LA dirección interina del departamento de inglés, asumida por Gordon Finch a la muerte de Archer Sloane, se renovaba año tras año, hasta que todos los miembros del departamento se acostumbraron a la anarquía habitual en la que, sin saber cómo, las clases se asignaban y se impartían, en la que se llevaban a cabo nuevas contrataciones para la plantilla, en la que, sin saber cómo, se resolvían detalles triviales del departamento y en la que imperceptiblemente un curso daba paso a otro. Por lo general se entendía que se nombraría un director permanente tan pronto como resultase posible nombrar a Finch vicedecano de artes y ciencias, una posición que ocupaba de facto cuando no estaba en su despacho Josiah Claremont, el cual amenazaba con no morirse nunca, pese a que ya era raro verle caminando por los pasillos.
Los miembros del departamento iban a su aire, impartían las clases que habían dado el año anterior y visitaban los despachos de los demás en los huecos entre las clases. Sólo al principio de cada semestre mantenían un encuentro formal, en el que Gordon Finch convocaba una reunión de departamento rutinaria, como también lo hacía en las ocasiones en que el decano de la facultad de graduados les enviaba comunicados pidiéndoles que realizaran exámenes orales y de tesis a los estudiantes de grado que estaban a punto de concluir su trabajo.
Estos exámenes le llevaban tiempo a Stoner. Para su sorpresa empezó a disfrutar de una modesta popularidad como profesor; tuvo que rechazar a alumnos que querían cursar su seminario para estudiantes de posgrado sobre tradición latina y literatura renacentista y sus asignaturas de grado estaban siempre llenas. Algunos alumnos le pidieron que dirigiera sus tesis y otros que estuviera en sus comités de tesis.
En otoño de 1931 el seminario estaba prácticamente lleno incluso antes de la inscripción, pues muchos estudiantes lo habían acordado con Stoner al final del año anterior o durante el verano. Una semana después de que empezara el semestre y de que se hubiera celebrado una reunión del seminario, un alumno vino al despacho de Stoner pidiéndole que le permitiese participar en la clase.
Stoner estaba en su mesa con una lista de los alumnos del seminario ante él. Intentaba decidir tareas del seminario para ellos, lo cual era particularmente difícil ya que muchos le eran desconocidos. Era una tarde de septiembre y tenía la ventana de al lado de su escritorio abierta, la fachada del gran edificio estaba a la sombra, por lo que en el césped que había enfrente se proyectaba la forma nítida del bloque, con su cúpula semicircular y su tejado irregular oscureciendo el verde y arrastrándose imperceptiblemente hacia afuera del campus y más allá. Una brisa fresca entraba por la ventana trayendo el frágil aroma del otoño.
Llamaron a la puerta; se giró hacia el vano abierto y dijo: «Pase».
Una figura se deslizó desde la oscuridad del pasillo hacia la luz de la habitación. Stoner parpadeó somnoliento encarando la oscuridad, reconociendo a un alumno que había visto por los pasillos pero a quien no conocía. Al joven le colgaba rígido el brazo izquierdo en el costado, y arrastraba el pie izquierdo al caminar. Tenía la cara pálida y redonda, sus gafas de concha eran circulares y su pelo negro y fino, con la raya peinada meticulosamente al lado, se le mantenía pegado al cráneo.
«¿Doctor Stoner?», preguntó, con una voz chillona y cortante, hablando con claridad.
«Sí», dijo Stoner. «¿Quiere sentarse?».
El joven se acomodó en la silla de madera junto a la mesa de Stoner, con la pierna extendida en línea recta y su mano izquierda, retorcida con el puño semicerrado, descansando sobre ella. Sonrió, hizo una reverencia con la cabeza y dijo en un curioso tono de autodesprecio: «Puede que no me conozca, señor, soy Charles Walker. Estoy en segundo, asisto al Doctor Lomax».
«Sí, señor Walker», dijo Stoner. «¿Qué puedo hacer por usted?».
«Bueno, estoy aquí para pedirle un favor, señor». Walker sonrió de nuevo. «Sé que su seminario está completo, pero me interesaría mucho participar en él». Hizo una pausa y dijo sarcástico: «El doctor Lomax sugirió que hablase con usted».
«Ya veo», dijo Stoner. «¿Cuál es su especialidad, señor Walker?».
«Los poetas románticos», dijo Walker. «El doctor Lomax dirigirá mi disertación».
Stoner asintió. «¿Cómo lleva de adelantado su trabajo?».
«Espero acabar en dos años», dijo Walker.
«Bueno, eso hace todo más sencillo», dijo Stoner. «Ofrezco el seminario cada año. Ahora está tan lleno que ya casi no es un seminario y una persona más sería el final. ¿Por qué no puede esperar al año que viene si realmente quiere inscribirse en el curso?».
