6

A principios de verano de 1924, un viernes por la tarde, varios estudiantes vieron a Archer Sloane entrar en su despacho. Un conserje que recorría los despachos vaciando papeleras le encontró al lunes siguiente, poco después del amanecer. Sloane estaba sentado, rígidamente desplomado sobre la silla delante de su escritorio, con la cabeza ladeada en un raro escorzo, con los ojos abiertos y petrificados en una expresión terrible. El conserje le habló y después salió gritando por los pasillos vacíos. Hubo algún retraso en la retirada del cuerpo del despacho y unos pocos estudiantes de primer año se congregaron en los pasillos cuando se llevaron a la curiosa figura encorvada y acartonada en una camilla escaleras abajo hasta la ambulancia que esperaba. Más tarde se dictaminó que Sloane había muerto en algún momento de la noche del viernes o el sábado por la mañana, debido a causas obviamente naturales pero nunca determinadas con precisión, y que había permanecido todo el fin de semana sentado en su escritorio mirando al infinito frente a sí. El forense apuntó un fallo cardiaco como la causa de la muerte, pero William Stoner siempre presintió que en un momento de enfado y desesperanza Sloane había deseado que su corazón se detuviera, como en un último gesto callado de amor y desprecio hacia un mundo que le había traicionado tan profundamente que no podía soportar continuar en él.

Stoner fue uno de los porteadores del féretro en el funeral. Durante la misa no consiguió prestar atención a las palabras del cura, pues sabía que estaban vacías. Recordaba a Sloane como la primera vez que le había visto en clase, recordaba las primeras conversaciones que habían mantenido y pensaba en el lento declinar de ese hombre que había sido un amigo distante. Más tarde, cuando la misa hubo terminado, cuando agarraba el asa del ataúd gris y ayudaba a sacarlo del coche fúnebre, lo que portaba parecía tan ligero que no podía creer que hubiese algo dentro de la estrecha caja.

Sloane no tenía familia; sólo sus colegas y unas pocas personas de la ciudad se congregaron alrededor del angosto hoyo y escucharon con admiración, congoja y respeto lo que iba diciendo el cura. Y porque no tenía familia ni seres queridos para llorar su muerte, fue Stoner quien lloró cuando bajaban el ataúd, como si el llanto atenuara la soledad de aquel último descenso. No sabía si lloraba por él, por la parte de su historia y juventud que se sepultaba en la tierra, o si lo hacía por la pobre figura delgada que una vez contuvo el hombre al que había querido.

Gordon Finch le llevó a casa y durante la mayor parte del trayecto no hablaron. Al rato, cuando se acercaban al centro, Gordon preguntó por Edith, William dijo algo y se interesó por Caroline. Gordon respondió, y se hizo un gran silencio. Justo antes de aparcar junto al apartamento de William, Gordon Finch habló de nuevo.

«No sé. Durante todo el funeral estuve pensando en Dave Masters. En Dave muriendo en Francia y en el viejo Sloane sentado en su escritorio, muerto durante dos días, como si compartieran el mismo tipo de muerte. Nunca conocí a Sloane muy bien pero supongo que era un buen hombre, al menos oí que lo era. Y ahora tenemos que contar con otra persona y encontrar un nuevo jefe de departamento. Es como si todo pasara y continuara hacia adelante. Hace que uno se haga preguntas».

«Sí», respondió William y no dijo nada más. Pero durante un momento se sintió cercano a Gordon Finch y cuando salió del automóvil y vio a Gordon marcharse, tuvo la lúcida certeza de que otra parte de sí mismo, de su pasado, se alejaba de él lenta, casi imperceptiblemente, hacia la oscuridad.

Además de sus funciones como segundo del vicedecano, Gordon Finch fue nombrado director interino del departamento de inglés, siendo su tarea más acuciante la de encontrar un sustituto para Archer Sloane.

