DURANTE aquel año, y especialmente en los meses de invierno, se halló regresando, con creciente frecuencia, a tal estado de voluntaria irrealidad. Parecía capaz de desligar la conciencia del cuerpo que la contenía, y se observaba a sí mismo como si fuera un lejano pariente que sorprendentemente hacía las cosas habituales que había que hacer. Era una disociación que nunca antes había sentido, sabía que debía preocuparse por ello, pero estaba confuso y no podía convencerse a sí mismo de que importara. Tenía cuarenta y dos años y ante él no veía nada de lo que deseara disfrutar y había poco de lo pasado que le importara recordar.
A sus cuarenta y tres años de vida, el cuerpo de William Stoner estaba casi tan flaco como lo había estado de joven, cuando atravesó por primera vez con ofuscado pavor ese campus que nunca había perdido totalmente su efecto sobre él. Año tras año el encorvamiento de los hombros se había incrementado y había aprendido a ralentizar sus movimientos para que la torpeza de sus manos y pies de granjero parecieran deliberadas más que desgarbo congénito. Su rostro alargado se había suavizado con el tiempo y pese a que la carne era aún como cuero bronceado, ya no se tensaba con tanta rigidez en sus afilados pómulos sino que se descolgaba en finas arrugas en torno a los ojos y a la boca. Todavía agudos y claros, los ojos grises se hundían más profundamente en su rostro, con la perspicacia atenta medio escondida; el cabello, antes castaño claro, se le había oscurecido aunque unos toques canosos empezaban a aparecerle en las sienes. No solía pensar en la edad o quejarse por el paso del tiempo, pero cuando veía su rostro en un espejo o cuando su reflejo se aproximaba a alguna de las puertas de cristal de la entrada del Jesse Hall reconocía los cambios acaecidos con una leve sorpresa.
A última hora de una tarde de principios de primavera, estaba sentado solo en su despacho. Había una pila de trabajos de primero sobre su escritorio, sostuvo uno de los papeles con la mano, pero sin verlo. Tal como había estado haciendo últimamente con frecuencia, se puso a contemplar a través de la ventana, la franja del campus que se divisaba desde su despacho. Era un día radiante y, mientras observaba, la sombra proyectada por el Jesse Hall se había ido desplazando hasta cubrir la base de las cinco columnas que se erguían en el centro del patio cuadrangular con majestuoso y solitario donaire. La porción de porche a la sombra era de un marrón grisáceo profundo. Más allá de los límites de la sombra, la hierba invernal estaba ligeramente tostada, revestida de una película brillante de verde claro. Tras los trazos enmarañados de los tallos de enredadera que se enroscaban a su alrededor, las columnas de mármol presentaban un blanco brillante. Pronto la sombra trepará por ellas, pensó Stoner, y las bases se oscurecerán, y la oscuridad ascenderá, despacio y luego más rápidamente, hasta… Se percató de que había alguien detrás de él.
Se giró en su silla y miró. Era Katherine Driscoll, la joven profesora que el último año había ido a su seminario. Desde entonces, aunque a veces se cruzaban por los pasillos y se saludaban con la cabeza, no habían vuelto a hablar. Stoner se percató de que le molestaba ligeramente este encuentro, no deseaba que le recordaran el seminario ni lo que había resultado de él. Echó la silla hacia atrás y se puso torpemente de pie.
«Señorita Driscoll», dijo con sobriedad, y se movió hacia la silla que había al lado de su mesa. Ella le miró un instante; sus ojos eran grandes y oscuros y pensó que su rostro era extraordinariamente pálido. Con un pequeño movimiento de cabeza se alejó de él y tomó la silla hacia la que Stoner se aproximaba.
Él se volvió a sentar y la observó durante un momento sin verla. Luego, consciente de que la forma de mirarla podría ser considerada grosera, intentó sonreír y murmuró una pregunta inane y automática sobre sus estudios.
Ella habló con brusquedad. «Usted… usted dijo una vez que estaría dispuesto a hacerse cargo de mi tesis cuando la comenzara».
«Sí», dijo Stoner y asintió. «Creo que lo hice. Por supuesto». Y después, por primera vez, advirtió que ella sostenía una carpeta de papeles sobre su regazo.
«Por supuesto que si está ocupado…», dijo ella vacilante.
