiento de la verdad, fue un descubrimiento que les pertenecía a ellos solos. Empezaron a coleccionar especímenes de la «opinión generalizada» y los acumularon como si fueran tesoros; les ayudó a aislarse de un mundo que les proporcionaría tales opiniones y contribuyó a unirlos sin prisa pero sin pausa.

Pero había otra rareza de la que Stoner era consciente y de la que no habló a Katherine. Tenía que ver con la relación con su mujer y su hija.

Era una relación que, de acuerdo con la «opinión generalizada», tenía que empeorar progresivamente mientras que lo que la opinión generalizada describiría como «aventura» prosiguiera. Pero no fue así. Al contrario, parecía mejorar progresivamente. Sus largas ausencias de lo que él aún llamaba su «casa» parecían acercarle a Edith y a Grace más de lo que lo había estado en años. Empezó a sentir por Edith una curiosa simpatía cercana al afecto, e incluso hablaban juntos, de vez en cuando, de nada en particular. Durante aquel verano ella incluso aseó el porche acristalado, reparó el daño causado por los elementos e instaló allí una cama, de manera que él no tuviera que dormir en el salón del comedor.

Y algunos fines de semana llamaba a las vecinas y dejaba a Grace a solas con su padre. De vez en cuando Edith estaba fuera lo suficiente como para permitirle dar paseos por el campo con su hija. Lejos de casa, la reserva dura y vigilante de Grace se venía abajo, y a veces sonreía con una calma y una gracia que Stoner casi había olvidado. Había crecido rápidamente durante el último año y estaba muy delgada.

Sólo mediante un esfuerzo de voluntad lograba recordar que estaba engañando a Edith. Las dos partes de su vida estaban tan separadas como las dos partes de una vida pueden estarlo y, aunque sabía que sus poderes de introspección eran débiles y que era capaz de autoengañarse, no podía convencerse de que estuviera haciendo daño a nadie sobre quien tuviera alguna responsabilidad.

No tenía talento para el disimulo ni se le ocurrió encubrir su aventura con Katherine Driscoll; tampoco se le ocurrió mostrarlo públicamente. No le parecía posible que nadie ajeno pudiese conocer su aventura, ni siquiera que estuviese interesado en ella.

Fue, por lo tanto, una sorpresa profunda aunque impersonal el descubrir, a finales de verano, que Edith sabía algo de su relación y que lo sabía casi desde el principio.

Lo mencionó casualmente una mañana mientras tomaba el café del desayuno, charlando con Grace. Edith hablaba un poco crispada, diciendo a Grace que se diera prisa en desayunar, que antes de que pudiera empezar a perder el tiempo tenía una hora de ensayo de piano. William observó la figura delgada y erecta de su hija salir del comedor y esperó ausente hasta que escuchó los primeros tonos resonantes provenientes del viejo piano.

«Bueno», dijo Edith con un tono de voz todavía cortante, «te estás retrasando un poco hoy, ¿no?».

William se giró hacia ella interrogante; la expresión ausente permanecía en su rostro.

Edith dijo: «¿No se enfadará tu alumnita si la haces esperar?».

Sintió que se le secaban los labios. «¿Qué?», preguntó. «¿A qué viene eso?».

«Oh, Willy», dijo Edith riendo con indulgencia. «¿Pensabas que no conocía tu… pequeño coqueteo? ¿Por qué? Lo he sabido siempre. ¿Cómo se llama? Lo sabía, pero lo he olvidado».

Impactado y confuso, su mente no hallaba qué decir y cuando habló, su voz le sonó petulante e irritada. «Tú no lo entiendes», dijo. «No hay coqueteo, como tú lo llamas. Es…».

«Oh, Willy», dijo y rió de nuevo. «Pareces muy agitado. Oh, ya sé de qué va. Un hombre de tu edad y todo eso. Es natural, supongo. Al menos es lo que se dice».

Se quedó callado un rato. Luego dijo con renuencia: «Edith, si quieres que hablemos de esto…».

«¡No!», dijo, había un rastro de miedo en su voz. «No hay nada de lo que hablar. Nada de nada».

