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UNA semana antes del inicio, cuando Stoner iba a recibir su doctorado, Archer Sloane le ofreció una plaza de profesor a tiempo completo en la universidad. Sloane le explicó que la política de la universidad no era emplear a sus propios alumnos pero que, debido a la carencia de profesores universitarios titulados y con experiencia a causa de la guerra, había conseguido persuadir a la administración para hacer una excepción.

Con cierta desgana, Stoner había escrito algunas cartas solicitando empleo a universidades y facultades de la zona, declarando someramente sus calificaciones. Al no recibir respuesta de ninguna de ellas, se sintió curiosamente aliviado. Alcanzaba a entender su alivio: en la Universidad de Columbia había conocido el tipo de seguridad y calor que habría necesitado sentir en casa de niño y no habría sido capaz, o no habría tenido la habilidad suficiente para encontrarla en otro sitio. Aceptó la oferta de Sloane con gratitud.

Cuando se dispuso a hacerlo se percató de que Sloane había envejecido notablemente durante el año de guerra. A sus cincuenta y muchos parecía diez años mayor, su cabello, que había sido rizado con revueltos mechones metálicos, era ahora blanco y caía lacio y sin vida por su cara huesuda. Sus ojos negros se habían apagado, como ocultos tras varias capas de humedad, su rostro largo y con arrugas, que alguna vez pareció de cuero fino, presentaba ahora la fragilidad de un papel viejo y seco, y su voz llana e irónica había empezado a temblar. Mirándole, Stoner pensó: va a morir—en un año, o dos, o diez, morirá—. Le pellizcó un sentimiento prematuro de pérdida y se dio media vuelta.

Aquel verano de 1918 sus pensamientos volvían a menudo al tema de la muerte. La de Masters le había impactado más de lo que hubiese deseado admitir y la primera lista de bajas estadounidenses en Europa había empezado a publicarse. Cuando había pensado en la muerte con anterioridad no había sido ni como un acto literario ni como el desgaste lento y calmoso del tiempo sobre la carne imperfecta. No había pensado en ella como una explosión de violencia en un campo de batalla, ni como un chorro de sangre brotando de una garganta rota. Se cuestionaba la diferencia entre los tipos de muerte y lo que significaba aquella diferencia, y se percató de que dentro le crecía algo de aquel amargor que había atisbado alguna vez en el corazón de su amigo David Masters.

El tema de su disertación fue «La influencia de la tradición clásica en la lírica medieval». Empleó la mayor parte del verano en releer a los poetas latinos clásicos y medievales y especialmente poemas sobre la muerte. Se preguntó una vez más por la manera sencilla y elegante en que los líricos romanos aceptaban el hecho de la muerte, como si la nada a la que se enfrentaban fuese un tributo a la riqueza de los días disfrutados y se maravillaba por la amargura, el terror, el apenas disimulado odio que detectó en algunos de los últimos poetas cristianos de tradición latina cuando se enfrentaban a una muerte que prometía, algo vagamente, una vida eterna rica y en éxtasis, como si muerte y promesa fuese una burla que agriaba los días de los vivos. Cuando pensaba en Masters lo hacía como en un Catulo o un Juvenal más elegante y lírico, un exiliado en su propio país, y su muerte se le antojaba otro exilio, más extraño y duradero que los que había conocido antes.

Al inaugurarse el semestre de otoño en 1918 era evidente para todos que la guerra en Europa no podría durar mucho más. La última y desesperada contraofensiva alemana había sido detenida cerca de París y el mariscal Foch había ordenado un contraataque general aliado que había hecho retroceder rápidamente a los alemanes hasta su posición original. Los británicos avanzaron hacia el norte y los estadounidenses atravesaron Argonne, con un coste que fue ampliamente ignorado en medio del júbilo general. Los periódicos predecían el colapso de los alemanes para antes de Navidad.

Así que el semestre empezó con un clima de tensa cordialidad y bienestar. Los alumnos y profesores se sonreían unos a otros y se saludaban enérgicamente en los pasillos; la facultad y la administración ignoraron algunos brotes de exaltación, así como pequeños actos violentos por parte de los alumnos. Un estudiante sin identificar, que inmediatamente se convirtió en una especie de héroe local popular, trepó a una de las inmensas columnas del Jesse Hall y colgó de su parte superior un muñeco de paja parecido al Kaiser.

La única persona de la universidad aparentemente ajeno a la euforia general era Archer Sloane. Desde el día en que Estados Unidos entró en la guerra empezó a encerrarse en sí mismo y su retraimiento se hizo más notorio a medida que la guerra se aproximaba a su fin. No hablaba con sus colegas a no ser sobre asuntos del departamento y se rumoreaba que sus clases se habían vuelto tan excéntricas que sus alumnos asistían a ellas con temor. Leía sus notas mecánica y monótonamente, sin mirarlos nunca a los ojos. Con frecuencia su voz se desvanecía en cuanto empezaba a leer sus apuntes y podía haber uno, dos, y a veces hasta cinco minutos de silencio, durante los cuales ni se movía ni respondía a las tímidas preguntas de la clase.

