LA declaración era parte del cambio que Edith había empezado a experimentar durante las semanas que había pasado en «casa», en San Luis, tras la muerte de su padre. Y crecía, adquiriendo finalmente sentido y ferocidad con aquel otro cambio que se había operado lentamente en William Stoner tras descubrir que podría llegar a ser un buen profesor.
Edith había permanecido curiosamente impasible en el funeral de su padre. Durante las pomposas ceremonias se sentaba erecta y severa y su expresión no se alteró cuando hubo de desfilar ante el cuerpo de su padre, resplandeciente y regordete, dentro del vistoso ataúd. Pero en el cementerio, cuando el ataúd estaba siendo introducido en el hoyo estrecho recubierto de moqueta de césped artificial, ocultó su rostro inexpresivo con las manos y no lo levantó hasta que alguien le tocó el hombro.
Después del funeral pasó varios días en su antigua habitación, la habitación en la que había crecido. Veía a su madre sólo en el desayuno y en la cena. Las visitas pensaban que se aislaba debido al dolor. «Estaban muy unidos», decía la madre de Edith misteriosamente. «Más unidos de lo que parecía».
Pero Edith se paseaba por aquella habitación como si fuera la primera vez, con deleite, tocando paredes y ventanas, comprobando su solidez. Tenía un baúl lleno de sus posesiones infantiles que había bajado del ático; revisó los cajones de su cómoda, que habían permanecido intactos durante más de una década. Con un divertido aire recreativo, como si tuviera todo el tiempo del mundo, revisó sus cosas, acariciándolas, girándolas de uno y otro lado, examinándolas con un cuidado casi ritual. Cuando llegó a una carta que había recibido de niña, la leyó entera de principio a fin como si fuese la primera vez. Cuando se topó con una muñeca olvidada, le sonrió y acarició la porcelana de sus mejillas como si de nuevo fuese una niña que hubiera recibido un regalo.
Por último ordenó cuidadosamente todas sus posesiones infantiles en dos montones. Uno consistía en juguetes y baratijas que había adquirido ella misma, fotografías y cartas secretas de amigas del colegio, regalos que había recibido alguna vez de familiares lejanos; el otro montón se componía de las cosas que le había dado su padre y que estaban directa o indirectamente ligadas a él. Metódica, inexpresivamente, sin enojo ni alegría, tomó tales objetos, uno por uno, y los destruyó. Las cartas y las ropas, el relleno de las muñecas, las insignias y las fotografías, las quemó en la chimenea. Las cabezas de porcelana y barro, las manos y brazos y pies de las muñecas quedaron reducidos a fina harina contra el suelo, y lo que quedó tras la quema y el destrozo lo barrió Edith en un montoncillo y lo arrojó por el retrete del cuarto de baño anexo a su habitación.
Concluida la tarea —la habitación libre de humo, la chimenea deshollinada, las pocas pertenencias que quedaron de vuelta a la cómoda— Edith Bostwick Stoner se sentó en su pequeño tocador y se miró en el espejo cuya parte delantera estaba rayada y moteada de forma que aquí y allá su imagen se reflejaba imperfectamente o no se reflejaba en absoluto, dando a su rostro una curiosa imagen incompleta. Tenía treinta años. El lustre de la juventud estaba empezando a apagarse en su cabello, comenzaban a formarse arruguitas alrededor de sus ojos y la piel de su rostro empezaba a tensarse sobre sus afiladas mandíbulas. Asintió al reflejo del espejo, se levantó abruptamente y bajó al piso inferior, donde por primera vez en días habló alegre y casi íntimamente con su madre.
Quería —dijo— un cambio en su persona. Había sido durante demasiado tiempo la que era. Habló de su infancia, de su matrimonio y, por intuiciones de las que sólo podía hablar vagamente y sin certeza, fijó una imagen que quería completar. Así, prácticamente los dos meses que permaneció en San Luis con su madre, se consagró devotamente a dicha tarea.