Llegó julio antes de que se resolviera el tema. Entonces Finch convocó a los miembros del departamento que habían permanecido en Columbia durante el verano y anunció al sustituto. Era, dijo Finch al pequeño grupo, un especialista en el siglo diecinueve, Hollins N. Lomax, que había recibido recientemente su doctorado de la Universidad de Harvard pero que aún así había impartido clases durante varios años en una pequeña facultad de humanidades en las afueras de Nueva York. Poseía referencias de peso, ya había empezado a publicar y había sido contratado con la categoría de profesor asistente. No había, enfatizó Finch, planes presentes para la jefatura de departamento. Finch seguiría como jefe interino por lo menos un año más.

Durante el resto del verano Lomax fue una figura misteriosa y objeto de especulación para los miembros permanentes de la facultad. Los artículos que había publicado en la prensa fueron rescatados, leídos y compartidos entre el asentimiento juicioso de todos. Lomax no hizo acto de presencia durante la semana de recepción de nuevos alumnos, ni estuvo en la reunión general de la facultad el viernes anterior al lunes de inscripción. Y durante esta última los miembros del departamento, sentados en fila tras las mesas alargadas, ayudando fatigosamente a los estudiantes a elegir asignaturas y echándoles una mano con la engorrosa rutina de rellenar solicitudes, miraban alrededor buscando subrepticiamente alguna cara nueva. Pero Lomax no hizo acto de presencia.

No se le vio hasta la reunión de departamento del martes por la tarde, una vez cerrada la inscripción. Para entonces, aturdidos por la monotonía de los últimos dos días y, pese a todo, con la tensión del comienzo de curso, el departamento de inglés casi se había olvidado de Lomax. Todos se repantingaban en los sillones de la gran sala de lectura del ala este del Jesse Hall y miraban con desdén, aunque también impacientes, al atril desde el que Gordon Finch los observaba con infinita benevolencia. Un leve murmullo de voces llenaba la sala, las sillas arañaban el suelo, de vez en cuando alguien se reía forzadamente, con aspereza. Gordon Finch levantó la mano derecha, mostrando la palma a su público, el murmullo se calmó un poco.

Se apaciguó lo suficiente como para que todos los que estaban en la sala oyeran la puerta trasera rechinar al abrirse y unas pisadas lentas y peculiares sobre el desnudo suelo de madera. Se giraron y cesó el rumor de conversaciones. Alguien susurró: «es Lomax», y el sonido cruzó nítido y audible la sala.

Había atravesado la puerta, la había cerrado y había avanzado unos pasos desde el umbral. Era un hombre de apenas metro y medio de altura y su cuerpo estaba grotescamente deformado. Un pequeño bulto le salía desde el hombro derecho hasta el cuello y su brazo izquierdo colgaba laxo en su costado. La parte superior de su cuerpo era voluminosa y encorvada, por lo que parecía que estaba siempre buscando equilibrio, sus piernas eran delgadas y caminaba cojeando de la derecha. Durante algunos instantes mantuvo la cabeza rubia inclinada hacia abajo, como inspeccionando sus lustrosos zapatos negros y la marcada raya de sus pantalones también negros. Luego levantó la cabeza y lanzó su brazo derecho hacia adelante, mostrando los almidonados puños blancos de la camisa con lazos dorados. Tenía un cigarrillo entre los dedos, largos y pálidos. Dio una calada profunda, inhaló y espiró el humo formando una fina nube. Después pudieron verle la cara.

Era el rostro de un ídolo de masas. Larga, fina y versátil, su cara era pese a todo de rasgos duros. La frente era alta y estrecha, con venas gruesas, y su cabello espeso y ondulado, del color del trigo maduro, peinado hacia atrás con un copete algo teatral. Tiró el cigarrillo al suelo, lo aplastó con la suela y habló.

«Soy Lomax». Hizo una pausa, su voz, rica y profunda, articulaba las palabras con precisión, con una resonancia dramática. «Espero no haber interrumpido su reunión».

