UNA tarde de primavera de 1927, William Stoner llegó tarde a casa. El aroma de las flores nacientes flotaba mezclado en el cálido aire húmedo, los grillos cantaban en las sombras, a lo lejos un automóvil levantaba polvo y lo mandaba con estrépito al silencio, organizando un alboroto. Caminaba tranquilo víctima de la somnolencia de la nueva estación, perplejo por los pequeños brotes verdes que crecían a la sombra de arbustos y árboles.
Cuando entró en casa, Edith estaba al otro extremo del salón, sosteniendo el receptor del teléfono junto a su oído y mirándole.
«Llegas tarde», dijo.
«Sí», dijo él afablemente, «teníamos exámenes orales de doctorado».
Ella le pasó el teléfono. «Es para ti, una conferencia. Alguien ha estado tratando de ponerse en contacto contigo toda la tarde. Le dije que estabas en la universidad, pero han estado llamando cada hora».
William tomó el teléfono y habló al auricular. Nadie respondió. «Hola», dijo otra vez.
Una fina y extraña voz masculina le respondió.
«¿Hablo con Bill Stoner?».
«Sí, ¿quién es?».
«No me conoce. Estaba de paso y su madre me pidió que le llamara. Lo he estado intentando toda la tarde».
«Sí», dijo Stoner. La mano que sujetaba el teléfono le temblaba. «¿Qué sucede?».
«Es su padre», dijo la voz. «Realmente no sé cómo empezar».
La voz seca, lacónica y asustada, prosiguió, y William Stoner la escuchaba sin emoción, como si no existiera más allá del teléfono que sostenía en la mano. Lo que escuchó concernía a su padre. Había estado —dijo la voz— sintiéndose mal durante casi una semana; y como su ayudante no podía arar y sembrar solo, él se había ocupado de la siembra de madrugada pese a tener fiebre alta. Su ayudante le había encontrado a media mañana, tumbado boca abajo sobre el terreno revuelto, inconsciente. Le llevó a la casa, le acostó y fue a buscar a un médico, pero al mediodía había muerto.
«Gracias por llamar», dijo Stoner automáticamente. «Dígale a mi madre que estaré allí mañana».
Colgó el teléfono y se quedó mirando durante largo rato al auricular en forma de campana colgado del estrecho cilindro negro. Se giró y observó la sala. Edith le miraba expectante.
«¿Y bien? ¿Qué pasa?», preguntó.
«Es mi padre», dijo Stoner. «Ha muerto».
«¡Oh, Willy!», dijo Edith. Inclinó la cabeza. «Entonces, probablemente estarás fuera el resto de la semana».
«Sí», dijo Stoner.
«Tal vez pediré a tía Emma que venga y me ayude con Grace».
«Sí», dijo Stoner mecánicamente. «Sí».
Consiguió que alguien se ocupara de sus clases durante el resto de la semana y a primera hora de la mañana siguiente tomó el autobús a Booneville. La autopista de Columbia a Kansas City, que atravesaba Booneville, era la misma por la que había venido hacía diecisiete años, cuando llegó por primera vez a la universidad. Ahora había sido ensanchada y asfaltada, y las vallas, alineadas y ordenadas, delimitaban los campos de trigo y maíz que se le aparecían al otro lado de la ventanilla del autobús.
Booneville había cambiado poco durante estos años. Se habían levantado algunos edificios nuevos, algunos antiguos habían sido derribados, pero la ciudad conservaba su desnudez y fragilidad y parecía aún como si fuera sólo un arreglo momentáneo del que se pudiera prescindir en cualquier momento. Aunque la mayor parte de las calles se habían asfaltado en los últimos años, una pequeña nube de polvo flotaba en la ciudad y unos pocos carromatos tirados por caballos sobrevivían, con las ruedas produciendo ocasionales chispas cuando arañaban el asfalto de cemento de aceras y calles.
La casa tampoco había cambiado sustancialmente. Era quizá más reseca y gris de lo que había sido, ni siquiera una mota de pintura permanecía en los tablones y las vigas sin pintar del porche se combaban un poco más hacia la tierra desnuda.
Había alguna gente en la casa, vecinos, a quienes Stoner no recordaba. Un hombre alto y enjuto con traje negro, camisa blanca y corbata de cuerda estaba inclinado junto a su madre, sentada en una silla tras la estrecha caja de madera que contenía el cuerpo de su padre. Stoner comenzó a cruzar la sala. El hombre alto le vio y se acercó a saludarle, sus ojos eran grises y átonos como las piezas de una vajilla de vidrio. Una voz profunda y untuosa de barítono, calmada y espesa, pronunció algunas palabras, el hombre llamó a Stoner «hermano» y habló de «duelo», y de «Dios, que se lo había llevado», y quería saber si Stoner deseaba rezar con él. Stoner rozó al hombre al pasar y se situó delante de su madre, cuyo rostro flotaba ante él. De manera borrosa vio que ella movía la cabeza y se levantaba de la silla. Le agarró del brazo y dijo: «Querrás ver a tu padre».