Pidió prestada una suma de dinero a su madre, quien impulsivamente se la regaló. Compró un armario nuevo, quemó toda la ropa que había traído de Columbia, se cortó el pelo a la moda, compró cosméticos y perfumes, con los que practicaba cada día en su habitación. Aprendió a fumar y cultivó una nueva manera de hablar, insegura, de acento indefinido y un poco estridente. Regresó a Columbia con este cambio externo bien controlado y con otro cambio secreto y potencial guardado en su interior.
Durante los primeros meses tras su regreso a Columbia anduvo ocupada con diversos asuntos. Ya no le parecía necesario fingir que estaba enferma o débil. Se apuntó a un pequeño grupo de teatro y se dedicó con devoción a las tareas que le encargaban; diseñaba y pintaba escenarios, recaudaba dinero para el grupo e incluso participaba con pequeños papeles en las obras. Cuando Stoner llegaba a casa por las tardes se encontraba el salón lleno de sus amistades, extraños que le miraban como si fuese un intruso. Saludaba educadamente y se retiraba a su estudio, desde donde podía oír las voces, silenciadas y declamatorias, al otro lado de las paredes.
Edith se compró un piano de pared y lo hizo poner en la sala de estar, pegado a la pared que separaba la estancia del estudio de William. Había dejado de tocar poco antes de su boda y ahora estaba casi a cero, practicando escalas, perfilando ejercicios que le resultaban demasiado complicados, tocando a veces dos o tres horas al día, en ocasiones de noche, después de acostar a Grace.
Los grupos de alumnos que Stoner invitaba a su estudio para conversar crecieron en integrantes y los encuentros se hicieron más frecuentes. Edith ya no se contentaba con recluirse arriba, lejos de las reuniones. Insistía en servirles té o café y, cuando lo hacía, se sentaba en la sala. Hablaba alta y despreocupadamente, consiguiendo desviar la conversación hacia su trabajo en el teatrillo, o hacia su música, o su pintura o escultura, la cual —anunció— planeaba retomar tan pronto como encontrase tiempo. Los alumnos, desconcertados y cohibidos, dejaron paulatinamente de acudir y Stoner comenzó a reunirse con ellos para tomar café en la cafetería de la universidad o en alguno de los pequeños cafés repartidos por el campus.
No habló con Edith sobre su nuevo comportamiento. Sus actividades le causaban sólo una molestia menor y ella parecía feliz, aunque tal vez un poco desesperada. Fue, finalmente, él mismo quien asumió la responsabilidad del nuevo rumbo que había tomado su vida. Él había sido incapaz de aportarle ningún sentido a su historia en común, a su matrimonio. Así que ella tenía derecho a aprovechar cualquier satisfacción posible en intereses que no tenían nada que ver con él y a tomar caminos que él no podía seguir.
Envalentonado por su reciente éxito como profesor y por su creciente popularidad entre los mejores alumnos de posgrado, comenzó un nuevo libro en el verano de 1930. Ahora pasaba casi todo su tiempo libre en el estudio. Él y Edith mantenían entre ellos la ficción de que compartían el mismo dormitorio aunque él rara vez entraba en la habitación, y nunca de noche. Dormía en el sofá de su estudio y guardaba su ropa en un pequeño armario que había construido en una esquina de la sala.
Podía estar con Grace. Como había sido costumbre durante la primera ausencia larga de su madre, la niña pasaba mucho tiempo en el estudio de su padre. Stoner consiguió incluso un pequeño escritorio para ella, para que tuviera un lugar en el que leer y hacer los deberes. Solían comer la mayoría de las veces cada uno por su cuenta. Edith pasaba mucho tiempo fuera de casa y, cuando no estaba fuera, solía entretener a sus amigos del teatro con pequeñas fiestecitas que no admitían la presencia de niños.
Después, abruptamente, Edith comenzó a dejar de salir. Los tres empezaron a comer juntos de nuevo y Edith mostró deseos de dedicarse a la casa. Se apaciguó. Incluso el piano dejó de usarse, acumulándose el polvo sobre el teclado.
