DOS semanas después de que Stoner recibiera su licenciatura en Artes, el archiduque Francisco Fernando fue asesinado en Sarajevo por un nacionalista serbio y antes del otoño la guerra se extendió por toda Europa. Era un tema de continuo interés entre los alumnos más veteranos, los cuáles se preguntaban por el papel que finalmente tendrían los Estados Unidos y sentían una placentera desazón acerca de sus propios futuros.
Pero ante William Stoner el futuro era brillante, cierto e inalterable. Lo veía, no como un flujo de eventos, cambio y potencialidad, sino como un territorio que se extendía ante él a la espera de ser explorado. Lo comparaba con la gran biblioteca de la universidad, a la que podían adosarse nuevas galerías, añadirse libros nuevos y retirarse los viejos, sin que su genuina naturaleza se alterase nunca en lo esencial. Veía su futuro en la institución con la que se había comprometido y a la que tan imperfectamente había comprendido. No se concebía a sí mismo cambiando en ese futuro, pero veía el futuro mismo como el instrumento de ese cambio más que como su objeto.
Casi al final de aquel verano, justo antes del comienzo del semestre de otoño, visitó a sus padres. Su intención era ayudar en la cosecha de verano, pero se encontró con que su padre había contratado a un ayudante negro que trabajaba con una intensidad tranquila, feroz, llevando a cabo él solo en un día casi tanta labor como la que desarrollaban William y su padre juntos en el mismo espacio de tiempo. Sus padres se alegraron de verle y no parecían arrepentidos de su decisión. Pero a él no se le ocurría nada que decirles. Se había percatado, de que sus padres y él habían comenzado a ser extraños y se dio cuenta de que su amor por ellos se intensificaba con la pérdida. Regresó a Columbia una semana antes de lo que tenía previsto.
Empezó a irritarle el tiempo que tenía que invertir trabajando en la granja de los Foote. Habiendo accedido tarde a los estudios, sentía ahora urgencia por estudiar. A veces, inmerso en sus libros, le venía a la cabeza la conciencia de todo lo que no sabía, de todo lo que no había leído y la serenidad con la que trabajaba se hacía trizas cuando caía en la cuenta del poco tiempo que tenía en la vida para leer tantas cosas, para aprender todo lo que tenía que saber.
Acabó su curso de doctorado en Artes en la primavera de 1915 y empleó el verano en completar su tesis, un estudio prosódico de uno de los Cuentos de Canterbury de Chaucer. Antes de que terminara el verano los Foote le dijeron que ya no le necesitarían más en la granja.
Esperaba su despido y en cierta manera lo agradecía pero, por un instante, después de que se produjese, sintió una punzada de pánico. Era como si se hubiese cortado el último lazo entre el viejo mundo y él. Permaneció las últimas tres semanas de verano en la granja de su padre, dando los últimos retoques a su tesis. Por entonces Archer Sloane había conseguido que impartiera dos clases de inglés inicial para alumnos nuevos, mientras empezaba a trabajar en su doctorado. Por ello recibiría cuatrocientos dólares al año. Se llevó sus pertenencias del pequeño ático de la casa de los Foote que había ocupado durante cinco años y se instaló en una habitación aún más pequeña cerca de la universidad.
A pesar de que sólo iba a enseñar fundamentos de gramática y composición a un grupo poco selecto de alumnos, aguardaba la tarea con entusiasmo, apreciando profundamente lo que representaba. Programó el curso la semana antes del comienzo del semestre de otoño, valorando las posibilidades que había mientras luchaba con los materiales y temas de esta empresa pero sentía la lógica de la gramática y pensaba que percibía cómo le salía de adentro, calando el lenguaje y respaldando el pensamiento humano. En los simples ejercicios de composición que preparó para sus alumnos advertía las potencialidades de la prosa y sus bellezas y ansiaba animar a sus alumnos en la medida de su entusiasmo.
