REGRESARON a Columbia dos días antes de lo planeado, inquietos y tensos por su aislamiento. Fue como si hubiesen entrado juntos en prisión. Edith decía que tenían que regresar a Columbia para que William pudiese preparar sus clases y para comenzar a instalarse en su nuevo apartamento. Stoner estuvo de acuerdo en seguida, y se decía a sí mismo que las cosas mejorarían una vez estuvieran en su propio espacio, entre gente que conocían y en ambientes que les resultaran familiares. Hicieron las maletas aquella tarde y esa misma noche estaban en un tren hacia Columbia.
Durante los días apresurados e imprecisos de antes de su boda Stoner había encontrado un apartamento libre en el segundo piso de un viejo edificio de estilo establo de cinco plantas de la universidad. Era oscuro y sin amueblar, con un pequeño dormitorio, una cocina enana y un salón grande de altas ventanas. Allí había vivido un artista, un profesor de la universidad, que no había sido muy ordenado. Los suelos oscuros de anchos tablones tenían brillantes rastros amarillos, azules y rojos, y las paredes estaban manchadas de pintura y suciedad. Stoner pensaba que el lugar era romántico y cómodo y le pareció un buen sitio para comenzar una nueva vida.
Edith se mudó al apartamento como si se tratase de un enemigo al que había que conquistar. Aunque no estaba acostumbrada al trabajo físico, limó buena parte de la pintura de suelos y paredes, fregando la suciedad que ella imaginaba oculta en todos lados. Le salieron ampollas en las manos y se le fatigó el gesto, apareciendo ojeras oscuras bajo sus ojos. Cuando Stoner intentaba ayudarla ella se mostraba reacia, se le tensaban los labios y negaba con la cabeza, él necesitaba tiempo para sus estudios, decía; esto era trabajo suyo. Cuando imponía su autoridad sobre ella, se ponía casi hosca, pensando que la estaba humillando. Perplejo e impotente, se retiraba y la observaba mientras Edith continuaba fregando, inexorablemente los destellantes suelos y paredes, cosiendo cortinas y colgándolas sobre las altas ventanas; reparando, pintando y repintando el mobiliario usado que habían empezado a reunir. Aunque inepta, trabajaba con una ferocidad silenciosa y contumaz, de manera que cuando William regresaba de la universidad por la tarde ella estaba agotada. Se arrastraba a preparar la cena, comía un poco y después, con un murmullo desvaído, se iba a la habitación a dormir como si estuviera narcotizada hasta la mañana siguiente, cuando William ya había salido a dar sus clases.
Al mes él sabía que su matrimonio era un fracaso, al año dejó de esperar que mejorara. Aprendió a callar y no persistió en su amor. Si hablaba con ella o la tocaba con ternura, ella se apartaba de él retrayéndose y se quedaba muda, hierática, y durante días se sumergía en nuevos límites de agotamiento. Debido a una cabezonería no pactada que ambos compartían, dormían en la misma cama, a veces de noche, dormida, se movía sin darse cuenta hacia él. Y entonces, su determinación y conocimiento se disolvían ante su amor y él se movía hacia ella. Si ella estaba lo suficientemente despierta se tensaba y se ponía rígida, moviendo la cabeza hacia un lado en un gesto familiar y enterrándola en la almohada, soportando la violación. En esas ocasiones Stoner desempeñaba el acto amoroso tan rápido como podía, odiándose por las prisas y arrepentido de su pasión. Con menor frecuencia ella permanecía medio aturdida por el sueño, entonces era pasiva y murmuraba somnolienta, no sabía si protestando o sorprendida. Llegó a ansiar aquellos momentos extraños e impredecibles, ya que en aquella aquiescencia narcótica del sueño cabía engañarse con haber sido correspondido de algún modo.
Y no podía hablar con ella de lo que entendía era su infelicidad. Cuando lo intentaba, ella aceptaba lo que le decía como una reflexión sobre su suficiencia y ella misma, y permanecía tan distante y arisca como cuando le hacía el amor. Él achacaba su distanciamiento a su falta de tacto y se sentía responsable de lo que ella sentía.