La reunión prosiguió, pero nadie prestaba mucha atención a lo que Gordon Finch decía. Lomax se sentó solo al final de la sala, fumando y mirando al alto techo, aparentemente desentendido de las cabezas que de vez en cuando se giraban para mirarle. Cuando concluyó la reunión se quedó en su silla y dejó que sus colegas se acercaran a él, se presentaran y dijeran lo que tuviesen que decir. Saludó a todos brevemente, con una cortesía que era extrañamente burlona.

Durante las siguientes semanas se hizo evidente que Lomax no trataba de integrarse en la rutina social, cultural y académica de Columbia, Missouri. Aunque era irónicamente afable con sus colegas, ni aceptaba ni repartía invitaciones sociales de ningún tipo; ni siquiera asistió a la inauguración anual en la casa del decano Claremont a pesar de que el acto era tan tradicional que la asistencia era prácticamente obligatoria. No se le veía en ninguno de los conciertos ni conferencias de la universidad. Se decía que sus clases eran animadas y que su comportamiento en el aula era excéntrico. Era un profesor popular, los alumnos se arremolinaban en torno a su mesa durante sus horas libres y le seguían por los pasillos. Se sabía que a veces invitaba a grupos de alumnos a su casa, donde les entretenía con conversaciones y grabaciones de cuartetos de cuerda.

William Stoner, deseaba conocerle mejor, pero no sabía cómo hacerlo. Le habló cuando tuvo una excusa y le invitó a cenar. Cuando Lomax le respondió como hacía con todos —irónicamente educado e impersonal— y rechazó la invitación a cenar, a Stoner no se le ocurrió qué otra cosa hacer.

Pasó algún tiempo antes de que Stoner descubriera el motivo de su atracción hacia Lomax. En la arrogancia de Lomax, en su labia y en su amargura jovial, Stoner veía, distorsionada pero reconocible, la imagen de su amigo David Masters. Deseaba tratarle como había tratado a Dave; pero no podía, incluso después de haber admitido este deseo para sí mismo. La torpeza de su juventud no le había abandonado pero la vehemencia y la honestidad que hubiese hecho posible la amistad, sí. Sabía que su deseo era imposible y el saberlo le entristecía.

Por las tardes, una vez que había limpiado el apartamento, lavado los platos de la cena y acostado a Grace en la cuna colocada en una esquina del salón, trabajaba en la corrección de su libro. A finales de curso estaba terminado y aunque no estaba contento del todo con él, lo mandó a una editorial. Para su sorpresa fue aceptado y su publicación programada para el otoño de 1925. Con el respaldo del libro sin publicar ascendió a profesor asistente y se le aseguró un puesto fijo.

La garantía del ascenso llegó unas semanas después de que su libro fuese aceptado, y entonces Edith anunció que ella y la niña pasarían una semana en San Luis visitando a sus padres.

Regresó a Columbia en menos de una semana, molesta y cansada, pero silenciosamente triunfante. Había acortado su visita porque el agotamiento de ocuparse de un bebé había sido demasiado para la madre y el viaje la había agotado tanto que no era capaz de cuidar de Grace ella sola. Pero había conseguido algo. Sacó de su bolso un fajo de documentos y le dio un papelito a William.

Era un cheque por seis mil dólares a nombre del señor y la señora Stoner y firmado con la letra remarcada e ilegible de Horace Boswick. «¿Qué es esto?», preguntó Stoner.

Ella le entregó el resto de papeles. «Es un préstamo», dijo. «Todo lo que tienes que hacer es firmar aquí. Yo ya lo he hecho».

«¡Pero seis mil dólares! ¿Para qué?».

«Para una casa», dijo Edith. «Una casa de verdad, de nuestra propiedad».

William Stoner miró de nuevo los papeles, les echó un vistazo rápido y dijo: «Edith, no podemos. Perdona, pero… mira, sólo ganaré mil seiscientos el año que viene. Los pagos por esto serán más de sesenta dólares al mes… lo que es casi la mitad de mi salario. Y habrá impuestos y seguros y… no veo cómo podremos afrontarlo. Me habría gustado que me lo hubieras consultado».