Pero en la primera clase que tuvo, después de las rutinas iniciales de inscripciones y planes de estudios, cuando empezó a hablar sobre su asignatura a los alumnos, se dio cuenta de que su deslumbramiento se le había quedado escondido dentro. A veces, cuando hablaba a sus alumnos, era como si estuviera fuera de sí mismo y observase a un extraño hablar a un grupo reunido contra su voluntad, escuchaba su propia voz desmotivada recitando los materiales que había preparado y nada de su entusiasmo aparecía durante la charla.
Se encontraba libre y realizado en las clases en las que él era el alumno. En ellas era capaz de recapturar el sentido de descubrimiento que tuvo aquel primer día en el que Archer Sloane le había hablado en clase y él se había convertido, por un instante, en alguien diferente al que había sido. Mientras su mente se entretenía con su asignatura, mientras lidiaba contra el poder de la literatura que había estudiado e intentaba entender su naturaleza, era consciente del cambio constante en su interior y, mientras era consciente de ello, salía de sí mismo y entraba en el mundo que le contenía, de manera que sabía que el poema de Milton que había leído o el ensayo de Bacon o el drama de Ben Jonson cambiaban el mundo del que eran sujetos, y lo cambiaban por su dependencia de él. Casi no hablaba en clase y sus notas rara vez le satisfacían. Como sus clases para los jóvenes alumnos, que no traicionaban sus profundos conocimientos.
Empezó a tratar con familiaridad a algunos de sus compañeros estudiantes que también daban clases para el departamento. Entre ellos hubo dos con los que entabló amistad, David Masters y Gordon Finch.
Masters era un joven algo oscuro de lengua afilada y ojos amables. Como Stoner, acababa de empezar su curso de doctorado a pesar de ser un año o así más joven que él. En la facultad y entre los estudiantes graduados tenía fama de arrogante e impertinente, y estaba extendida la idea de que tendría problemas para titularse. Stoner pensaba que era el hombre más brillante que había conocido y se refería a él sin envidia ni resentimiento.
Gordon Finch era grande y rubio y, ya a la edad de veintitrés años, estaba empezando a engordar. Había estudiado un curso universitario en un instituto comercial de San Luis y en la universidad había tocado varios palos en estudios avanzados en los departamentos de economía, historia e ingeniería. Había comenzado a trabajar en su licenciatura sobre literatura gracias a que había sido capaz, en el ultimo minuto, de obtener un pequeño trabajo dando clases para el departamento de ingles. Enseguida demostró ser el estudiante menos brillante del departamento. Pero era popular entre los alumnos nuevos y se llevaba bien con los miembros veteranos de la facultad así como con los funcionarios de la administración.
Los tres —Stoner, Masters y Finch— adoptaron la costumbre de quedar los viernes por la tarde en un pequeño bar del centro de Columbia para tomar grandes jarras de cerveza y charlar hasta altas horas de la noche. Aunque aquellas noches eran su único solaz social, Stoner a veces se preguntaba qué clase de relación mantenían. A pesar de que se llevaban bien no eran amigos íntimos, no se hacían confidencias y rara vez se veían fuera de sus encuentros semanales.
Ninguno cuestionaba nunca aquella amistad. Stoner sabía que a Gordon Finch no se le habría ocurrido, pero sospechaba que sí a David Masters. Una vez, bastante tarde, mientras estaban sentados en una mesa en la parte de atrás del oscuro bar, Stoner y Masters hablaron de sus clases y estudios con el extraño tono burlón de los muy serios. Masters, sosteniendo en alto un huevo duro como si fuera una bola de cristal, dijo: «¿Han considerado ustedes, caballeros, alguna vez la cuestión de la verdadera naturaleza de la universidad? ¿Señor Stoner? ¿Señor Finch?».
Sonriendo, ambos negaron con la cabeza.