Con una crueldad callada que provenía de su desesperación, experimentaba pequeñas maneras de agradarla. Le traía regalos que ella aceptaba indiferente, a veces haciendo intranscendentes comentarios sobre su precio; la llevaba a pasear y de gira al campo arbolado de los alrededores de Columbia, pero ella se cansaba con facilidad y a veces caía enferma. Él le hablaba de su trabajo, como había hecho durante el cortejo, pero su interés era superficial e indulgente.
Por fin, pese a ser consciente de su timidez, insistió tan amablemente como pudo en que empezasen a invitar a gente a casa. Organizaban reuniones de té a las que invitaban a algunos de los jóvenes profesores y asistentes del departamento y dieron alguna cena. Edith no mostraba en absoluto si esto la complacía o no, pero en sus preparativos para los eventos se volvía tan frenética y obsesiva que para la hora en la que llegaban los invitados estaba medio histérica por la tensión y la fatiga, aunque nadie excepto William llegaba a reparar en ello.
Era buena anfitriona. Hablaba con los invitados con una animación y soltura que le hacían parecer otra ante William, y a él le hablaba delante de todos con una intimidad y cariño que siempre le sorprendía. Le llamaba Willy, lo cual le sonaba raro, y a veces posaba una mano suave sobre su hombro.
Pero cuando los invitados se marchaban, la fachada se venía abajo sola y revelaba su hundimiento. Hablaba con rencor de los invitados idos, imaginando oscuros insultos y desprecios, con regateo y desesperación hacía recuento de los que ella pensaba eran imperdonables fallos suyos, se sentaba quieta, meditando sobre el desorden que dejaban los invitados sin hacer caso a William y respondiéndole con monosílabos, ausente y en un tono de voz plano y monótono.
Sólo en una ocasión la fachada había cedido en presencia de los invitados.
Meses después del matrimonio entre Edith y Stoner, Gordon Finch se había comprometido con una chica a la que había conocido por casualidad cuando estaba destinado en Nueva York y cuyos padres vivían en Columbia. Finch había obtenido una plaza permanente de segundo del vicedecano, entendiéndose de manera tácita que cuando Josiah Claremont muriera Finch estaría entre los primeros en ser considerado para el cargo de vicedecano de la facultad. Con cierto retraso, y para celebrar tanto el nuevo cargo de Finch como el anuncio de su compromiso, Stoner les invitó a él y a su prometida a cenar.
Llegaron justo antes del ocaso una calurosa tarde de finales de mayo, en un automóvil nuevo, negro y brillante que emitía sucesivas explosiones y que Finch aparco con maestría sobre el camino enladrillado de enfrente de la casa de Stoner. Tocó la bocina y saludó alegremente hasta que William y Edith bajaron. Una chica pequeña y morena, de rostro redondo y sonriente, estaba sentada a su lado.
La presentó como Caroline Wingate y los cuatro charlaron durante un rato mientras Finch la ayudaba a bajar del coche.
«Bueno, ¿qué os parece?», preguntó Finch, golpeando el guardabarros delantero del automóvil con el puño cerrado. «Una belleza, ¿a que sí? Es del padre de Caroline. Estoy pensando en agenciarme uno justo como éste, para…». Su voz se arrastraba y los ojos se le estrechaban, miraba al auto con curiosidad y frialdad, como si fuera el futuro.
Luego se puso chistoso y animado otra vez. Fingiendo secretismo se puso el dedo índice sobre los labios, miró furtivamente alrededor y tomó una gran bolsa de papel marrón del asiento delantero del automóvil. «Chitón», susurró. «Recién traída. Cúbreme, colega; a ver si podemos llegar hasta la casa».