William Stoner vio el último vestigio del hombre brillante e irónico que había conocido de estudiante cuando Archer Sloane le dio sus tareas docentes para el curso. Sloane asignó a Stoner dos cursos de composición de primero y un curso superior de literatura inglesa medieval y entonces dijo, con un destello de su viejo sarcasmo: «Al igual que muchos de nuestros colegas y no pocos de nuestros alumnos, estará usted encantado de saber que voy a renunciar a muchas de mis clases. Entre ellas hay una que ha sido siempre mi favorita, la literatura inglesa de segundo. ¿Recuerda tal vez el curso?».

Stoner asintió, sonriendo.

«Sí», continuó Sloane, «prefiero que la imparta usted. Le pido por tanto que me sustituya en ella. No es que sea un regalo, pero pensé que le divertiría comenzar su carrera formal como profesor donde comenzó de alumno». Sloane le miró por un instante; sus ojos brillaban con la expresividad que tenían antes de la guerra. Luego, el velo de indiferencia se asentó sobre ellos y le alejó de Stoner. Se puso a barajar algunos papeles de su escritorio.

Fue así como Stoner empezó por donde había comenzado, un hombre alto, delgado y encorvado en la misma clase en la que se sentase siendo un muchacho alto, delgado y encorvado a escuchar las palabras que le habían llevado hasta donde estaba. Nunca entró en aquella clase sin echar un vistazo al lugar que había ocupado y siempre se asombraba un poco de no verse sentado allí.

El 11 de noviembre de aquel año, dos meses después del inicio del semestre, se firmó el armisticio. La noticia llegó un día lectivo e inmediatamente se suspendieron las clases. Los alumnos deambulaban sin rumbo por el campus y surgieron pequeños desfiles que se agrupaban, se dispersaban y se agrupaban de nuevo, atravesando pasillos, clases y oficinas. Contra su voluntad, Stoner se vio arrastrado por uno de los que entraban en el Jesse Hall, a través de pasillos, escaleras y más pasillos. Empujado por pequeños grupos de alumnos y profesores, pasó por la puerta abierta del despacho de Archer Sloane, y lo vislumbró sentado en la silla de su escritorio, con la cara descubierta y crispada, sollozando amargamente, con las lágrimas cayéndole por sus profundos surcos carnosos.

Durante un conmocionado instante, Stoner se dejó arrastrar por la masa. Luego escapó y fue a su habitación cerca del campus. Sentado en la oscuridad de su cuarto escuchó fuera los gritos de alegría y júbilo y pensó en Archer Sloane, que lloraba por la derrota que sólo él veía, o creía que veía y supo que Sloane era un hombre deshecho que nunca volvería a ser el que había sido.

A finales de noviembre muchos de aquéllos que se habían ido a la guerra empezaron a retornar a Columbia y el campus de la universidad se vio salpicado del verde aceituna de los uniformes. Entre quienes regresaban de largos permisos estaba Gordon Finch. Había cogido peso durante el año y medio que estuvo alejado de la universidad y el rostro ancho y abierto que fuese de amable condescendencia tenía ahora una expresión de gravedad afable pero siniestra. Portaba galones de capitán y a menudo hablaba con afecto paternalista de «mis hombres». Mantenía una amistad distante con William Stoner y ponía ahora exagerado empeño en comportarse deferentemente con los miembros veteranos del departamento. Era demasiado tarde para asignarle ninguna clase del semestre de otoño, así que durante el resto del curso le dieron lo que se entendía sería una sinecura como auxiliar administrativo del vicerrector de artes y ciencias. Tuvo el suficiente tacto como para percatarse de la ambigüedad de su nuevo cargo y la suficiente habilidad para apreciar sus posibilidades. La relación con sus colegas era provisional y cortésmente evasiva.

El vicerrector de artes y ciencias, Josiah Claremont, era un hombre pequeño con barba, de avanzada edad, con algunos años más de los prescritos para la jubilación obligatoria. Había estado en la universidad desde su traslado, a principios de los setenta del siglo anterior, desde una facultad corriente a una universidad plena, habiendo sido su padre uno de sus primeros rectores. Estaba tan afianzado y era tan parte misma de la historia de la universidad que nadie tenía el valor de insistirle en su jubilación, a pesar de la creciente incompetencia con la que llevaba su oficina. Prácticamente había perdido la memoria, a veces se perdía por los pasillos del Jesse Hall, donde estaba su despacho, y tenía que ser guiado como un niño hasta su mesa.

Josiah Claremont, viudo desde hacia años, vivía solo, con tres criados de color casi tan viejos como él, en una de esas casas grandes de antes de la Guerra Civil que habían sido tan comunes en Columbia pero que estaban desapareciendo en favor del pequeño granjero independiente y del constructor inmobiliario. La arquitectura del lugar era agradable pero irreconocible y, aunque «sureña» en su aspecto general y su carácter, no poseía nada de la rigidez neoclásica de las casas de Virginia. La madera estaba pintada de blanco y cenefas verdes enmarcaban las ventanas y las balaustradas de los pequeños balcones que sobresalían aquí y allá desde el piso superior. La parcela se extendía hasta un bosque que rodeaba el lugar y altos álamos, desprovistos de hojas las tardes de diciembre, se alineaban por el camino de entrada y los senderos. Era la casa más grande a la que William Stoner se había acercado, y aquel viernes por la tarde caminaba con cierto recelo hacia la entrada uniéndose a un grupo de la facultad al que no conocía y que esperaba en la puerta principal para entrar.