«Apuesto a que no. Stoner, aquí, imagino, lo ve como si fuera un gran depósito, como una biblioteca o un almacén, donde los hombres vienen por voluntad y eligen lo que les completa, donde todos trabajan juntos como abejas en un vulgar panal. La Verdad, el Bien, la Belleza. Están justo al doblar la esquina, en el pasillo de al lado, están en el próximo libro, en el que no se ha leído, o en el siguiente estante, el que no se ha consultado. Pero los encontrarás algún día. Y cuando lo hagas… cuando lo hagas…». Miró al huevo un instante más, luego mordió un buen trozo y se giró hacia Stoner, moviendo la mandíbula y con los ojos oscuros centelleando.
Stoner sonrió incómodo y Finch se rió en voz alta y palmeó sobre la mesa. «Te ha pillado, Bill. Te ha pillado bien».
Masters masticó un rato más, tragó, y volvió la vista hacia Finch. «Y usted, Finch. ¿Cuál es su idea?». Levantó la mano. «Usted alegará que no ha pensado en ello. Pero sí lo ha hecho. Detrás de esa fachada fanfarrona y campechana maquina una mente simple. Para usted, la institución es un instrumento del bien —para el mundo en su globalidad, por supuesto, y sólo de pasada para usted también—. Usted la ve como una especie de melaza sulfatada que administra cada otoño para ayudar a pasar el invierno a esos cabroncetes, y usted es el viejo médico amable que bondadosamente les da palmaditas en las cabezas y se embolsa sus dineros».
Finch se rió otra vez y meneó la cabeza. «Te lo juro, Dave, cuando te pones…».
Masters se puso el resto del huevo en la boca, masticó satisfecho y bebió un trago largo de cerveza. «Pero ambos estáis equivocados», dijo. «Es un sanatorio o —¿cómo lo llaman ahora?—, una casa de reposo, para los enfermos, los ancianos, los infelices y los incompetentes en general. Mirad nosotros tres… somos la universidad. Un extraño no sabría que tenemos tanto en común, pero nosotros sí lo sabemos, ¿a que sí? Lo sabemos bien».
Finch se reía. «¿De qué vas, Dave?».
Interesado ahora en lo que estaba diciendo, Masters se inclinó atento sobre la mesa. «Empecemos por ti, Finch. Siendo todo lo amable que puedo, diría que tú eres el incompetente. Como ya sabrás, la verdad es que no eres muy listo… a pesar de que esto no tenga que ver con el asunto».
«Vaya», dijo Finch todavía riéndose.
«Pero sí eres lo suficientemente listo —y sólo lo suficiente— como para darte cuenta de lo que te ocurrirá en el mundo. Estás destinado al fracaso, y lo sabes. A pesar de que eres capaz de ser un hijo de puta, no eres lo bastante malvado para serlo de manera consistente. A pesar de que no eres precisamente el hombre más honesto que he conocido, tampoco es que seas un portento de deshonestidad. Por un lado tienes capacidad de trabajo pero eres tan vago que no puedes trabajar tanto como al mundo le gustaría. Por otro lado no eres tan vago como para imprimir en el mundo sello alguno de tu importancia. Y no tienes suerte —la verdad es que no—. No tienes aura y tienes una expresión turbada. En este mundo siempre estarás a punto de lograr el éxito pero serás destruido por tu fracaso. Así que has sido seleccionado, elegido; la providencia, cuyo sentido del humor siempre me ha divertido, te ha arrebatado de las fauces del mundo y te ha situado en este espacio seguro, entre tus hermanos».
Aún sonriente y con malévola ironía, se giró hacia Stoner. «Tú tampoco te escapas, amigo. Para nada. ¿Quién eres tú? ¿Un sencillo hombre de campo, como te finges? Oh, no. Tú también estás entre los enfermos, tú eres el soñador, el loco en el mundo de los locos, nuestro Don Quijote de El Medio Oeste sin su Sancho, retozando bajo el cielo azul. Eres lo bastante listo —más listo al menos que nuestro mutuo amigo—. Pero tienes el mal, la vieja enfermedad. Crees que hay algo aquí, algo que encontrar. Bueno, en el mundo lo aprenderías rápido. Tú también estás destinado al fracaso; no es que te vayas a enfrentar al mundo, dejarías que te masticara y que te escupiera y te quedarías ahí pensando qué salió mal. Porque siempre esperaste que el mundo fuera algo que no es, algo que no deseó ser. El gorgojo en el algodón, el gusano en el frijol, el insecto barredor en el maíz. No podrías mirarles a la cara y no podrías enfrentarte a ellos porque eres demasiado débil y eres demasiado fuerte. Y no tienes a donde ir en el mundo».