Habían llegado a ese punto en su vida en común en el cual casi no hablaban entre ellos de sí mismos, no fuese que el delicado equilibrio que les permitía vivir juntos se rompiera. Así que sólo tras una larga reflexión y deliberación sobre las consecuencias se atrevió Stoner finalmente a preguntarle si ocurría algo.
Sentados durante la cena, Grace había pedido permiso y se había llevado un libro al estudio de Stoner.
«¿Qué quieres decir?», preguntó Edith.
«Tus amigos», dijo William. «Hace tiempo que no vienen y ya no parece que te dediques a tu trabajo en el teatro. Sólo me preguntaba si había pasado algo».
Con un gesto casi masculino, Edith extrajo un cigarrillo del paquete que había junto a su plato, se lo colocó entre los labios y lo encendió con la colilla de otro que tenía medio apagado. Aspiró profundamente sin quitarse el cigarrillo de los labios e inclinó la cabeza hacia atrás, de manera que cuando miraba a Stoner sus ojos eran angostos, irónicos y calculadores.
«No pasa nada», dijo. «Simplemente que me he aburrido de ellos y del trabajo. ¿Es que siempre tiene que pasar algo?».
«No», dijo William. «Sólo pensaba que tal vez no te sentías bien o algo».
No pensó más en la conversación. Un poco después se levantó de la mesa y fue a su estudio, donde Grace estaba sentada en su escritorio, inmersa en el libro. La luz del escritorio iluminaba su cabello y dibujaba sobre su rostro pequeño y serio un perfil anguloso. Había crecido durante el último año, pensó William; y una tristeza pequeña y desagradable le contrajo brevemente la garganta. Sonrió y se sentó tranquilamente en su escritorio.
Al instante se sumergió en su trabajo. La tarde anterior se había dedicado a la rutina de su labor en el aula, había corregido ejercicios y preparado las clases para la semana siguiente. Imaginaba tardes como la anterior, y otras muchas tardes, en las que estaría libre para trabajar en su libro. No tenía muy claro lo que quería hacer en este nuevo libro; en general, deseaba extenderse más allá de su primer estudio, tanto en tiempo como en alcance. Quería trabajar el periodo del renacimiento inglés y ampliar su investigación hacia las influencias del latín clásico y medieval en ese campo. Estaba en la fase de planificar su trabajo, y ésa era la que le gustaba más, la selección entre aproximaciones alternativas, el rechazo de ciertas estrategias, los misterios e incertidumbres que albergan las posibilidades inexploradas, las consecuencias de decisiones… Las alternativas disponibles le estimulaban tanto que no podía mantenerse quieto. Se levantaba del escritorio, andaba un poco y, con una alegría frustrada, le hablaba a su hija, que le miraba desde su libro y le respondía.
Ella captó su estado y algo que dijo le hizo reír. Después los dos rieron juntos, sin sentido, como si ambos fueran niños. De repente la puerta del estudio se abrió y la severa luz de la sala de estar penetró en los rincones oscuros del estudio. Edith apareció recortada contra aquella luz.
«Grace», dijo con claridad y lentitud, «tu padre intenta trabajar. No debes molestarle».
Durante algunos instantes William y su hija se quedaron tan aturdidos por esta repentina intrusión que ninguno de ellos se movió ni habló. Después William alcanzó a decir: «No pasa nada, Edith. No me molesta».
Como si no hubiese hablado, Edith dijo: «Grace, ¿me has oído? Sal de ahí ahora mismo».
Apabullada, Grace se levantó de la silla y cruzó la sala. A medio camino se detuvo, mirando primero a su padre y luego a su madre. Edith comenzó a hablar otra vez, pero William alcanzó a cortarla.
«No pasa nada, Grace», dijo tan amablemente como pudo. «No pasa nada. Ve con tu madre».
