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WILLIAM Stoner entró como estudiante en la Universidad de Missouri en el año 1910, a la edad de diecinueve años. Ocho años más tarde, en pleno auge de la Primera Guerra Mundial, recibió el título de Doctorado en Filosofía y aceptó una plaza de profesor en la misma universidad, donde enseñó hasta su muerte en 1956. Nunca ascendió más allá del grado de profesor asistente y unos pocos estudiantes le recordaban vagamente después de haber ido a sus clases. Cuando murió, sus colegas donaron en su memoria un manuscrito medieval a la biblioteca de la Universidad. Este manuscrito aún puede encontrarse en la Colección de Libros Raros, portando la siguiente inscripción: «Donado a la Biblioteca de la Universidad de Missouri, en memoria de William Stoner, Departamento de Inglés. Por sus colegas».

Un estudiante cualquiera al que le viniera a la cabeza su nombre podría preguntarse tal vez quién fue William Stoner, pero rara vez llevará su curiosidad más allá de la pregunta casual. Los colegas de Stoner, que no le tenían particular estima cuando estaba vivo, ahora raramente hablaban de él; para los más viejos, su nombre era un recordatorio del final que nos espera a todos, y para los más jóvenes es meramente un sonido que no evoca ninguna sensación del pasado ni ninguna identidad con la que ellos pudieran asociarse ni a sí mismos ni a sus carreras.

Nació en 1891 en una pequeña granja en Missouri central cerca del pueblo de Booneville, a unas cuarenta millas de Columbia, la sede de la Universidad. A pesar de que sus padres eran jóvenes cuando nació —su padre tenía veinticinco, su madre apenas veinte— lo que Stoner pensaba de ellos, incluso cuando era un niño, es que eran viejos. A los treinta su padre aparentaba cincuenta; encorvado por el trabajo, miraba sin esperanza hacia la árida parcela de terreno que sostenía a la familia de año en año. Su madre contemplaba su vida con paciencia, como si fuera un momento largo que tuviera que aguantar. Sus ojos eran pálidos y borrosos y las pequeñas arrugas alrededor de ellos estaban realzadas por un fino pelo canoso y desgastado que le cubría la cabeza y que recogía en un moño por detrás.

Desde la época más temprana que podía recordar, William Stoner tuvo obligaciones. A los seis años ordeñaba las vacas flacas, remojaba los cerdos en la pocilga cercana a unos pocos metros de la casa y recogía los huevecillos de un puñado de gallinas esmirriadas. Incluso cuando empezó a acudir a la escuela rural a trece kilómetros de la granja, sus días, desde antes del amanecer hasta después del ocaso, estaban llenos de trabajos de diverso tipo. A los diecisiete sus hombros habían empezado ya a encorvarse bajo el peso de sus ocupaciones.

Era una casa solitaria ligada a un inevitable trabajo duro en la que él era hijo único. Por las noches los tres se sentaban en la pequeña cocina iluminados por una única lámpara de queroseno, a mirar la llama amarilla: a menudo durante la hora aproximada entre la cena y el momento de acostarse, el único sonido que se oía era el cansado movimiento de un cuerpo sobre una silla rígida y el suave crujir de la madera, cediendo un poco por la edad de la casa.

La casa había sido construida en una ubicación vulgar y los maderos sin pintar se combaban en torno al porche y a las puertas. Con los años había tomado los colores de la tierra seca —gris y marrón, a rayas blancas—. En un lado de la casa había una sala alargada, pobremente amueblada, con sillas sencillas y unas pocas mesas labradas, y una cocina, donde la familia pasaba la mayor parte del poco tiempo que estaban juntos. Al otro lado había dos dormitorios, cada uno amueblado con un somier de hierro esmaltado en blanco, una única silla sencilla y una mesa con una lámpara y una jofaina sobre ella. Los suelos eran de tablones sin pintar, distribuidos desigualmente y que crujían de viejos, barridos continuamente de arriba a abajo por la madre de Stoner.

En la escuela asistía a las clases que le resultaban menos agotadoras que las de la granja. Cuando terminó la secundaria en la primavera de 1910 esperaba hacerse cargo de más trabajos en los campos; le parecía que su padre era más lento y se mostraba cansado con los años.

Pero una tarde a finales de primavera, después de que los dos hubieran pasado el día entero cosechando maíz, su padre le habló en la cocina, tras recoger los platos de la cena.

«Un representante del condado vino la semana pasada».

William alzó la vista del mantel de cuadros rojos y blancos dispuesto delicadamente sobre la mesa. No habló.

«Dice que tienen una nueva facultad en la Universidad de Columbia. La llaman Facultad de Agricultura. Dice que piensa que deberías ir. Serían cuatro años».