«¿Y qué hay de ti?», preguntó Finch. «¿Qué pasa contigo?».
«Oh», dijo Masters, reclinándose hacia atrás, «soy uno de vosotros. Peor, de hecho. Soy demasiado listo para el mundo y no mantengo la boca cerrada al respecto, es una enfermedad para la que no hay cura. Así que debo ser encerrado donde pueda ser irresponsable sin peligro, donde no haga ningún daño». Se inclinó hacia delante de nuevo y les sonrió. «Somos todos como el pobre Tom y tenemos frío».
«Rey Lear», dijo Stoner serio.
«Acto tercero, escena cuarta», dijo Masters. «Y así la providencia, la sociedad, o la suerte, como quieras llamarlo, ha creado esta cabaña para nosotros, para que podamos refugiarnos de la tormenta. Es para gente como nosotros por lo que existe la universidad, para los desposeídos del mundo; no para los estudiantes, ni para la altruista búsqueda de conocimiento, ni por ninguno de los motivos que se aducen por ahí. Nosotros distribuimos el raciocinio y permitimos el acceso a él de algunas personas comunes, a aquéllos que encajarán mejor en el mundo. Pero se trata sólo de un barniz protector. Al igual que la Iglesia en la Edad Media, a la que le importaban un bledo los seglares e incluso Dios, también nosotros sobrevivimos gracias a nuestros engaños».
Finch movió la cabeza con admiración. «Nos haces quedar mal, Dave».
«Tal vez», dijo Masters. «Pero incluso siendo tan malos como somos, somos mejores que los que hay fuera, en el lodo, los pobres cabrones del mundo. No hacemos daño, decimos lo que queremos y nos pagan por ello y eso es un triunfo de la virtud natural, o casi, qué cojones».
Masters se reclinó hacia atrás, indiferente, ajeno a lo que había dicho.
Gordon Finch se aclaró la garganta. «Bien, vale», dijo con seriedad. «Puede que lleves razón en algo de lo que dices, Dave, pero creo que te has pasado, de verdad que sí».
Stoner y Masters se sonrieron mutuamente y no hablaron más del tema aquella noche. Pero durante años, en algunas ocasiones, Stoner recordaba lo que Masters había dicho y pensaba que no le había proporcionado una visión de la universidad con la que se hubiera comprometido, pero revelaba algo acerca de su relación con aquellos dos hombres y le daba una idea sobre la amargura corrosiva y salvaje de la juventud.
El 7 de mayo de 1915 un submarino alemán hundió el transatlántico británico Lusitania con ciento catorce pasajeros estadounidenses a bordo. Al final de 1916 la guerra submarina alemana no tenía restricciones y las relaciones entre los Estados Unidos y Alemania empeoraban constantemente. En febrero de 1917 el presidente Wilson rompió relaciones diplomáticas. El 6 de abril el Congreso declaró el estado de guerra entre Alemania y los Estados Unidos.
Con dicha declaración miles de jóvenes de toda la nación, como liberados por el cese de la tensa incertidumbre, asediaron los centros de reclutamiento que se habían instalado apresuradamente unas semanas antes. De hecho, cientos de jóvenes no habían sido capaces de esperar la intervención estadounidense y ya en 1915 se habían alistado como soldados en las Fuerzas Reales Canadienses o como conductores de ambulancia en alguno de los ejércitos europeos aliados. Algún estudiante veterano de la universidad así lo había hecho y pese a que William Stoner no sabía nada de esto, escuchaba sus legendarios nombres con mayor frecuencia a medida que las semanas y los meses acercaban el momento que todos sabían que acabaría por llegar.