Y no hablaron de ello ni entonces ni después. La mayor parte del tiempo Edith mantenía la ficción de que era su trabajo lo que le mantenía lejos de casa pero, ocasionalmente, y casi de manera ausente, comentaba que sabía que siempre estaba con ella en algún sitio. A veces lo decía en broma, con algo de sorna afectuosa, a veces lo mencionaba sin ningún sentimiento, como si fuera el tema de conversación más casual que pudiera imaginar; otras veces aludía al tema con petulancia, como si alguna trivialidad le hubiera molestado.

Solía decir: «Oh, ya sé. Una vez que un hombre cumple los cuarenta. Pero de verdad, Willy, podrías ser su padre, ¿no?».

No se le había ocurrido cómo podía verle el mundo desde fuera. Durante un momento se vio a sí mismo como debía parecer y lo que Edith decía era parte de lo que él veía. Vislumbraba un personaje que revoloteaba en anécdotas de bar y páginas de novelas baratas… un ser lamentable que se hacía mayor, incomprendido por su mujer, buscando mantenerse joven, liándose con una mujer mucho más joven, intentando torpe y neciamente recuperar esa juventud que ya no podía tener, un fatuo payaso en toda regla de quien el mundo se reía incómodo, apenado y desdeñoso. Contemplaba a dicho personaje desde tan cerca como podía, pero cuanto más lo miraba menos familiar le parecía. No se veía a sí mismo, y supo de repente que aquél no era él.

Pero averiguó que el mundo conspiraba contra él, contra Katherine y contra la pequeña parcela que ellos habían creído suya y lo asumía con creciente cercanía, con una tristeza que no podía articular, ni siquiera transmitírsela a Katherine.

El semestre de otoño empezó aquel septiembre con un colorido veranillo indio que sucedió a una helada temprana. Stoner regresó a sus clases con unas ganas que no había sentido desde hacía mucho tiempo. Ni siquiera la perspectiva de encarar cien rostros de alumnos de primero amilanaba sus renovadas energías.

Su vida con Katherine continuó en gran medida como antes, excepto que con el regreso de los alumnos y el personal de la facultad empezó a ver necesario practicar el disimulo. Durante el verano la vieja casa donde vivía Katherine estaba casi desierta, había sido posible por lo tanto estar juntos en casi completo aislamiento, sin miedo a ser observados. Ahora William tenía que ser cauteloso cuando acudía al lugar por la tarde, se ponía a mirar a ambos lados de la calle antes de aproximarse a la casa y bajar furtivamente las escaleras hasta la fuentecilla que había delante de su apartamento.

Pensaban en realizar grandes gestos y hablaban de rebelión, se decían el uno al otro que estaban tentados de hacer algo drástico, exhibirse abiertamente. Pero no lo hacían, ni tenían verdadero deseo de hacerlo. Únicamente querían que les dejaran en paz, a solas y, esperando. Sabían que no les iban a dejar en paz y sospechaban que no podrían ser ellos mismos. Imaginaban que eran discretos y rara vez se les ocurría que alguien pudiera sospechar que tenían una aventura. Acordaron no verse en la universidad y cuando no podían evitar verse en público, se saludaban con una formalidad cuya ironía no creían que fuese evidente.

Pero la aventura se hizo pública, y lo hizo nada más empezar el semestre de otoño. Era de esperar que el descubrimiento proviniera de la peculiar clarividencia que la gente tiene para estas cosas, dado que ninguno de ellos había revelado signos externos de sus vidas privadas. O quizás alguien había hecho una especulación peregrina que tuvo un halo de verdad para otra persona, lo cual dio pie a un examen minucioso de ambos, lo cual a su vez generó… Las especulaciones eran, ellos lo sabían, inconclusas pero continuaban haciéndolas.

Había pruebas de las que ambos deducían que estaban siendo descubiertos. Una vez, caminando entre dos alumnos graduados, Stoner oyó que uno dijo, medio con admiración medio con desdén: «El viejo Stoner. Por Dios, ¿quién lo hubiera creído?». Y les vio menear la cabeza burlándose perplejos de la condición humana. Algunos conocidos de Katherine hicieron oblicuas referencias a Stoner y le hacían confidencias sobre sus propias vidas amorosas que ella no había solicitado.