La cena fue bien. Finch estaba más afable de lo que Stoner le había visto en años. Stoner pensaba en sí mismo con Finch y Dave Masters, juntos en aquellos lejanos viernes por la tarde después de clase, bebiendo cerveza y charlando. La prometida, Caroline, habló poco, sonreía feliz mientras Finch bromeaba y hacía guiños. A Stoner le dio una punzada de envidia comprobar que Finch estaba genuinamente encariñado de aquella guapa morena y que el silencio de ella provenía de su arrebatado afecto hacia él.
Incluso Edith perdió parte de su apatía y tensión, sonreía con facilidad y su risa era espontánea. Finch se mostraba juguetón y familiar con Edith de una manera, Stoner se percataba, en la que él, su propio marido, nunca podría hacerlo y Edith parecía más feliz de lo que había estado en meses.
Tras la cena Finch sacó la bolsa de papel marrón de la cubitera, donde la había puesto antes a enfriar, y sacó varias botellas de color marrón oscuro. Era cerveza casera que había preparado con gran secreto y ceremonia en el armario de su apartamento de soltero.
«No tengo sitio para la ropa», dijo, «pero un hombre ha de conservar su prioridad de valores».
Con cuidado, con los ojos bizcos, con la luz resplandeciéndole sobre la piel blanca y el cabello rubio claro, como un químico midiendo una sustancia extraña, vertió la cerveza de las botellas en vasos.
«Hay que tener cuidado con estas cosas», dijo. «En el fondo se quedan un montón de sedimentos y si se vierte demasiado rápido se cuelan en el vaso».
Bebieron cada uno un vaso de cerveza, felicitando a Finch por su sabor. Era, de hecho, sorprendentemente buena, seca y ligera, y tenía buen color. Incluso Edith apuró el vaso y se tomó otro.
Se embriagaron un poco, reían aturdidos y eufóricos, se veían unos a otros con ojos nuevos.
Alzando su vaso hacia la luz, Stoner dijo: «Me pregunto qué le hubiera parecido a Dave esta cerveza».
«¿Dave?», preguntó Finch.
«Dave Masters. ¿Te acuerdas de cuando tomábamos cerveza?».
«Dave Masters», dijo Finch. «El bueno de Dave. Qué pena más grande».
«Masters», dijo Edith. Sonreía incoherentemente. «¿No era aquel amigo tuyo que murió en la guerra?».
«Sí», dijo Stoner. «Ése». La antigua pena cayó sobre él, pero sonrió a Edith.
«El bueno de Dave», dijo Finch. «Querida Edith; tu marido, Dave y yo solíamos pasarlo muy bien… mucho antes de que te conociera, por supuesto. El bueno de Dave…».
Sonrieron a la memoria de David Masters.
«¿Era buen amigo tuyo?», preguntó Edith.
Stoner asintió. «Era un buen amigo».
«Château-Thierry». Finch apuró el vaso. «La guerra es un infierno». Meneó la cabeza. «Pero el bueno de Dave. Ahora estará seguramente en algún lugar riéndose de todos nosotros. No sentiría pena de sí mismo. Me pregunto si de verdad vio algo de Francia».
«No lo sé», dijo Stoner. «Murió demasiado rápido cuando llegó».
«Sería un pena si no lo hizo. Siempre pensé que era una de las razones principales por las que se alistó. Por ver Europa».
«Europa», remarcó Edith.
«Sí», dijo Finch. «El bueno de Dave no quería muchas cosas, pero deseaba ver Europa antes de morir».
«Yo tendría que haber viajado a Europa en una ocasión», dijo Edith. Sonreía y los ojos le brillaban desamparados. «¿Te acuerdas Willy? Iba a ir con mi tía Emma justo antes de casarnos. ¿Te acuerdas?».
«Me acuerdo», dijo Stoner.
Edith se reía desafinadamente y movía la cabeza como desconcertada. «Parece como si hiciera mucho tiempo, pero no. ¿Fue hace cuánto Willy?».
«Edith» dijo Stoner.
«Veamos, íbamos a ir en abril. Y pasó un año. Y ahora estamos en mayo. Sería…». De repente se le llenaron los ojos de lágrimas, a pesar de que continuaba sonriendo con un brillo petrificado. «Ya nunca iré allí, supongo. Tía Emma morirá pronto y yo nunca tendré ocasión de…».
