10

Y no terminó así.

Entregó las notas el lunes siguiente al viernes en el que acababa el curso. Era la parte de la enseñanza que más le desagradaba y siempre se la quitaba de en medio en cuanto podía. Suspendió a Walker y no pensó más en el asunto. Pasó la mayor parte de la semana entre ambos semestres leyendo los primeros borradores de dos tesis preparadas para su presentación final en primavera. Estaban torpemente escritas y le exigían mucha atención. El incidente con Walker desapareció de su mente.

Pero dos semanas después de que empezara el segundo semestre se lo recordaron. Encontró una mañana en su casillero una nota de Gordon Finch pidiéndole que se pasara por su oficina cuando pudiera para charlar.

La amistad entre Gordon Finch y William Stoner había llegado a un punto al que llegan todas estas relaciones si se mantienen lo suficiente: era informal, profunda y tan sigilosamente íntima que era casi impersonal. Rara vez se veían para pasar un rato juntos, a pesar de que Caroline Finch llamaba de vez en cuando a Edith. Mientras hablaban recordaban sus años de juventud y cada uno pensaba en el otro como si hubiera sido en otra época.

A su mediana edad, Finch tenía el porte ligeramente erguido del que intenta a toda costa mantener el control de su peso. Su rostro era fuerte y aún sin arrugas, aunque los carrillos se le empezaban a descolgar y la carne se le amontonaba en pliegues en la parte posterior del cuello. Su cabello era muy fino y se lo había empezado a peinar de manera que no se le notara la calvicie.

En la tarde en la que Stoner pasó por su oficina hablaron informalmente durante un rato de sus familias. Finch mantuvo la convencional ficción de que el matrimonio de Stoner era normal y Stoner manifestó la convencional incredulidad de que Gordon y Caroline pudieran ser ya padres de dos niños, el menor de los cuales iba a la guardería.

Tras intercambiar esos gestos automáticos que hablaban de su informal intimidad, Finch miró por la ventana distraídamente y dijo: «Entonces, ¿qué era de lo que te quería hablar? Oh, sí. El vicedecano de la facultad de posgrados… ha pensado, que como somos amigos, tenía que mencionártelo. Nada importante». Miró un apunte de su libro de notas. «Es sólo un alumno ofendido que opina que se le ha fastidiado en una de tus clases del pasado semestre».

«Walker», dijo Stoner. «Charles Walker».

Finch asintió. «Ése es. ¿Qué ha pasado con él?».

Stoner se encogió de hombros. «Lo más que puedo decir es que no completó ninguna de las lecturas asignadas… fue en mi seminario sobre tradición latina. Trató de falsear su trabajo final y cuando le di la oportunidad de hacer otro o bien entregar una copia de su trabajo, la rechazó. No tuve más alternativa que suspenderlo».

Finch asintió de nuevo. «Me figuraba que era algo así. Dios sabe que desearía que no me hicieran perder el tiempo con asuntos de este tipo, pero ha de comprobarse, más por tu protección que por otra cosa».

Stoner preguntó: «¿Existe alguna dificultad especial en esto?».

«No, no», dijo Finch. «Para nada. Sólo una queja. Sabes cómo son esas cosas. De hecho, Walker sacó un suficiente en la primera asignatura que cursó aquí como estudiante graduado; podría ser expulsado del curso ahora mismo si quisiéramos. Pero creo que más o menos hemos decidido dejarle hacer los exámenes orales preliminares el mes que viene y ver qué pasa. Siento tener que molestarte por esto».

Hablaron un rato sobre otros asuntos y después, justo cuando Stoner estaba a punto de irse, Finch le detuvo brevemente.

«Oh, hay algo más que quería mencionarte. El presidente del consejo por fin ha decidido que se tiene que hacer algo acerca de lo de Claremont. Por lo que supongo que a principios del año que viene seré vicedecano de artes y ciencias… oficialmente».

«Me alegro Gordon», dijo Stoner. «Ya era hora».

«Así que eso significa que tendremos nuevo jefe de departamento. ¿Tienes algo en mente?».

«No», dijo Stoner, «la verdad es que no he pensado en ello en absoluto».

«Podríamos salir del departamento y traer a alguien nuevo o podríamos nombrar a alguien de los que hay ahora jefe de departamento. Lo que intento averiguar es, si escogiéramos a alguien del departamento… Bueno, ¿a ti te interesa el trabajo?».

Stoner se lo pensó un momento. «No había pensado en ello, pero no. No, no creo que quisiera».

El alivio de Finch fue tan notorio que Stoner sonrió. «Bien. No creí que quisieras. Supondría un montón de mierda. Entretenimiento y alternar y…». Desvió la vista de Stoner. «Sé que no te interesan ese tipo de cosas. Pero desde que el viejo Sloane muriera y desde que Huggins y, cómo se llama, Cooper, se jubilaran el año pasado, tú eres el más veterano del departamento. Pero si no forma parte de tus ambiciones, entonces…».

«No», dijo Stoner definitivamente. «Probablemente sería un jefe pésimo. Ni me esperaba ni querría ese nombramiento».

«Bien», dijo Finch. «Bien. Eso simplifica mucho las cosas».

Se despidieron y Stoner no volvió a pensar en la conversación durante algún tiempo.

Los exámenes orales preliminares de Charles Walker serían a mediados de marzo. Para sorpresa de Stoner, recibió un mensaje de Finch informándole de que él sería uno de los tres miembros del comité encargado de examinarle. Recordó a Finch que él había suspendido a Walker y que éste se había tomado el suspenso como algo personal y pidió ser exonerado de esta tarea.

«Regulaciones», respondió Finch con un suspiro. «Sabes cómo es esto. El comité está formado por el tutor del candidato, un profesor que le haya tenido en un seminario de posgrado y otro de fuera de su campo de especialización. Lomax es el tutor, tú eres el único con el que ha cursado un seminario de posgrado y he elegido al nuevo, Jim Holland, para que sea el ajeno a su especialización. El decano Rutherford de la facultad de posgrado y yo estaremos presentes ex officio. Intentaré que sea lo menos doloroso posible».