Lo que sorprendió a ambos fue que no parecía importar. Nadie dejó de hablarles, nadie les miraba mal, el mundo que ellos temían no les hizo sufrir. Empezaron a creer que podrían vivir en un lugar que habían considerado hostil para su amor, y vivir allí con algo de dignidad y sosiego.

Durante las vacaciones navideñas Edith decidió llevar a Grace a visitar a su madre en San Luis y, por una única vez durante su vida en común, William y Katherine tuvieron ocasión de estar juntos durante un largo periodo.

Por separado y de manera casual, ambos hicieron saber que se ausentarían de la universidad durante las vacaciones de Navidad, Katherine iría a visitar a sus familiares en el Este y William iba a trabajar en el centro bibliográfico y en un museo de Kansas City. A horas diferentes tomaron el autobús por separado y se encontraron en Lake Ozark, un destino turístico a los pies de las montañas de la gran cordillera de Ozark.

Eran los únicos huéspedes del único alojamiento del pueblo que continuaba abierto todo el año y disponían de diez días para estar juntos.

Había nevado con intensidad tres días antes de su llegada y durante su estancia nevó otra vez, por lo que los suaves cerros ondulados permanecieron blancos todo el tiempo que estuvieron allí.

Disponían de un apartamento con dormitorio, salón y una cocina pequeña. Estaba en cierto modo separado de los otros apartamentos y tenía vistas a un lago que se helaba durante los meses de invierno. Por las mañanas se levantaban y se encontraban abrazados, con sus cuerpos cálidos y lujuriosos bajo las pesadas mantas. Sacaban la cabeza de las mantas y observaban condensarse su aliento en grandes nubes en el aire frío. Se reían como niños, se volvían a tapar la cabeza y se abrazaban aún más fuerte. A veces hacían el amor y se quedaban en la cama toda la mañana y hablaban hasta que el sol aparecía por la ventana que daba a oriente. Otras veces Stoner se levantaba de la cama tan pronto como se despertaban y retiraba las mantas del cuerpo desnudo de Katherine y se burlaba de sus gritos mientras encendía fuego en la enorme chimenea. Luego se acurrucaban juntos ante la chimenea, sólo cubiertos por una manta, y esperaban a calentarse con el fuego creciente y el calor natural de sus cuerpos.

A pesar del frío iban a pasear casi cada día al bosque. Los altos pinos, de un negro verdoso frente a la nieve, se elevaban masivamente hacia el despejado cielo azul pálido; el deslizamiento y caída ocasional de la nieve desde alguna rama intensificaba el silencio que les rodeaba, como el perdido canto de un pájaro acentuaba el aislamiento por el que caminaban. Una vez vieron un ciervo que había descendido de las montañas en busca de comida. Era un ejemplar de deslumbrante amarillo tostado frente a la severidad de los oscuros pinos y la blanca nieve. Se lo encontraron a menos de cincuenta metros con una pata delantera delicadamente levantada sobre la nieve, con las pequeñas orejas apuntando hacia adelante, los ojos marrones perfectamente redondos e increíblemente suaves. Nadie se movió. El delicado rostro del ejemplar se inclinó, como si los inspeccionara cortésmente; después, sin prisas, se dio la vuelta y se alejó de ellos, alzando sus pezuñas de la nieve con suavidad y posándolas con precisión, efectuando pequeños crujidos.

Por las tardes acudían al salón principal de su hotel, que también servía de tienda del pueblo y de restaurante. Allí tomaban café y hablaban de lo que surgiera en la conversación y en ocasiones pedían algo para cenar que siempre se llevaban a su habitación.

De noche, algunas veces, encendían la lámpara de aceite y leían; pero a menudo se sentaban sobre mantas dobladas en frente de la chimenea y conversaban o se quedaban en silencio observando las llamas jugar intrincadamente sobre los troncos y los reflejos de la luz sobre el rostro del otro.