Los ojos de Walker se apartaron de él. «Bueno, francamente», dijo y lanzó otra sonrisa, «soy víctima de un malentendido. Todo por mi culpa, por supuesto. No me percaté de que cada licenciado ha de cursar al menos cuatro seminarios de grado para licenciarse y yo no cursé ninguno el año pasado. Y como usted sabe, no permiten inscribirse en más de uno cada semestre. Por eso si me quiero graduar en dos años tengo que cursar uno este semestre».
Stoner suspiró. «Ya veo. ¿De manera que a usted no le interesa especialmente la influencia de la tradición latina?».
«Oh, por supuesto que sí, señor. Por supuesto que sí. Me será de gran ayuda en mi disertación».
«Señor Walker, debería saber que ésta es una clase muy especializada y no animo a la gente a inscribirse a menos que tenga un interés determinado».
«Sí, señor», dijo Walker. «Le aseguro que yo tengo un interés determinado».
Stoner asintió. «¿Qué tal su latín?».
Walker sacudió la cabeza. «Oh, muy bien, señor. Aún no he hecho mi examen de latín, pero lo leo muy bien».
«¿Sabe francés o alemán?».
«Oh, sí, señor. Aunque tampoco de eso me he examinado; espero quitármelos de en medio a la vez, a final de curso. Pero leo ambos muy bien». Walker hizo una pausa, luego añadió: «El doctor Lomax dijo que creía que seguramente podría realizar los trabajos del seminario».
Stoner suspiro. «Muy bien», dijo. «La mayor parte de las lecturas serán en latín, algunas en francés y alemán, por lo que no será capaz de aprobar sin esto. Le daré una lista de lecturas y charlaremos sobre su tema del seminario el próximo miércoles por la tarde».
Walker le dio las gracias efusivamente y se levantó de la silla con alguna dificultad. «Me pondré con las lecturas», dijo. «Estoy seguro de que no se arrepentirá de aceptarme en su clase, señor».
Stoner le miró con lánguida sorpresa. «La cuestión no se me ha ocurrido a mí, señor Walker», dijo con sequedad. «Le veré el miércoles».
El seminario se desarrollaba en una pequeña clase en el sótano del ala sur del edificio Jesse Hall. Las paredes de cemento despedían un olor húmedo aunque no desagradable y las pisadas resonaban como huecos suspiros sobre el desnudo suelo de cemento. Una única luz colgaba del techo en el centro de la estancia, alumbrando en vertical de manera que los que estaban sentados en los escritorios del centro de la clase recibían un haz de luminosidad, mientras que las paredes permanecían gris oscuro y las esquinas prácticamente negras, como si el liso cemento sin pintar sorbiera la luz que fluía desde el techo.
Aquel segundo miércoles del seminario William Stoner llegó a clase unos minutos tarde, saludó a los alumnos y comenzó a colocar sus libros y papeles sobre el pequeño y bajo escritorio de roble barnizado que había en el centro, frente a una pizarra. Echó un vistazo al pequeño grupo disperso por la clase. Conocía a algunos, dos de ellos eran candidatos a licenciarse cuyo trabajo dirigía, otros cuatro eran diplomados del departamento que habían realizado trabajos de grado con él; del resto, tres eran estudiantes de posgrado de lenguas modernas, uno era un estudiante de filosofía que estaba trabajando en su disertación sobre los escolásticos, otra era una mujer mayor de mediana edad, profesora de secundaria que intentaba diplomarse durante su año sabático y la última era una joven de cabello oscuro, una nueva docente del departamento que se había puesto a trabajar durante dos años mientras terminaba una disertación que había empezado tras completar las asignaturas en una universidad del Este. Había preguntado a Stoner si podía asistir como oyente al seminario y él había aceptado. Charles Walker no estaba en el grupo. Stoner esperó un momento más, barajando sus papeles, después se aclaró la garganta y comenzó con la clase.
«En nuestro primer encuentro discutimos el alcance de este seminario y decidimos que nuestro estudio debería limitarse a la tradición latina medieval sobre las tres primeras de las siete artes humanísticas. Esto es, gramática, retórica y dialéctica». Hizo una pausa y observó los rostros —indecisos, curiosos y como enmascarados— atentos a él y a lo que decía.