Pero era una experiencia en la que no se podía evitar el dolor. Pese a que Stoner deseaba hacer las menos preguntas posibles, las normas que regían los exámenes orales preliminares eran inflexibles, cada profesor disponía de cuarenta y cinco minutos para preguntar al candidato cualquier cuestión que deseara, aunque era normal que otros profesores se sumaran.

La tarde prevista para el examen, Stoner llegó deliberadamente tarde al aula del seminario de la tercera planta del Jesse Hall. Walker estaba sentado al otro extremo de una mesa larga y pulida, los cuatro examinadores ya estaban presentes —Finch, Lomax, el nuevo, Holland y Henry Rutherford— dispuestos en una mesa ante él. Stoner cerró la puerta y tomó asiento al final de la mesa frente a Walker. Finch y Holland le saludaron con la cabeza, Lomax se hundió en la silla, miró al frente, tamborileando con los dedos, blancos y largos, sobre la superficie espejeada de la mesa. Walker miraba desde el otro lado, con la cabeza firme y alta en posición de frío desdén.

Rutherford se aclaró la garganta. «Ah, señor…», consultó una hoja de papel que tenía enfrente, «señor Stoner». Rutherford era un hombre más bien delgado, canoso y de hombros redondeados, sus ojos y cejas caían hacia el exterior, por lo que su expresión era siempre de amable desesperanza. Aunque conocía a Stoner desde hacía muchos años, nunca recordaba su nombre. Se aclaró la garganta otra vez. «Estábamos a punto de comenzar».

Stoner asintió, descansó los antebrazos sobre la mesa, entrelazó los dedos y los observó mientras la voz de Rutherford peroraba con las formalidades preliminares de los exámenes orales.

«El señor Walker se examinará…», la voz de Rutherford era un murmullo firme y continuo, «… a fin de determinar su capacidad para continuar en el programa doctoral del departamento de inglés de la Universidad de Missouri». Este era un examen que todos los candidatos al doctorado pasaban y estaba diseñado, no solamente para juzgar la aptitud general del candidato, sino también para detectar sus virtudes y defectos, de manera que en el curso siguiente pudiera ser aconsejado más provechosamente. Tres resultados eran posibles: apto, apto condicional y no apto. Rutherford describía las condiciones de estas particularidades y sin alzar la vista ejecutó la presentación ritual de los examinadores y el candidato. Luego apartó la hoja de él y miró desvalido a quienes le rodeaban.

«La costumbre es», dijo suavemente, «que el tutor de la tesis del candidato sea quien empiece a preguntar, señor», miró el papel. «Es el señor Lomax, creo, el tutor del señor Walker, de manera que…».

La cabeza de Lomax se desplazo hacia atrás como si se acabara de despertar de una siesta. Miró alrededor de la mesa, pestañeando, con una tenue sonrisa en los labios, pero su mirada era perspicaz y vigilante.

«Señor Walker, usted está preparando una disertación sobre Shelley y el ideal helenístico. No es probable que haya reflexionado sobre su tema todavía pero podría empezar dándonos los antecedentes, sus razones para escogerlo y todo eso».

Walker asintió y comenzó a hablar con presteza: «Tengo la intención de investigar el rechazo primero de Shelley del determinismo godwiniano por un ideal más o menos platónico en el ‘Himno a la belleza intelectual’, a pesar del uso maduro de este ideal, en Prometeo Desatado, como síntesis extensa de su temprano ateísmo, radicalismo, cristianismo y determinismo científico, y finalmente para recoger la decadencia de dicho ideal en un trabajo tan tardío como Hellas. Es, desde mi punto de vista, un tema importante por tres razones: primero, muestra la calidad del pensamiento de Shelley y por lo tanto nos ayuda a comprender mejor su poesía. Segundo, desvela los conflictos filosóficos y literarios principales de principios del siglo diecinueve y por lo tanto amplía nuestra comprensión y valoración de la poesía romántica. Y tercero, es una materia que puede tener una relevancia particular para nuestra propia época, época en la que afrontamos muchos de los mismos conflictos que enfrentaron a Shelley con sus contemporáneos».

Stoner escuchaba y según escuchaba crecía su asombro. No podía creer que aquélla fuera la misma persona que había participado en el seminario, a quien creía conocer. La presentación de Walker era lúcida, directa e inteligente, en ocasiones casi brillante. Lomax tenía razón, si la disertación cumplía sus promesas, sería brillante. Una esperanza, cálida y estimulante, le atenazó y se inclinó atentamente hacia adelante.

Walker habló sobre el tema de su tesis durante quizás diez minutos y luego se detuvo abruptamente. Lomax formuló enseguida otra pregunta y Walker respondió de inmediato. Gordon Finch captó la atención de Stoner y le lanzó una mirada de ligero interrogante. Stoner sonrió levemente, autodisculpándose y se encogió de hombros.

Cuando Walker se detuvo de nuevo, Jim Holland tomó la palabra. Era un joven delgado, intenso y pálido, con unos ojos azules algo protuberantes, hablaba con una lentitud deliberada, con una voz que parecía temblar siempre debido a una cohibición contrariada. «Señor Walker, un poco antes mencionó el determinismo godwiniano. Me pregunto si podría usted enlazar eso con el fenomenalismo de John Locke». Stoner recordó que Holland era un hombre del siglo dieciocho.

Hubo un momento de silencio. Walker se giró hacia Holland, se quitó las gafas redondas y las limpió; pestañeaba y miraba al vacío. Se las volvió a poner y pestañeó de nuevo. «¿Puede repetir la pregunta, por favor?».

Holland empezó a hablar, pero Lomax le interrumpió. «Jim», dijo afablemente, «¿te importa si amplío un poco la pregunta?». Se giró rápidamente hacia Walker antes de que Holland pudiera responder. «Señor Walker, al hilo de las implicaciones de la pregunta del profesor Holland… a saber, que Godwin aceptara la teoría de Locke sobre la naturaleza sensorial del conocimiento… —la tabula rasa, y todo eso— y que Godwin creyera, como Locke, que juicio y saber falseados por los accidentes de la pasión y la inevitabilidad de la ignorancia pudieran ser corregidos mediante la instrucción, dadas estas implicaciones, ¿podría comentar el principio de conocimiento de Shelley —específicamente, el principio de belleza, enunciado en las estrofas finales de Adonais?».