Una noche, casi hacia el final del tiempo que pasaron juntos, Katherine dijo con tranquilidad, casi distraída: «Bill, si nunca tuviéramos nada más, habremos tenido esta semana. ¿Suena como muy de chicas decir esto?».

«No importa cómo suene», dijo Stoner. Asintiendo. «Es cierto».

«Entonces lo diré», dijo Katherine. «Habremos tenido esta semana».

La última mañana, Katherine ordenó los muebles y limpió el sitio sin prisas. Se quitó la alianza que había llevado y la introdujo en una grieta entre la pared y la chimenea. Sonrió tímidamente. «Quería», dijo, «dejar algo nuestro aquí, algo que sepa que permanecerá aquí mientras este sitio exista. A lo mejor es una tontería».

Stoner no pudo responderle. La tomó del brazo, salieron del apartamento y renquearon por la nieve hasta la recepción del hotel, donde les recogería un autobús que les llevaría a Columbia.

Una tarde de últimos de febrero, unos días después de que el segundo semestre hubiera comenzado, Stoner recibió una llamada de la secretaria de Gordon Finch. Le dijo que al vicedecano le gustaría hablar con él y le preguntó si podía pasarse aquella tarde o a la mañana siguiente. Stoner le dijo que sí. Después de colgar se quedó sentado durante algunos minutos con una mano en el teléfono. Luego suspiró, asintió para sí mismo y bajó hasta el despacho de Finch.

Gordon Finch estaba en mangas de camisa, con la corbata desanudada y reclinado hacia atrás en su silla giratoria con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Cuando Stoner entró en el despacho le saludó jovialmente con la cabeza y señaló una silla tapizada en cuero que había en un rincón al lado de su mesa.

«Ponte cómodo. ¿Qué tal todo?».

Stoner asintió. «Todo bien».

«¿Ocupado con las clases?».

Stoner dijo secamente: «Razonablemente. Tengo el horario completo».

«Lo sé», dijo Finch y meneó la cabeza. «No puedo interferir en eso, ya sabes. Aunque es una maldita vergüenza».

«No pasa nada», dijo Stoner un poco impaciente.

«Bueno». Finch se estiró en la silla y juntó las manos sobre la mesa. «No hay nada oficial en esta reunión, Bill. Sólo quería charlar contigo un rato».

Hubo un largo silencio. Stoner dijo amablemente: «¿De qué se trata, Gordon?».

Finch suspiró y luego dijo abruptamente: «Bien. Ahora mismo te hablo como amigo. Ha habido rumores. No es nada a lo que yo, como vicedecano, tenga que prestar atención todavía, pero… bueno, en algún momento tendré que prestarle atención y pensé que debía hablar contigo… como amigo, digo… antes de que se convierta en algo serio».

Stoner asintió. «¿Qué tipo de charla?».

«Oh, demonios, Bill. Tú y la Driscoll. Ya sabes».

«Sí», dijo Stoner. «Lo sé. Sólo quería saber hasta dónde ha llegado».

«No muy lejos aún. Alusiones, comentarios, cosas así».

«Ya veo», dijo Stoner. «No sé qué puedo hacer al respecto».

Finch dobló una hoja de papel cuidadosamente. «¿Es algo serio, Bill?».

Stoner respondió afirmativamente con la cabeza y miró por la ventana. «Es algo serio, me temo».

«¿Qué vas a hacer?».

«No lo sé».

Con repentina violencia Finch arrugó el papel que tan cuidadosamente había doblado y lo arrojó a la papelera. Dijo: «En teoría, tu vida es cosa tuya. En teoría, tienes la posibilidad de cepillarte a quien quieras, hacer lo que quieras, y no debería importar mientras eso no interfiera con tus clases. Pero, maldición, tu vida no es tuya. Es… oh, demonios. Sabes lo que quiero decir».

Stoner sonrió. «Me temo que sí».

«Es un tema espinoso. ¿Qué pasa con Edith?».

«Aparentemente», dijo Stoner, «ella se toma todo el asunto bastante menos en serio que el resto. Y es curioso, Gordon, no creo que nunca nos hayamos llevado mejor que durante el último año».

