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POR motivos que no explicaba, Edith no se quería casar en San Luis, así que la boda tuvo lugar en Columbia, en los salones de Emma Darley, donde habían pasado sus primeras horas juntos. Fue en la primera semana de febrero, justo cuando terminaron las clases en las vacaciones de fin de semestre. Los Bostwick tomaron el tren desde San Luis y los padres de William, que no habían conocido a Edith, se acercaron desde la granja, llegando el sábado por la tarde, el día de antes de la boda.

Stoner quería alojarlos en un hotel, pero ellos preferían quedarse con los Foote, a pesar de que los Foote se habían distanciado y se mostraban fríos desde que William dejara su empleo.

«No sabría qué hacer en un hotel», decía su padre con seriedad. «Y los Foote nos pueden acoger por una noche».

Aquella tarde William alquiló una calesa y condujo a sus padres a la ciudad, a la casa de Emma Darley, para que pudieran conocer a Edith.

En la puerta les recibió la señora Darley, quien echó un vistazo fugaz y abochornado a los padres de William y les pidió que entraran en la sala. Su madre y su padre se sentaron cautelosamente, como si tuvieran miedo de moverse con sus rígidas ropas nuevas.

«No sé en qué puede estar entretenida Edith», murmuró la señora Darley al cabo de un tiempo. «Si me perdonan». Salió de la sala para buscar a su sobrina.

Tras un rato largo Edith bajó; entró en la sala lentamente, con renuencia, como si le diese miedo.

Se levantaron de sus asientos y durante unos momentos los cuatro permanecieron embarazosamente en pie, sin saber qué decir. Entonces Edith se acercó en actitud ceremoniosa y le dio la mano primero a la madre de William y luego al padre.

«Qué tal», dijo su padre con formalidad y le soltó la mano, como si temiese romperla.

Edith le miró, intentó sonreír y retrocedió. «Siéntense», invitó. «Por favor siéntense».

Se sentaron. William dijo algo. Su voz le sonaba forzada.

En silencio, con tranquilidad y admiración, como si estuviera expresando sus pensamientos en voz alta, su madre dijo: «Hijo, qué guapa es, ¿verdad?».

William sonrió ligeramente y dijo en tono afable: «Sí, madre, lo es».

Luego pudieron charlar con mayor facilidad, si bien se lanzaban miradas los unos a los otros y desviaban la vista hacia el fondo de la sala. Edith murmuró que estaba encantada de conocerles, que sentía que no se hubieran conocido antes.

«Y cuando nos establezcamos…». Hizo una pausa y William se preguntó si iba a continuar. «Cuando nos establezcamos deben venir a visitarnos».

«Gracias, muy amable», dijo su madre.

La conversación continuó, pero se interrumpía con prolongados silencios. Los nervios de Edith iban en aumento, se volvía más tensa, y una o dos veces no respondió a la pregunta que alguien le hizo. William se puso en pie y su madre, echando una mirada nerviosa a su alrededor, se levantó también. Pero su padre no se movió. Miraba directamente a Edith manteniendo la vista fija sobre ella.

Finalmente dijo: «William ha sido siempre un buen chico. Me alegra que se haya procurado una buena mujer. Un hombre necesita de una mujer que le atienda y le consuele. Sea usted buena con William. Necesita de alguien que sea bueno con él».

La cabeza de Edith retrocedió como en respuesta refleja a un impacto, sus ojos se dilataron y por un momento William pensó que estaba enfadada. Pero no lo estaba. Su padre y Edith se miraron durante un largo rato sin que sus ojos se amilanasen.

«Lo intentaré, señor Stoner», dijo Edith. «Lo intentaré».

Entonces su padre se puso en pie, se inclinó con torpeza y dijo: «Se hace tarde. Será mejor que nos marchemos». Y caminó junto a su esposa, informe, oscura y pequeña a su lado, dejando a Edith y a su hijo juntos.

Edith no le habló. Pero cuando regresó para desearle buenas noches William observo unas lagrimas flotando sobre sus ojos. Se inclinó a besarla y sintió la fragilidad de sus débiles dedos sobre sus brazos.

Los fríos rayos de sol invernal de la tarde de febrero penetraban por las ventanas delanteras de la casa de los Darley y se estrellaban contra las figuras que se movían por la gran sala. Sus padres estaban de pie significativamente solos en la esquina de la habitación; los Bostwick, que habían llegado una hora antes en el tren de la mañana, se encontraban junto a ellos, sin mirarles; Gordon Finch deambulaba con gravidez y ansiedad, como si estuviera a cargo de algo. Había alguna gente, amigos de Edith o de sus padres, a quienes no conocía. Se escuchaba así mismo hablando con la gente de su alrededor, sentía una sonrisa en sus labios y escuchaba voces que le llegaban como sofocadas por capas de fina tela.