La guerra se declaró un viernes y, aunque las clases permanecieron programadas para la semana siguiente, algunos alumnos y profesores pusieron excusas para no asistir. Se reunían en los pasillos y se hacían pequeños grupos que murmuraban en voz baja. En ocasiones la tensa calma estallaba casi en violencia; dos veces hubo manifestaciones generales anti-alemanas en las que los alumnos gritaban sin mucho sentido y agitaban banderas de Estados Unidos. En una ocasión se produjo una breve manifestación contra uno de los profesores, un profesor anciano con barba de filología germánica que había nacido en Munich y que de joven había asistido a la Universidad de Berlín. Pero cuando el profesor se encontró con el pequeño grupo sedicioso de estudiantes enfadados pestañeó perplejo y, resistiendo desde su pequeñez, y agitando las manos, los disolvió en hosca confusión.
Durante aquellos primeros días tras la declaración de guerra, Stoner también experimentó confusión, pero de índole radicalmente distinta a la que atenazaba la mayoría del campus. Aunque había hablado sobre la guerra en Europa con los estudiantes mayores y con los profesores, nunca había terminado de creer en ella, y ahora que se cernía sobre él, sobre todos, descubrió dentro de sí una gran dosis de indiferencia. Se sentía agraviado por la interrupción que la guerra había causado en la universidad, pero no hallaba dentro de él ningún sentimiento de arraigado patriotismo, como tampoco conseguía odiar a los alemanes.
Pero los alemanes estaban allí para ser odiados. Una vez se encontró con Gordon Finch hablando a un grupo de antiguos miembros de la facultad. El rostro de Finch se contraía mientras hablaba de los «hunos» como si estuviera escupiendo en el suelo. Más tarde, cuando se acercó a Stoner en el despacho grande que compartían con media docena de profesores noveles, el humor de Finch había cambiado; febrilmente jovial, le dio a Stoner una palmadita en la espalda.
«No podemos dejar que se salgan con la suya, Bill», dijo con vehemencia. Una película de sudor aceitoso resplandecía en su rostro redondo y su fino cabello rubio salía en lacios mechones de su calavera. «No señor. Voy a alistarme. Ya he hablado con el viejo Sloane sobre ello y me ha dicho que adelante. Me voy mañana a San Luis a apuntarme». Por un instante consiguió dar a sus facciones una apariencia de gravedad. «Todos tenemos que poner de nuestra parte». Luego hizo una mueca y volvió a palmear a Stoner en el hombro. «Lo mejor que podrías hacer es venir conmigo».
«¿Yo?», dijo Stoner, y repitió otra vez, incrédulo: «¿Yo?».
Finch se rió. «Claro. Todo el mundo está alistándose. Acabo de hablar con Dave… se viene conmigo».
Stoner meneó la cabeza como si estuviera aturdido. «¿Dave Masters?».
«Claro. El bueno de Dave a veces dice cosas raras, pero cuando llega la hora de la verdad es como todo el mundo, él hará su parte. Igual que tú harás la tuya, Bill». Finch le dio un puñetazo en el hombro. «Igual que tú harás la tuya».
Stoner se calló por un momento. «No había pensado en ello», dijo. «Todo parece haber pasado tan rápido. Tendré que hablar con Sloane. Ya te contaré».
«Claro», dijo Finch. «Tú harás tu parte». Su voz rebosaba sentimiento. «Estamos juntos en esto ahora, Bill; estamos todos juntos en esto».
Stoner dejó a Finch, pero no fue a ver a Archer Sloane. En vez de eso echó un vistazo por el campus y preguntó por David Masters. Le encontró en uno de los gabinetes de estudio de la biblioteca, solo, fumando en pipa y contemplando un estante de libros.
Stoner se sentó frente a él, en la mesa del gabinete. Cuando le preguntó por su decisión de alistarse en el ejército Masters le dijo: «Claro. ¿Por qué no?».