«Para nada», dijo Stoner, intentando poner algo de entusiasmo en su voz. «Lo siento. No pretendía parecer distraído».
Ella alzó titubeante la carpeta ante él. La tomó, la sopesó y le sonrió. «Pensaba que habría avanzado más que esto», dijo.
«Así era», dijo. «Pero empecé de nuevo. Estoy tomando un nuevo rumbo, y… y le agradecería que me dijera lo que piensa».
Él le sonrió otra vez y asintió, no sabía qué decir. Se hizo un silencio incómodo durante un momento.
Por fin dijo «¿Cuándo necesita que se lo devuelva?».
Ella meneó la cabeza. «No hay prisa. Cuando tenga tiempo de echarle un vistazo».
«No quisiera retrasarla», dijo. «¿Qué le parece el viernes que viene? Con eso me daría tiempo de sobra. ¿A las tres en punto?».
Ella se levantó tan abruptamente como se había sentado. «Gracias», dijo. «No quisiera ser una molestia. Gracias». Se giró y, esbelta y erguida, salió del despacho.
Él sostuvo la carpeta en las manos durante algunos momentos, mirándola. Luego la puso sobre el escritorio y volvió a los trabajos de primero.
Eso fue un martes y durante los dos días siguientes el manuscrito permaneció intacto sobre la mesa. Por razones que no comprendía del todo no lograba decidirse a abrir la carpeta, a empezar la lectura que unos meses antes hubiese sido una tarea placentera. La observaba con cautela, como si fuera un enemigo que trataba de incitarle a una guerra a la que había renunciado.
Llegó el viernes y todavía no la había leído. La vio aguardando acusadora sobre su escritorio por la mañana cuando recogió sus libros y papeles para la clase de las ocho. Cuando regresó un poco más tarde de las nueve, casi había decidido dejar una nota en el casillero de la señorita Driscoll en la oficina principal, rogándole que le concediera otra semana. Pero resolvió echarle un vistazo rápido antes de su clase de las once y decirle algo preliminar cuando llegase aquella tarde. Sin embargo, no logró ponerse con ello y, justo cuando tenía que irse a clase, la última del día, agarró la carpeta, la metió entre sus otros papeles y corrió por el campus hasta su aula.
A mediodía, cuando acabó la clase, le retrasaron varios alumnos que necesitaban hablar con él, por lo que no fue capaz de zafarse hasta después de la una. Se dirigió, con severa determinación, hacia la biblioteca, con intención de encontrar un sitio libre y dedicar al manuscrito una hora de lectura rápida antes de la cita de las tres con la señorita Driscoll.
Pero incluso en la quietud adusta y familiar de la biblioteca, en un sitio vacío que encontró sumergido entre las estanterías, le resultaba difícil obligarse a inspeccionar los papeles que traía consigo. Abría otros libros y leía párrafos al azar, se sentaba quieto, inhalando el olor mohoso que provenía de los libros viejos. Finalmente suspiró, incapaz de retrasarlo más, abrió la carpeta y echó un vistazo precipitado a las primeras páginas.
Al principio tan sólo una esquina nerviosa de su mente registraba lo que leía, pero gradualmente las palabras iban penetrándole. Frunció el ceño y leyó con más cuidado. Y luego quedó atrapado, volvió adonde había empezado y su atención fluyó a lo largo de la página. Sí, se dijo, por supuesto. Gran cantidad del material que había redactado para el trabajo del seminario estaba contenido allí, pero arreglado, reorganizado, apuntando en direcciones que él mismo sólo había divisado por encima. Dios mío, se dijo, casi maravillándose y los dedos le temblaban de excitación mientras pasaba las páginas.
Cuando llegó a la última hoja mecanografiada se echó hacia atrás con un sentimiento de felicidad exhausta y se quedó mirando a la pared de cemento gris que tenía ante él. Aunque parecía que sólo habían pasado unos minutos desde que había empezado a leer, miró su reloj. Eran casi las cuatro y media. Se puso en pie de un salto, recogió el manuscrito a toda prisa y salió apresuradamente de la biblioteca. Aunque sabía que era demasiado tarde para que ello importara, medio corrió a través del campus hasta el Jesse Hall.