Con un toque tan frágil que apenas pudo sentirlo, le guió junto al ataúd abierto. Él miró hacia abajo. Miró hasta que sus ojos se aclararon y luego dio un respingo por el impacto. El cuerpo que veía parecía el de un extraño, estaba contraído y encogido y su cara era como una máscara de delgado papel marrón, con profundas depresiones negras en el lugar en el que deberían estar los ojos. El traje azul oscuro que le cubría el cuerpo era grotescamente grande y las manos, que se doblaban por fuera de las mangas y sobre el pecho, parecían las garras disecadas de un animal. Stoner se giró hacia su madre y supo que sus ojos revelaban el horror que sentía.
«Tu padre perdió mucho peso las últimas dos o tres semanas», dijo. «Le pedí que no saliera a los campos, pero se levantaba antes que yo y se iba. Perdió la cabeza. Estaba tan enfermo que perdió la cabeza y no sabía lo que hacía. El médico dijo que debió de haberla perdido, o que no pudo controlarse».
Mientras hablaba, Stoner la veía con claridad. Era como si también ella estuviera muerta mientras hablaba. Una parte de ella se fue irremediablemente dentro de aquella caja con su marido, para no emerger nunca más. La miraba ahora, con el rostro delgado y contraído, incluso en reposo estaba tan tenso que los extremos de los dientes asomaban tras sus finos labios. Caminaba como si no tuviera ni peso ni fuerza. Él murmuró unas palabras y abandonó la sala, fue a la habitación en la que había crecido y examinó su pobreza. Tenía los ojos calientes y secos y no pudo llorar.
Hizo los preparativos que habían de hacerse para el funeral y firmó los papeles que necesitaban ser firmados. Como toda la gente del campo, sus padres tenían pólizas de entierro para las cuales durante la mayor parte de sus vidas asignaban unos peniques semanales, incluso en épocas de necesidad más acuciante. Había algo penoso en las pólizas que su madre sacó de un viejo baúl de su dormitorio. El lustre de la elaborada letra impresa había empezado a desvanecerse y el papel barato se había vuelto quebradizo con el paso del tiempo. Habló con su madre del futuro, quería que regresara con él a Columbia. Había sitio de sobra, dijo, y —la mentira le punzó— Edith estaría encantada de tener su compañía.
Pero su madre no regresó con él. «No me sentiría cómoda», dijo. «Tu padre y yo… yo he vivido aquí casi toda mi vida. Simplemente no creo que pudiera establecerme en otro sitio y sentirme cómoda con ello. Y aparte, Tobe…», Stoner recordó que Tobe era el ayudante negro que su padre había contratado hacía muchos años, «Tobe ha dicho que él se quedará aquí tanto tiempo como le necesite. Tiene un buen cuarto preparado en el ático. Estaremos bien».
Stoner discutió con ella, pero ella no cedió. Al final se dio cuenta de que sólo deseaba morir, y deseaba hacerlo en el lugar en el que había vivido, y él sabía que ella merecía esa pequeña dignidad que hallaba en hacerlo como quería.
Enterraron a su padre en un pequeño lugar a las afueras de Booneville y William regresó a la granja con su madre. Aquella noche no pudo dormir. Se vistió y caminó por el campo en el que su padre había trabajado año tras año, hasta el final que ahora había encontrado. Intentó recordar a su padre, pero el rostro que había conocido en su juventud no le venía. Se arrodilló en el campo y tomó un terrón seco de tierra con la mano. Lo rompió y observó los fragmentos, oscuros a la luz de la Luna, deshaciéndose y escurriéndose entre sus dedos. Se sacudió la mano en la pernera del pantalón, se levantó y se fue a casa. No durmió, se tumbó en la cama y se puso a mirar por la única ventana hasta que llegó el amanecer, hasta que no hubo más sombras sobre la tierra, hasta que el infinito se extendió ante él, gris y desierto.
Tras la muerte de su padre Stoner viajaba los fines de semana a la granja, tan a menudo como podía y, cada vez que veía a su madre, la veía más delgada, más pálida y más silenciosa, hasta que al final parecía que sólo sus ojos hundidos y brillantes tenían vida. Durante sus últimos días no le hablaba nada, sus ojos parpadeaban tenuemente como si mirasen desde la cama y, ocasionalmente, un pequeño suspiro escapaba de sus labios.