«Semejante límite quizá les parezca exageradamente riguroso a algunos de ustedes, pero no dudo de que encontraremos lo suficiente como para mantenernos ocupados incluso aunque sólo lleguemos a explorar superficialmente las pistas del trívium hasta el siglo dieciséis. Es importante que nos demos cuenta de que estas artes de retórica, gramática y dialéctica significaban para el hombre bajomedieval y del renacimiento inicial algo que nosotros sólo podemos presentir hoy tenuemente, prescindiendo de un ejercicio de imaginación histórica. Para uno de aquellos escolásticos, el arte de la gramática, por ejemplo, no era una mera disposición mecánica de las partes del discurso. Desde los últimos tiempos helenísticos hasta la Edad Media, el estudio y la práctica de la gramática incluía no sólo la ‘habilidad con las letras’ mencionada por Plauto y Aristóteles, sino también —y esto adquirió enorme importancia— el estudio de la lírica y sus exitosas técnicas, una exégesis de la lírica tanto en forma como en sustancia, y en exquisitez de estilo, en la medida en la que puede ser distinguida de la retórica».
Estaba tanteando la asignatura y era consciente de que algunos de sus alumnos se habían inclinado hacia delante y habían dejado de tomar notas. Continuó: «Y más, si a nosotros en el siglo veinte se nos pregunta cuál de estas tres artes es la más importante, puede que elijamos la dialéctica, o la retórica… pero sería muy extraño que escogiéramos la gramática. Pero el escolástico romano y medieval —y el poeta— casi con toda seguridad consideraría la gramática la más importante. Debemos recordar…».
Un fuerte ruido le interrumpió. La puerta se había abierto y Charles Walker entró en el aula. Al cerrar la puerta los libros que llevaba bajo el brazo lisiado se le habían escurrido y se habían estrellado contra el suelo. Se inclinó con torpeza, con su pierna mala extendida, y lentamente fue recogiendo sus libros y papeles. Luego se enderezó y se deslizó por la estancia. El roce de sus pies sobre el cemento liso causaba un bufido chirriante y alto que resonaba silbante y aislado en el aula. Llegó hasta una silla en la primera fila y se sentó.
Después de que Walker se hubiera puesto cómodo y hubiera ordenado sus libros y papeles sobre su silla escritorio, Stoner continuó: «Debemos recordar que la concepción medieval de la gramática era más general que la del último periodo helenístico o la romana. No sólo incluía la ciencia de pronunciar discursos correctamente y el arte de la exégesis, incluía a su vez las concepciones modernas de analogía, etimología, métodos de presentación, construcción, la condición de licencia poética y las excepciones a dicha condición, e incluso el lenguaje metafórico de las figuras retóricas».
Mientras continuaba detallando las categorías de la gramática que había enumerado, la mirada de Stoner aleteaba por la clase; se daba cuenta de que los había perdido tras la entrada de Walker y sabía que pasaría algún tiempo antes de que pudiera sacarlos de nuevo de su ensimismamiento. Una y otra vez la vista curiosa se le iba hacia Walker quien, después de haber estado tomando notas furiosamente durante un rato, había dejado que el lápiz reposara sobre el cuaderno mientras observaba a Stoner ceñudo y confuso. Finalmente la mano de Walker se disparó, Stoner acabó la frase que había empezado y le asintió.
«Señor», dijo Walker, «perdóneme, pero no lo entiendo. ¿Qué tiene que ver la…» hizo una pausa y dejó que su boca se recreara en la palabra, «… gramática con la poesía? Esencialmente quiero decir. Poesía de verdad».
Stoner dijo amablemente: «Como expliqué antes de que entrara, señor Walker, el término ‘gramática’ tanto para los retóricos romanos como medievales tenía un significado mucho más extenso que el que tiene hoy. Para ellos, quería decir…». Se detuvo, dándose cuenta de que iba a repetir la primera parte de su clase; notaba a los alumnos revolviéndose con inquietud. «Creo que esta relación se le presentará con mayor claridad según avancemos ya que veremos hasta qué extremo los poetas y dramaturgos, incluso del Renacimiento medio y tardío, están en deuda con los retóricos latinos».
«¿Todos ellos, señor?». Walker sonrió y se inclinó hacia atrás en la silla. «¿No fue Samuel Johnson quien dijo del mismo Shakespeare que tenía poco de latino y menos de griego?».
Mientras las risas reprimidas alborotaban la clase, Stoner sintió que le invadía algo parecido a la compasión. «Quiere usted decir Ben Jonson, naturalmente».
Walker se quitó las gafas y las limpió, pestañeando incesantemente. «Por supuesto», dijo. «Un lapsus linguae».
Pese a que Walker le interrumpió varias veces, Stoner se las arregló para dar su clase sin graves dificultades y logró asignar los primeros trabajos. Dejó salir al seminario media hora antes y abandonaba apresuradamente la clase cuando vio a Walker arrastrándose hacia él con una sonrisa petrificada en la cara. Ascendió con estrépito las escaleras de madera del sótano y subió de dos en dos las escaleras de mármol pulido que conducían a la segunda planta. Tenía la extraña sensación de que Walker le perseguía a hurtadillas, que intentaba adelantarle en su huida, le embargó una repentina oleada de bochorno y culpa.