Gordon Finch, vistiendo aún su uniforme del ejército, abrió la puerta para dejarlos pasar. El grupo penetró en un pequeño vestíbulo cuadrado al final del cual una escalera escarpada de barandas de roble bruñido conducía a la segunda planta. Un pequeño tapiz francés, de azules y dorados tan desvaídos que los motivos eran apenas visibles bajo la débil luz amarillenta de las pequeñas bombillas, colgaba de la pared de la escalera, justo en frente de los recién llegados. Stoner se quedó observándolo mientras los demás deambulaban por el reducido vestíbulo.

«Dame tu chaqueta, Bill». Aquella voz, junto a su oído, le sobresaltó. Se giró. Finch sonreía y extendía la mano para recoger la chaqueta que Stoner aún no se había quitado.

«No habías estado antes aquí, ¿no?», preguntó Finch casi en un susurro. Stoner negó con la cabeza.

Finch se giró hacia los otros hombres y sin levantar la voz consiguió exclamar: «Caballeros, vayan al salón principal». Señaló una puerta a la derecha del vestíbulo. «Todos están allí dentro».

Volvió a centrar su atención en Stoner. «Es una casa antigua magnífica», dijo, colgando la chaqueta de Stoner en un armario grande bajo la escalera. «Es una de las auténticas atracciones de por aquí».

«Sí», dijo Stoner. «He oído a la gente hablar de ella».

«Y el vicerrector Claremont es un viejecito encantador. Me ha pedido algo así como que cuide de todo esta tarde por él».

Stoner asintió.

Finch le tomó del brazo y le guió hacia la puerta que había señalado antes. «Más tarde tenemos que reunimos para tener una charla. Tú entra ahora. Yo voy dentro de un rato. Hay gente que quiero que conozcas».

Stoner empezó a hablar pero Finch se había dado la vuelta para saludar a otro grupo que había llegado a la puerta principal. Stoner resopló profundamente y abrió la puerta del salón.

Cuando entró en la sala desde el frío vestíbulo el calor le golpeó, como si le forzara a retirarse; el lento murmullo de la gente de dentro, liberado al abrir la puerta, flotó durante un instante antes de que sus oídos se acostumbraran a él.

Había reunidas una docena de personas en la sala aproximadamente, y en un momento reconoció Stoner a nueve de ellas; vio el sobrio negro, gris y marrón de los trajes, el verde aceituna de los uniformes militares, y aquí y allá el delicado rosa o azul de los vestidos de mujer. La gente se movía con lentitud por el calor y él se movía con ellos, consciente de su altura entre las figuras sentadas, saludando con la cabeza a las caras que ahora reconocía.

En el extremo opuesto otra puerta conducía a una salita, adyacente al largo y estrecho comedor. Las abiertas puertas dobles del recibidor revelaban una inmensa mesa de nogal cubierta con un mantel damasquinado repleto de platos blancos y fuentes de plata reluciente. Había algunas personas reunidas alrededor de la mesa, presidida por una joven, alta, delgada y hermosa, con un vestido de muaré azul, que escanciaba té en tazas de porcelana con bordes dorados. Stoner se detuvo en la puerta, atrapado por la visión de la joven. Su rostro de fisonomía larga, delicada, sonreía a quienes la rodeaban y sus esbeltos, casi frágiles dedos, manejaban hábilmente la tetera y las tazas. Mirándola, a Stoner le abrumaba la conciencia de su propio aspecto desgarbado.

Durante unos instantes no se movió de la puerta; escuchaba la voz suave y débil de la chica alzarse sobre el murmullo de los invitados allí reunidos y a los que ella servía. Levantó la cabeza y de repente vio sus ojos, eran pálidos y grandes y parecían brillar con una luz interior. Algo confuso se apartó de la puerta y regresó al salón. Encontró una silla vacía junto a la pared y se sentó allí observando la alfombra bajo sus pies. No miraba hacia el comedor, pero de vez en cuando pensaba que sentía la mirada de la joven rozándole cálidamente la cara.

Los invitados se movían a su alrededor, cambiando de asientos, alterando sus entonaciones según encontraban nuevos compañeros de conversación. Stoner los veía a través de un velo, como si fuera un espectador. Después de un rato Gordon Finch entró en la sala y Stoner se levantó y caminó hacia él. Casi groseramente interrumpió la conversación de Finch con un señor mayor. Llevándole a un aparte pero sin bajar la voz, le preguntó si podía presentarle a la joven escanciadora de té.

Finch le observó un instante, suavizándose el frunce de contrariedad de su frente a medida que se le abrían los ojos de asombro. «¿Que tú, qué?», dijo Finch. Pese a ser más bajo que Stoner daba la impresión de que le miraba desde arriba.

«Quiero que me la presentes», dijo Stoner. Sentía que le ardía la cara. «¿La conoces?».