Mientras Grace cruzaba la puerta del estudio hacia la sala de estar, Edith le dijo a su marido: «La niña ha tenido demasiadas libertades. No es normal que sea tan callada, tan introvertida. Ha estado demasiado tiempo sola. Debería ser más activa, jugar con niños de su edad. ¿No te das cuenta de lo infeliz que ha sido?».
Y cerró la puerta antes de que él pudiera responderle.
Stoner permaneció inmóvil durante largo rato. Miraba su escritorio, repleto de notas y libros abiertos; deambuló despacio por la habitación y reorganizó distraído las hojas de papel, los libros. Permaneció allí, con el ceño fruncido, durante unos minutos más, como tratando de recordar alguna cosa. Después se giró de nuevo y caminó hacia el pequeño escritorio de Grace, se quedó allí parado, como se había quedado junto a su escritorio. Apagó la lámpara, para que la superficie del escritorio permaneciera gris y sin vida y caminó hacia el sofá, sobre el que se recostó con los ojos abiertos, observando el techo.
La enormidad cayó sobre él gradualmente. Empezó varias semanas antes de que pudiera admitir lo que Edith estaba haciendo y, cuando al fin fue capaz de admitirlo, lo hizo casi sin asombro. La de Edith era una campaña emprendida con tanta inteligencia y habilidad que no podía encontrar ningún fundamento racional para quejarse. Después de su entrada abrupta y casi brutal en su estudio aquella noche, una entrada que retrospectivamente le parecía un ataque por sorpresa, la estrategia de Edith se hizo más indirecta, más pacífica y contenida. La disfrazaba de amor y preocupación y, siendo así, se convertía en algo ante lo cual estaba desamparado.
Edith estaba en casa prácticamente todo el tiempo. Por la mañana y a primera hora de la tarde, mientras Grace estaba en el colegio, se ocupaba de redecorar la habitación de la niña. Retiró el pequeño escritorio del estudio de Stoner, lo barnizó y lo repintó de rosa claro, añadiéndole arriba una cinta ancha de satén encrespado a juego, de manera que no se parecía en nada al escritorio con el que Grace había crecido. Una tarde, con Grace callada tras ella, inspeccionó toda la ropa que William le había comprado a la niña, deshaciéndose de la mayoría y prometiéndole a Grace que ese fin de semana irían al centro a reemplazar los artículos desechados por otros más apropiados, más «de niña». Y así lo hicieron. A última hora de la tarde, fatigada pero triunfante, Edith regresó con un montón de paquetes y una hija, exhausta, desesperadamente incómoda con su nuevo vestido tieso, almidonado y con una miríada de lazos desde el borde inferior del vuelo del vestido, bajo el cual asomaban las delgadas piernas como patéticos palillos.
Edith le compró a su hija muñecas y juguetes y revoloteaba alrededor de ella cuando jugaba con estas cosas, como si fuese un deber. La inició en lecciones de piano y se sentaba a su lado en una butaca mientras practicaba. A la menor ocasión daba pequeñas fiestas para ella a las que acudían los niños del vecindario, vengativos y taciturnos en sus ropas rígidas y formales, y supervisaba estrictamente los deberes y la lectura de su hija, sin permitirle que sobrepasara el tiempo que tenía asignado.
Ahora las visitas de Edith eran las madres del vecindario. Venían por la mañana a tomar café y charlaban mientras sus hijos estaban en el colegio. Por las tardes traían a los niños con ellas y los miraban jugar en la gran sala de estar, parloteando por encima del ruido de los juegos y las carreras.
Aquellas tardes Stoner solía estar en su estudio y escuchaba lo que las madres decían ya que hablaban alto desde la sala, elevando las suyas por encima de las voces de los niños.
Una vez, cuando se produjo una tregua en el ruido, escuchó a Edith decir: «Pobre Grace. Le tiene gran cariño a su padre, pero él tiene tan poco tiempo para dedicarle. Su trabajo, ya sabéis; y ha empezado un nuevo libro…».