Ella puso cara de congoja; se alejó de él. «Quería darte una sorpresa. Hago tan poco. Y podía conseguir esto».

Él aseguró que estaba agradecido, pero Edith no se consolaba.

«Pensaba en ti y en la niña», dijo ella. «Tú podrías estudiar y Grace tendría un patio en el que jugar».

«Lo sé», dijo William. «Tal vez dentro de unos años».

«Dentro de unos años», repitió Edith. Se hizo un silencio. Luego dijo con desgana: «no puedo vivir así. No más. En un apartamento. No importa dónde esté, puedo oírte, y oír a la niña, y el olor. Yo ¡no puedo-soportar-el olor! Día tras día, el olor de los pañales, y… no puedo soportarlo, y no puedo escapar de ello. ¿No te das cuenta? ¿No te das cuenta?».

Al final aceptaron el dinero. Stoner decidió que podría renunciar, para dar clase, a los veranos en los que se había propuesto estudiar y escribir, al menos durante algunos años.

Edith se tomó como cosa suya buscar la casa. Entre finales de primavera y principios de verano buscaba sin descanso. Tan pronto como William volvía a casa de sus clases ella salía y a veces no regresaba hasta el anochecer. A veces iba andando y a veces en coche con Caroline Finch, de quien casualmente se había hecho amiga. A últimos de junio descubrió la casa que buscaba, firmó una opción de compra y acordó tomar posesión hacia mediados de agosto.

Era una casa antigua de dos plantas a tan sólo unas manzanas del campus, sus anteriores dueños la habían dejado deteriorarse, la pintura verde se estaba desconchando de los tableros y el jardín se veía marrón y estaba infestado de malas hierbas. Pero el patio era grande y la casa espaciosa; tenía una grandeza destartalada que Edith podía imaginarse restaurada.

Tomó prestados otros quinientos dólares de su padre para los muebles y en el intervalo entre el verano y el comienzo del semestre de otoño, William repintó la casa. Edith la quería en blanco por lo que tuvo que darle tres manos, de manera que el verde oscuro no trasluciera. De repente, la primera semana de septiembre, Edith decidió que quería celebrar una fiesta —de inauguración, la llamaba—. Lo anunció con cierto énfasis, como si fuese un nuevo principio.

Invitaron a todos los miembros del departamento que habían regresado de las vacaciones así como a algunos conocidos de Edith de la ciudad. Hollis Lomax sorprendió a todos aceptando la invitación, la primera que aceptaba desde su llegada a Columbia hacía un año. Stoner dio con un contrabandista de licores y le compró varias botellas de ginebra; Gordon Finch prometió llevar algo de cerveza; y la tía de Edith, Emma, contribuyó con dos botellas de jerez para aquéllos que no bebían licores fuertes. Edith no era partidaria de servir ningún licor, era técnicamente ilegal hacerlo. Pero Caroline Finch le insinuó que nadie de la universidad creería que era algo de verdad impropio, con lo que la convenció.

El otoño llegó pronto aquel año. Una nevada ligera cayó el diez de septiembre, el día antes de la inscripción y durante la noche una intensa helada se agarró a la tierra. Al final de la semana, cuando se celebraba la fiesta, el frío había remitido por lo que sólo quedaba algo de fresco en el aire, aunque los árboles habían perdido las hojas, la hierba se empezaba a oscurecer y había una desnudez general que presagiaba un invierno duro. Por el frío exterior, por los desnudos álamos y los olmos pelados que había en su jardín, por el calor y por el número de utensilios para la fiesta inminente, a William Stoner le recordaba a otro día, de hacía casi siete años, cuando había ido a casa de Josiah Claremont y había visto a Edith por primera vez. Parecía lejano, mucho tiempo atrás, no podía calcular los cambios que los años habían provocado.

