11

UNAS semanas después de que empezara el semestre de otoño de 1932, William Stoner tenía claro que había fracasado en la batalla por mantener a Charles Walker alejado del programa de graduación de inglés. Después de las vacaciones de verano Walker regresó al campus como si entrara triunfante en un estadio y cuando vio a Stoner por los pasillos del Jesse Hall inclinó la cabeza con una reverencia irónica y le sonrió maliciosamente. Stoner sabía por Jim Holland que el decano Rutherford había retrasado la votación del oficio del año anterior de manera que al final se había decidido que se permitiría que Walker se examinara oralmente de nuevo, siendo los examinadores elegidos por el jefe de departamento.

La batalla por lo tanto había terminado y Stoner estaba dispuesto a reconocer su derrota, pero la lucha no había llegado a su fin. Cuando Stoner se encontraba con Lomax por los pasillos o en las reuniones de departamento o en actos de la facultad, le hablaba como le había hablado siempre, como si nada hubiera sucedido entre ellos. Pero Lomax no respondía a sus saludos, le miraba con frialdad y apartaba la vista, como para hacer notar que no habría reconciliación.

Un día a finales de otoño Stoner entró casualmente en la oficina de Lomax y se detuvo ante su mesa durante algunos minutos hasta que, a su pesar, Lomax le miró, apretando los labios y con la mirada dura.

Cuando se percató de que Lomax no iba a hablar, Stoner dijo embarazosamente: «Mira, Holly, ya está hecho y acabado, ¿podemos olvidarlo ya?».

Lomax le miró fijamente.

Stoner continuó: «Tuvimos un desacuerdo, pero eso no es extraño. Eramos amigos antes, y no veo razón…».

«Nunca hemos sido amigos», dijo claramente Lomax.

«Muy bien», dijo Stoner. «Pero al menos nos llevábamos bien. Podemos mantener las diferencias que tengamos, pero por el amor de Dios, no hay necesidad de ir aireándolas. Hasta los alumnos lo están empezando a notar».

«Y me parece bien que lo hagan», dijo Lomax con rencor, «ya que uno de ellos casi ve su carrera arruinada. Un estudiante brillante, cuyo único crimen fue su imaginación, un entusiasmo y una integridad que le hicieron entrar en conflicto con usted… y, sí, puedo también decir… un desafortunado defecto físico que hubiera despertado conmiseración en un ser humano normal». En su mano derecha sana Lomax sostenía un lápiz que temblaba ante él. Casi horrorizado Stoner comprobó que Lomax era terrible e irrevocablemente sincero. «No», continuó Lomax apasionadamente, «eso no puedo perdonárselo».

Stoner trató de restar acidez a su voz. «No es una cuestión de perdonar. Es simplemente cuestión de comportarse el uno con el otro de forma que no resulte demasiado incómodo para los alumnos y el resto de miembros del departamento».

«Voy a ser muy franco con usted, Stoner», dijo Lomax. Su enfado se había serenado y su voz era templada, desapasionada. «No creo que esté preparado para ser profesor; ninguna persona cuyos prejuicios pasan por encima de sus talentos y su aprendizaje lo está. Tal vez le despediría si pudiera hacerlo, pero no está en mi mano, como ambos sabemos. Estamos… Está protegido por el sistema de cargos. Debo aceptarlo. Pero no tengo por qué ser hipócrita. No quiero tener nada que ver con usted. Nada en absoluto. Y no fingiré otra cosa».

Stoner le miró fijamente durante unos segundos. Luego meneó la cabeza. «Muy bien, Holly», dijo abatido. Y decidió marcharse.

«Sólo un momento», le llamó Lomax.

Stoner se giró. Lomax miraba intensamente varios papeles sobre su mesa, su rostro estaba rojo y parecía luchar consigo mismo. Stoner advirtió que lo que veía no era enojo sino vergüenza.

Dijo Lomax: «En lo sucesivo, si quiere verme por asuntos del departamento pida cita a la secretaria». Y a pesar de que Stoner se quedó mirándole un rato más, Lomax no levantó la cabeza. Una ligera contorsión cruzó su cara, luego se quedó callado. Stoner salió de la oficina.

Y durante más de veinte años ninguno de los dos hombres se volvería a dirigir la palabra directamente.

Era —Stoner se dio cuenta después— inevitable que los alumnos se vieran afectados. Incluso si hubiera logrado persuadir a Lomax de guardar las formas, a la larga no habría podido protegerles de la intencionalidad de la batalla.

Antiguos alumnos suyos, incluso alumnos a los que había conocido bien, empezaron a saludarle con la cabeza y a hablarle cohibidamente, incluso de manera furtiva. Algunos eran ostensiblemente cordiales, desviándose de su camino para acercarse a saludarle o para que les vieran hablando con él por los pasillos. Pero ya no tenía con ellos la afinidad que tuvo en su día. Él era ahora una figura especial y se dejaban ver con él, o no, por algún motivo concreto.

Llegó a sentir que su presencia era embarazosa tanto para sus amigos como para sus enemigos, por lo que cada vez más procuró estar solo.