Gordon Finch estaba a su lado, con la cara sudada y brillante sobre su traje oscuro. Sonreía nerviosamente. «¿Estás ya listo, Bill?».

Stoner sintió su cabeza asentir.

Finch dijo: «¿Tiene el condenado alguna última petición?».

Stoner sonrió y negó con la cabeza.

Finch le palmeó en el hombro. «Tú sólo quédate conmigo, haz lo que te diga, todo está bajo control. Edith bajará en unos momentos».

Stoner se preguntaba si recordaría esto cuando hubiese terminado, todo parecía borroso, como visto a través de una neblina. Se escuchó preguntar a Finch. «El cura… no le he visto. ¿Está aquí?».

Finch rió y moviendo la cabeza dijo algo. Luego un murmullo se extendió por la sala. Edith estaba bajando las escaleras.

Con su vestido blanco era como una fría luz descendiendo sobre la habitación. Stoner empezó a caminar involuntariamente hacia ella y sintió la mano de Finch sobre su brazo, reteniéndole. Edith estaba pálida, pero le dedicó una sonrisa. Al poco estaba junto a él y caminaban juntos. Un extraño con alzacuellos se plantó ante ellos. Era bajo, gordo y tenía un rostro impreciso. Mascullaba algo y miraba hacia un libro blanco que tenía en las manos. William se escuchó respondiendo en los silencios. Notaba a Edith temblar a su lado.

A continuación se produjo un gran silencio, otro murmullo y el sonido de una carcajada. Alguien dijo: «¡Besa a la novia!». Se sintió turbado; Finch le sonreía. Él sonreía hacia Edith, cuyo rostro oscilaba ante él, y la besó. Los labios de ella estaban tan secos como los suyos.

Sentía que le estrechaban la mano; la gente le daba palmadas en la espalda y reía, la sala bullía. Más gente entró por la puerta. Una gran fuente de vidrio tallado con ponche apareció inadvertidamente sobre la gran mesa al fondo de la sala. Había un pastel. Alguien unió sus manos y las de Edith, había un cuchillo, comprendió que se suponía que tenía que guiarle la mano para que ella cortase el pastel.

Después le separaron de Edith y la perdió de vista entre la muchedumbre. Hablaba y reía, asintiendo y mirando alrededor de la sala para ver si podía localizar a Edith. Vio a su madre y a su padre de pie en la esquina de la sala de la que no se habían movido. Su madre sonreía y su padre tenía la mano apoyada con torpeza sobre el hombro de ella. Empezó a acercarse a ellos pero no lograba separarse de quienquiera que hablaba con él.

Entonces vio a Edith. Estaba con su padre, su madre y su tía. Su padre, con el ceño ligeramente fruncido, inspeccionaba la sala como impaciente y su madre sollozaba, tenía los ojos rojos, resoplaba entre sus gordas mejillas y la boca se le arrugaba hacia abajo como la de una niña. La señora Darley y Edith la abrazaban, la señora Darley hablaba con ella, solícita, como intentando explicarle algo. Pero incluso desde el otro lado de la sala William se daba cuenta de que Edith callaba, su rostro era como una máscara, blanco e inexpresivo. Tras unos instantes sacaron a la señora Bostwick de la sala y William no volvió a ver a Edith de nuevo hasta que la recepción hubo concluido, hasta que Gordon Finch le susurró algo al oído, le acompañó hasta una puerta lateral que se abría hacia un pequeño jardín y le empujó afuera. Edith esperaba allá, arrebujada contra el frío, con el cuello del vestido levantado sobre el rostro de forma que él no podía verla. Gordon Finch se reía y decía palabras que William no podía entender, les arrastró por el camino hasta la calle donde una calesa cubierta les esperaba para llevarles a la estación. No fue hasta que estuvieron en el tren, que les llevaba a San Luis para su semana de luna de miel, que William Stoner se percató de que todo había concluido y de que tenía esposa.

Ambos llegaron al matrimonio inocentes, pero inocentes de manera radicalmente distinta. Los dos eran vírgenes y conscientes de su inexperiencia pero mientras William, criado en una granja, aceptaba con naturalidad los procesos instintivos de la vida, estos eran profundamente misteriosos e inexplicables para Edith. No sabía nada de ellos. Y algo en su interior no deseaba conocerlos.

Y así, como la de tantos otros, su luna de miel fue un fracaso, aunque no lo admitieran, y no se dieran cuenta del significado del fracaso hasta mucho tiempo después.

Llegaron a San Luis el domingo por la noche. En el tren, rodeados de extraños que les miraban con curiosidad y gesto de aprobación, Edith había estado animada y casi alegre. Se reían y se tomaban las manos y hablaban de los días por venir. Una vez en la ciudad y para cuando William hubo encontrado un carruaje que les llevara al hotel, la alegría de Edith se había tornado ligeramente histérica.