Durante casi toda la semana antes de la fiesta, Edith se perdió en preparativos frenéticos, contrató una chica negra durante la semana para que la ayudara con los preparativos y a servir, y ambas fregaban suelos y paredes, enceraban la madera, quitaban el polvo y limpiaban los muebles, cambiándolos de sitio una y otra vez… por lo que para la noche de la fiesta Edith se encontraba en un estado próximo al agotamiento. Tenía ojeras profundas y su voz estaba al borde mismo de la histeria. A las seis en punto —los invitados se suponía llegarían a las siete— contó los vasos una vez más y descubrió que no tenía suficientes para todos los invitados que esperaba. Se puso a llorar, corrió escaleras arriba, sollozando que no le preocupaba lo que pasara porque no iba a volver a bajar. Stoner intentó tranquilizarla, pero ella no le respondía. Le dijo que no se preocupara, que él conseguiría vasos. Explicó a la doncella que volvería enseguida y salió a toda prisa de la casa. Durante casi una hora anduvo buscando una tienda todavía abierta en la que poder comprar vasos. Para cuando encontró una, hubo elegido los vasos y regresado a la casa era bastante más tarde de las siete y los primeros invitados ya habían llegado. Edith estaba en el salón entre ellos, sonriendo y charlando como si nada temiera ni le preocupara; saludó a William con naturalidad y le dijo que llevara el paquete a la cocina.

La fiesta fue como tantas otras. Las conversaciones empezaban de manera esporádica, arrancaban súbitamente pero se volvían a desinflar y se perdían inconexas en otras conversaciones, las risas eran agudas y nerviosas y estallaban por toda la habitación como pequeños explosivos en barrena de manera continua aunque sin orden. Los participantes de la fiesta fluían desordenadamente de un lugar a otro, como si tranquilamente estuvieran ocupando posiciones estratégicas cambiantes. Algunos de ellos, como espías, deambulaban por la casa, conducidos bien por Edith bien por William, y comentaban la superioridad de las casas antiguas sobre las nuevas, esas estructuras frágiles que se levantaban aquí y allá en los alrededores de la ciudad.

Hacia las diez, la mayoría de los invitados se había servido de los platos apilados con jamón cocido en lonchas y pavo, albaricoques borrachos y una guarnición variable de tomatitos, tallos de apio, aceitunas, pepinillos, rábanos crujientes y racimos de coliflor cruda, algunos estaban ebrios y no comían. Hacia las once la mayoría de los invitados se había marchado. Entre los que aún quedaban estaban Gordon y Caroline Finch, algunos miembros del departamento a los que Stoner conocía desde hacía años y Hollis Lomax. Lomax estaba bastante ebrio, aunque no de una manera alarmante, caminaba con cuidado, como si llevara un peso o lo hiciera sobre terreno accidentado, y su rostro delgado y pálido brillaba a través de una película de sudor. El licor le soltaba la lengua y, aunque hablaba con precisión, su voz había perdido el toque irónico, mostrándose inofensivo.

Habló sobre su infancia solitaria en Ohio, donde su padre había sido un hombre con bastante éxito en pequeños negocios. Contó, como si hablara de otra persona, del aislamiento al que le había sometido su deformidad, de esa lástima inicial que no tenía origen y que podía detectar, frente a la que no había defensa que oponer. Y cuando habló de los largos días y tardes que pasaba solo en su habitación, leyendo para escapar de las limitaciones que su cuerpo contrahecho le imponían y encontrando gradualmente un sentido de libertad que crecía con mayor intensidad según iba comprendiendo la naturaleza de aquella libertad —cuando contó esto, William Stoner se sintió vinculado a él de una manera que no hubiera sospechado; sabía que Lomax había pasado por una especie de conversión, una epifanía de conocimiento a través de las palabras que no podía ser explicada con palabras, como a Stoner le había sucedido una vez, en la clase de Archer Sloane. Lomax había llegado a ello antes, y solo, por lo que el conocimiento era casi más una parte de él mismo de lo que lo era para Stoner pero, en resumidas cuentas, lo más importante era que ambos hombres eran semejantes, aunque a ninguno de ellos le gustaría admitírselo al otro, ni siquiera a sí mismo.