Holland se reclinó en la silla, con la perplejidad dibujada en el semblante. Walker asintió y dijo rápidamente: «Pese a que las estrofas iniciales de Adonais, tributo de Shelley a su amigo y compañero John Keats, son convencionalmente clásicas, con sus alusiones a la madre, las horas, a Urania y todo eso, y con sus invocaciones repetitivas… el momento realmente clásico no aparece hasta las estrofas finales que son, en efecto, un himno sublime al eterno Principio de Belleza. Si por un instante, prestamos atención a estos famosos versos:

La vida, como una cúpula de cristales multicolores,

tiñe el blanco resplandor de la eternidad,

hasta que la muerte la destroza en pedazos.

El simbolismo implícito en estos versos no está claro hasta que tomamos los versos en su contexto. El Uno permanece, Shelley escribe unos pocos versos antes, lo mucho cambia y pasa. Y nos recuerda a los versos igualmente famosos de Keats,

‘Belleza es verdad, verdad Belleza’, —eso es todo—

lo sabéis en la tierra, y todos necesitáis saberlo.

El principio, por lo tanto, es la Belleza, pero la Belleza es también conocimiento. Y esto es una concepción que tiene sus raíces en…».

La voz de Walker prosiguió, fluida y segura de sí misma, las palabras emergían desde su boca, que se movía veloz como si… Stoner se espantó, y la esperanza que había surgido en él murió tan abruptamente como había nacido. Durante un momento se sintió casi físicamente enfermo. Bajó la vista hacia la mesa y vio entre sus brazos la imagen de su rostro reflejada en la superficie de nogal abrillantada. La imagen era oscura y no podía distinguir sus propios rasgos, era como si vislumbrara un fantasma insustancial salir de la materia, acudiendo hacia él.

Tras la interrupción de Lomax, Holland tomó la palabra. Fue, admitió Stoner, una actuación magistral, discreta, con mucho encanto y sentido del humor, Lomax lo controlaba todo. A veces cuando Holland hacía una pregunta, Lomax fingía un asombro genuino y pedía una aclaración. Otras veces, disculpándose por su propio entusiasmo, continuaba alguna de las preguntas de Holland con una especulación suya, metiendo a Walker en el debate, para que pareciera que era realmente partícipe. Replanteó preguntas —siempre con disculpas—, cambiándolas de manera que la intención original se perdiera con la elucidación. Implicaba a Walker en lo que parecían ser elaborados argumentos teóricos, cuando era él quien lo explicaba casi todo. Y finalmente, siempre disculpándose, cortó preguntas de Holland con preguntas suyas que llevaban a Walker adonde él quería.

Durante este tiempo Stoner no habló. Escuchaba la charla que se arremolinaba a su alrededor, observaba el rostro de Finch, que se había convertido en una pesada máscara, miraba a Rutherford, que permanecía sentado con los ojos cerrados, moviendo la cabeza, y miraba el azoramiento de Holland, el desdén respetuoso de Walker y la animación ferviente de Lomax. Estaba esperando hacer lo que sabía que tenía que hacer, y lo hacía con un temor, un malestar y un pesar que crecían en intensidad a cada minuto que pasaba. Le gustaba que ninguna mirada se cruzara con la suya cuando los observaba.

Por fin el turno de preguntas de Holland se terminó. Como si él participara de algún modo del temor que sentía Stoner, Finch observaba su reloj y asentía. No hablaba.

Stoner respiró hondo. Todavía mirando el fantasma de su rostro en la superficie brillante de la mesa, dijo inexpresivamente: «Señor Walker, voy a formularle algunas preguntas sobre literatura inglesa. Son preguntas sencillas que no requerirán de respuestas elaboradas. Empezaré por lo antiguo y proseguiré cronológicamente, mientras el tiempo me lo permita. ¿Podría empezar describiéndome los principios de la versificación anglosajona?».

«Sí, señor», dijo Walker. Su semblante era inescrutable. «Para empezar, los poetas anglosajones, los que existían en los años oscuros, carecieron de las ventajas de la sensibilidad de la que gozaron poetas posteriores de la tradición inglesa. De hecho, diría que su poesía se caracteriza por su primitivismo. De todas formas, dentro de este primitivismo hay un potencial, aunque quizás oculto para algunas miradas, hay un potencial subyacente de sentimiento que va a caracterizar…».

«Señor Walker», dijo Stoner, «le he preguntado por los principios de la versificación. ¿Me los puede decir?».

«Bueno, señor», dijo Walker, «es muy tosca e irregular. La versificación, quiero decir».

«¿Es todo lo que puede decirme sobre ella?».

«Señor Walker», dijo Lomax rápidamente —un poco violento, pensó Stoner—, «esta tosquedad de la que nos habla… podría concretarla, dar las…».

«No», dijo Stoner con firmeza sin mirar a nadie. «Quiero una respuesta a la pregunta. ¿Es eso todo lo que puede decirme sobre la versificación anglosajona?».

«Bien, señor», dijo Walker, sonrió, y la sonrisa se convirtió en una risa nerviosa. «Francamente, aún no he cursado la asignatura de anglosajón y dudo si discutir sobre estos asuntos sin ese fundamento».

«Muy bien», dijo Stoner. «Obviemos la literatura anglosajona, ¿podría nombrarme alguna obra de teatro medieval que ejerciera alguna influencia en la aparición del teatro renacentista?».

Walker asintió: «Por supuesto, todas las obras de teatro medievales, a su manera, conducen hacia la gran culminación del Renacimiento. Es difícil percatarse de que en el terreno baldío de la Edad Media florecerían, tan sólo unos pocos años después, los dramas de Shakespeare y…».

«Señor Walker, le estoy formulando preguntas simples. Debo insistir en que dé respuestas simples. Simplificaré la pregunta aún más. Nombre tres obras de teatro medievales».