En el tercer piso fue directamente a la oficina de Lomax. Lomax estaba reunido con un alumno. Stoner asomó la cabeza por la puerta y dijo: «Holly, ¿puedo verte un momento cuando hayas acabado?».
Lomax le saludó afablemente. «Entra. Estamos terminando».
Stoner entró y fingió examinar las filas de libros forrados mientras Lomax y el alumno decían las últimas palabras. Cuando el alumno se marchó, Stoner se sentó en la silla que había quedado vacía. Lomax le miró interrogativamente.
«Es sobre un alumno», dijo Stoner. «Charles Walker. Me dijo que tú le habías enviado a mí».
Lomax unió las yemas de los dedos y las observaba mientras asentía. «Sí. Creo que le sugerí que le sería de provecho tu seminario —¿de qué trata?—, sobre tradición latina».
«¿Qué me puedes contar de él?».
Lomax levantó la vista de las manos y miró al techo, su labio inferior sobresalía con gravedad. «Un buen estudiante. Un estudiante superior, puedo decir. Está trabajando en una disertación sobre Shelley y el ideal helenístico. Promete ser brillante, realmente brillante. No será lo que algunos llaman —vaciló delicadamente al pronunciar— estable, pero es de lo más imaginativo. ¿Tienes alguna razón concreta para preguntar?».
«Sí», dijo Stoner. «Hoy se comportó como un imbécil en el seminario. Sólo me preguntaba si debería prestar mucha atención a esa circunstancia».
La afabilidad inicial de Lomax había desaparecido y la más familiar máscara de ironía se había deslizado sobre él. «Ah, sí», dijo con una sonrisa fría. «La ineptitud y la tontería de la juventud. Walker es, por razones que comprenderás, de una timidez insólita y por lo tanto tiende a estar a la defensiva y a ser algo displicente. Como todos, tiene sus problemas, pero su erudición y su habilidad crítica no deben, espero, ser juzgadas a la luz de sus comprensibles alteraciones psíquicas». Miró directamente a Stoner y le dijo con malévola jovialidad: «Como habrás notado es inválido».
«Puede que sea eso», dijo Stoner pensativo. Suspiró y se levantó de la silla. «Supongo que es muy pronto para que me preocupe. Sólo quería hablarlo contigo».
De repente la voz de Lomax se tensó y casi que tembló de rabia contenida. «Te darás cuenta de que es un estudiante superior. Te lo aseguro, te darás cuenta de que es un estudiante excelente».
Stoner le miró un momento, frunciendo el ceño perplejo. Luego asintió y salió del despacho.
El seminario se reunía semanalmente. Durante los primeros encuentros Walker interrumpía la clase con preguntas y comentarios tan radicalmente alejados del tema que Stoner prácticamente no sabía cómo encararlos. Pronto las preguntas y declaraciones de Walker eran recibidas con risa o ignoradas sarcásticamente por los propios alumnos. Al cabo de unas semanas ya no decía nada pero se sentaba con una indignación pétrea y aire de integridad ultrajada mientras el seminario bullía a su alrededor. Sería divertido, pensaba Stoner, si no hubiera algo tan descarnado en la indignación y resentimiento de Walker.
Pese a Walker, fue un seminario exitoso, una de las mejores clases que Stoner había tenido nunca. Casi desde el principio los objetivos de la asignatura sedujeron a los alumnos y todos tenían la sensación de descubrimiento que se alcanza cuando se intuye que la asignatura a tratar se aloja en el seno de una asignatura de más amplio espectro y cuando alguien percibe en lo más hondo que el objetivo de la asignatura quizá conduce a otro objetivo impreciso. El seminario se organizó solo y los alumnos se implicaron tanto que el mismo Stoner se convirtió simplemente en uno más, investigando con tanta diligencia como ellos. Incluso la oyente —la joven profesora que estaba en Columbia mientras terminaba su disertación— le preguntó si podía trabajar en un tema del seminario. Pensaba que había encontrado algo que podría ser de utilidad al resto. Se llamaba Katherine Driscoll y tenía veintitantos años. Stoner no le había prestado mucha atención hasta que le comentó al final de clase lo del trabajo y le preguntó si estaría dispuesto a leer su disertación cuando estuviera acabada. Le dijo que su trabajo sería bienvenido y que estaría encantado de leerlo.
Los trabajos del seminario se programaron para la segunda mitad del semestre, tras las vacaciones navideñas. El trabajo de Walker sobre Helenismo y la tradición latina medieval estaba previsto para antes de ese periodo pero él siempre lo retrasaba, explicándole a Stoner las dificultades que tenía para obtener los libros que necesitaba, los cuales no estaban disponibles en la biblioteca de la universidad.