Mientras cruzaba la puerta abierta de la oficina principal de camino a su despacho, oyó su nombre. Se detuvo y asomo la cabeza al pasillo. La secretaria —una chica nueva que Lomax había contratado recientemente— le dijo recriminadamente, casi con insolencia: «La señorita Driscoll vino a verle a las tres en punto. Esperó casi una hora».
Él asintió, le dio las gracias y se dirigió con más calma a su despacho. Se dijo que no importaba, que podría devolverle el manuscrito el lunes y pedirle disculpas. Pero la excitación que había sentido cuando terminó de leerlo no amainaba y deambulaba sin cesar por su despacho. De vez en cuando paraba y movía la cabeza para sí. Finalmente se acercó a la estantería, buscó un rato y extrajo un panfleto delgado con la cubierta manchada por letras negras: Directorio de miembros y personal, Universidad de Missouri. Encontró el nombre de Katherine Driscoll, no tenía teléfono. Anotó su dirección, recogió el manuscrito y salió de su despacho.
A unas tres cuadras del campus, hacia el centro, un racimo de grandes casas antiguas habían sido convertidas, unos años antes, en apartamentos, ocupados éstos por alumnos veteranos, profesores noveles, personal de la universidad y algunos vecinos. La casa en la que vivía Katherine Driscoll estaba en medio de todas ellas. Era un enorme edificio de tres plantas de piedra gris, con una compleja variedad de entradas y salidas, con torretas, ventanales y balcones proyectándose hacia afuera y hacia arriba por todos lados. Finalmente Stoner encontró el nombre de Katherine Driscoll en un buzón junto al edificio desde el que un pequeño tramo de escalones de cemento descendía hasta la puerta del sótano. Dudó un momento, luego llamó.
Cuando Katherine Driscoll le abrió la puerta, William Stoner casi no la reconoció, se había peinado hacia atrás y se había recogido el pelo descuidadamente arriba, en la nuca, por lo que quedaban desnudas sus pequeñas orejas rosas y blanquecinas. Llevaba gafas de montura negra, tras las cuales sus ojos oscuros parecían grandes y asustados. Llevaba puesta una camisa masculina, con cuello abierto, y unos pantalones oscuros que la hacían parecer más esbelta y grácil de lo que él recordaba.
«Yo… siento no haber acudido a nuestra cita», dijo Stoner cohibido. Extendió la carpeta hacia ella. «Pensé que podría necesitarlo este fin de semana».
Durante algunos instantes ella no dijo nada. Le miró inexpresivamente, mordiéndose el labio inferior. Se echó hacia atrás. «¿Quiere pasar?».
La siguió a través de un recibidor muy corto y angosto hasta una habitación diminuta, de techo bajo y oscuro. Había una cama baja y estrecha que servía de sofá con una mesa larga enfrente, una única silla tapizada, un escritorio pequeño con su silla y una estantería llena de libros en una pared. Había algunos libros abiertos por el suelo y papeles esparcidos por el escritorio.
«Es muy pequeño», dijo Katherine Driscoll, deteniéndose a recoger uno de los libros del suelo, «pero no necesito mucho espacio».
Se sentó en la silla tapizada enfrente del sofá. Le preguntó si quería un café y él contestó que sí. Se metió en la pequeña cocina adjunta al salón y él se relajó y observó a su alrededor, escuchando los callados sonidos que ella hacía moviéndose por la cocina.
Trajo el café en delicadas tazas de porcelana sobre una bandeja negra, que depositó en la mesa de delante del sofá. Sorbieron el café y charlaron forzadamente un rato. Entonces Stoner habló de la parte del manuscrito que había leído y el entusiasmo que había sentido antes, en la biblioteca, volvió a invadirle. Inclinado hacia delante, habló con vehemencia.
Durante muchos minutos ambos fueron capaces de hablarse inconscientemente, resguardados al abrigo de su discurso. Katherine Driscoll estaba sentada en el extremo del sofá, con ojos destellantes, cruzando y descruzando sus finos dedos sobre la mesa del café. William Stoner arrimó su silla hacia adelante y se movió resueltamente hacia ella. Estaban tan próximos que podría haber alargado la mano y tocarla.
Hablaron de los problemas suscitados en los primeros capítulos de su trabajo, de hacia dónde debería progresar la investigación, de la importancia del tema.
«No debe abandonarlo», dijo él, y su voz adquirió una urgencia que no podía comprender. «No importa lo difícil que pueda parecer en ocasiones, no debe abandonarlo. Es demasiado bueno para que lo abandone. Oh, es bueno, no hay duda de ello».