Finch se rió brevemente. «Uno nunca sabe, ¿verdad? Pero lo que quería decir es, ¿habrá divorcio? ¿Algo similar?».

«No lo sé. Posiblemente. Pero Edith lo peleará. Será un lío».

«¿Qué pasa con Grace?».

Un miedo repentino se agarró a la garganta de Stoner y éste supo que su expresión le delataba. «Ese es… otro tema. No lo sé, Gordon».

Finch dijo impersonalmente, como si estuviera hablando con otro: «Puede que sobrevivas a un divorcio… si no se lía demasiado. Podría ser bronco, pero probablemente sobrevivirás. Y si esta… cosa con la Driscoll no fuera seria, si sólo estuvieras echando una cana al aire, bueno, eso se podría controlar también. Pero te estás exponiendo, Bill. Te la estás buscando».

«Supongo que sí», dijo Stoner.

Hubo una pausa. «Menudo trabajo infernal tengo», dijo Finch con pesadez. «A veces creo que no soy para nada la persona adecuada».

Stoner sonrió: «Dave Masters dijo una vez que no eras lo bastante hijo de perra para tener verdadero éxito. No te preocupes por eso, Gordon. Entiendo tu posición. Y si pudiera ponértelo más fácil yo…». Hizo una pausa y movió la cabeza severamente. «Pero no puedo hacer nada ahora mismo. Tendrá que esperar de alguna manera…».

Finch asintió y no miró a Stoner; continuó mirando a su mesa como si una maldición se le aproximara lenta e inexorablemente. Stoner aguardó unos instantes y como Finch no dijo nada más, se levantó tranquilamente y salió del despacho.

A causa de su conversación con Gordon Finch, Stoner llegó con retraso aquella tarde al apartamento de Katherine. Sin preocuparse de mirar a ambos lados de la calle, se acercó a la casa y entró. Katherine le estaba esperando, no se había cambiado de ropa y esperaba casi formalmente, sentada recta y alerta en el sofá.

«Llegas tarde», dijo rotunda.

«Lo siento», dijo. «Me entretuvieron».

Katherine encendió un cigarrillo, le temblaba la mano ligeramente. Se quedó contemplando la cerilla durante un instante y la apagó con una bocanada de humo. Dijo: «Un profesor compañero mío se tomó la molestia de contarme que el vicedecano Finch te había llamado esta tarde».

«Sí», dijo Stoner. «Eso fue lo que me entretuvo».

«¿Era algo sobre nosotros?».

Stoner asintió. «Ha oído algunas cosas».

«Ya me imaginaba que era eso», dijo Katherine. «Mi compañero parecía saber algo que no me quiso decir. Oh, Dios, Bill».

«Tampoco es eso», dijo Stoner. «Gordon es un viejo amigo. Lo cierto es que creo que quiere protegernos. Creo que lo hará si puede».

Katherine no habló durante un rato. Se quitó los zapatos y se tumbó en el sofá, mirando el techo. Dijo con calma: «Ya empezamos. Supongo que era demasiado esperar que nos dejaran en paz. Imagino que, en realidad, nunca pensamos en serio que lo harían».

«Si se pone muy feo», dijo Stoner, «podemos irnos. Podemos hacer algo».

«Oh, Bill», Katherine se rió un poco, con voz ronca y suave. Se sentó en el sofá. «Eres lo que más quiero, lo que más. Más de lo que nadie se pueda imaginar. Y no dejaré que nos molesten. ¡No!».

Y durante las siguientes semanas vivieron poco más o menos como lo habían venido haciendo. Siguiendo una estrategia que podrían haber concebido un año antes. Con una fuerza que no hubieran imaginado que tenían ponían en práctica evasiones y retiradas, desplegando sus poderes como habilidosos generales que debieran sobrevivir con recursos escasos. Se convirtieron en auténticos seres circunspectos y cautelosos, obteniendo un oscuro placer con sus tejemanejes. Stoner llegaba al apartamento sólo después de oscurecer, cuando nadie podía verle entrar. Por el día, entre clases, Katherine se dejaba ver en cafeterías con compañeros más jóvenes, las horas que pasaban juntos ganaban intensidad debido a su determinación común. Se decían que nunca habían estado tan unidos y, para su sorpresa, se dieron cuenta de que era verdad, que las palabras que se decían para animarse eran más que consoladoras. Hicieron el acercamiento posible y el compromiso inevitable.