«Claro», dijo Finch. Un principio de sonrisa le asomó a la boca. «Me parece que es prima del vicerrector, de San Luis, está visitando a una tía». La sonrisa se acentuó. «Viejo Bill. ¿Qué estarás tramando? Claro, te la presentaré. Vamos».

Se llamaba Edith Elaine Bostwick y vivía con sus padres en San Luis, donde la primavera anterior había acabado un curso de dos años en una academia privada para mujeres. Estaría unas semanas visitando a la hermana mayor de su tía en Columbia y en primavera iba a hacer el gran viaje por Europa —un acontecimiento de nuevo posible, ahora que la guerra había terminado—. Su padre, presidente de uno de los bancos más pequeños de San Luis, era un emigrado de Nueva Inglaterra. Había venido al oeste en los setenta y se había casado con la hija mayor de una familia bien de Missouri. Edith había vivido toda su vida en San Luis, unos años antes había ido al Este con sus padres, una temporada a Boston; había estado en la ópera de Nueva York y había visitado los museos. Tenía veinte años, tocaba el piano y tenía unas inclinaciones artísticas que su madre alentaba.

Más tarde, William Stoner no podría recordar cómo se había enterado de esas cosas durante aquella primera tarde en la casa de Josiah Claremont, pues su charla fue confusa y formal, como las figuras del tapiz de la pared de la escalera del vestíbulo. Recordaba haber hablado con ella, que ella le miró, se quedó junto a él y le otorgó el placer de escuchar su voz suave y débil respondiendo a sus preguntas y haciendo a su vez preguntas superficiales.

Los invitados comenzaron a marcharse. Voces que se despedían, puertas que se cerraban y habitaciones que se vaciaban. Stoner permaneció allí después de que muchos invitados se hubiesen ido y cuando vino el carruaje de Edith, él la siguió al vestíbulo y la ayudó con el abrigo. Justo antes de salir al exterior le preguntó si podía llamarla la tarde siguiente.

Como si no le hubiese oído ella abrió la puerta y se quedó inmóvil unos instantes: el aire frío penetraba por la puerta y alcanzó el rostro ardiente de Stoner. Ella se giró, le miró y pestañeó varias veces. Sus ojos pálidos especulaban, casi descarados. Finalmente asintió y dijo: «Sí. Puede llamarme». No sonrió.

Así que la llamó. Caminó por la ciudad en dirección a la casa de la tía de la joven bajo un frío intenso, típico de las noches del medio oeste. No había ninguna nube en el cielo; la media luna brillaba sobre una ligera capa de nieve que había caído a primera hora de la tarde. Las calles estaban desiertas y el silencio sordo era roto por el crujido de la nieve seca bajo sus pies al caminar. Permaneció largo tiempo fuera de la gran casa a la que había llegado, sin moverse. La luz mortecina de las ventanas caía sobre el blanco azulado de la nieve como un manchón amarillo. Stoner creyó ver movimiento dentro, pero no podía estar seguro. Deliberadamente, como comprometiéndose con algo, dio un paso al frente, caminó por el sendero del porche y llamó a la puerta.

La tía de Edith —cuyo nombre, según había sabido Stoner, era Emma Darley, era viuda desde hacia varios años— le recibió en la puerta y le invitó a entrar. Era una mujer baja y rolliza de finos cabellos blancos que flotaban sobre su rostro. Sus ojos oscuros parpadeaban humedecidos y hablaba suavemente y en susurros, como si estuviera contando secretos. Stoner la siguió hasta la sala y se sentó frente a ella, sobre un sofá de nogal grande, con los asientos y el respaldo cubiertos de grueso terciopelo azul. La nieve se le había agarrado a los zapatos; él contemplaba cómo se derretía formando rodales de humedad sobre la tupida alfombra floral bajo sus pies.

«Edith me ha contado que enseña en la universidad, señor Stoner», dijo la señora Darley.

«Sí, señora», dijo y se aclaró la voz.

«Es tan lindo poder hablar de nuevo con un joven profesor de allí», dijo la señora Darley vivazmente. «Mi difunto esposo, el señor Darley, perteneció al consejo de administración de la universidad durante varios años… pero supongo que usted ya lo sabía».

«No, señora», dijo Stoner.

«Oh», dijo la señora Darley. «Bueno, solíamos recibir a algunos de los catedráticos más jóvenes para tomar el té por las tardes. Pero eso fue hace algunos años, antes de la guerra. ¿Fue usted a la guerra profesor Stoner?».

«No, señora», dijo Stoner. «Estuve en la universidad».

«Sí», dijo la señora Darley. Asintió con vehemencia. «¿Y qué enseña?».

«Inglés», dijo Stoner. «Y no soy catedrático. Soy sólo profesor». Sabía que su voz sonaba áspera, pero no podía controlarla. Trató de sonreír.

«Ah, sí», dijo ella. «Shakespeare… Browning…».

Se hizo un silencio entre los dos. Stoner entrelazó las manos y miró al suelo.

La señora Darley dijo: «Veré si Edith está lista. Con su permiso».

Stoner asintió y se puso de pie cuando ella se marchó. Escuchó intensos susurros en la habitación de atrás. Permaneció de pie algunos minutos más.