«¿Alta o Baja, señor?». Se había quitado las gafas y les estaba sacando brillo con fruición.

«Las tres que quiera, señor Walker».

«Hay tantas», dijo Walker. «Es difícil… está Everyman…».

«¿Puede nombrar alguna otra?».

«No señor», dijo Walker. «Debo admitir mi insuficiencia en las áreas que usted…».

«¿Puede nombrar cualquier otro título, sólo el título, de cualquier obra literaria de la Edad Media?».

A Walker le temblaban las manos. «Como he dicho, señor, debo admitir mi insuficiencia en…».

«Entonces vayamos al Renacimiento. ¿Con qué género se siente más seguro en este periodo, señor Walker?».

«Con…», Walker vaciló y a su pesar miró suplicante a Lomax, «la lírica, señor. O… el teatro. El teatro quizá».

«El teatro entonces. ¿Cuál fue la primera tragedia en verso blanco en inglés, señor Walker?».

«¿La primera?», Walker se humedeció los labios. «Los estudiosos están divididos en esta cuestión, señor. Dudaría en…».

«¿Puede nombrar cualquier obra de teatro significativa antes de Shakespeare?».

«Claro, señor», dijo Walker. «Tenemos a Marlowe… el verso poderoso».

«Nombre algunas obras de Marlowe».

Con esfuerzo Walker se recompuso. «Tenemos, por supuesto, la justamente famosa Doctor Fausto. Y… y el… El judío de Malfi».

«Faustus y El judío de Malta. ¿Puede nombrar alguna más?».

«Francamente, señor, ésas son las únicas dos obras que he tenido la oportunidad de releer en el último año o así. Por lo que preferiría no…».

«Muy bien. Dígame algo sobre El judío de Malta».

«Señor Walker», gritó Lomax. «Si se me permite ampliar un poco la pregunta. Si usted…».

«¡No!», dijo Stoner severo, sin mirar a Lomax. «Quiero respuestas a mis preguntas. ¿Señor Walker?».

Walker dijo desesperado: «El verso poderoso de Marlowe».

«Olvidemos el verso poderoso», dijo Stoner exasperado. «¿Qué sucede en la obra?».

«Bien», dijo Walker un poco violento, «Marlowe ataca el problema del antisemitismo tal y como se manifestaba a principios del siglo dieciséis. La simpatía, incluso podría decir, la profunda simpatía…».

«Olvídelo, señor Walker. Pasemos a…».

Lomax gritó: «¡Deje que el candidato responda la pregunta! Dele tiempo para responder al menos».

«Muy bien», dijo Stoner mansamente. «¿Desea continuar con su respuesta, señor Walker?».

Walker dudó unos instantes. «No, señor», dijo.

Stoner prosiguió implacable su interrogatorio. Lo que había sido enfado y desafuero que afectaba tanto a Walker como a Lomax se tornó en una especie de piedad y arrepentimiento enfermizo que les afectaba también. Al cabo de un rato a Stoner le parecía haber salido de sí mismo. Era como si escuchara una voz hablando y hablando, impersonal y mortífera.

Por fin escuchó a la voz decir: «Muy bien, señor Walker. Su periodo de especialización es el siglo diecinueve. Parece saber poco sobre la literatura de los siglos precedentes. Quizá se sienta más cómodo entre los poetas románticos».

Intentaba no mirar a Walker a la cara, pero no podía evitar que sus ojos se alzaran de cuando en cuando para ver el gesto circunspecto y redondo que le observaba con una malevolencia fría y pálida. Walker asintió lacónicamente.

«Está usted familiarizado con los poemas más importantes de Lord Byron, ¿o no?».

«Por supuesto», dijo Walker.

«¿Podría entonces encargarse de comentar Bardos ingleses y críticos escoceses?».

Walker le miró suspicazmente un instante. Luego sonrió triunfal: «Ah, señor», dijo y sacudió la cabeza vigorosamente. «Ya veo, Ahora lo veo. Intenta engañarme. Por supuesto. Bardos ingleses y críticos escoceses no es de Byron para nada. Es la famosa respuesta de John Keats a los periodistas que intentaron mancillar su reputación como poeta, tras la publicación de sus primeros poemas. Muy bueno, señor. Muy…».

«Muy bien, señor Walker», dijo Stoner agotado. «No tengo más preguntas».

Durante algunos momentos reinó el silencio en el grupo. Luego Rutherford se aclaró la garganta, barajó los papeles que tenía delante, sobre la mesa, y dijo: «Gracias, señor Walker. Si puede salir fuera un momento y esperar, el comité debatirá sobre su examen y le hará saber su decisión».

En los breves instantes que necesitó Rutherford para decir lo que tenía que decir Walker se recompuso. Se levantó y apoyó su mano tullida sobre la mesa. Sonrió al grupo casi con condescendencia. «Gracias, caballeros», dijo. «Ha sido una experiencia de lo más gratificante». Cruzó cojeando el aula y cerró la puerta al salir.

Rutherford suspiró. «Bien, caballeros, ¿hay algo que discutir?».

Otro silencio descendió sobre el aula.

Lomax dijo: «Creo que lo hizo muy bien en mi parte del examen. Y lo hizo bastante bien con Holland. Debo confesar que estuve algo decepcionado por cómo fue la última parte del examen, pero imagino que para entonces estaría cansado. Es un buen alumno, pero bajo presión no se muestra tan bueno como podría serlo». Lanzó una sonrisa vacía y dolorida a Stoner. «Y tú le presionaste un poco, Bill. Debes admitirlo. Yo voto apto».

Rutherford dijo: «¿Señor Holland?».

Holland miró de Lomax a Stoner; fruncía el ceño de asombro y le parpadeaban los ojos. «Pero… bueno, me ha parecido desastrosamente malo. No sé exactamente cómo calificarlo». Tragó incómodo. «Éste es el primer examen oral al que asisto aquí. Realmente no sé cuáles son los criterios, pero… bueno, me pareció desastrosamente malo. Dejadme pensarlo un minuto».