Entonces, con la sonrisa todavía estirándole los labios y con los ojos manando lágrimas, empezó a sollozar. Stoner y Finch se levantaron de la silla.
«Edith», decía Stoner desesperado.
«¡Oh, déjame en paz!». Con movimiento brusco e insólito se puso en pie delante de ellos, cerró los ojos con fuerza y apretó los puños. «¡Todos! ¡Dejadme en paz!», se dio media vuelta y se precipitó al dormitorio, dando un portazo al entrar.
Durante un rato nadie habló. Escuchaban el sonido apagado del llanto de Edith. Luego Stoner dijo: «Perdonadla. Ha estado cansada y no del todo bien. La tensión…».
«Cosas de mujeres. Supongo que me acostumbraré a esto pronto». Miró a Caroline, se rió otra vez, y elevó la voz. «Bueno, ya no molestaremos a Edith más. Dale las gracias de nuestra parte, dile que la comida ha sido espléndida y que vosotros, amigos, tenéis que venir a visitarnos cuando nos instalemos».
«Gracias Gordon», dijo Stoner. «Se lo diré».
«Y no te preocupes», dijo Finch. Dio un puñetazo a Stoner en el hombro. «Estas cosas pasan».
Una vez que Gordon y Caroline se fueron, después de que volviese a escucharse en la noche el rugido y el petardeo del nuevo automóvil gris, William Stoner se quedó plantado en medio del salón escuchando el llanto seco y acompasado de Edith. Era un sonido extrañamente átono y sin emoción, y parecía que no iba a terminar nunca. Quería consolarla, quería calmarla pero no sabía qué decir. Así que se quedó escuchando y después de un rato se dio cuenta de que nunca antes había oído llorar a Edith.
Después de la fiesta desastrosa con Gordon Finch y Caroline Wingate, Edith casi parecía satisfecha, más calmada de lo que había estado en ningún momento de su matrimonio. Pero no quería traer invitados y se mostraba reacia a salir del apartamento. Stoner hacía la mayoría de las compras con listas que Edith hacía para él con curiosa laboriosidad y escritura infantil en hojitas azules de cuaderno. Parecía más feliz cuando estaba sola; se sentaba durante horas a tejer o a bordar manteles y servilletas, con una sonrisa diminuta dibujada en sus labios. Su tía Emma Darley comenzó a visitarla con mayor frecuencia. Cuando William llegaba de la universidad por las tardes, a menudo se las encontraba a las dos juntas, tomando té y conversando en un tono tan bajo que parecían susurros. Siempre le saludaban educadamente, pero William sabía que le miraban con pesar. La señora Darley apenas se quedaba unos minutos más después de que él llegara. Aprendió a mantener una consideración respetuosa y delicada hacia el mundo en el que Edith había comenzado a vivir.
En verano de 1920 pasó una semana con sus padres mientras Edith visitaba a sus familiares en San Luis. No había visto a sus padres desde su boda.
Trabajó en los campos uno o dos días, ayudando a su padre y al negro que habían contratado pero sentir los terrones calientes y húmedos bajo sus pies y oler la tierra removida en sus uñas no le evocaba ningún sentimiento de regreso o familiaridad.
Volvió a Columbia y pasó el resto del verano preparándose para una nueva asignatura que iba a impartir el curso siguiente. Pasaba la mayor parte del día en la biblioteca, a veces volviendo con Edith al apartamento a última hora de la tarde, atravesando el pesado aire dulzón cargado de miel que flotaba en el aire y entre las delicadas hojas de los cornejos que se mecían y giraban como fantasmas en la oscuridad. Los ojos le ardían por concentrarlos sobre textos turbios, le pesaba la mente con lo que observaba y los dedos le hormigueaban adormecidos conservando la sensación del cuero viejo de las cubiertas y del papel, pero se abría al mundo por el que en ese instante caminaba, encontrando algo de júbilo en él.