La enterró junto a su marido. Al concluir el funeral, se quedó solo en el frío viento de noviembre y miró las dos tumbas, una abierta a sus pies y la otra cubierta y poblada por una fina capa de hierba. Se giró hacia el pequeño lugar yermo y sin árboles que acogía a otros como sus padres y miró a través de la tierra plana en dirección a la granja en la que había nacido, en la que sus padres habían pasado los años. Pensó en los costes que precisaba, año tras año, el suelo, que seguía siendo el de siempre, un poco más yermo, tal vez, algo mejorado. Nada había cambiado. Sus vidas se habían consumido en un trabajo triste, rotas sus voluntades, sus inteligencias embotadas. Ahora yacían en la tierra a la que habían entregado sus vidas y, paulatinamente, año tras año, la tierra les acogería. Lentamente la humedad y la descomposición infestarían las cajas de pino que contenían sus cuerpos y, gradualmente, tocaría sus carnes hasta acabar consumiendo los últimos vestigios de sus sustancias. Y se convertirían en parte irrelevante de aquella obcecada tierra a la que en el pasado entregaron sus vidas.
Permitió a Tobe que se quedara en la granja durante el invierno y en la primavera de 1928 puso la granja a la venta. El acuerdo era que Tobe permaneciera en la granja hasta que se vendiera quedándose él con todo lo que produjera hasta entonces. Tobe arregló el lugar lo mejor que pudo, reparando la casa y repintando el pequeño granero. Incluso así, no fue hasta principios de la primavera de 1929 cuando Stoner encontró un comprador adecuado. Aceptó la primera oferta que recibió, poco más de dos mil dólares, le dio a Tobe unos cientos y a finales de agosto envió el resto a su suegro para reducir la suma adeudada por la casa de Columbia.
En octubre de aquel año el mercado financiero quebró y los periódicos locales daban noticias sobre Wall Street, sobre fortunas arruinadas y grandes vidas alteradas. Afectó a poca gente en Columbia; ésta era una comunidad conservadora y prácticamente nadie de la ciudad tenía dinero en acciones o bonos. Pero empezaron a llegar noticias de quiebras de bancos por todo el país y conatos de incertidumbre afectaron a algunos en la ciudad. Unos pocos granjeros retiraron sus ahorros y algunos más (apremiados por los banqueros locales) incrementaron sus depósitos. Pero nadie se alarmó realmente hasta que llegó la noticia de la quiebra de un pequeño banco privado, el Consorcio Mercantil, en San Luis.
Stoner estaba comiendo en la cafetería de la universidad cuando le alcanzó la noticia e inmediatamente fue a casa a decírselo a Edith. El Consorcio Mercantil era el banco en el que tenían la hipoteca de su casa, y el banco del que el padre de Edith era presidente. Edith llamó a San Luis aquella tarde y habló con su madre. Estaba contenta y le dijo a su hija que el señor Bostwick le había asegurado que no había nada por lo que preocuparse, que todo estaría bien en unas semanas.
Tres semanas después Horace Bostwick estaba muerto, un suicidio. Fue a su despacho del banco una mañana con un humor inusualmente alegre, saludó a algunos empleados que aún trabajaban tras las puertas cerradas, se metió en su despacho después de decir a su secretaria que no recibiría llamadas y cerró la puerta. Sobre las diez de la mañana se pegó un tiro en la cabeza con un revólver que había conseguido el día anterior y que llevaba con él en su maletín. No dejó ninguna nota, pero los papeles pulcramente dispuestos sobre su escritorio contaban todo lo que había que contar. Y lo que tenían que contar era simplemente la ruina económica. Había invertido imprudentemente, no sólo su propio dinero, sino también el del banco y su ruina era tan absoluta que no podía imaginar socorro. Como al final se comprobó, la ruina no fue tan radical como él había pensado en el momento de suicidarse. Después de que la causa fuera resuelta, la casa familiar permaneció intacta, y una propiedad menor en las afueras de San Luis fue suficiente para dotar a su esposa de una pequeña cantidad para el resto de su vida.
Pero esto no se supo inmediatamente. William Stoner recibió una llamada de teléfono informándole de la ruina y el suicidio de Horace Bostwick y le transmitió la mala noticia a Edith tan suavemente como su alejamiento de ella le permitía.