Curiosamente observó que las manos con las que sostenía el libro empezaron a temblar casi por separado. Temblaron durante unos instantes antes de poder controlarlas metiéndoselas en los bolsillos, cerrando los puños, y dejándolas allí.
Ahora veía poco a su hija. Los tres comían juntos, pero en tales ocasiones apenas se atrevía a hablarle porque cuando lo hacía y Grace le respondía, Edith enseguida encontraba algo reprochable en los modales de Grace en la mesa o en la manera en la que se sentaba en la silla y le hablaba con tanta brusquedad que su hija permanecía en silencio y abatida durante el resto de la comida.
El ya esbelto cuerpo de Grace iba adelgazando, Edith reía encantada de su «crecimiento hacia arriba pero no hacia fuera». Los ojos se le estaban tornando vigilantes, casi cautelosos; la expresión que una vez había sido serena era ahora débilmente hosca o con una alegría y una euforia al borde de la histeria. Ya casi no sonreía, aunque reía mucho. Y cuando sonreía, era como si un espectro rondara por su rostro. Una vez, estando Edith arriba, William y su hija se cruzaron en la sala de estar. Grace le sonrió con timidez e involuntariamente él se arrodilló y la abrazó. Sintió su cuerpo rígido y percibió en su rostro perplejidad y miedo. Él se separó suavemente de ella, dijo algo inconsecuente y se retiró a su estudio.
A la mañana siguiente se quedó en la mesa desayunando hasta que Grace se marchó al colegio, incluso sabiendo que llegaría tarde a su clase de las nueve. Edith no regresó a la mesa tras salir Grace por la puerta principal y él supo que estaba evitándole. Se dirigió a la sala de estar, donde su mujer estaba sentada en un extremo del sofá, tomando una taza de café y fumando un cigarrillo.
Dijo sin preámbulos: «Edith, no me gusta lo que le está sucediendo a Grace».
Al instante, como si hubiese recibido una señal, dijo: «¿Qué quieres decir?».
Él se sentó en el otro extremo del sofá, lejos de Edith. Un sentimiento de desamparo se apoderó de él. «Sabes a lo que me refiero», dijo fatigosamente. «No seas tan exigente con ella. No la trates con tanta dureza».
Edith plantó el cigarrillo en el cenicero. «Grace nunca ha sido feliz. Ahora tiene amigas, cosas que la distraen. Sé que tú estás demasiado ocupado para darte cuenta de esas cosas, pero… seguramente habrás comprobado que se muestra mucho más extrovertida últimamente. Y se ríe. No solía reírse. Casi nunca».
William la miró con sosegado estupor. «Eso crees, ¿no?».
«Por supuesto que sí», dijo Edith. «Soy su madre».
Y lo creía, se percató Stoner. Él meneó la cabeza. «Nunca he querido admitirlo», dijo con algo semejante a la tranquilidad, «pero tú de verdad me odias, ¿no Edith?».
«¿Qué?». La sorpresa en su voz era genuina. «¡Oh Willy!». Se reía abiertamente y sin moderación. «No seas tonto. Por supuesto que no. Eres mi marido».
«No utilices a la niña». No pudo evitar que le temblara la voz. «No necesitas hacerlo, ya lo sabes. Cualquier otra cosa. Pero si sigues utilizando a Grace, yo…». No terminó.
Tras un momento Edith dijo: «Tú ¿qué?». Hablaba tranquila, sin signos de desafío. «Todo cuanto podrías hacer es dejarme y nunca lo harías. Ambos lo sabemos».
Él asintió. «Supongo que tienes razón». Se levantó cegado y se marchó a su estudio. Agarró el abrigo del armario y cogió el maletín de detrás del escritorio. Mientras cruzaba la sala de estar Edith volvió a hablarle.
«Willy, yo no haría daño a Grace. Eso debes saberlo. La amo. Es mi hija».
Y él sabía que era verdad, la amaba. La verdad de aquel razonamiento casi le hizo gritar. Movió la cabeza y salió a la intemperie.