El mundo a media luz en el que vivían y al que traían la mejor parte de ellos mismos, hizo que, con el tiempo, el mundo exterior de gente que caminaba y hablaba y en el cual había cambio y movimiento continuo, les pareciese falso e irreal. Sus vidas se dividían bruscamente entre esos dos mundos y les parecía normal que tuvieran que vivir así, divididos.

Durante el final del invierno y el principio de la primavera hallaron juntos una paz que no habían tenido antes. Cuanto más se cerraba el mundo exterior ante ellos, menos cuenta se daban de su existencia y su felicidad era tal que no necesitaban hablarse, o ni siquiera pensar en hacerlo. En el apartamento pequeño y oscuro de Katherine, escondido como una cueva bajo la enorme casa antigua, les parecía salirse del tiempo hacia un universo atemporal descubierto por ellos solos.

Entonces, un día de finales de abril, Gordon Finch volvió a convocar a Stoner en su despacho y Stoner bajó con un malestar provocado por lo que sabía y no quería admitir.

Lo que había pasado era muy sencillo, algo que Stoner debería haber previsto pero que no hizo.

«Es Lomax», dijo Finch. «De alguna manera el hijo de perra se ha enterado y no está dispuesto a dejarlo pasar».

Stoner asintió. «Debería haber pensado en ello. Debería habérmelo esperado. ¿Crees que servirá de algo si hablo con él?».

Finch negó con la cabeza, paseó por su despacho y se detuvo junto a la ventana. La luz de primera hora de la tarde le daba en la cara haciendo brillar su sudor. «No lo entiendes, Bill —dijo cansado—. Lomax no va por ahí. Tu nombre ni siquiera ha aparecido. Está pensando en la Driscoll».

«¿Que qué?», dijo Stoner desconcertado.

«Casi hay que admirarle», dijo Finch. «No sé cómo carajo se ha enterado de que yo lo sabía todo. Así que vino ayer, de improviso, ya sabes, y me dijo que iba a tener que despedir a la Driscoll y me advirtió de que traería cola».

«No», dijo Stoner. Le dolían las manos por donde se agarraban a los brazos de cuero de la silla.

Finch continuó: «Según Lomax ha habido quejas, de estudiantes en su mayoría, y de vecinos. Parece ser que han visto hombres entrando y saliendo de su apartamento a todas horas —flagrante mal comportamiento—, ese tipo de cosas. Oh, lo ha decorado, personalmente no tiene objeción —de hecho, admira mucho a la chica— pero tiene que pensar en la reputación del departamento y de la universidad. Lamentamos la necesidad de plegarnos a los dictados morales de la clase media, y estamos de acuerdo en que la comunidad universitaria debería ser un nido de rebelión contra la ética protestante y llegamos a la conclusión que en la práctica estábamos indefensos. Dijo que esperaba poder dejarlo pasar hasta el final del semestre pero dudaba de que pudiera hacerlo. Y todo el rato el hijo de perra sabía que el entendimiento era perfecto».

Un nudo en la garganta impidió hablar a Stoner. Tragó saliva dos veces e intentó hablar; su voz sonó firme y neutra. «Lo que quiere está perfectamente claro, por supuesto».

«Me temo que sí», dijo Finch.

«Sabía que me odiaba», dijo Stoner distante. «Pero nunca me di cuenta, nunca imaginé que pudiera…».

«Ni yo», dijo Finch. Regresó a su mesa y se sentó apesadumbrado. «Y no puedo hacer nada, Bill. Estoy indefenso. Si Lomax quiere quejas, aparecerán; si quiere testigos, aparecerán. Tiene sus seguidores, ya lo sabes. Y si una palabra de esto llega al decano…», negó con la cabeza.