Edith se tomó la noticia con calma, casi como si la hubiera estado esperando. Miró a Stoner unos instantes sin hablar, luego meneó la cabeza y dijo ausente: «Pobre madre. ¿Qué hará? Siempre hubo alguien que cuidara de ella. ¿Cómo vivirá?».
Stoner dijo: «Dile», hizo una pausa torpe, «dile que, si ella quiere, puede venir a vivir con nosotros. Será bienvenida».
Edith le sonrió con una curiosa mezcla de afecto y desdén. «Oh Willy. Preferiría morirse. ¿No lo sabías?».
Stoner asintió. «Supongo que sí», dijo.
Así que la tarde del día en el que Stoner recibió la llamada, Edith se fue de Columbia para ir a San Luis al funeral y quedarse tanto como fuera preciso. Cuando llevaba fuera una semana, Stoner recibió una breve nota informándole de que se quedaba con su madre otras dos semanas, tal vez más. Estuvo fuera casi dos meses y William se quedó solo en la gran casa con su hija.
Durante los primeros días el vacío de la casa resultó extraño e inesperadamente inquietante. Pero se acostumbró y empezó a disfrutar de ello. En una semana sabía ya que era tan feliz como no lo había sido en años y cuando pensaba en el inevitable regreso de Edith era con un remordimiento apacible que ya no necesitaba ocultarse.
Grace celebró su sexto cumpleaños la primavera de aquel año y empezó su primer curso de colegio en otoño. Cada mañana Stoner la preparaba para el colegio y estaba de vuelta de la universidad por las tardes a tiempo para recibirla cuando ella volvía a casa.
A los seis años Grace era una niña alta y esbelta con un cabello más rubio que pelirrojo, su piel era perfectamente suave y sus ojos de color azul oscuro, casi violetas. Era tranquila y alegre y disfrutaba de las cosas, lo cual despertaba en su padre un sentimiento como de reverencia nostálgica.
A veces Grace jugaba con niños del vecindario, pero lo normal era que se sentara con su padre en su gran estudio y le observase mientras corregía ejercicios, o leía, o escribía. Le hablaba y conversaban —tan tranquilamente y con tanta seriedad que William Stoner se emocionaba con ternura impensable—. Grace pintaba dibujos desgarbados y fascinantes en hojas de papel amarillo y se los presentaba solemnemente a su padre, o le leía en voz alta su libro de lectura de primer curso. Por la noche, cuando Stoner la metía en la cama y regresaba a su estudio, notaba su ausencia y se consolaba sabiendo que ella dormía segura arriba. De manera casi inconsciente había empezado a educarla y observaba, maravillado y con amor, cómo crecía ante él y su rostro empezaba a mostrar la inteligencia que atesoraba dentro.
Edith no regresó a Columbia hasta primeros de año, así que William Stoner y su hija pasaron las navidades solos. La mañana de Navidad intercambiaron regalos, para su padre, que no fumaba, Grace había modelado en la conservadora escuela infantil adjunta a la universidad, un tosco cenicero. William le regaló un vestido nuevo que había elegido para ella en una tienda del centro, algunos libros y lápices de colores. Se quedaron casi todo el día junto al arbolito, hablando, mirando las luces parpadear sobre los adornos, con el oropel destellando como fuego ardiendo sobre el verde oscuro del abeto.
Durante las vacaciones de Navidad, en aquella pausa curiosa y suspendida de las prisas del semestre, William Stoner tomó consciencia de dos cosas: empezó a darse cuenta de la importancia capital que Grace tenía ahora en su vida y a comprender que le sería posible llegar a ser un buen profesor.
Estaba dispuesto a admitirse a sí mismo que no lo había sido. Siempre, desde la época en la que se había movido a trompicones en las primeras clases de inglés de primero, se había percatado del abismo existente entre lo que sentía por su asignatura y lo que impartía en clase. Había esperado que el tiempo y la experiencia redujeran ese abismo pero no había sido así. Las cosas que llevaba muy dentro de sí eran profundamente traicionadas cuando hablaba de ellas en sus clases; lo que estaba más vivo se marchitaba en sus palabras y lo que le emocionaba más se volvía frío al pronunciarlo. Y la conciencia de su insuficiencia le angustiaba tanto que su percepción crecía con normalidad, como si fuera tan parte de él mismo como sus hombros encorvados.