Rutherford asintió. «¿Señor Stoner?».

«No apto», dijo Stoner. «Es un suspenso claro».

«Oh, vamos Bill», gritó Lomax. «Estás siendo un poco duro con el chico, ¿no te parece?».

«No», dijo Stoner llanamente, con la mirada al frente. «Sabes que no, Holly».

«¿Qué quieres decir con eso?», preguntó Lomax; era como si intentara generar un sentimiento en su voz al alzarla. «Sencillamente, ¿qué quieres decir?».

«Déjalo ya, Holly», dijo Stoner cansado. «El tipo es un incompetente. No hay duda posible al respecto. Las preguntas que le he formulado eran de las que se hacen a los de primero, y no fue capaz de responder a ninguna satisfactoriamente. Y es tan vago como deshonesto. En mi seminario del último semestre…».

«¡Tu seminario!», rió Lomax lacónicamente. «Bueno, me han contado. Ése es otro tema. La cuestión es cómo lo hizo hoy. Y está claro», sus ojos se estrecharon, «está claro que hoy lo hizo muy bien hasta que la tomaste con él».

«Le hice preguntas», dijo Stoner. «Las preguntas más sencillas que se pueden imaginar. Estaba preparado para darle todas las oportunidades». Hizo una pausa y añadió con cautela: «Tú eres su tutor de tesis y es normal que ambos hayáis hablado sobre el tema de la tesis. Por lo que cuando le preguntaste sobre su tesis lo hizo muy bien. Pero más allá de eso…».

«¡Qué quieres decir!», gritó Lomax. «Estás sugiriendo que yo… que ha habido cualquier…».

«No estoy sugiriendo nada, excepto que en mi opinión el candidato no está a la altura. No puedo dar mi consentimiento a su aprobado».

«Mira», dijo Lomax. Su voz se había apaciguado y trataba de sonreír. «Entiendo que pueda tener una opinión más elevada sobre su trabajo que tú. Ha asistido a varias de mis clases y… no importa. Tengo voluntad de compromiso. Aunque creo que es demasiado severo, mi voluntad es ofrecerle un aprobado condicional. Eso significa que podría repasar durante un par de semestres y luego…».

«Bueno», dijo Holland con evidente alivio, «eso sería mejor que darle un aprobado claro. No le conozco, pero es evidente que no está preparado para…».

«Bien», dijo Lomax, sonriendo enérgicamente a Holland. «Entonces está arreglado. Ahora…».

«No», dijo Stoner. «Debo votar por el suspenso».

«Maldita sea», gritó Lomax. «¿Te das cuenta de lo que estás haciendo, Stoner? ¿Te das cuenta de lo que le estás haciendo al chico?».

«Sí», dijo Stoner tranquilo. «Lo siento por él. Le estoy privando de licenciarse, y le estoy privando de enseñar en una facultad o en una universidad. Que es precisamente lo que quiero hacer. Si fuese profesor sería un… desastre».

Lomax calló durante un momento. «¿Es tu última palabra?», preguntó con frialdad.

«Sí», dijo Stoner.

Lomax asintió. «Bien, déjame advertirte, profesor Stoner, no tengo intención de que la cosa termine aquí. Has hecho… has soltado ciertas acusaciones hoy aquí… has mostrado un prejuicio que… que…».

«Caballeros, por favor», dijo Rutherford. Parecía que iba a llorar. «Mantengamos la perspectiva. Como saben, para que el candidato sea declarado apto ha de haber unanimidad. ¿No hay manera de resolver esta diferencia?».

Nadie habló.

Rutherford suspiró. «Muy bien, entonces no tengo más alternativa que declarar que…».

«Un momento». Era Gordon Finch. Durante todo el examen había estado tan callado que los demás casi se habían olvidado de su presencia. Entonces se incorporó un poco de la silla, dirigiéndose a la parte superior de la mesa con voz cansada pero firme. «Como jefe de departamento en funciones voy a hacer una recomendación. Confío en que será acatada. Recomiendo que demoremos la decisión hasta mañana. Eso nos dará tiempo para tranquilizarnos y discutirlo».

«No hay nada que discutir», dijo Lomax acalorado. «Si Stoner quiere que…».

«He dicho mi recomendación», dijo Finch con suavidad, «y será acatada. Decano Rutherford, sugiero que le comuniquemos al candidato nuestra resolución en este caso».

Hallaron a Walker sentado cómodamente en el pasillo de fuera del aula. Sostenía un cigarrillo con negligencia en su mano derecha y miraba aburrido al techo.

«Señor Walker», le llamó Lomax renqueando hacia él.

Walker se levantó, era unos centímetros más alto que Lomax, por lo que tenía que inclinarse al hablar.

«Señor Walker, me dirijo a usted para informarle de que el comité ha sido incapaz de llegar a un acuerdo en lo referente a su examen, será informado mañana. Pero le aseguro…» su voz se alzó, «le aseguro que no tiene nada de qué preocuparse. Nada en absoluto».

Walker permaneció un instante mirando sereno a cada uno de ellos. «Les agradezco de nuevo, caballeros, su consideración». Captó la mirada de Stoner y una fugaz sonrisa le cruzó los labios.

Gordon Finch se marchó apresuradamente sin hablar con nadie, Stoner, Rutherford y Holland erraban por el aula juntos, Lomax se quedó atrás, hablando seriamente con Walker.

«Bueno», dijo Rutherford, caminando entre Stoner y Holland, «es una tarea desagradable. Da igual cómo se vea, es una tarea desagradable».

«Sí, lo es», dijo Stoner y se apartó de ellos. Descendió la escalera de mármol, siendo sus pasos más rápidos según se acercaba a la planta baja, y salió. Respiró profundamente la fragancia humeante del aire del atardecer y respiró de nuevo, como si fuera un nadador que emerge del agua. Después se fue caminado lentamente hacia su casa.

A primera hora de la tarde del día siguiente, antes de que le diera tiempo a comer, recibió una llamada de la secretaria de Gordon Finch pidiéndole que acudiera a su despacho de inmediato.