Se entendía que la señorita Driscoll, siendo oyente, entregaría su trabajo después de que los estudiantes oficiales hubieran entregado los suyos, pero el último día de plazo que había fijado Stoner para los trabajos del seminario, dos semanas antes del fin del semestre, de nuevo Walker le pidió una semana más. Había estado enfermo, le habían estado doliendo los ojos y un libro crucial del préstamo interbibliotecario faltaba por llegar. De manera que la señorita Driscoll presentó su trabajo el día que había dejado libre Walker.
Su trabajo llevaba por título «Donato y la tragedia renacentista». Se centraba en el uso de Shakespeare de la tradición donática, una tradición que había persistido en las gramáticas y manuales durante la Edad Media. Al poco de comenzar Stoner sabía que su trabajo iba a ser bueno y escuchaba con una agitación que hacía mucho no experimentaba. Cuando terminó, y la clase lo hubo discutido, la detuvo un rato mientras el resto abandonaba la clase.
«Señorita Driscoll, sólo quería decir…». Hizo una pausa y por un instante le invadió un acceso de extrañeza y conciencia de sí mismo. Ella le miraba inquisitivamente con sus grandes ojos negros, su rostro parecía muy blanco en contraste con el severo marco negro de su cabello, ceñido y recogido en un pequeño moño. Continuó: «sólo quería decirle que su trabajo ha sido la mejor exposición que conozco sobre el tema y le estoy agradecido por presentarse voluntaria para realizarlo».
Ella no respondió. Su expresión no cambió, pero Stoner pensó por un momento que estaba contrariada, algo feroz centelleaba tras sus ojos. Entonces se sonrojó profusamente y agachó la cabeza —Stoner no sabía si por enfado ante el reconocimiento— y se alejó a toda prisa de él. Stoner salió lentamente del aula, inquieto y perplejo, temeroso de que su desatino la hubiese ofendido de algún modo.
Le había advertido a Walker tan amablemente como pudo, de que tendría que presentar su trabajo el miércoles siguiente si quería aprobar el curso. Como cabía esperar, repitió las múltiples situaciones y dificultades que le habían retrasado y le aseguró a Stoner que no tenía de qué preocuparse, que su trabajo estaba casi terminado.
Aquel último viernes Stoner se entretuvo algunos minutos en su despacho con un alumno desesperado que quería asegurarse un aprobado en el trabajo de segundo curso para no verse expulsado de su hermandad. Stoner se apresuró escaleras abajo y entró en el aula seminaria del sótano casi sin aliento; se encontró con Charles Walker sentado en su escritorio, mirando sombrío y con impaciencia al pequeño grupo de alumnos. Parecía que estaba inmerso en alguna fantasía privada suya. Se giró hacia Stoner y le miró altivo, como un profesor acallando a un estudiante novato. Entonces la expresión de Walker se quebró y dijo: «Estábamos a punto de empezar sin usted», se detuvo justo al final, dibujó una sonrisa en su rostro, meneó la cabeza y añadió, para que Stoner supiera que estaba de broma, «señor».
Stoner le miró un momento y luego se volvió hacia la clase. «Siento haber llegado tarde. Como saben, el señor Walker va a exponer hoy su trabajo de seminario basado en el tema El helenismo y la tradición latina medieval» y se sentó en la primera fila junto a Katherine Driscoll.
Charles Walker manoseó durante un rato el fajo de papeles sobre el escritorio y dejó que sobre su rostro se asentara una expresión de lejanía. Dio un golpecito con el dedo índice en su manuscrito y miró hacia la esquina de la clase que estaba más alejada de Stoner y Katherine Driscoll, como si estuviese esperando algo. Luego, echando un vistazo de cuando en cuando al montón de papeles del escritorio, comenzó.
«Enfrentándonos como estamos al misterio de la literatura y a su poder inenarrable, nos compete descubrir la fuente del poder y del misterio. Y a pesar de ello, y finalmente, ¿de qué nos sirve? El trabajo literario arroja sobre nosotros un profundo velo que no podemos sondear. Y ante él sólo nos entusiasmamos, sin poder evitarlo. ¿Quién tendría el valor de alzar ese velo para descubrir lo inefable, para alcanzar lo inalcanzable? Los más fuertes de nosotros no somos sino débiles enclenques, campanillas tintineantes y charanga sonora ante el misterio eterno».
Su voz se alzaba y caía, sacaba la mano derecha con los dedos enroscados y suplicantes hacia arriba, y su cuerpo se balanceaba al ritmo de sus palabras. Enfocaba los ojos ligeramente hacia lo alto como haciendo una invocación. Había algo familiarmente grotesco en lo que decía y hacía. Y de repente Stoner supo lo que era. Era Hollis Lomax, o, mejor, una vulgar caricatura, no de desprecio o antipatía, sino de respeto y amor.