Pero durante las semanas que Edith pasó en San Luis, cuando daba clases, se encontraba a veces tan abstraído en su asignatura, que se olvidaba de sus limitaciones, de sí mismo, e incluso de los alumnos que tenía enfrente. De vez en cuando se sentía tan arrebatado de entusiasmo que tartamudeaba, gesticulaba e ignoraba los apuntes de clase que normalmente guiaban sus discursos. Al principio le molestaban estos arranques, como si se tomara demasiadas confianzas con su asignatura, y se disculpaba con sus alumnos pero cuando éstos empezaron a reclamarle después de las clases, y cuando sus ejercicios empezaron a revelar indicios de imaginación y el asomo de un amor vacilante, se animaba a hacer aquello a lo que nunca le habían enseñado. El amor a la literatura, al lenguaje, al misterio de la mente y el corazón manifestándose en la nimia, extraña e inesperada combinación de letras y palabras, en la tinta más negra y fría… el amor que había ocultado, como si fuese ilícito y peligroso, empezó a exhibirse, vacilante en un principio, luego con temeridad y finalmente con orgullo.
Estaba triste y animado a la vez por el descubrimiento de lo que podía realizar. Más allá de sus intenciones, sentía que había engañado tanto a sus alumnos como a sí mismo. Los alumnos que habían sido capaces hasta entonces de trabajarse sus asignaturas mediante la repetición de pasos mecánicos empezaron a mirarle con sorpresa y resentimiento, los que no habían cursado sus asignaturas empezaron a acudir a sus clases y a saludarle por los pasillos. Hablaba con más confianza y sentía un rigor duro y cálido acumulándosele dentro. Sospechaba que comenzaba, con diez años de retraso, a descubrir lo que era y lo que veía era, más o menos lo que se había imaginado que sería. Sentía por fin que empezaba a ser profesor, lo cual era simplemente ser un hombre a quien el libro le dice la verdad, a quien se le concede una dignidad artística que poco tiene que ver con su estupidez, debilidad o insuficiencia como persona. Era un conocimiento que no podía expresar pero que le había cambiado una vez obtenido y mediante el cual nadie podía confundir su porte.
Así, cuando Edith regresó de San Luis, lo encontró inexplicablemente cambiado y se dio cuenta inmediatamente. Regresó sin avisar en un tren vespertino y atravesó el salón hasta el estudio donde su marido y su hija estaban tranquilamente. Su intención era sorprenderles tanto por su aparición repentina como por su nuevo aspecto pero cuando William la vio y ella vio la sorpresa en sus ojos, supo al momento que el verdadero cambio se había operado en él y que éste era tan profundo que disipó el efecto de su aparición, pensó para sí misma algo distante pero con cierta sorpresa: «Le conozco mejor de lo que nunca creí».
William se sorprendió por su aparición y su cambio de imagen pero ya no le emocionó como pudo haberlo hecho en el pasado. La miró unos instantes y luego se levantó del escritorio, cruzó la sala y la saludó serio.
Edith se había cortado el pelo y llevaba uno de esos sombreros que le ceñía la cabeza tan fuerte que los mechones de pelo se le quedaban pegados a la cara como en un marco irregular; tenía los labios pintados de naranja rojizo brillante y dos manchas de colorete marcaban sus mejillas. Llevaba uno de esos vestidos cortos que se habían puesto de moda entre las mujeres jóvenes durante los últimos años; colgaba recto desde sus hombros y acababa justo a la altura de las rodillas. Sonrió tímida a su marido y cruzó la sala hasta su hija, que estaba en el suelo y la miraba con calma, solícita. Se arrodilló desgarbadamente, con el vestido nuevo ceñido alrededor de sus piernas.
«Grace, cariño», dijo en un tono que a William le pareció tenso e inseguro, «¿echabas de menos a mamá? ¿Pensabas que nunca volvería?».
Grace besó a su madre en la mejilla y la miró solemne. «Pareces diferente», dijo.
Edith se rió y se levantó del suelo, dio una vuelta, poniéndose las manos sobre la cabeza. «Tengo un vestido nuevo y zapatos nuevos y un nuevo corte de pelo. ¿Te gusta?».
Grace asintió dudosa. «Pareces diferente», dijo otra vez.
La sonrisa de Edith se amplió; tenía una pequeña mancha de pintalabios en uno de sus dientes. Se giró hacia William y preguntó: «¿Parezco diferente?».
«Sí», dijo William. «Muy seductora. Muy guapa».
Se rió de él y meneó la cabeza. «Pobre Willy», dijo. Luego se giro otra vez hacia su hija. «Soy diferente, creo», le dijo. «Creo de verdad que lo soy».
Pero William Stoner sabía que le estaba hablando a él. Y que en aquel momento, de alguna manera, supo también que más allá de sus intenciones o su entendimiento, sin ella saberlo, Edith intentaba anunciarle una nueva declaración de guerra.