Ella permanecía en silencio y por un instante el ánimo se disipó de su rostro. Se inclinó hacia atrás, desvió la vista de él y dijo, como ausente: «El seminario, algunas de las cosas que dijo, fueron de gran ayuda».
Él sonrió y movió la cabeza. «Usted no necesitaba aquel seminario. Pero estoy encantado de que pudiera asistir. Estuvo bien, creo».
«¡Oh, es vergonzoso!», estalló. «Es vergonzoso. El seminario… usted fue… tuve que ponerme con ello, después del seminario. Es vergonzoso lo que ellos…», hizo una pausa, furiosamente confusa e irritada, se levantó del sofá y se dirigió nerviosa al escritorio.
Stoner, sorprendido por su arranque, se quedó callado un rato. Luego dijo: «No se preocupe. Son cosas que pasan. Todo se solucionará. De verdad que no tiene importancia».
Y de repente, después de decir esas palabras, el asunto dejó de ser importante. Por un instante percibió la verdad de lo que había dicho y, por primera vez en meses, sintió que se quitaba el peso de una desesperanza de cuya opresión no había sido del todo consciente. Medio mareado, casi riendo, repitió: «De verdad que no tiene importancia».
Pero algo incómodo había surgido entre ellos y ya no podían hablar con tanta libertad como lo habían hecho hacía unos momentos. Stoner no tardó en levantarse, dio las gracias por el café y empezó a marcharse. Ella le acompañó hasta la puerta y pareció casi lacónica cuando le dio las buenas tardes.
Fuera estaba oscuro y el frío primaveral se sentía en el aire de la noche. Respiró profundamente y sintió que su cuerpo hormigueaba con el frescor. Más allá del horizonte dentado conformado por las casas de apartamentos las luces de la ciudad relucían sobre una fina niebla que flotaba en el aire. En la esquina una farola embestía débilmente contra la oscuridad cerrada que la rodeaba. Al otro lado de la oscuridad el sonido de las risas demoradas y muertas rompía abruptamente el silencio. La neblina retenía el olor del humo de la hojarasca quemada en los patios traseros y, mientras caminaba lento en medio de la noche, oliendo la fragancia y paladeando el áspero aire nocturno, le pareció que el instante en el que entraba era suficiente y que no necesitaría mucho más.
Y así tuvo su aventura amorosa.
Conocer sus sentimientos hacia Katherine Driscoll fue algo que le llegó despacio. Se descubrió inventando pretextos para acudir a su apartamento por las tardes; se le ocurría el título de un libro o de un artículo, lo anotaba, y deliberadamente evitaba verla por los pasillos del Jesse Hall de manera que pudiese dejarse caer por su casa por la tarde para darle el título, tomar un café y charlar. Una vez pasó medio día en la biblioteca buscando una referencia que pudiera reforzar un argumento que él juzgaba dudoso en el segundo capitulo; en otra ocasión transcribió laboriosamente un fragmento de un manuscrito latino poco conocido, del cual la biblioteca guardaba una fotocopia, gracias a lo cual pudo pasar varias tardes con ella ayudándola con la traducción.
Durante las tardes que pasaban juntos Katherine Driscoll era cortés, afable y reservada. Estaba discretamente agradecida por el tiempo e interés que él demostraba hacia su trabajo y esperaba no estar distrayéndole de otras cosas más importantes. No se le ocurrió que ella pudiera ver en él otra cosa que un profesor interesado a quien admiraba y cuya ayuda, aunque amable, iba un poco más allá de sus obligaciones. Se veía a sí mismo como una figura algo ridícula, alguien en quien nadie se interesaría más allá de lo impersonal, así que cuando admitió sus sentimientos hacia Katherine Driscoll fue extremadamente cuidadoso en no mostrarlos de ninguna manera que pudiera ser fácilmente interpretable.
Durante más de un mes se dejó caer por su apartamento dos o tres veces por semana, quedándose no más de dos horas cada vez. Temía que ella se hartara de sus continuas reapariciones, por lo que procuraba acudir sólo cuando estaba seguro de que sería una ayuda genuina para su trabajo. Con cierto oscuro regocijo se daba cuenta de que preparaba sus visitas con la misma diligencia que preparaba sus clases y se dijo que eso sería suficiente, que se contentaría sólo con verla y hablar mientras ella soportara su presencia.