La medio llevó en brazos, riendo, al cruzar la entrada del Hotel Ambassador, una estructura enorme de piedra marrón tallada. El vestíbulo estaba casi desierto, oscuro y pesado como una caverna. Cuando se metieron dentro Edith se calmó abruptamente, meciéndose vacilante a su lado como si caminaran a través de un suelo inmenso hasta la recepción. Para cuando llegaron a su habitación ella estaba casi físicamente enferma, temblaba como si tuviera fiebre y tenía los labios azules en contraste con su piel blanca como la tiza. William quiso llamar a un médico, pero ella insistió en que sólo estaba cansada, que necesitaba descanso. Hablaron con gravedad sobre las tensiones del día y Edith dio a entender algún escrúpulo que la perturbaba a ratos. Murmuró, pero sin mirarle y sin entonación en la voz, que quería que sus primeras horas juntos fuesen perfectas.

Y William dijo: «Lo son… lo serán. Debes descansar. Nuestro matrimonio empezará mañana».

Y como otros maridos primerizos de quien había oído hablar y a cuya costa él había bromeado alguna vez, pasó la noche de bodas separado de su esposa, con su cuerpo enjuto aovillado y entumecido y sin poder dormir sobre un pequeño sofá, con los ojos abiertos durante toda la noche.

Se levanto temprano. Su suite, encargada y pagada por los padres de Edith como regalo de bodas, estaba en la décima planta, dominando una vista de la ciudad. Llamó suavemente a Edith y a los pocos minutos salió de la habitación, atándose el cinturón de la bata, bostezando somnolienta, sonriendo un poco. William sentía que su amor por ella le apretaba la garganta, la tomó de la mano y se quedaron ante la ventana del salón, mirando hacia abajo. Automóviles, peatones y carruajes se arrastraban por las estrechas calles bajo ellos, les parecía que habían sido llevados lejos del curso de la humanidad y sus actividades. En la distancia, visible más allá de los edificios lineales de piedra y ladrillo rojo, el río Mississippi serpenteaba con sus aguas azul pardo al sol de la mañana; las barcazas y los remolcadores que se desplazaban arriba y abajo por sus firmes márgenes parecían juguetes, a pesar de que sus chimeneas exhalaban grandes cantidades de humo gris hacia el aire invernal. Una sensación de calma le sobrevino. Rodeó a su esposa con el brazo, la sujetó ligeramente y ambos miraron hacia abajo, hacia un mundo que se presentaba lleno de promesas y sosegadas aventuras.

Desayunaron temprano. Edith parecía fresca, completamente recuperada de la indisposición de la noche anterior; estaba casi alegre de nuevo y miraba a William con una intimidad y un calor que él interpretó como de gratitud y amor. No hablaron de la noche pasada. Cada poco Edith miraba su nuevo anillo y se lo ajustaba al dedo.

Se abrigaron frente al frío y anduvieron por las calles de San Luis, que justo estaban empezando a llenarse de gente. Miraron escaparates, hablaron del futuro y pensaron seriamente en cómo lo rellenarían. William empezó a recuperar la confianza y la fluidez que había descubierto durante sus primeros cortejos a la mujer que se había convertido en su esposa, Edith iba colgada de su brazo y parecía atender a lo que él decía como nunca antes lo había hecho. Tomaron un café a media mañana en una pequeña y cálida cafetería y observaban a la gente que se escabullía del frío. Encontraron un carruaje que les condujo al Museo de Arte. Brazo sobre brazo atravesaron altas salas, atravesaron el rico brillo de la luz reflejada en las pinturas. En la quietud, en la calidez, en el aire de eternidad de las viejas pinturas y estatuas, William Stoner sintió una corriente de afecto hacia la chica alta y delicada que caminaba junto a él y sintió una pasión contenida crecerle dentro, cálida y explícitamente sensual, como los colores que emanaban de las paredes que les rodeaban.

Cuando salieron era ya tarde, el cielo se había nublado y una lluvia fina había comenzado a caer pero William Stoner portaba con él el calor del que había hecho acopio en el museo. Llegaron al hotel poco después de la puesta de sol, Edith entró en la habitación para descansar y William llamó a recepción para encargar una cena ligera y, en una inspiración repentina, bajó al bar y pidió que enfriaran una botella de champán para que se la enviaran en una hora. El camarero asintió con desgana y le dijo que no sería un champán bueno. Para el uno de julio la prohibición sería nacional; ya era ilegal elaborar o destilar licores y no había más de cincuenta botellas de cualquier tipo en las bodegas del hotel. Y le cobraría más de lo que costaba el champán. Stoner sonrió y le dijo que le parecía bien.