Hablaron casi hasta las cuatro de la mañana y, aunque bebieron más, la charla se fue calmando hasta que por fin los dos se quedaron en silencio. Se sentaron cerca uno del otro entre los restos de la fiesta, como si estuviesen en una isla, arrejuntándose en busca de calor y seguridad. Al cabo de un rato Gordon y Caroline Finch se levantaron y se ofrecieron a llevar a Lomax a su casa. Lomax estrechó la mano de Stoner, le preguntó por su libro y le deseó éxito, se acercó a Edith, sentada tiesa en una silla sencilla, le tomó la mano y le dio las gracias por la fiesta. Luego, como respondiendo a un moderado impulso, se inclinó un poco y sus labios se besaron. A Edith se le fue la mano hacia el pelo y así se quedaron algunos instantes, con el resto mirando. Fue el beso más casto que Stoner había visto y parecía perfectamente natural.

Stoner despidió a sus invitados en la puerta y se quedó un rato observándoles descender las escaleras y alejarse de la luz del porche. El aire gélido le rodeaba y se le adhería, respiraba profundamente y el frío intenso le revigorizaba. Cerró la puerta sin ganas y se giró; el salón estaba vacío, Edith ya había subido. Apagó las luces y cruzó la desordenada sala hasta las escaleras. La casa ya empezaba a parecer familiar, se agarró a la barandilla sin verla y se dejó guiar hacia arriba. Cuando llegó al final de la escalera pudo ver el pasillo iluminado por la luz que salía a través de la puerta entreabierta de la habitación. Los tablones crujían al caminar por el pasillo y entrar en la habitación.

La ropa de Edith estaba desperdigada por el suelo al lado de la cama, cuyas sábanas habían sido retiradas con descuido; ella yacía desnuda y brillaba bajo la luz sobre la sábana blanca sin arrugar. Su cuerpo parecía relajado y lascivo en su despreocupada desnudez y relucía como oro blanco. William se acercó a la cama. Ella estaba casi dormida, pero mediante un efecto óptico su boca entreabierta parecía entonar las palabras mudas de la pasión y el amor. Se quedó mirándola durante largo rato. Sentía piedad distante, amistad desganada y respeto familiar, y sentía también una pena cansada, porque sabía que ya nunca más el verla le traería la agonía del deseo que una vez había conocido y sabía que nunca se emocionaría por tenerla cerca como antes le había sucedido. La tristeza disminuyó y la arropó con gentileza, apagó la luz y se metió en la cama junto a ella.

A la mañana siguiente Edith estaba enferma y cansada y se pasó el día en la habitación. William limpió la casa y atendió a la niña. El lunes vio a Lomax y le habló con una calidez alentada en la noche de la fiesta; Lomax le respondió con una ironía que tenía algo de frío resentimiento y no habló de la fiesta aquel día ni después. Era como si hubiese descubierto una enemistad que le separara de Stoner y no lo pudiera remediar.

Como William se temía, la casa pronto demostró ser una carga económica casi destructiva. A pesar de que administraba su salario con cuidado, a finales de mes se encontraba siempre sin fondos y cada mes se reducían de manera constante los cada vez más escasos ahorros obtenidos con sus clases en verano. Durante el primer año de propiedad de la casa falló en dos pagos al padre de Edith y recibió una carta glacial y moralizante sobre cómo planificar su economía.