Pero a pesar de sus cuidados y su esfuerzo las tardes que pasaban juntos se hicieron más y más tensas. Durante largos ratos se encontraban sin nada que decir sorbiendo los cafés y desviando la vista el uno del otro, decían: «Bueno…», con voz indecisa y cautelosa, y hallaban razones para moverse sin cesar por la habitación, lejos uno del otro. Con una tristeza cuya intensidad no hubiese esperado, Stoner se dijo a sí mismo que sus visitas se estaban convirtiendo en una molestia para ella pero que la delicadeza le impedía hacérselo saber. Como sabía lo que tendría que acabar haciendo, tomo la decisión: se iría alejando de ella gradualmente de manera que no advirtiera que él había notado su incomodidad, como si le hubiese dado ya toda la ayuda que podía.
Se pasó por su apartamento sólo una vez la semana siguiente y la siguiente se abstuvo de visitarla por completo. No había anticipado la lucha que mantendría consigo mismo. Por las tardes se quedaba en su despacho, conteniéndose casi físicamente de levantarse de la mesa, salir afuera y dirigirse hasta su apartamento. Una o dos veces la vio de lejos, por los pasillos, mientras corría de una clase a otra. Él se giraba y caminaba en otra dirección para así evitarla.
Después de un tiempo una especie de aturdimiento se apoderó de él y se dijo que todo iría bien, que en unos pocos días sería capaz de verla por los pasillos, saludarla y sonreír, tal vez incluso detenerla un momento y preguntarle cómo iba con el trabajo.
Entonces, una tarde en la oficina principal, mientras retiraba el correo de su casillero, escuchó a un joven profesor comentando con otro que Katherine Driscoll estaba enferma y que no había acudido a clase los últimos dos días. Y el aturdimiento le abandonó; sintió un dolor agudo en el pecho y su resolución y fuerza de voluntad desaparecieron. Caminó agitadamente hacia su despacho y buscó con cierta desesperación en la biblioteca, eligió un libro y salió. Para cuando llegó al apartamento de Katherine Driscoll estaba sin aliento, por lo que tuvo que esperar un rato frente a su puerta. Adoptó una sonrisa en su semblante que esperaba resultase informal, la fijó ahí y llamó a la puerta.
Ella estaba incluso más pálida de lo habitual y tenía manchas oscuras alrededor de los ojos, vestía una bata lisa azul oscuro y tenía el pelo austeramente recogido hacia atrás.
Stoner era consciente de que decía tonterías de forma atropellada, pero era incapaz de detener el flujo de sus palabras. «Hola», dijo con alegría, «oí que estaba enferma y pensé en darme una vuelta para ver cómo estaba. Tengo un libro que podría serle de ayuda, ¿está usted bien? No quisiera…». Escuchaba cómo los sonidos caían de su sonrisa forzada y no podía dejar de buscar con los ojos su cara.
Cuando por fin se calló, ella se echó hacia atrás y dijo con calma: «Pase».
Una vez dentro del pequeño salón-dormitorio la necedad de sus nervios desapareció. Se sentó en la silla de enfrente de la cama y sintió surgir un reconocible bienestar cuando Katherine Driscoll se sentó delante de él. Durante un instante ninguno dijo nada.
Por fin ella preguntó: «¿Quiere café?».
«No se moleste», dijo Stoner.
«No es molestia». Su voz era brusca y tenía ese tono impaciente que había oído con anterioridad. «Sólo tengo que calentarlo».
Fue a la cocina. Stoner, solo en la pequeña estancia, miraba abatido a la mesa del café diciéndose que no debería haber ido. Pensaba en la insensatez que llevaba a los hombres a hacer las cosas que hacían.
Katherine Driscoll regresó con la cafetera y dos tazas; vertió el café y ambos se sentaron observando el vapor que salía del líquido negro. Ella tomó un cigarrillo de un paquete arrugado, lo encendió, y fumó nerviosa durante un rato. Stoner recordó el libro que había traído con él y de que todavía lo tenía asido. Lo puso sobre la mesa del café, entre ambos.
«Quizás no esté para ello», dijo, «pero he encontrado algo que podría serle de ayuda, y pensé…».