La voz de Walker descendió al nivel de conversación y se dirigió a la pared del fondo del aula en un tono apacible y de razonamiento regular. «Recientemente hemos escuchado una exposición que, dentro de la comunidad académica, debe ser reconocida por su enorme excelencia. Estos comentarios que siguen no son comentarios personales. Quiero ilustrarlo con un ejemplo. Hemos escuchado, en dicha exposición, una versión que pretende ser explicación del misterio y los vuelos líricos del arte shakesperiano. Bueno, yo les digo…», y apuntó con el dedo índice a su público, como si quisiera atravesarlo. «Yo les digo que no es verdad». Se reclinó en la silla y consultó los papeles del escritorio. «Nos piden que creamos que ese Donato —un críptico gramático romano del siglo cuarto antes de Cristo—, nos piden que creamos que aquel hombre, un pedante, tenía poder suficiente como para influir en el trabajo de uno de los más grandes genios de toda la historia del arte. ¿No podemos recelar, a la vista de los hechos, de una teoría así? ¿No debemos recelar de ella?».
La ira, simple y apagada, crecía en Stoner, aplastando el sentimiento complejo que había tenido al principio de la exposición. Su impulso inmediato fue levantarse para cortar por lo sano la farsa que se estaba desarrollando. Sabía que si no detenía a Walker enseguida tendría que dejarle continuar con cuanto deseara decir. Ladeó un poco la cabeza para ver la cara de Katherine Driscoll; estaba serena y sin otra expresión que un interés cortés e imparcial. Sus ojos oscuros miraban a Walker con una despreocupación que era próxima al tedio. Stoner la espió durante unos instantes y se encontró preguntándose qué estaría sintiendo ella y qué desearía que él hiciera. Cuando finalmente retiró su mirada, se dio cuenta de que la decisión estaba tomada. Había esperado demasiado rato para interrumpir y Walker ya se estaba abalanzando impetuosamente sobre lo que tenía que decir.
«… el edificio monumental que es la literatura renacentista, ese edificio que es la piedra angular sobre la que se levanta la gran poesía del siglo diecinueve. La cuestión a demostrar, consustancial al aburrido ejercicio de erudición para distinguirlo de la crítica, también brilla lamentablemente por su ausencia. ¿Qué prueba se nos ofrece de que Shakespeare se negase a leer a este críptico gramático romano? Debemos recordar que fue Ben Jonson», titubeó un breve instante, «fue el propio Ben Jonson, contemporáneo y amigo de Shakespeare, quien dijo que éste tenía poco de latino y menos de griego. Y ciertamente Jonson, que idealizó a Shakespeare más allá de la idolatría, no le imputaba a su gran amigo ninguna falta. Al contrario, deseaba sugerir, como yo, que el vuelo lírico de Shakespeare no es atribuible a un trabajo elucubrador sino a un genio natural y supremo que domina y hace ley. Al contrario que otros poetas menores, Shakespeare no había nacido para ruborizarse a escondidas y malgastar su dulzura en el aire desierto, tomando parte de esa misteriosa fuente a la que todos los poetas acuden para su sustento. ¿Qué necesidad tenía el bardo inmortal de esas normas atrofiantes que encontramos en una simple gramática?, ¿qué significaría Donato para él, incluso si lo hubiera leído? Genio, único y con su propia ley, no necesita los apoyos de esa tradición tal y como se nos ha descrito, tanto si es genéricamente latina o donatiana o la que sea. Genio, volando y libre, debe…».
Una vez se hubo resignado a su ira, Stoner se percató de que le sobrevolaba una admiración renuente y perversa. A pesar de lo florido e impreciso, los poderes retóricos y de invención de aquel hombre eran desgraciadamente impresionantes y pese a lo grotesco su presencia era real. Había algo frío, calculador y acechante en sus ojos, algo innecesariamente perentorio aunque también desesperadamente cauto. Stoner advirtió que estaba ante un engaño tan colosal y descarado que no disponía de herramientas adecuadas para enfrentarse a ello.
Porque estaba claro, incluso para los alumnos más despistados de la clase, que Walker estaba inmerso en una actuación enteramente improvisada. Stoner dudaba de que hubiera sabido lo que iba a decir hasta que estuvo sentado a la mesa ante la clase y miró a los alumnos con sus modos fríos e imperiosos. Se hizo evidente que el fajo de papeles de encima de la mesa era sólo un montón de papeles. Según se fue calentando ni siquiera los miraba para disimular y, hacia el final de su exposición presa de la excitación y la vehemencia los apartó de sí.