Y cuando Stoner le preguntó por qué, Masters dijo: «Me conoces bastante bien, Bill. Me importan un carajo los alemanes. Llegado el punto también me importan un carajo los estadounidenses, me parece». Volcó las cenizas de la pipa en el suelo y las barrió con el pie. «Supongo que hago esto porque no importa si lo hago o no. Y puede ser divertido pasear por el mundo una vez más antes de regresar a los claustros y a la lenta extinción que nos aguarda a todos».
A pesar de no entenderlo, Stoner asintió, aceptando lo que Masters le había dicho. Le anunció: «Gordon quiere que me aliste contigo».
Masters sonrió. «Gordon siente el impacto inicial de una virtud que nunca antes se le había permitido sentir y naturalmente quiere hacer partícipe al resto del mundo para poder así seguir creyendo. Claro. ¿Por qué no? Alístate con nosotros. Puede que te haga bien ver cómo es el mundo». Hizo una pausa y miró a Stoner intensamente. «Pero si lo haces, por los clavos de Cristo no lo hagas por Dios, ni por la patria, ni por la vieja y querida Universidad. Hazlo por ti mismo».
Stoner aguardó algunos momentos. Luego dijo: «Hablaré con Sloane y ya te contaré».
No sabía qué esperar de lo que Archer Sloane pudiera responderle; pese a ello se sorprendió cuando se plantó en su estrecho despacho atestado de libros y le comunicó la que aún no era su decisión.
Sloane, que siempre había mantenido hacia él una actitud de indiferencia y cortesía irónica, montó en cólera. Su largo rostro delgado se puso rojo y las arrugas a ambos lados de la boca se acentuaron por el enojo. Se medio levantó de la silla inclinándose hacia Stoner, con los puños cerrados. Después se sentó de nuevo y deliberadamente abrió las manos y las posó sobre la mesa. Le temblaban los dedos pero su voz era firme y áspera.
«Le ruego me disculpe por mi repentino arrebato. Pero durante los últimos días he perdido a casi un tercio de los miembros del departamento y no veo manera de sustituirlos. No es con usted con quien estoy irritado, sino…», dio la espalda a Stoner y miró hacia la gran ventana del fondo de su despacho. La luz le golpeaba en la cara de pleno, marcando sus líneas de expresión y oscureciendo sus ojeras de manera que, por un instante, parecía viejo y cansado. «Nací en 1860, justo antes de la Guerra de Rebelión. No la recuerdo, por supuesto; era demasiado joven. No recuerdo tampoco a mi padre. Le mataron el primer año de la guerra, en la Batalla de Shiloh». Miró fugazmente a Stoner. «Pero pude ver lo que sucedió. Una guerra no sólo mata a unos cuantos miles o a unos cuantos cientos de miles de jóvenes. Mata algo en la gente que no puede recuperarse nunca. Y si alguien pasa por suficientes guerras, pronto todo lo que queda es el bruto, la criatura que nosotros —usted y yo, y otros como nosotros— han sacado del fango». Hizo una pausa larga y a continuación dijo sonriendo débilmente: «A un universitario no debería pedírsele que destruya lo que ha consagrado su vida en construir».
Stoner se aclaró la garganta y dijo tímidamente: «Todo parece haber sucedido muy rápido. Por algún motivo no me había percatado, hasta que hablé con Finch y Masters. Todavía no me parece muy real».
«No lo es, por supuesto», dijo Sloane. Entonces se movió inquieto, alejándose de Stoner. «No voy a decirle lo que debe hacer. Sólo le diré esto: es su decisión. Habrá reclutamiento, pero usted puede ser excluido, si lo desea. ¿No tiene miedo de ir, verdad?».
«No, señor», dijo Stoner. «No lo creo».
«Entonces tome una decisión, y tendrá que tomarla usted solo. Y no es necesario recordarle que si decide alistarse a su regreso recuperará su puesto actual. Si decide no alistarse puede quedarse aquí, pero por supuesto no disfrutará de ninguna ventaja especial. Es posible incluso que padezca algún inconveniente, tanto ahora como en el futuro».
«Comprendo», dijo Stoner.