De repente Edith apareció bajo el ancho umbral, pálida y seria. Se miraron sin reconocerse. Edith dio un paso hacia atrás y después avanzó, sus labios finos estaban tensos. Se dieron la mano con gravedad y se sentaron juntos en el sofá. No había hablado.

Era incluso más alta de lo que recordaba, y más frágil. Su rostro era alargado y esbelto y mantenía los labios cerrados sobre unos dientes bastante recios. Su piel tenía el tipo de transparencia que muestra un ápice de color y temperatura sin resultar provocativa. Su pelo era entre pelirrojo y castaño claro y lo llevaba recogido en gruesas trenzas. Pero fueron sus ojos los que le atraparon y le cautivaron como lo habían hecho el día anterior. Eran muy grandes y del azul más claro que cupiera imaginar. Cuando los miraba parecía salirse de sí mismo, adentrándose en un misterio que no podía comprender. Pensaba que era la mujer más bella que había visto en su vida y le dijo impulsivamente: «Yo… yo quisiera conocerla». Ella se apartó un poco. Él dijo con precipitación: «Quiero decir… ayer, en la recepción, lo cierto es que no tuvimos ocasión de charlar. Quise hablarle, pero había tanta gente. La gente a veces estorba».

«Fue una recepción muy linda», dijo Edith débilmente. «Pienso que todo el mundo fue muy agradable».

«Oh, sí, por supuesto», dijo Stoner. «Quería decir…». No continuó. Edith callaba.

Él dijo: «Entiendo que usted y su tía viajarán a Europa en breve».

«Sí», dijo ella.

«Europa…». Meneó la cabeza. «Debe usted estar muy entusiasmada».

Meneó la cabeza con renuencia.

«¿Dónde irán? Quiero decir, ¿a qué sitios?».

«Inglaterra», dijo. «Francia, Italia».

«Y se marcharán… ¿en primavera?».

«En abril», dijo.

«En cinco meses», dijo. «No queda mucho. Espero que en este tiempo podamos…».

«Sólo estaré aquí tres semanas», dijo ella con rapidez. «Luego volveré a San Luis por Navidad».

«Eso es poco tiempo», sonrió y torpemente añadió, «entonces tendré que verla tan a menudo como pueda para que así podamos llegar a conocernos».

Ella le miró casi con terror. «No quería decir eso», dijo. «Por favor…».

Stoner guardó silencio unos instantes. «Lo siento, yo… pero sí quisiera llamarla otra vez, tan a menudo como usted me permita. ¿Puedo?».

«Oh», dijo. «Bueno». Tenía los delgados dedos entrelazados sobre su regazo y los nudillos estaban blancos donde la piel se estiraba. Tenía pecas pálidas en el dorso de las manos.

Stoner dijo: «Esto no va bien, ¿verdad? Debe perdonarme. Nunca había conocido a alguien como usted y digo tonterías. Debe perdonarme si la he intimidado».

«Oh, no», dijo. Se giró hacia él y movió los labios en lo que debía ser una sonrisa. «Para nada. Me lo estoy pasando estupendamente. De verdad».

Stoner no supo qué decir. Mencionó algo acerca del tiempo en el exterior y se disculpó por haber dejado huellas de nieve sobre la alfombra. Ella murmuró algo en respuesta. Él habló de las clases que tenía que impartir en la universidad y ella asintió sorprendida. Finalmente permanecieron sentados en silencio. Stoner se puso en pie; se movió lenta y pesadamente, como si estuviera cansado. Edith le miraba de forma inexpresiva.

«Bueno», dijo y se aclaró la voz. «Se hace tarde y yo… Mire. Lo siento. ¿Podría llamarla dentro de unos días? Tal vez…».

Fue como si no le hubiese hablado a ella. Él asintió con la cabeza, dijo «buenas noches» y se dio media vuelta para marcharse.

Edith Bostwick dijo en un tono alto, chillón y sin inflexión: «Cuando era una niña de unos seis años sabía tocar el piano y me gustaba pintar y era muy tímida así que mi madre me envió a la escuela para niñas de la señorita Thorndyke en San Luis. Yo era la más pequeña allí, pero estaba bien porque papá era miembro del consejo de administración y él lo arregló. No me gustó al principio pero al final me encantaba. Eran todas chicas muy amables y adineradas y allí hice amigas de por vida, y…».

Stoner se había dado la vuelta cuando ella empezó a hablar y la miraba con un asombro reprimido en su expresión. Sus ojos estaban fijos sobre ella, su rostro lívido y sus labios se le movían como si, sin comprenderlo, leyera de un libro invisible. Cruzó despacio la habitación y se sentó a su lado. Ella no pareció darse cuenta, su mirada permanecía clavada al frente y continuaba hablando de sí misma, como si él le hubiera pedido que lo hiciera. Quería decirle que parara, para consolarla, para tocarla. Ni se movió ni habló.

Ella continuó hablando y al cabo de un rato Stoner empezó a escuchar lo que decía. Años más tarde se daría cuenta de que en esa hora y media, de aquella tarde de diciembre, durante su primer lapso largo de tiempo juntos, le contó más sobre sí misma que ninguna otra vez. Y cuando hubo terminado, sintió que eran desconocidos de una manera impensable y supo que se había enamorado.