«No le he visto durante casi dos semanas», dijo apagando el cigarrillo, retorciéndolo ferozmente en el cenicero.
Se quedó perplejo. Dijo distraídamente: «He estado muy ocupado… tantas cosas…».
«No importa», dijo. «De verdad que no. No debería haber…». Se frotó la frente con la palma de la mano.
Él la miró con preocupación, pensó que tal vez tuviera fiebre. «Siento que esté enferma. Si hay algo que yo pueda…».
«No estoy enferma», dijo. Y añadió en un tono que era tranquilo, especulativo y casi apático: «Soy desesperadamente, desesperadamente infeliz».
Y él todavía no lo comprendió. La desnuda agudeza del sonido le penetró como un puñal. Se alejó un poco de ella. Dijo confuso: «Lo siento. ¿Me lo quiere contar? Si hay algo que pueda hacer…».
Ella levantó la cabeza. Sus rasgos era afilados, pero sus ojos estaban brillantes, bañados en lágrimas. «No tenía intención de violentarle. Lo siento. Debe pensar que soy muy tonta».
«No», dijo. La miró un momento más, su cara pálida parecía mantenerse inexpresiva por un esfuerzo de la voluntad. Luego observó las largas manos huesudas que tenía entrelazadas sobre las rodillas; los dedos eran romos y pesados y los nudillos parecían bultos blancos sobre la carne morena.
Por fin dijo él, pesada y lentamente: «En muchos aspectos soy un hombre ignorante, soy yo el tonto, no usted. No vine a verla porque pensaba… sentía que me estaba convirtiendo en una molestia. Tal vez no fuera cierto».
«No», dijo. «No, no era cierto».
Todavía sin mirarla, prosiguió: «Y no quería incomodarla con tener que lidiar con… con mis sentimientos hacia usted, los cuales, lo sé, tarde o temprano, se harían evidentes si continuaba viéndola».
Ella no se movió, dos lágrimas le brotaron de las pestañas y le cayeron por las mejillas. No se las limpió.
«Tal vez he sido egoísta. Sentía que nada saldría de esto sino incomodidad para usted e infelicidad para mí. Usted conoce mis… circunstancias. Me parecía imposible que usted pudiera… que usted pudiera sentir por mí algo que no fuese…».
«Calla», dijo, con suave determinación. «Oh, cariño, calla y ven aquí».
Se sintió temblar. Tan torpe como un niño rodeó la mesa del café y se sentó junto a ella. A tientas, confusos, se tocaron, se enredaron en un abrazo torpe y tenso y durante largo rato permanecieron sentados juntos sin moverse, como si cualquier movimiento pudiese dejar escapar de ellos la cosa extraña y terrible que agarraban con las manos.
Sus ojos, que él había creído marrón oscuro o negros, eran de un violeta intenso. A veces atrapaban la débil luz de una lámpara de la habitación y resplandecían húmedos al girar la cabeza a uno u otro lado. Sus ojos variaban de color al moverse por lo que, incluso en reposo, parecían no estar nunca quietos. Su piel, que en la distancia parecía fría y pálida, ocultaba un cálido tono rubicundo como el de un destello fluyendo bajo un trasluz lechoso. Y como la carne traslúcida, la paz, el porte y la reserva que había pensado que la definían, enmascaraban un calor, una alegría y un humor cuya intensidad era posible por la apariencia que la disfrazaba.
En su año cuarenta y tres de vida, William Stoner aprendió lo que otros, mucho más jóvenes, habían aprendido antes que él: que la persona que uno ama al principio no es la persona que uno ama al final, y que el amor no es un fin sino un proceso a través del cual una persona intenta conocer a otra.
Ambos eran muy tímidos y se fueron conociendo despacio, a tientas; se acercaban y se separaban, se tocaban y se retiraban, sin que ninguno quisiera imponer al otro más de lo que le fuese grato. Día a día caían las capas de reserva que los protegían, por lo que finalmente fueron como son los extraordinariamente tímidos: cada uno abierto al otro, sin protección, perfectamente cómodos y sin conciencia de sí mismos.
Casi cada tarde, cuando acababan sus clases, iba al apartamento. Hacían el amor, y hablaban, y hacían el amor otra vez, como niños que no pensaban cansarse de su juego. Los días primaverales se alargaron y ambos anhelaban la llegada del verano.