Hubo un largo silencio, y Stoner decidió al fin que Sloane había terminado con él. Pero justo cuando se levantaba para abandonar el despacho Sloane habló otra vez.
Con voz pausada dijo: «Debe recordar lo que es, lo que ha elegido ser y el significado de lo que hace. Hay guerras, derrotas y victorias de la raza humana que no son militares. Recuerde eso mientras decide qué hacer».
Durante dos días Stoner no fue a sus clases y no habló con nadie que conociera. Permaneció en su pequeña habitación, sopesando su decisión. Sus libros y la quietud de su cuarto le rodeaban, sólo a ratos era consciente del mundo exterior, del lejano murmullo producido por los gritos de los estudiantes, del súbito traqueteo de un carro sobre las calles empedradas y del sordo ronroneo de algún automóvil de la docena de ellos que habría en la ciudad. No era dado a la introspección y halló que la tarea de averiguar sus motivos era complicada y un poco desagradable. Sentía que tenía poco que ofrecerse a sí mismo y que dentro de sí no había mucho que encontrar.
Cuando al final tomo una decisión, le parecía que había sabido todo el tiempo cuál sería. Se encontró con Masters y Finch el viernes y les dijo que no se alistaría con ellos para combatir contra los alemanes.
Gordon Finch, aún dominado por su acceso de virtud, se estiró y dejó que una expresión de avergonzada lástima se asentara en sus facciones. «Nos has decepcionado, Bill», dijo con voz apagada. «Has decepcionado a todos».
«Tranquilo», dijo Masters. Escrutaba a Stoner. «Pensé que quizás decidieras no ir. Siempre fuiste austero para contigo. No importa, por supuesto. Pero ¿qué fue lo que te hizo decidir?».
Stoner no habló durante un rato. Pensó en los últimos dos días, en la batalla silenciosa que parecía no tener fin ni sentido, pensó en la vida en la universidad durante los últimos siete años, pensó en los años anteriores, los años lejanos con sus padres en la granja y en la rigidez de la que él, milagrosamente, había renacido.
«No sé», dijo al fin. «Todo, me parece. No sabría decir».
«Va a ser duro», dijo Masters, «quedarse aquí».
«Lo sé», dijo Stoner.
«Pero ¿crees que merece la pena?».
Stoner asintió.
Masters hizo una mueca y dijo con su vieja ironía: «Tienes el gesto austero y hambriento, seguro. Estás condenado».
La avergonzada lástima de Finch se había transformado en vacilante desdén. «Te arrepentirás de esto, Bill», dijo ásperamente, y su voz titubeaba entre la amenaza y la compasión.
Stoner asintió. «Puede», dijo.
Se despidió y se dio media vuelta. Al día siguiente iban a San Luis a alistarse y Stoner tenía que preparar clases para la semana siguiente.
No sentía culpa por su decisión y cuando el reclutamiento fue general solicitó un aplazamiento sin ningún sentimiento especial de remordimiento, aunque era consciente de las miradas de sus colegas más ancianos y de lo poco que faltaba para que el habitual comportamiento de sus alumnos con él derivase en falta de respeto. Incluso sospechaba que Archer Sloane, que en principio había expresado una cálida aprobación a su decisión de continuar en la universidad, se volvía más frío y distante según pasaban los meses de la guerra en curso.
Concluyó los estudios de su doctorado en la primavera de 1918 y obtuvo el título en junio de aquel año. Un mes antes de recibir el título recibió una carta de Gordon Finch, que tras pasar por una academia de entrenamiento de oficiales había sido destinado a un campo de entrenamiento en las afueras de la ciudad de Nueva York. La carta le informaba de que habían permitido a Finch, en su tiempo libre, asistir a la Universidad de Columbia, donde también él había conseguido completar los estudios para doctorarse, lo cual sucedería en verano en la facultad de educación local.
También le contó que Dave Masters había sido enviado a Francia y que, casi exactamente al mes de su alistamiento, había caído en Château-Thierry, junto con las primeras tropas estadounidenses que habían entrado en combate.