Habló casi una hora. Hacia el final los otros alumnos del seminario se miraban con preocupación unos a otros, casi como si estuvieran en peligro, como si estuvieran barajando una huida. Disimuladamente evitaban mirar a Stoner y a la joven sentada impasible junto a él. De pronto, como si hubiese advertido la inquietud, Walker puso fin a su charla, se reclinó en la silla del escritorio y sonrió triunfante.
En el momento en el que Walker dejó de hablar, Stoner se puso de pie y dio por concluida la clase. Aunque no se diese cuenta en aquel momento, lo hizo por una vaga consideración hacia Walker, para que nadie tuviera ocasión de comentar lo que había dicho. A continuación Stoner se dirigió al escritorio donde estaba Walker y le pidió que se quedara un momento. Como si su cabeza estuviera en otro lugar, Walker asintió distante. Stoner se giró entonces y siguió a algunos alumnos rezagados fuera de la clase hacia el pasillo. Vio a Katherine Driscoll alejándose, caminando sola por el pasillo. La llamo y cuando se detuvo, se acercó a ella y se le plantó delante. Y mientras le hablaba sintió de nuevo la extrañeza que le había sobrevenido cuando la semana anterior, la había felicitado por su trabajo.
«Señorita Driscoll, yo… lo siento. Fue de verdad muy injusto. Pienso que en parte soy responsable. Tal vez debería haberlo detenido».
No respondió, ni ninguna expresión se adivinó en su rostro; le miró como había mirado a Walker.
«De todos modos», prosiguió, aún con más extrañeza «lamento que la atacara».
Y entonces ella sonrió. Fue una sonrisa tenue que partía de sus ojos y tiraba de sus labios hasta que su rostro se llenó con un deleite radiante, secreto e íntimo. A Stoner casi le echó hacia atrás aquel repentino e involuntario calor.
«Oh, no era por mí», dijo, un pequeño tremor de risa contenida le daba timbre a su débil voz. «No era para nada por mí. Era a usted al que atacaba. Yo poco tenía que ver».
Stoner sintió alzarse un muro de arrepentimiento y preocupación que desconocía. El alivio que sintió fue casi físico, y se notaba ligero de pies y un poco aturdido. Se rió.
«Por supuesto», dijo. «Por supuesto, es cierto».
La sonrisa se desdibujó de la cara de ella y le miró con gravedad un instante más. Luego meneó la cabeza, se dio la vuelta y continuó caminando por el pasillo. Su cuerpo era delgado y esbelto y se conducía con modestia. Stoner se quedó mirando al pasillo unos instantes después de que hubiera desaparecido. Luego suspiró y regresó al aula donde Walker esperaba.
Walker no se había movido del escritorio. Miraba a Stoner y sonreía, con una expresión en la que había una rara mezcla de servilismo y arrogancia. Stoner se sentó en la silla que había dejado vacía unos minutos antes y miró a Walker con curiosidad.
«¿Sí, señor?», dijo Walker.
«¿Tiene alguna explicación?», preguntó Stoner con tranquilidad.
Una mirada de sorpresa y agravio apareció sobre el redondo rostro de Walker. «¿Qué quiere decir, señor?».
«Señor Walker, por favor», dijo Stoner fatigosamente. «Ha sido un día largo, y ambos estamos cansados. ¿Tiene usted alguna explicación para su actuación de esta tarde?».
«Esté seguro, señor, de que no tenía intención ofensiva». Se quitó las gafas y las limpió con rapidez. De nuevo Stoner estaba atrapado por la desnuda vulnerabilidad de su rostro. «Dije que mis comentarios no eran personales. Si he molestado a alguien, estaré encantado de explicárselo a la señorita…».
«Señor Walker», dijo Stoner. «Sabe que la cuestión no es ésa».
«¿Se le ha quejado la señorita?», preguntó Walker. Le temblaban los dedos y se puso de nuevo las gafas. Con ellas puestas, su expresión adquirió un matiz de enfado. «En realidad, señor, las quejas de una alumna que se haya sentido herida no deberían…».
«¡Señor Walker!», Stoner oyó su voz perdiendo un poco el control. Respiró hondo. «Esto no tiene nada que ver con la señorita, ni conmigo mismo, ni con nada excepto con su actuación. Y todavía espero la explicación que tenga que ofrecer».
«Entonces me temo que no entiendo nada, señor. A no ser…».
«¿A no ser qué, señor Walker?».
«A no ser que esto sea simplemente una cuestión de desacuerdo», dijo Walker. «Me doy cuenta de que mis ideas no coinciden con las suyas, pero siempre pensé que el desacuerdo era saludable. Asumía que era lo bastante mayor como para…».
«No permitiré que esquive el asunto», dijo Stoner. Su voz era fría y uniforme. «Venga. ¿Cuál fue el tema del seminario que se le asignó?».
«Está enfadado», dijo Walker.