Aparecieron algunas caras nuevas en las reuniones de departamento y Archer Sloane continuaba con el lento declinar que Stoner había empezado a notar antes de la guerra. Le temblaban las manos y no era capaz de mantener atención sobre lo que decía. El departamento continuaba al paso que había llevado por tradición y por el mero hecho de existir.
Stoner se puso a dar clase con una intensidad y ferocidad que sobrecogía a algunos de los miembros más recientes del departamento y que causaba algo de preocupación entre los colegas que le habían conocido durante más tiempo. Se le demacró la cara, perdió peso y se le encorvó más la espalda. En el segundo semestre tuvo oportunidad de ampliar su número de clases a cambio de un incremento en el sueldo y, aceptó también dar clases en la escuela de verano aquel curso. Tenía la vaga idea de ahorrar dinero para ir al extranjero y así poder enseñar a Edith la Europa a la que ella había renunciado por él.
En el verano de 1921, buscando referencias de un poema latino que había olvidado, echó un vistazo a su tesis por primera vez desde que la entregase para ser evaluada hacía tres años; la leyó por encima y la juzgó correcta. Algo abrumado por su presunción, consideró reescribirla y darle forma de libro. Aunque tenía que dar clases a tiempo completo otra vez durante el verano, releyó la mayoría de los textos que había utilizado y empezó a ampliar sus investigaciones. A últimos de enero decidió que sería posible publicarla y a principios de primavera estaba plenamente convencido de ser capaz de escribir las primeras páginas de prueba.
Fue en la primavera de aquel mismo año, con calma y casi con indiferencia, cuando Edith le dijo que había decidido que quería un hijo.
La decisión llegó de repente y sin origen aparente, así que cuando hizo el anuncio una mañana durante el desayuno sólo unos minutos antes de que William tuviera que marcharse a dar su primera clase, habló sin sorpresa, como si hubiese hecho un descubrimiento.
«¿Qué?», dijo William. «¿Qué dijiste?».
«Quiero un bebé», dijo Edith. «Creo que quiero tener un bebé».
Ella mordisqueaba una tostada. Se limpió los labios con la esquina de una servilleta y sonrió con determinación.
«¿No crees que deberíamos tener uno?», preguntó. «Llevamos casados casi tres años».
«Por supuesto», dijo William. Depositó la taza en el platillo con gran cuidado. No la miró. «¿Estás segura? Nunca habíamos hablado sobre esto. No quisiera que tú…».
«Oh, sí», dijo. «Estoy muy segura. Creo que debemos tener un hijo».
William miró su reloj. «Llego tarde. Me gustaría que tuviéramos más tiempo para hablar. Quiero que estés segura».
Ella frunció un poco el ceño. «Te he dicho que estoy segura. ¿No quieres tú uno? ¿Por qué me lo sigues preguntando? No quiero hablar más de ello».
«Muy bien», dijo William. Se quedó sentado mirándola durante un momento. «Me tengo que ir». Pero no se movió. Luego puso la mano torpemente sobre sus largos dedos apoyados sobre el mantel y la mantuvo hasta que ella retiró la mano. Él se levantó de la mesa y la bordeó, casi con timidez, para recoger sus libros y papeles. Como siempre hacía, Edith fue al salón a esperar que se marchara. Él la besó en la mejilla —algo que no había hecho desde hacía mucho tiempo.
En la puerta él se giró y dijo: «Estoy… estoy encantado con que quieras un bebé, Edith. Sé que en ciertos aspectos nuestro matrimonio ha sido decepcionante para ti. Espero que esto tenga un efecto positivo para nosotros».
«Sí», dijo Edith. «Llegarás tarde a clase. Lo mejor es que te des prisa».