Una especie de letargo se apoderó de él. Daba las clases tan bien como podía, aunque la rutina fija que requerían las de primero y segundo le robaban el entusiasmo y le dejaban exhausto y aturdido al final de la jornada. Rellenaba como podía los largos huecos entre clases con conferencias de estudiantes, revisando con esmero los trabajos de los alumnos, quedándoselos hasta que se ponían nerviosos e impacientes.

El tiempo transcurría despacio para él. Intentó pasar más horas de ese tiempo en casa con su mujer y su hija, pero debido a su extraño horario carecía de una rutina fija y eso afectaba al estado de ánimo diario de Edith. Descubrió —no le sorprendió— que su presencia habitual enojaba a su esposa, que se ponía nerviosa, callada y, a veces, físicamente enferma. Y no conseguía ver a Grace con frecuencia cuando estaba en casa. Edith había organizado con esmero los días de su hija; su único tiempo libre era por las noches, y Stoner tenía clase a última hora cuatro noches a la semana. Cuando acababa la clase Grace solía estar ya en la cama.

Así que continuó viendo a Grace brevemente por las mañanas. En el desayuno permanecía a solas con ella únicamente el poco rato que le llevaba a Edith recoger los platos y ponerlos en remojo en la pila de la cocina. Observaba cómo crecía su cuerpo, una tosca belleza asomó en sus extremidades y la inteligencia brotaba en sus ojos tranquilos y en su rostro despierto. De vez en cuando sentía que quedaba algo de cercanía entre ellos, una cercanía que ninguno de los dos podía permitirse admitir.

Al final retomó el viejo hábito de pasar la mayor parte del tiempo en su despacho del Jesse Hall. Se decía que debía de estar agradecido por tener la oportunidad de leer en soledad, libre de la presión de tener que preparar clases en concreto, libre de direcciones predeterminadas en su aprendizaje. Intentaba leer al azar, por propio placer e indulgencia, muchas de las cosas que había estado años esperando poder leer. Pero la mente no le dejaba ir donde él quería, desviaba la atención de las páginas que tenía delante y cada vez más a menudo, se encontraba a sí mismo mirando inexpresivamente al frente, a la nada. Era como si de un momento a otro su mente se hubiese vaciado de todo lo que sabía, como si se le extrajera la voluntad a su vigor. Se sentía a veces como algún tipo de vegetal y anhelaba que algo —incluso dolor— le zahiriese para devolverle a la vida.

Había llegado a ese punto en el que le asaltaba, con intensidad creciente, una cuestión de una simplicidad tan aplastante que carecía de recursos para afrontarla. Se empezó a preguntar si su vida merecía la pena, si alguna vez la había merecido. Era una duda, sospechaba, que le llegaba a todo el mundo tarde o temprano. Se preguntaba si a los demás les sobrevenía con la misma fuerza impersonal que le llegaba a él. La cuestión le sumía en la tristeza, pero era una tristeza general que —pensaba— tenía poco que ver con él o con su particular destino, ni siquiera estaba seguro de que la cuestión naciera de las causas más recientes y obvias que habían trastornado su vida. Provenía, pensaba, de su mayor edad, de la cantidad de accidentes y circunstancias y de lo que había logrado entender sobre ellos. Hallaba un gusto siniestro e irónico en la posibilidad de que, con la poca formación que se había procurado, se las había arreglado para llegar a una certeza: que a la larga todas las cosas, incluso el conocimiento que le permitía saber esto, eran fútiles y vacías y que al final empequeñecían hasta convertirse en una nada donde ya no cambiaban.

Una vez, después de la clase de la tarde, regresó a su despacho y se sentó a la mesa, intentando leer. Era invierno y había caído una nevada durante el día, por lo que la puerta exterior estaba cubierta de blanca suavidad. La oficina estaba sobrecalentada, abrió la ventana cercana a la mesa para que el aire frío entrara en la habitación cerrada. Respiró profundamente y dejó que sus ojos vagaran por el suelo blanco del campus. En un impulso encendió la luz de su escritorio y se sentó en la caliente oscuridad de su despacho, el aire frío le llenaba los pulmones y se inclinó hacia la ventana abierta. Escuchó el silencio de la noche invernal y le pareció que de algún modo percibía sonidos absorbidos por el delicado e intrincado ser celular de la nieve. Nada se movía sobre la blancura, era una escena muerta que parecía tirar de él para absorber su consciencia justo mientras extraía el sonido del aire y lo enterraba bajo una fría y blanca suavidad. Se sentía atraído hacia fuera, hacia la blancura que se extendía tan lejos como le alcanzaba la vista y que era una parte de la oscuridad desde la que relucía bajo el cielo claro y sin nubes, sin altura ni profundidad. Por un instante sintió que abandonaba su cuerpo, que permanecía sentado quieto frente a la ventana y mientras sentía que se deslizaba, todo —la lisa blancura, los árboles, las altas columnas, la noche, las estrellas lejanas— parecía increíblemente pequeño y distante, como reducido hasta la nada. Luego, tras él, un radiador hizo un ruido. Se movió y la escena volvió al origen. Con un alivio curiosamente desganado, apagó de golpe la lámpara de su despacho. Tomó un libro y algunos papeles, salió de la oficina, caminó a través de los oscuros pasillos y se abrió paso a través de las dobles puertas anchas de la parte trasera del Jesse Hall. Se fue caminando despacio a casa, consciente de cada huella que crujía con ruido sordo sobre la nieve seca.