«Sí, estoy enfadado. ¿Cuál fue el tema del seminario que se le asignó?».
Walker se puso ceremoniosamente formal y educado. «Mi tema era Helenismo y la tradición latina medieval, señor».
«¿Y cuándo terminó ese trabajo, señor Walker?».
«Hace dos días. Como le dije lo tenía casi terminado hace un par de semanas, pero un libro que me tenía que llegar a través del préstamo interbibliotecario no vino hasta…».
«Señor Walker, si su trabajo estaba casi terminado hace dos semanas, ¿cómo ha podido basarlo íntegramente en la exposición que la señorita Driscoll hizo hace una semana?».
«Realicé alguno cambios, señor, en el último momento». Su voz se cargó de ironía. «Asumí que era permisible. Y me salí del guión de vez en cuando. Me fijé en que otros alumnos hacían lo mismo y pensé que también se me permitiría ese privilegio».
Stoner contuvo un impulso casi histérico de reírse. «Señor Walker, ¿me puede explicar qué tiene que ver su ataque a la exposición de la señorita Driscoll con la pervivencia del helenismo en la tradición latina medieval?».
«Abordé el tema de manera indirecta, señor», dijo Walker. «Pensé que se nos permitía cierto margen en el desarrollo de los conceptos».
Stoner calló un instante. Luego dijo con desgana: «Señor Walker, no me gusta tener que suspender a un alumno. Y especialmente no me gusta tener que suspender a uno al que tan sólo se le han ido las cosas de las manos».
«¡Señor!», dijo Walker indignado.
«Aunque usted me está poniendo muy difícil no hacerlo. Ahora, me parece que hay sólo unas pocas alternativas. Puedo dejarle la nota pendiente, entendiendo que usted hará una exposición satisfactoria sobre el tema asignado en el plazo de tres semanas».
«Pero señor», dijo Walker. «Ya he hecho mi exposición. Si acepto hacer otra estaré admitiendo… admitiré…».
«Muy bien», dijo Stoner. «En ese caso, si usted me entrega el manuscrito del que… se desvió esta tarde, veré si algo puede salvarse».
«Señor», gritó Walker. «No estoy seguro de querer desprenderme de él ahora mismo. El borrador es demasiado provisional».
Con un malestar severo e incontrolable, Stoner continuó: «No pasa nada. Seré capaz de encontrar lo que quiero saber».
Walker le miró astutamente. «Dígame, señor, ¿le ha pedido a alguien más que le entregue el manuscrito?».
«No lo he hecho», dijo Stoner.
«Entonces», dijo Walker triunfante, casi feliz, «debo rechazar el entregarle mi manuscrito por principio. A menos que pida que todo el mundo le entregue el suyo».
Stoner le escrutó un instante. «Muy bien, señor Walker. Ha tomado usted su decisión. Así se queda».
Walker dijo: «¿Qué se entiende entonces, señor?, ¿qué puedo esperar de este curso?».
Stoner se rió brevemente. «Señor Walker, me sorprende usted. Por supuesto obtendrá un suspenso».
Walker intentó alargar su rostro redondo. Con la amarga paciencia de un mártir dijo: «Ya veo. Muy bien, señor. Uno debe estar preparado para sufrir por las propias convicciones».
«Y por la propia pereza, deshonestidad e ignorancia», dijo Stoner. «Señor Walker, me parece casi superfluo decirle esto, pero le aconsejaría enérgicamente que reconsiderase su postura al respecto. Me pregunto seriamente si el programa académico es su lugar».
Por primera vez la emoción de Walker pareció genuina. Su cólera le confería algo parecido a la dignidad. «Señor Stoner, ¡va usted demasiado lejos! No piensa lo que dice».
«Estoy completamente seguro de ello», dijo Stoner.
Durante un momento Walker se quedó callado, mirando a Stoner pensativo. Luego dijo: «Estaba dispuesto a aceptar la nota que me diera. Pero debe darse cuenta de que no puedo permitir esto. ¡Usted cuestiona mi competencia!».
«Sí, señor Walker», dijo Stoner sin energía. Se levantó de la silla. «Ahora, con su permiso…». Se dirigió hacia la puerta.
Pero le detuvo el sonido de su nombre voceado. Se dio la vuelta. El rostro de Walker estaba intensamente rojo, la piel hinchada de tal manera que los ojos parecían pequeños puntos tras las gafas. «Señor Stoner», volvió a gritar. «¡Este asunto no va a terminar así, créame, no va a terminar así!».
Stoner le miró apático, indiferente. Asintió distraído, se dio media vuelta y salió al pasillo. Le pesaban los pies y los arrastraba por el desnudo suelo de cemento. Estaba perdiendo la sensibilidad y se sentía muy viejo y cansado.