Edith Elaine Bostwick probablemente no era consciente de lo que le dijo a William Stoner aquella tarde, y de haberlo sido, no se había dado cuenta de su significado. Pero Stoner sabía lo que ella había dicho y nunca lo olvidó. Lo que escuchó fue una especie de confesión y lo que creyó entender fue una petición de ayuda.

A medida que la iba conociendo mejor supo más de su infancia y advirtió que era la típica chica de su época y circunstancias. Había sido educada bajo la premisa de ser protegida de los graves incidentes que la vida pudiera poner en su camino, así como la de que no tenía otra misión que ser elegante y cómplice consumada de dicha protección, dado que pertenecía a una clase social y económica para la cual la protección constituía una obligación sagrada. Fue a colegios privados para chicas en los que aprendió a leer, escribir y aritmética simple. En su tiempo libre se le incitaba a bordar, a tocar el piano, a pintar con acuarelas y a debatir sobre las obras más tiernas de la literatura. También había sido instruida respecto a indumentaria, carruajes, dicción para damas y moralidad.

Su instrucción moral, tanto en los colegios a los que fue como en casa, fue de naturaleza negativa, de intensión represiva y casi estrictamente sexual. De todas formas, la sexualidad era indirecta y no admitida abiertamente, por lo tanto afectaba a cualquier otro aspecto de su formación. Ésta se alimentaba mayormente de una fuerza moral prohibicionista y tácita. Aprendió que tendría tareas para con su marido y familia y que debería cumplirlas.

Su infancia fue sumamente ceremoniosa, incluso en los momentos más cotidianos de la vida familiar. Sus padres se trataban con una cortesía distante. Edith nunca les vio intercambiar el calor espontáneo del enfado o del amor. El enfado consistía en días de silencio cortés y el amor en una palabra de cariño cortés. Siendo sólo una niña la soledad fue una de las primeras circunstancias de su vida.

Creció con un moderado talento para las artes más exquisitas y sin conocer la necesidad de vivir el día a día. Sus bordados eran delicados e inútiles, pintaba paisajes brumosos con tenues acuarelas aguadas y tocaba el piano con manos sin fuerza pero precisas y, aunque ignorara sus propias necesidades corporales, no la habían dejado sola para cuidar de sí misma ni un sólo día de su vida y no se le había ocurrido que pudiese llegar a ser responsable del bienestar de otra persona. Su vida era invariable, como un leve arrullo y era observada por su madre la cual, cuando Edith era una niña, se sentaba horas con ella observándola pintar sus dibujos o tocar el piano como si otra ocupación no fuese concebible para ninguna de las dos.

A la edad de trece años Edith sufrió la transformación sexual habitual. Sufrió así mismo una transformación física más inusual. En el transcurso de pocos meses creció casi treinta centímetros, por lo que su altura era casi la de un hombre adulto. Y la conjunción de su cuerpo desgarbado y la extrañeza de su nuevo estado sexual fue algo de lo que nunca se recuperó totalmente. Aquellos cambios intensificaron su timidez natural —era distante con sus compañeras de clase en el colegio, no tenía a nadie en casa con quien poder hablar y se encerró cada vez más en sí misma.

En aquella privacidad íntima se inmiscuía ahora William Stoner. Y algo insospechado dentro de ella, algún instinto, la llevó a interpelar a Stoner cuando salía por la puerta, haciéndole hablar con vehemencia, desesperadamente, como no había hablado y nunca volvería a hablar.

Durante las siguientes dos semanas la vio casi cada tarde. Fueron a un concierto patrocinado por el nuevo departamento de música de la universidad. Las tardes que no hacía mucho frío daban paseos lentos y solemnes por las calles de Columbia, pero normalmente se sentaban en el salón de la señora Darley. A veces conversaban y Edith tocaba para él mientras él escuchaba y observaba sus manos moverse sin vida sobre las teclas. Tras aquella primera tarde juntos su conversación se volvió curiosamente impersonal. Él era incapaz de sacarla de su recato y cuando veía que sus esfuerzos la intimidaban, dejaba de intentarlo. Aun así había cierta comodidad entre ellos y él imaginaba que se entendían. Una semana antes de que ella tuviera que regresar a San Luis él le declaró su amor y le propuso matrimonio.

A pesar de que no sabía exactamente cómo se tomaría la declaración y la proposición, se quedó sorprendido de su aplomo. Después de que él hablase le lanzó una mirada larga, deliberada y curiosamente descarada, y él recordó la tarde posterior a la que le pidiera permiso para llamarla, cuando le había mirado desde la puerta por la que se colaba un viento frío. Luego bajó la vista y el estupor que ascendió hasta su rostro le pareció casi irreal. Dijo que nunca había pensado en él de esa forma, que nunca lo hubiera imaginado, que no lo sabía.

«Debe de haber sabido que la quería», dijo. «No veo cómo podría haberlo ocultado».

Ella dijo con cierto aire de animación: «No lo sabía. Yo no sé nada de eso».

«Entonces debo decírselo otra vez», dijo él amablemente. «Y debe acostumbrarse a ello. La amo y no me puedo imaginar la vida sin usted».

Ella agitó la cabeza, como confusa. «Mi viaje a Europa», dijo tenuemente. «Tía Emma…».