Aunque en ocasiones especiales y festivas en casa de sus padres Edith había tomado un poco de vino, nunca antes había probado el champán. Mientras cenaban, en una pequeña mesa dispuesta en el salón, miraba nerviosa la extraña botella en el cubo de hielo. Dos velas blancas en sendos candeleros de metal mate titilaban en la oscuridad. Las velas parpadeaban entre ellos mientras hablaban y la luz atrapaba las curvas de la oscura botella lisa y refulgía sobre el hielo que la rodeaba. Estaban nerviosos y moderadamente alegres.

Él retiró el corcho del champán de manera inexperta, Edith respingó debido al fuerte ruido, la espuma blanca chorreó por el cuello de la botella y le empapó la mano. Se rieron de su torpeza. Bebieron un vaso de aquel líquido y Edith fingió estar achispada. Bebieron otro vaso. William creyó ver que a ella le sobrevenía cierta languidez, la calma inundó su rostro, un ensimismamiento oscureció sus ojos. Él se levantó y se colocó detrás de ella, le puso las manos sobre los hombros, maravillándose del grosor y el peso de sus dedos sobre la delicadeza de su carne y de sus huesos. Ella se estremeció al ser tocada, le dirigió las manos cuidadosamente hacia los lados de su estrecho cuello y las dejó peinarle el fino cabello pelirrojo. Su cuello estaba rígido, los nervios le vibraban con intensidad. Él puso las manos sobre los brazos de ella y la alzó con cuidado, ella se levantó de la silla y volvió el rostro hacia él. Sus ojos, dilatados y pálidos, casi transparentes a la luz de las velas, le miraban ausentes. Sentía una cercanía distante con ella y piedad por su desamparo; el deseo se le agolpaba en la garganta hasta impedirle hablar. Tiró de ella hacia la habitación, sintiendo una tenaz y efímera resistencia en su cuerpo y, al mismo tiempo, una voluntad que combatía dicha resistencia.

Dejó abierta la puerta de la habitación a oscuras, la vela se agitaba débilmente en la penumbra. Él murmuró algo como para hacerla sentir cómoda y segura, pero su voz se ahogaba y él mismo no oía lo que decía. Puso sus manos sobre el cuerpo de ella y buscó con torpeza los botones que debía abrir. Ella le empujaba vagamente en la oscuridad, con los ojos cerrados y los labios apretados. Le dio la espalda y con un rápido movimiento se quitó el vestido que cayó arrugado a sus pies. Sus brazos y hombros quedaron desnudos, y se estremecía como si tuviera frío. Dijo con voz monocorde: «Ve a la otra habitación. Estaré lista en un minuto». Él le tocó los brazos y le puso los labios sobre los hombros, pero ella no se giró hacia él.

En el salón contempló cómo parpadeaban las velas sobre los restos de la cena, en medio de la cual descansaba la botella de champán, todavía llena hasta más de la mitad. Se sirvió un poco de bebida en un vaso y lo probó. Estaba más caliente y dulce.

Cuando regresó, Edith estaba en la cama con las mantas hasta la barbilla, el rostro boca arriba, los ojos cerrados y el ceño frunciéndole la frente. En silencio, como si estuviera dormida, Stoner se desnudó y se metió en la cama junto a ella. Durante unos momentos permaneció tumbado con su deseo, que se había convertido en algo indefinido, le pertenecía sólo a él. Habló con Edith, como para encontrar consuelo para lo que sentía. Ella no respondió. Él puso la mano sobre ella y sintió bajo la fina tela de su camisón la carne que tanto tiempo había deseado. Movió la mano por su cuerpo, ella no se alteró, su ceño se frunció más. De nuevo habló, diciendo su nombre en silencio, después colocó su cuerpo sobre el de ella, con toda la delicadeza que le permitía su desmaña. Cuando palpó la suavidad de sus zonas íntimas, ella giró la cabeza bruscamente y levantó un brazo para cubrirse los ojos. No emitió sonido alguno.

A continuación él se tumbó junto a ella y le habló con toda la calma de su amor. Sus ojos estaban ya abiertos y le miraban en la sombra, no había expresión en su rostro. De repente se despojó de las mantas y se fue rauda hacia el cuarto de baño. Él vio la luz encenderse y escuchó sus arcadas enérgicas y agónicas. La llamó y cruzó la habitación, la puerta del cuarto de baño estaba cerrada con llave. La llamó de nuevo, ella no respondió. Volvió a la cama y la esperó. Al cabo de un rato de silencio la luz del cuarto de baño se apagó y la puerta se abrió. Edith salió y caminó deprisa hacia la cama.

«Ha sido por el champán», dijo ella. «No debería haber tomado el segundo vaso».

Se arropó con las mantas y le dio la espalda. Al poco, la respiración de su sueño se volvió profunda y acompasada.