Finch esperaba impaciente cuando Stoner entró en la habitación. Se levantó e hizo una seña a Stoner para que se sentara en la silla que tenía dispuesta junto a su mesa.

«¿Tiene esto que ver con el asunto de Walker?», preguntó Stoner.

«En parte», respondió Finch. «Lomax me ha solicitado una reunión para intentar solucionar el tema. Probablemente sea desagradable. Quería hablar contigo un momento a solas, antes de que Lomax llegue». Se sentó de nuevo y durante algunos minutos se meció adelante y atrás en la silla giratoria, mirando intensamente a Stoner. Dijo abruptamente: «Lomax es un buen hombre».

«Sé que lo es», dijo Stoner. «En ciertos aspectos es el mejor del departamento».

Como si Stoner no hubiese hablado, Finch continuó: «Tiene sus problemas, pero no afloran muy a menudo; y cuando lo hacen normalmente sabe manejarlos. Es una pena que este asunto haya venido justo ahora, el momento es de lo más inoportuno. Una división en el departamento justo ahora». Finch meneó la cabeza.

«Gordon», dijo Stoner incómodo, «espero que tú no…».

Finch levantó la mano. «Espera», dijo. «Me hubiera gustado decirte esto antes. Pero es que se suponía que no debía airearlo y en realidad no estaba confirmado. Aún se supone que debo ser discreto, pero… ¿recuerdas hace unas semanas nuestra conversación sobre la jefatura del departamento?».

Stoner asintió.

«Bueno, es Lomax. Él es el nuevo jefe. Está decidido, arreglado. La sugerencia vino de arriba, pero debo decirte que yo estuve de acuerdo». Soltó una risita. «Tampoco es que estuviera en una posición como para haber dicho otra cosa. Pero aunque lo hubiese estado, habría estado de acuerdo… entonces. Ahora no estoy tan seguro».

«Ya veo», dijo Stoner pensativo. Tras unos instantes continuó: «Me alegro de que no me lo dijeras. No creo que hubiera supuesto ninguna diferencia, pero al menos no empañó el asunto».

«Maldita sea, Bill», dijo Finch. «Tienes que entenderlo. Walker me importa un comino, y Lomax, y… pero tú eres un viejo amigo. Mira, creo que en esto tienes razón. Maldita sea, sé que tienes razón. Pero seamos prácticos. Lomax se está tomando esto muy seriamente y no va a dar su brazo a torcer. Y si llegamos a un enfrentamiento también será desagradable. Lomax puede llegar a ser vengativo, lo sabes tan bien como yo. No puede despedirte, pero puede fastidiarte de casi cualquier otra manera. Y hasta cierto punto yo tendré que estar de acuerdo con él». Se rió de nuevo, amargamente. «Demonios, tendré que estar de acuerdo con él en casi todo. Si un vicedecano empieza a contradecir las decisiones de un jefe de departamento tendría que despedirle. Ahora, si Lomax se pasa de la raya le podría destituir de la jefatura, o al menos podría intentarlo. Podría lograrlo o pudiera ser que no. Pero aunque pudiera habría una lucha que dividiría al departamento, puede que incluso a la facultad, sin cuartel. Y, maldita sea…». Finch se sintió de repente avergonzado, masculló: «Maldita sea, tengo que pensar en la facultad». Miró directamente a Stoner. «¿Ves lo que quiero decir?».

Una ráfaga de simpatía, amor y cariñoso respeto hacia su viejo amigo se apoderó de Stoner. «Por supuesto que sí, Gordon. ¿Pensabas que no lo entendería?».

«Muy bien», dijo Finch. «Y hay otra cosa. No sé cómo tiene Lomax agarrado al rector por las narices y lo maneja como a un corderito. Así que puede ser aún más complicado de lo que crees. Mira, todo lo que tienes que hacer es decir que lo has reconsiderado. Puedes incluso echarme la culpa a mí… di que yo te obligué a hacerlo».

«No es una cuestión de salvar la cara, Gordon».

«Lo sé», dijo Finch. «Lo he dicho mal. Míralo así. ¿Qué nos importa Walker? Claro, lo sé, es una cuestión de principios, pero es en otro principio en lo que debes pensar».

«No es por principios», dijo Stoner. «Es Walker. Sería un desastre dejarle suelto en un aula».

«Demonios», dijo Finch cansado. «Si no lo hace aquí puede irse a cualquier otro sitio a licenciarse, así que a pesar de todo puede que acabe aquí. Puedes perder en esto, lo sabes, no importa lo que hagas. No podemos deshacernos de los Walkers».

«Tal vez no», dijo Stoner. «Pero podemos intentarlo».

Finch se quedó callado unos instantes. Suspiró. «Muy bien. No merece la pena dejar a Lomax esperando durante más tiempo. Lo mejor será solucionarlo ya». Se levantó de su escritorio y caminó hacia la puerta que conducía a la pequeña antesala. Pero al pasar junto a Stoner éste le puso la mano en el hombro, reteniéndole un momento.

«Gordon, ¿recuerdas algo que dijo una vez David Masters?».

Finch arqueó las cejas por la sorpresa. «¿Por qué mencionas a David Masters?».

Stoner miró a través del despacho, hacia la ventana, intentando recordar. «Estábamos los tres juntos, y dijo… algo sobre que la universidad era un sanatorio, un refugio en el mundo, para los desposeídos, los inválidos. Pero no hablaba de Walker. Dave hubiera pensado en Walker como… mundo, igual de irreal, igual de… La única esperanza que tenemos es no dejarle entrar».

Finch le miró durante unos momentos. Luego sonrió. «Qué hijo de puta», dijo contento. «Lo mejor será ver ya a Lomax». Abrió la puerta, hizo una seña y Lomax entró en el despacho.

Entró en el despacho tan tieso y formal que su pequeña cojera en la pierna izquierda casi era inapreciable, su bello rostro delgado era pétreo y frío y mantenía la cabeza alta, de manera que su pelo, algo largo y ondulado, casi rozaba la protuberancia que le desfiguraba la espalda a la altura del hombro izquierdo. No miró a ninguno de los hombres que estaban en el despacho con él, tomó asiento frente al escritorio de Finch y se sentó tan recto como pudo, mirando al espacio entre Finch y Stoner. Orientó su cabeza ligeramente hacia Finch.