Cuando se hubo marchado, Edith permaneció durante unos minutos en medio de la habitación, mirando la puerta cerrada, como si intentase recordar algo. Luego anduvo moviéndose inquieta por el piso, caminado de un sitio a otro, revolviéndose dentro de la ropa como si no resistiera sus pliegues y sus roces sobre las carnes. Se desabrochó el tieso tafetán gris de su bata mañanera y lo dejó caer al suelo. Cruzó los brazos sobre el pecho y se abrazó a sí misma, amasándose la carne de la parte superior de los brazos a través de la delgada tela de franela de su camisón. Hizo una nueva pausa en su recorrido y deambuló sin propósito por la pequeña habitación, abriendo la puerta de un armario cerrado, dentro del cual colgaba un espejo de cuerpo entero. Enfocó el espejo hacia la luz y se echó hacia atrás, inspeccionando la delgada y alargada figura con el sencillo camisón azul. Sin apartar los ojos del espejo se desabrochó la parte superior del camisón y tiró de él sacándoselo por la cabeza. Quedó desnuda bajo la luz de la mañana. Hizo una bola con el camisón y lo arrojó al armario. Luego se giró frente al espejo, inspeccionándose el cuerpo como si perteneciera a otra persona. Se pasaba las manos por sus pequeños pechos caídos y las dejaba resbalar a lo largo de sus anchas caderas y sobre su vientre plano.
Se retiró del espejo y se fue hacia la cama, aún deshecha. Retiró las ropas de cama, las dobló con cuidado, y las puso en el armario. Alisó la sábana bajera y se tumbó boca arriba, con las piernas estiradas y los brazos a los lados. Sin pestañear y sin moverse miraba al techo, esperando durante toda la mañana y la larga tarde.
Cuando William Stoner llegó a casa aquella tarde casi había oscurecido, aunque de las ventanas del segundo piso no salía ninguna luz. Con una aprensión incierta, subió las escaleras y encendió la luz del salón. La habitación estaba vacía. Llamó: «¿Edith?».
No hubo respuesta. Llamó otra vez.
Miró en la cocina; los cacharros del desayuno estaban todavía sobre la diminuta mesa. Cruzó raudo el salón y abrió la puerta del dormitorio.
Edith yacía desnuda sobre la cama destapada. Cuando la puerta se abrió y la luz del salón cayó sobre ella, giró su vista hacia él pero no se levantó. Sus ojos se ensancharon y se abrieron, y su boca abierta emitió unos sonidos apagados.
«¡Edith!», dijo y se acercó hacia donde estaba tumbada, arrodillándose junto a ella. «¿Estás bien? ¿Qué te sucede?».
Ella no respondió, pero los sonidos que había estado haciendo se hicieron más fuertes y su cuerpo se movió hacia él. De repente sus manos se le echaron encima como garras y casi sobresaltándole, pero se dirigían hacia su ropa, agarrándola y desgarrándola, atrayéndole hacia la cama, junto a ella. Su boca se abalanzó sobre él, abierta y caliente, sus manos recorrían su cuerpo, tirando de su ropa, buscándole, y durante todo el tiempo sus ojos estaban completamente abiertos y despreocupados, como si perteneciesen a otra persona y no viesen nada.
Era una nueva faceta que estaba conociendo en Edith, ese deseo que era como un hambre intensa que parecía no tener nada que ver con ella misma y que, tan pronto estaba saciada, comenzaba nuevamente a crecer dentro de ella, por lo que ambos vivían en la tensa espera de su presencia.
Aunque los siguientes dos meses fueron la época de mayor pasión que William y Edith Stoner tuvieron nunca, su relación en realidad no cambió. Muy pronto Stoner se dio cuenta de que la fuerza que atraía sus cuerpos tenía poco que ver con el amor. Copulaban con una fiereza que, independientemente de su resolución, los separaba, y copulaban de nuevo, sin energía para saciar esa necesidad.
A veces durante el día, mientras William estaba en la universidad, la urgencia poseía tan fuertemente a Edith que no podía estarse quieta. Salía del apartamento y caminaba rápida por las calles, yendo a la deriva de un lugar a otro. Y luego regresaba, corría las cortinas de la habitación, se desnudaba, y esperaba, agazapada en la semioscuridad, a que William regresara a casa. Y cuando éste abría la puerta se abalanzaba sobre él, con manos salvajes y exigentes, como si tuvieran vida propia, atrayéndole al dormitorio, sobre la cama que continuaba enmarañada por el uso de la noche o la mañana anterior.