«¿Qué supones que pasará si renuncio a dimitir? ¿Si renunciamos a tener miedo?».

«Crucificará a la chica», dijo Finch con rotundidad. «Y, como por casualidad, tú te verás metido en ello. Está muy claro».

«Entonces», dijo Stoner, «parece que no se puede hacer nada».

«Bill», dijo Finch y luego guardó silencio. Apoyó la cabeza sobre sus puños cerrados. «Hay una posibilidad —añadió apagadamente—. Sólo una. Creo que puedo quitártelo de encima… si sólo la Driscoll…».

«No», dijo Stoner. «No creo que pueda hacerlo. Literalmente, no creo que pueda hacerlo».

«¡Maldita sea!», la voz de Finch sonó angustiada. «¡Él cuenta con ello! Piénsalo un momento. ¿Qué harías? Es abril, casi mayo; ¿qué tipo de trabajo podrías conseguir en esta época del año, si es que puedes conseguir alguno?».

«No lo sé», dijo Stoner. «Algo…».

«¿Y qué pasa con Edith? ¿Crees que va a dar su brazo a torcer, a concederte el divorcio sin presentar batalla? ¿Y Grace? ¿Qué será de ella, en esta ciudad, si dimites? ¿Y Katherine? ¿Qué tipo de vida llevaréis? ¿Qué será de vosotros?».

Stoner calló. Por dentro le estaba empezando a crecer un vacío; sentía una debilidad, un desmayo. Por fin dijo: «¿Me das una semana? Tengo que pensarlo. ¿Una semana?».

Finch asintió. «Puedo retenerle ese tiempo al menos. Pero no mucho más. Lo siento, Bill. Lo sabes».

«Sí», se levantó de la silla y se quedó de pie un rato, comprobando la estabilidad de sus piernas. «Ya te contaré. Ya te contaré cuando pueda».

Salió del despacho hacia la oscuridad del largo pasillo y caminó con dificultad hacia la luz, hacia el espacio abierto que era como una prisión a la que regresaba.

Años después, en ocasiones, repasaba los días siguientes a aquella conversación con Gordon Finch sin ser capaz de recordarlos con claridad. Era como si fuera un muerto animado nada más que por los hábitos obstinados de la voluntad. Aunque a veces estuvo al tanto de sí mismo y de los lugares, personas y acontecimientos que pasaron a su alrededor aquellos días, sabía que mostraba en público una apariencia que ocultaba su condición. Daba sus clases, saludaba a sus colegas, asistía a las reuniones a las que tenía que ir y ninguna de las personas que se encontraba en el día a día percibía que algo fuese mal.

Pero desde el momento en que salió del despacho de Gordon Finch notó, en algún punto de la confusión que crecía desde un pequeño núcleo de su ser, que una parte de su vida había terminado, que una parte de él estaba tan próxima a la muerte que podía verla venir casi con sosiego. Era vagamente consciente de que caminaba por el campus bajo el luminoso fulgor cálido de una tarde de principios de primavera; los cerezos que bordeaban los caminos y los jardines estaban completamente en flor y se agitaban como blandas nubes, traslúcidas y tenues ante su vista, el dulce aroma de las mortecinas flores de las lilas bañaba el aire.

Y cuando llegó al apartamento de Katherine portaba una alegría febril e insensible. Dejó de lado las preguntas sobre su última reunión con el vicedecano y la obligó a reírse, admitiendo con una tristeza inconmensurable sus últimos esfuerzos jubilosos, como una danza que la vida efectúa sobre el cadáver de los muertos.

Pero al final tuvieron que hablar, él lo sabía, aunque las palabras que se dijeron fueron como una representación de algo que hubieran ensayado una y otra vez en la privacidad de sus mentes. Revelaron su pensamiento mediante la expresión gramatical, progresaron desde el perfecto: «Hemos sido felices, ¿no?», al pasado: «Fuimos felices… más felices que nadie. Creo…» y al fin llegó la necesidad de hablar.