Cuando regresó a casa aquella noche se encontró con que durante el día Edith, con la ayuda de un operario, había sacado todas sus pertenencias del estudio. Apilados en una esquina de la sala de estar, estaban su escritorio y su colchón y, rodeándolos en una maraña desordenada, estaban sus ropas, sus papeles y todos sus libros.
Desde que estaba más en casa, Edith había decidido —le dijo— volver a pintar y esculpir de nuevo. Y su estudio, orientado al norte, le proporcionaría la única iluminación decente que tenía la casa. Ella sabía que a él no le importaría mudarse, podría utilizar el porche acristalado de la parte trasera de la casa; estaba más lejos de la sala de estar que su estudio, con lo cual tendría más tranquilidad para hacer su trabajo.
Pero el porche acristalado era tan pequeño que no podía tener sus libros ordenados y no había sitio ni para el escritorio ni para el colchón que había tenido en el estudio, así que guardó ambas cosas en el sótano. Era difícil calentar el porche en invierno y en verano imaginaba que el sol penetraría a través de los paneles de cristal, haciéndolo casi inhabitable. Y a pesar de todo trabajó allí durante varios meses. Se agenció una mesa pequeña y la usó como escritorio. Compró un radiador portátil para mitigar un poco el frío que a última hora de la tarde se filtraba a través de los estrechos tablones exteriores. De noche dormía arropado en una manta, en el sofá de la sala de estar.
Tras algunos meses de relativa aunque inconfortable paz, empezó a encontrar a su regreso de la universidad por la tarde, fragmentos de viejos utensilios caseros: lámparas rotas, alfombras desperdigadas, pequeños cajones y cajitas de fruslerías, arrojadas con descuido por la habitación que ahora le servía de estudio.
«Hay mucha humedad en el sótano», decía Edith, «se estropearán. No te importa que las deje aquí un tiempo, ¿verdad?».
Una tarde de primavera regresó a casa durante una fuerte tormenta y descubrió que, sin saber cómo, uno de los paneles se había roto y que la lluvia había dañado varios de sus libros y convertido algunas de sus notas en ilegibles. Unas semanas más tarde llegó para descubrir que a Grace y a algunas de sus amigas se les había permitido jugar en esa habitación y que nuevas notas suyas se habían roto o estropeado. «Sólo las dejé ir allí unos minutos», dijo Edith. «Han de tener un lugar para jugar. Pero no tengo ni idea. Tienes que hablar con Grace. Le he dicho lo importante que es tu trabajo para ti».
Entonces claudicó. Se llevó tantos libros como pudo a su despacho de la universidad, que compartía con otros tres profesores noveles, y empezó a pasar mucho más tiempo allí. Sólo llegaba pronto a casa cuando la ansiedad por ver brevemente a su hija, o cruzar una palabra con ella, le hacía imposible mantenerse alejado.
Pero en su despacho sólo tenía sitio para unos pocos volúmenes y el trabajo en su libro se interrumpía a menudo debido a que no disponía de los ejemplares de consulta necesarios. Además uno de sus compañeros de despacho, un joven serio, tenía la costumbre de organizar charlas con los alumnos por las tardes y las conversaciones silbantes e intrincadas que tenían lugar en el otro lado de la estancia le distraían, por lo que le resultaba difícil concentrarse. Perdió el interés por su libro, su trabajo se ralentizó y se detuvo. Finalmente se dio cuenta de que aquello se había convertido en un refugio, un asilo, una excusa para permanecer en el despacho por las noches. Leía y estudiaba, y por fin llegó a encontrarse suficientemente cómodo, a gusto, e incluso a sentir un fantasma de su antigua alegría para con lo que hacía, un aprendizaje sin una finalidad particular.
Y Edith relajó su acoso y su preocupación obsesiva por Grace, por lo que la niña empezó a sonreírle de nuevo e incluso a hablarle con cierta desenvoltura. Así le resultaba posible vivir, incluso ser feliz, de vez en cuando.