Edith se quedó embarazada en junio e inmediatamente cayó en una enfermedad de la que no se repuso completamente durante todo el tiempo de espera. Casi al momento de quedarse embarazada, incluso antes de confirmarse el hecho por el calendario y por su médico, cesó el apetito por William que la había enardecido durante la mayor parte de esos dos meses. Le dejó claro a su marido que no toleraría que le pusiera la mano encima y empezó a parecerle que incluso su mirada era una especie de violación. El ansia de su pasión se convirtió en un recuerdo y finalmente Stoner acabó viéndolo como si hubiese sido un sueño que nada tenía que ver con ellos.
Así, la cama que había sido escenario de su pasión se convirtió en sostén de su enfermedad. Se quedaba en ella la mayor parte del tiempo, levantándose sólo para liberar sus náuseas por la mañana y caminar inestablemente por el salón durante algunos minutos por la tarde. Por las tardes y las noches, tras apresurarse en su trabajo en la universidad, William limpiaba las habitaciones, lavaba los platos y preparaba la cena, le llevaba la comida a Edith en una bandeja. Aunque ella no quería comer con él, parecía disfrutar compartiendo con él una taza de té poco cargado después de cenar. Entonces, durante algunos momentos por la tarde, hablaban con tranquilidad y desinhibición, como viejos amigos o enemigos agotados. Edith caía dormida al poco y William volvía a la cocina, terminaba las labores del hogar y luego disponía una mesa delante del sofá del salón en la que corregía ejercicios o preparaba lecciones. Luego, pasada la medianoche, se cubría con una manta que tenía pulcramente doblada detrás del sofá y con toda la extensión de su cuerpo enrollada en ese sofá, dormía a ratos hasta la mañana.
El bebé, una niña, nació tras tres días de parto en marzo, en 1923. La llamaron Grace por una tía de Edith que había muerto hacía muchos años.
Desde que nació Grace fue una niña preciosa, de rasgos marcados y una ligera pelusa de cabello dorado. A los pocos días los primeros enrojecimientos de su piel se tornaron en un rosa dorado y radiante. Casi nunca lloraba y parecía consciente de lo que la rodeaba. William se enamoró al instante de ella, el afecto que no podía demostrar hacia Edith lo podía demostrar hacia su hija y hallaba un placer cuidando de ella que no había imaginado.
Durante casi un año tras el nacimiento de Grace, Edith permaneció en parte atada a la cama. Se temió que se pudiera quedar inválida, a pesar de que el médico no pudo encontrar ningún mal especifico. William contrató a una mujer para que viniera por las mañanas a cuidar de Edith y dispuso sus clases para volver a casa a primera hora de la tarde.
Así, durante más de un año, William se ocupó de la casa y cuidó de dos personas desvalidas. Se levantaba antes del amanecer, corregía ejercicios y preparaba clases; antes de ir a la universidad daba de comer a Grace, preparaba el desayuno para Edith y para él y se procuraba algo para comer que se llevaba a clase en un maletín. Después de clase regresaba al apartamento, barría, quitaba el polvo y limpiaba.
Y era casi más una madre que un padre para su hija. Le cambiaba los pañales y los lavaba, elegía su ropa y la zurcía cuando estaba rota, le daba de comer, la bañaba y la acunaba en sus brazos cuando se agitaba. De vez en cuando Edith pedía quejosamente a su bebé, William se lo acercaba y Edith, quieta en la cama, la sostenía durante algunos momentos, en silencio e incómoda, como si el bebé perteneciera a una persona extraña. Luego se cansaba y con un suspiro entregaba el bebé a William. En respuesta a alguna emoción oscura, lloraba un poco, se tocaba los ojos y se apartaba de él.
De esta manera durante el primer año de su vida, Grace Stoner sólo conoció el contacto de su padre, y su voz, y su amor.