«He pedido que nos reunamos los tres por una sencilla razón. Me gustaría saber si el profesor Stoner ha reconsiderado su malaconsejado voto de ayer».

«El señor Stoner y yo hemos discutido el asunto», dijo Finch. «Me temo que no hemos sido capaces de resolverlo».

Lomax se giró hacia Stoner y le miró, sus ojos azul pálido estaban nebulosos, como si una película translúcida hubiera caído sobre ellos. «Entonces me temo que voy a sacar a la luz algunos cargos bastantes serios».

«¿Cargos?». La voz de Finch era de sorpresa, un poco airada. «Nunca mencionaste nada sobre…».

«Lo siento», dijo Lomax. «Pero esto es necesario». Dijo a Stoner: «La primera vez que habló con Charles Walker fue cuando te solicitó admisión en tu seminario de graduación. ¿Cierto?».

«Cierto», dijo Stoner.

«No eras partidario de admitirle, ¿verdad?».

«En efecto», dijo Stoner. «La clase ya tenía doce alumnos».

Lomax miró algunas notas que sostenía en su mano derecha. «Y cuando el alumno te dijo que tenías que admitirle, lo hiciste a tu pesar, recalcando que su admisión desajustaría el seminario. ¿Cierto?».

«No exactamente», dijo Stoner. «Según recuerdo dije que uno más en la clase supondría…».

Lomax agitó la mano. «No importa. Sólo trato de establecer un contexto. Entonces, durante aquella primera conversación, ¿no cuestionó su competencia para llevar a cabo los trabajos del seminario?».

Gordon Finch dijo cansadamente: «Holly, ¿adónde nos lleva todo esto? ¿A qué viene…?».

«Por favor», dijo Lomax. «He dicho que tengo cargos que aportar. Debes dejarme que los desarrolle. Ahora. ¿No cuestionaste su competencia?».

Stoner dijo con calma: «Le hice algunas preguntas, sí, para ver si sería capaz de realizar el curso».

«¿Y te satisfizo?».

«No estuve seguro, creo», dijo Stoner. «Es difícil de recordar».

Lomax se giró hacia Finch. «Estamos de acuerdo, entonces, primero en que el profesor Stoner no era partidario de admitir a Walker en su seminario; segundo, en que su rechazo fue tan virulento que amenazó a Walker con que su admisión echaría a perder el seminario; tercero, en que tenía dudas respecto a la capacidad de Walker para acometer el curso; y cuarto, en que a pesar de esas dudas y ese resentimiento, le admitió en la clase».

Finch meneó la cabeza desesperado. «Holly, todo esto no tiene sentido».

«Espera», dijo Lomax. Consultó apresuradamente sus notas y luego miró maliciosamente a Finch. «Tengo otros detalles que comentar. Los podría desarrollar mediante un interrogatorio», le dio a las palabras una inflexión irónica, «pero no soy abogado. Aunque te aseguro que estoy preparado para ampliar dichos cargos si fuera necesario». Hizo una pausa, como si reuniera fuerzas. «Estoy preparado para demostrar, primero, que el profesor Stoner admitió al señor Walker en su seminario albergando prejuicios incipientes contra él; estoy preparado para demostrar que estos prejuicios se intensificaron porque, en el transcurso del seminario se produjeron desavenencias por temperamento y animadversión, que el conflicto fue alimentado e intensificado por el propio señor Stoner, quien permitió, y de hecho a veces animó, a otros miembros de la clase a ridiculizar y reírse del señor Walker. Estoy preparado para demostrar que, en más de una ocasión, este prejuicio se manifestó en declaraciones del profesor Stoner a los alumnos y a otras personas, que acusó al señor Walker de atacar a un miembro de la clase cuando el señor Walker simplemente estaba expresando una opinión contraria, que él admitió su malestar por aquel llamémoslo ataque, y que además incurrió en una charla sin sentido sobre el tonto comportamiento del señor Walker. Estoy preparado para demostrar que, también, sin mediar provocación, el profesor Stoner, movido por este prejuicio, acusó al señor Walker de vago, ignorante y deshonesto. Y finalmente, que de los trece alumnos de la clase, el señor Walker fue el único —el único— elegido como sospechoso, pidiéndole sólo a él que entregara el texto del trabajo del seminario. Ahora conmino al profesor Stoner a que deniegue estos cargos, individual o categóricamente».

Stoner meneó la cabeza, casi admirado. «Dios mío», dijo. «¡Cómo lo has pintado! Claro, todo lo que dices son hechos, pero ninguno es cierto. No de la manera en que los expones».

Lomax negó con la cabeza, como si se esperase la respuesta. «Estoy preparado para demostrar que es verdad todo lo que he dicho. Sería sencillo, si fuera necesario, convocar a los miembros de aquel seminario, individualmente, e interrogarlos».

«¡No!», exclamó Stoner. «Este es de largo el mayor ultraje de lo que has dicho esta tarde. No involucraré a los alumnos en este lío».

«Puede que no tengas opciones, Stoner», dijo Lomax con suavidad. «Puede que no tengas ninguna opción».

Gordon Finch miró a Lomax y dijo tranquilo: «¿Qué pretendes averiguar?».

Lomax le ignoró. Le dijo a Stoner: «El señor Walker me ha dicho que, a pesar de que por principio es contrario a hacerlo, ahora estaría dispuesto a entregarte el trabajo del seminario sobre el que albergas dudas tan desagradables, está dispuesto a someterse a cualquier decisión que tú o los otros dos miembros competentes del tribunal podamos tomar. Si recibe la calificación de apto de la mayoría de los tres, será calificado como apto en el seminario y se le permitirá permanecer en la facultad».

Stoner agitó la cabeza, le daba reparo mirar a Lomax. «Sabes que no puedo hacerlo».

«Muy bien. No me gusta hacer esto, pero… si no cambias tu voto de ayer me veré obligado a presentar formalmente cargos contra ti».