Sintió que una carcajada le subía por la garganta y le dijo feliz y confiado: «Ah, Europa. Yo la llevaré a Europa. La veremos juntos algún día».

Ella se apartó de él y apoyó la yema de los dedos en la frente. «Debe darme tiempo para pensar. Y debería hablar con mis padres antes de poder siquiera considerarlo…».

Y no se comprometió más allá de eso. Ya no le vería más antes de partir hacia San Luis y desde allí le escribiría tras hablar con sus padres y asumir las cosas en su cabeza. Cuando se marchó aquella tarde él se detuvo a besarla, ella giró la cara y sus labios le rozaron la mejilla. Ella le dio un pellizco en la mano y le condujo fuera de la casa sin volver a mirarle.

Diez días más tarde recibió una carta de ella. Era una nota curiosamente formal que no mencionaba nada de lo que había ocurrido entre ellos. Decía que le gustaría que conociera a sus padres y que todos estaban deseosos de verle cuando viniera a San Luis el siguiente fin de semana, si eso era posible.

Los padres de Edith le recibieron con la fría cordialidad que esperaba e intentaron de inmediato destruir cualquier atisbo de confianza que hubiese podido concebir. El señor Bostwick le hacía preguntas y cuando respondía le contestaba: «S-í-í», de la manera más ambigua y le miraba con curiosidad, como si tuviera la cara manchada o le sangrase la nariz. Ella era alta y delgada como Edith y al principio Stoner se quedó pasmado por un parecido que no se esperaba, pero la cara de la señora Bostwick era fofa y enfermiza, sin ninguna fuerza o delicadeza y dejaba ver las profundas huellas de lo que parecía una insatisfacción crónica.

Horace Bostwick era también alto, pero curiosa e insustancialmente recio, casi corpulento. Un mechón de cabello gris le serpenteaba por la cabeza casi calva y unos pliegues de pellejo se descolgaban de su mandíbula. Cuando hablaba a Stoner miraba directamente por encima de su cabeza como si viera algo detrás de él, y cuando Stoner le respondía tamborileaba con sus gruesos dedos sobre la insignia del centro de su chaleco.

Edith saludó a Stoner como si se tratase de una visita casual y después se perdió por ahí despreocupada, enfrascada en tareas intrascendentes. Sus ojos la seguían pero no lograba que ella le mirase.

Era la casa más grande y elegante en la que Stoner había estado nunca. Las habitaciones eran muy altas y oscuras y estaban repletas de jarrones de todo tamaño y condición, platería de brillo opaco sobre mesas de mármol, cómodas, cajones y mobiliario ricamente tapizado con diseños de lo más delicado. Recorrieron diversas habitaciones hasta una sala grande en la que, murmuró la señora Bostwick, ella y su marido tenían costumbre de sentarse a charlar informalmente con los amigos. Stoner se sentó en una silla tan frágil que temía moverse, sintiendo que se descompondría bajo su peso.

Edith había desaparecido, Stoner la buscaba con la mirada casi frenético. Pero ella no apareció por la sala en el transcurso de casi dos horas, hasta que Stoner y sus padres tuvieron su «charla».

La «charla» había sido indirecta, ambigua y lenta, interrumpida por largos silencios. Horace Bostwick hablaba sobre sí mismo en cortos parlamentos lanzados algunos centímetros por encima de la cabeza de Stoner. Stoner supo que Bostwick era de Boston y que su padre, al final de su vida, había echado a perder su carrera en la banca y el futuro de su hijo en Nueva Inglaterra debido a una serie de inversiones imprudentes que habían llevado al cierre del banco. («Traicionado», Bostwick clamó al cielo, «por falsos amigos»). Por eso el hijo había venido a Missouri poco después de la Guerra Civil, con la intención de trasladarse al oeste, pero sin llegar nunca más allá de Kansas City, donde inició casualmente algunos negocios. Recordando el fracaso de su padre, o la traición, permaneció en su primer empleo en un pequeño banco de San Luis, a sus treinta y tantos, sintiéndose seguro con una vicepresidencia menor. Se casó con una chica de la zona de buena familia. El matrimonio había generado sólo una hija, él hubiera querido un chico pero tuvo una chica y aquello constituyó otra decepción que apenas se preocupó de ocultar. Como muchos hombres que consideraban su éxito incompleto, era extraordinariamente vanidoso y estaba consumido por su propia importancia. Cada diez o quince minutos se sacaba un gran reloj de oro del bolsillo del chaleco y se asentía a sí mismo.

La señora Bostwick hablaba con menor frecuencia y menos directamente sobre sí misma, pero Stoner llegó a comprenderla rápidamente. Era una estereotípica mujer sureña. De familia antigua y algo empobrecida, había crecido con la presunción de que las circunstancias de necesidad bajo las que la familia vivía no eran las apropiadas para su rango. Se le había enseñado a procurarse alguna mejora en aquella condición, pero nunca le habían dado instrucciones precisas sobre dicha mejora. Se había casado con Horace Bostwick con aquel desafecto tan habitual en ella que formaba parte de su personalidad, y según pasaban los años la insatisfacción y la amargura crecían de manera tan general y dominante que no había manera de disiparlas. Su voz era alta y aguda y mantenía una nota de desesperanza que otorgaba un valor especial a todo lo que decía.