Pese a ello, empezó a disfrutar de ser propietario y conoció un bienestar que no había imaginado. Su estudio estaba en la planta baja, junto al salón, y tenía una alta ventana orientada al norte. Durante el día la habitación estaba ligeramente iluminada y los paneles de madera refulgían con la riqueza de lo antiguo. Encontró en el sótano algunos tablones que, a pesar de los estragos de la suciedad y la humedad, encajaban con el revestimiento de la habitación. Restauró aquellos tablones y construyó estanterías para estar así rodeado de sus libros. En una tienda de muebles usados encontró algunas sillas desvencijadas, un sofá y un viejo escritorio por el que pagó pocos dólares y que pasó muchas semanas restaurando.

A medida que trabajaba en la habitación, según comenzó ésta poco a poco a tomar forma, se dio cuenta de que durante muchos años, de forma inconsciente, había guardado una imagen en algún lugar dentro de sí, como una culpa secreta, una imagen que, aún siendo de un lugar, era en realidad de sí mismo. Era a sí mismo a quien estaba tratando de definir mientras trabajaba en su estudio. Mientras lijaba los viejos tableros para su librería y veía desaparecer la superficie rugosa, descascarillarse los sedimentos grises para descubrir la madera pura y, finalmente, la rica pureza de las vetas y la textura; mientras restauraba el mobiliario y lo distribuía por la habitación, era él mismo el que iba poco a poco tomando forma, él mismo quien estaba siendo sometido a una especie de orden. Era así mismo a quién estaba haciendo posible.

Así, pese a las presiones regularmente recurrentes de las deudas y la necesidad, los siguientes años fueron felices y vivía casi como había soñado que viviría cuando era un joven estudiante de primer año de universidad y al principio de su matrimonio. Edith participaba de una parte de su vida tan importante como había esperado inicialmente; de hecho, parecía que habían entrado en una larga tregua que era una especie de punto muerto. Pasaban la mayor parte de sus vidas separados, Edith en casa, en estado impecable, sin apenas recibir visitas. Cuando no estaba barriendo o quitando el polvo o limpiando o encerando, se metía en la habitación y parecía satisfecha con permanecer allí. Nunca entraba al estudio de William. Era como si no existiera para ella.

William aún se ocupaba de la mayoría de los cuidados de su hija. Por las tardes, cuando regresaba a casa de la universidad, recogía a Grace en la habitación de arriba, que había convertido en cuarto infantil, y la dejaba jugar en el estudio mientras él trabajaba. Ella jugaba tranquila y feliz sobre el suelo, complacida de estar sola. De vez en cuando William le hablaba y ella paraba para mirarle con deleite solemne y pausado.

A veces pedía a sus alumnos que se pasaran por casa para entrevistas y charlas. Les preparaba té en un pequeño hornillo que guardaba junto a su escritorio y sentía un extraño afecto por ellos mientras se sentaban cohibidos en las sillas, haciendo comentarios sobre su biblioteca y felicitándole por la belleza de su hija. Él se disculpaba por la ausencia de su esposa y les explicaba su enfermedad, hasta que al final se daba cuenta de que repetir las disculpas ponía de manifiesto su ausencia más que la explicaba. Optó por callar esperando que su silencio fuese menos comprometedor que sus explicaciones.

Excepto por la ausencia de Edith, su vida era lo que él quería que fuese. Estudiaba y escribía cuando no preparaba clases, o corregía ejercicios, o leía tesis. Esperaba el momento de ganarse cierta reputación tanto de investigador como de profesor. Sus expectativas para su primer libro eran cautas y modestas, y fueron aceptadas. Un crítico lo había tildado de «prosaico» y otro lo había calificado de «investigación competente». Al principio estaba muy orgulloso del libro, lo había sostenido en sus manos, acariciando su sencilla cubierta y pasando sus páginas. Parecía delicado y vivo, como un bebé. Lo había releído ya publicado, ligeramente sorprendido de que no fuese ni mejor ni peor de lo que había pensado que sería.

Al cabo de un rato se cansó de mirarlo, pero nunca pensó en él, ni en su autoría, sin un sentimiento de asombro e incredulidad sobre su propio arrojo y la responsabilidad que había asumido.