Gordon Finch alzó la voz. «¿Te verás obligado a qué?».

Lomax dijo con serenidad: «Los estatutos de la Universidad de Missouri permiten a cualquier miembro de la facultad en el ejercicio de un cargo, si hay razones de peso para creer que el miembro de la facultad acusado es incompetente, poco ético o que no cumple con sus funciones de acuerdo con los requisitos éticos recogidos en el artículo seis, sección tres, de los estatutos. Estos cargos, y las evidencias que lo demuestren, serán públicos para toda la facultad y al final de la vista la facultad mantendrá los cargos con dos tercios de los votos o los sobreseerá si el resultado es inferior».

Gordon Finch se volvió a sentar en la silla, con la boca abierta, meneando la cabeza incrédulo. «Vamos a ver», dijo. «Este asunto se nos va de las manos. No lo dirás en serio, Holly».

«Te aseguró que sí», dijo Lomax. «Esto es un asunto serio. Una cuestión de principios; y… y mi integridad ha sido puesta en duda. Estoy en mi derecho de presentar cargos si lo considero así».

«Nunca podrás demostrarlos», dijo Finch.

«Es mi derecho, de todas formas, presentar cargos».

Durante un momento Finch observó a Lomax. Luego dijo tranquilo, casi afable: «No habrá cargos. No sé cómo se va a resolver este asunto y no me importa especialmente. Pero no habrá cargos. Dentro de unos minutos vamos a salir de aquí y vamos a intentar olvidarnos de la mayoría de las cosas que se han dicho esta tarde. O por lo menos vamos a fingirlo así. No voy a consentir que el departamento o la facultad se metan en líos. No habrá cargos. Porque…», añadió simpáticamente, «si los hay, te prometo que removeré cielo y tierra hasta verte acabado. Nada me detendrá. Utilizaré cada pizca de influencia que tenga. Mentiré si es necesario, conspiraré contra ti si tengo que hacerlo. Ahora voy a informar al decano Rutherford de que la votación sobre el señor Walker se mantiene. Si todavía quieres continuar con esto puedes hacerlo con la ayuda del rector, o de Dios. Pero este despacho da por terminado este asunto. No quiero oír nada más sobre ello».

Durante el discurso de Finch el gesto de Lomax se había vuelto reflexivo y sereno. Cuando Finch concluyó, Lomax saludó con la cabeza casi de manera informal y se levantó de la silla. Miró a Stoner un instante y luego cojeó hasta la puerta y salió. Durante un rato Finch y Stoner se quedaron sentados en silencio. Finalmente Finch dijo: «Me pregunto que hay entre Walker y él».

Stoner meneó la cabeza. «No es eso lo que estabas pensando», dijo. «No sé lo que es. No creo que quiera saberlo».

Diez días más tarde se anunció el nombramiento de Hollis Lomax como jefe de departamento de inglés y dos semanas después los horarios de las clases para el curso siguiente se distribuyeron entre los miembros del departamento. Stoner descubrió sin sorpresa que en cada uno de los dos semestres que componían el curso le habían asignado tres clases de composición de primero y unas prácticas de segundo, y que sus cursos avanzados de lecturas de literatura medieval y su seminario de graduación habían sido eliminados del programa. Era, se percató Stoner, el tipo de horario que podría esperar un profesor principiante. En algunos aspectos era incluso peor, pues el horario estaba dispuesto de manera que impartía clase a horas intempestivas, con amplios huecos entre ellas, seis días a la semana. No protestó por el horario y decidió dar clase el curso siguiente como si nada hubiera pasado.

Pero por primera vez desde que había empezado a enseñar le parecía que podría abandonar la universidad, dar clase en otro sitio. Habló con Edith sobre dicha posibilidad y ella le miró como si le hubiera dado un golpe.

«No podría», dijo. «Oh, no podría». Y luego, consciente de que se había traicionado a sí misma mostrando su miedo, se enfadó. «¿En qué estás pensando?», preguntó. «Nuestra casa… nuestra querida casa. Y nuestros amigos. Y el colegio de Grace. No es bueno para una niña ir cambiando de colegio en colegio».

«Tal vez sea necesario», dijo. No le había contado el incidente con Charles Walker y la implicación de Lomax pero pronto se hizo evidente que lo sabía todo.

«Desconsiderado», dijo. «Desconsiderado del todo». Pero su irritación rara vez se distraía, era casi rutinaria. Sus pálidos ojos azules le sobrepasaban hasta posarse casualmente sobre objetos aleatorios de la sala de estar, como asegurándose de que continuaban allí. Sus dedos, delgados y con algunas pecas, se movían sin cesar. «Oh, lo sé todo sobre tu problema. Nunca me metería en tu trabajo, pero… de verdad, eres muy testarudo. Quiero decir, Grace y yo estamos metidas en esto. Y sin duda no se nos puede pedir que empaquemos y nos mudemos sólo porque tú has adoptado una postura insólita».

«Pero si es por ti y por Grace, en parte al menos, por lo que estoy considerándolo. Probablemente no… ascenderé mucho más en el departamento si me quedo aquí».

«Oh», dijo Edith distante, dándole un tono amargo a su voz. «Eso no importa. Hasta ahora hemos sido pobres, no hay razón para que no podamos seguir así. Tendrías que haber pensado en ello antes, o adónde te podía conducir. Un tullido». De repente le cambió la voz, y se rió con indulgencia, casi con cariño. «En serio, tanto te importan esas cosas». ¿Qué más da?.

Así pues Edith no sopesó marcharse de Columbia. Llegado el caso, dijo, Grace y ella podrían mudarse con tía Emma; ésta estaba cada día más débil y agradecería la compañía.

Ante aquello Stoner desestimó la posibilidad tan pronto como se le había ocurrido. Iba a dar clases en verano y dos de sus clases le interesaban en especial. Le habían sido asignadas antes de que Lomax fuese nombrado jefe de departamento. Decidió volcar en ellas toda su atención, pues sabía que pasaría algún tiempo antes de que tuviese ocasión de impartirlas de nuevo.