A última hora de la tarde nadie había mencionado todavía el asunto que les había reunido.

Le dijeron cuánto querían a Edith, cuánto se preocupaban de su felicidad futura, de las ventajas de las que había gozado. Stoner permanecía sentado torturado por la vergüenza, intentando dar las respuestas que juzgaba apropiadas.

«Una niña extraordinaria», dijo la señora Bostwick. «Muy sensible». Las líneas del rostro se le acentuaron al decir con vieja amargura: «Ningún hombre… nadie puede entender completamente la delicadeza de… de…».

«Sí», dijo Horace Bostwick presto. Y empezó a preguntar sobre lo que él llamaba «proyectos» de Stoner. Stoner respondió lo mejor que pudo; nunca había pensado en sus «proyectos» con anterioridad y se sorprendía de lo precarios que sonaban.

Bostwick dijo: «¿Y usted no tiene otros ingresos a parte de su profesión?».

«No, señor», dijo Stoner.

El señor Bostwick movió la cabeza descontento. «Edith ha tenido… privilegios, ya sabe. Una buena casa, sirvientes, los mejores colegios. Me estaba preguntando… y mucho me temo que, con el limitado nivel que sería inevitable con su… ¡ah!, condición… que…», arrastraba la voz.

Stoner sentía que un malestar le crecía, así como cierto enfado. Esperó unos momentos antes de responder, y puso la voz tan plana e inexpresiva como pudo.

«Debo decirle, señor, que nunca había considerado estos temas materiales. La felicidad de Edith es, por supuesto, mi… si usted cree que Edith sería infeliz, entonces debo…». Hizo una pausa, buscando las palabras. Quería contarle al padre de Edith el amor que sentía por su hija, su certeza en la felicidad que compartirían, el tipo de vida que llevarían. Pero no continuó. Observó en el rostro de Horace Bostwick una expresión de preocupación, desánimo, y algo parecido al miedo al haberse quedado en silencio de repente.

«No», dijo Horace Bostwick apresuradamente, y aclaró su expresión. «Me ha malinterpretado. Trataba meramente de presentarle ciertas dificultades que podrían surgir en el futuro. Estoy convencido de que ustedes han hablado sobre estas cosas y estoy seguro de que saben lo que quieren. Respeto su juicio y…».

Y quedó arreglado. Se dijeron algunas palabras más y la señora Bostwick se preguntó en voz alta dónde podría haber estado metida Edith todo el tiempo. Gritó su nombre con su voz alta y aguda y unos instantes después Edith entró en la sala donde todos la aguardaban. No miró a Stoner.

Horace Bostwick le dijo que él y su «muchacho» habían tenido una charla muy agradable y que tenían su bendición. Edith asintió.

«Bueno», dijo su madre, «debemos hacer planes. Una boda primaveral. Junio, tal vez».

«No», dijo Edith.

«¿Qué, cariño?», dijo su madre amablemente.

«Si se ha de hacer», dijo Edith, «quiero que se haga rápido».

«La impaciencia de la juventud», dijo el señor Bostwick y se aclaró la garganta. «Pero tal vez tu madre tenga razón, cariño. Hay planes que hacer, se requiere tiempo».

«No», dijo Edith otra vez y había tal firmeza en su voz que consiguió que todos la miraran. «Debe ser pronto».

Se hizo un silencio. Luego su padre dijo con una voz sorprendentemente templada: «Muy bien, cariño. Como digas. Ustedes, jóvenes, hagan sus planes».

Edith asintió, murmuró algo sobre una tarea pendiente, y se escabulló de la habitación. Stoner no la volvió a ver hasta la hora de la cena, que estuvo presidida en regio silencio por Horace Bostwick. Después de la cena Edith tocó el piano para ellos, pero lo hizo con rigidez y desgana, cometiendo muchos errores. Anunció que se encontraba mal y se fue a su habitación.

En el cuarto de invitados aquella noche, William Stoner no podía dormir. Clavaba la vista en la oscuridad y se preguntaba por la inquietud que había sobrevenido a su vida y por primera vez se cuestionó la cordura de lo que iba a hacer. Pensaba en Edith y sentía cierta confianza. Supuso que todos los hombres pasaban por esa incertidumbre que le había embargado de repente y que tenían las mismas dudas.

Tenía que coger un tren para Columbia temprano a la mañana siguiente así que tuvo poco tiempo después del desayuno. Quería tomar un carruaje hasta la estación, pero la señora Bostwick insistió en que uno de los criados le llevaría en el coche de caballos. Edith le iba a escribir en unos días contándole los planes de boda. Dio las gracias a los Bostwick y se despidió de ellos, le acompañaron con Edith hasta la puerta. Casi había llegado a la verja exterior cuando escucharon pasos corriendo tras él. Se giró. Era Edith. Se plantó firme y alta junto a él, su cara estaba pálida y le miraba de frente.

«Intentaré ser una buena esposa para ti, William», dijo. «Lo intentaré».

Cayó en la cuenta de que era la primera vez que alguien había pronunciado su nombre desde su llegada.