Unos días después de la conversación con Finch, en un momento de calma que interrumpía la alegría semihistérica que habían escogido como la convención más apropiada para vivir sus últimos días juntos, Katherine dijo: «No tenemos mucho tiempo, ¿verdad?».

«No», dijo Stoner tranquilo.

«¿Cuánto más?», preguntó Katherine.

«Pocos días, dos o tres».

Katherine asintió. «Pensaba que no sería capaz de soportarlo. Pero estoy atontada. No siento nada».

«Lo sé», dijo Stoner. Se quedaron callados un momento. «Sabes que si hubiera algo… lo que sea que pudiera hacer, yo…».

«No», dijo ella. «Por supuesto que lo sé».

Él se reclinó en el sofá y miró el techo bajo y oscuro que había sido el cielo de sus vidas. Dijo con calma: «Si lanzara todo por la borda, si dimitiera, si simplemente me fuera… vendrías conmigo, ¿no?».

«Sí», dijo ella.

«Pero sabes que no lo haré, ¿verdad?».

«Sí, lo sé».

«Por eso entonces», se explicó Stoner a sí mismo, «nada de esto ha significado nada… nada de lo que hemos hecho, donde hemos estado. Casi con toda seguridad no podré dar clase y tú… tú cambiarás. Ambos cambiaremos, seremos diferentes de nosotros mismos. Seremos… nada».

«Nada», dijo ella.

«Y hemos salido de esto, al menos, siendo nosotros. Sabemos dónde estamos… lo que somos».

«Sí», dijo Katherine.

«Porque a la larga», dijo Stoner, «no es ni Edith ni siquiera Grace, o la certeza de perder a Grace, lo que me mantiene aquí, no es ni el escándalo ni lo que me dueles, no son los obstáculos que tendríamos que superar, ni siquiera la pérdida del amor que tendríamos que afrontar. Es simplemente la destrucción de nosotros mismos, de lo que hacemos».

«Lo sé», dijo Katherine.

«De manera que pertenecemos al mundo a pesar de todo, deberíamos haberlo sabido. Lo sabíamos, creo, pero teníamos que retirarnos un poco, para poder así…».

«Lo sé», dijo Katherine. «Lo he sabido todo el tiempo, supongo. Incluso fingiendo, sabía que en algún momento, en algún momento, nosotros… Lo he sabido». Se detuvo y le miró fijamente. Sus ojos brillaron de repente con lágrimas. «¡Pero malditos todos, Bill, malditos todos!».

No dijo más. Se abrazaron para que ninguno viese la cara del otro e hicieron el amor para no tener que hablar. Se acoplaron con esa típica ternura sensual de conocerse bien y con la nueva pasión intensa de la pérdida. Después, en la oscura noche de su habitación, yacieron quietos sin hablarse, rozándose ligeramente. Al cabo de un rato, Katherine respiraba acompasadamente, como si durmiera. Stoner se levantó con calma, se vistió en la oscuridad y salió de la habitación sin despertarla. Caminó por las calles silenciosas y vacías de Columbia hasta que el primer rayo de luz gris apareció por el este, después se dirigió al campus de la universidad. Se sentó en los escalones de piedra frente al Jesse Hall y observó la luz de levante reptar por las grandes columnas del centro del patio. Pensó en el fuego que, antes de nacer él, había devorado y destruido el antiguo edificio y le entristeció vagamente la apariencia de lo que había quedado. Cuando amaneció entró en el recibidor y fue a su despacho, donde esperó hasta que comenzó su clase.

No volvió a ver a Katherine Driscoll. Una vez la dejó él, de noche, se levantó, hizo las maletas, metió sus libros en cajas y dio al conserje de los apartamentos una dirección donde enviarlas. Escribió a la secretaría del departamento de inglés con las notas finales y con instrucciones para suspender la semana y media de clases que quedaba ese semestre, así como su dimisión. Y estaba en el tren, alejándose de Columbia, a las dos de aquella tarde.

Debió de haber preparado su marcha durante algún tiempo, pensó Stoner y agradecía no haberlo sabido y que ella no le hubiese dejado una nota final explicando lo que no se podía explicar.