«Cuatro años», dijo William. «¿Cuesta dinero?».

«Podrías procurarte habitación y manutención», dijo su padre. «Tu madre tiene un primo que tiene sitio en las afueras de Columbia. Habrá libros y cosas. Yo te podría enviar dos o tres dólares al mes».

William extendió las manos sobre el mantel, que a la luz de la lámpara tenían un reflejo apagado. Nunca había estado más allá de Booneville, a quince millas. Tragó saliva para tranquilizar la voz.

«¿Piensa que podrán apañarse aquí solos?», preguntó.

«Tu madre y yo nos apañaremos. Plantaré en la parte superior veinte de trigo; eso reducirá el trabajo manual».

William miró a su madre. «¿Mamá?», preguntó.

Ella dijo en un tono neutro: «Haz lo que diga tu padre».

«¿De verdad quieren que me vaya?», preguntó, como si casi esperara una negativa. «¿De verdad quieren que me vaya?».

Su padre se levantó de la silla. Miró sus dedos gruesos, callosos, los surcos en los que la tierra había penetrado tan profundamente que no se podían lavar. Entrelazó los dedos y los levantó de la mesa, en una actitud que parecía de rezo.

«Nunca tuve una educación de la que presumir», dijo, mirándose las manos. «Empecé a trabajar en una granja cuando acabé sexto. Nunca me preocupó la educación cuando era mozo. Pero ahora no sé. Parece que cada año la tierra se seca más y es más difícil de trabajar; no es rica como lo era cuando era niño. El representante del condado dice que tienen nuevas ideas, formas de hacer las cosas que se enseñan en la universidad. Tal vez tenga razón. A veces cuando estoy trabajando en el campo me pongo a pensar». Hizo una pausa. Los dedos se enroscaron sobre sí mismos, y las manos agarradas cayeron sobre la mesa. «Se me ha ocurrido…». Se miraba las manos con el ceño fruncido y movía la cabeza. «Que vayas a la Universidad en otoño. Tu madre y yo nos apañaremos».

Era el discurso más largo que le había escuchado nunca a su padre. Aquel otoño fue a Columbia y se inscribió en el primer curso de la Universidad en la Facultad de Agricultura.

Llegó a Columbia con un traje nuevo de paño negro encargado del catálogo de Sears & Roebuck y pagado con los ahorros de su madre, un abrigo usado que había pertenecido a su padre, un par de pantalones de sarga que una vez al mes llevaba en la iglesia metodista de Booneville, dos camisas blancas, dos mudas de ropa de trabajo y veinticinco dólares en metálico, que su padre había pedido prestados a un vecino a cuenta del trigo del otoño. Comenzó a caminar desde Booneville, donde a primera hora de la mañana su padre y su madre le habían traído en el carro de plataforma tirado por bueyes de la granja.

Era un día cálido de otoño y el camino de Booneville a Columbia estaba polvoriento; anduvo cerca de una hora antes de que un carro de mercancías se detuviera a su lado y el conductor le preguntara si quería que le llevara. Asintió y se subió en el asiento del carro. Sus pantalones de sarga estaban rojos de polvo hasta las rodillas y en su rostro, bronceado por el sol y el viento y cubierto de suciedad, el polvo del camino se había mezclado con su sudor. Durante el largo recorrido estuvo cepillándose los pantalones con torpes ademanes y deslizándose los dedos por su cabello liso y rojizo, que no se le mantenía quieto sobre la cabeza.

Llegaron a Columbia al final de la tarde. El conductor dejó a Stoner a las afueras de la ciudad y le señaló un grupo de edificios a la sombra de altos álamos. «Aquélla es tu universidad», dijo. «Allá es donde vas a ir a clase».

Stoner se quedó inmóvil durante algunos minutos después de que el conductor se hubiera marchado, observando el complejo de edificios. Nunca antes había visto algo tan imponente. Los edificios de ladrillo rojo se alzaban sobre un campo verde y despejado, quebrado por muros de piedra y pequeñas extensiones ajardinadas. Más allá de su sobrecogimiento, tenía una repentina sensación de seguridad y serenidad que nunca antes había sentido. A pesar de que era tarde, caminó muchos minutos por los alrededores del campus, sólo mirando, como si no tuviera derecho a entrar.

Casi había oscurecido cuando le preguntó a un transeúnte por Ashland Gravel, la carretera que le conduciría a la granja regentada por Jim Foote, el primo de su madre para quien debería trabajar; y ya había oscurecido cuando llegó a la casa blanca de madera de dos plantas donde iba a vivir. No había visto a los Foote antes y se sentía extraño llegando tan tarde.

Le saludaron con un gesto, examinándole detenidamente. Tras un momento, durante el cual Stoner se quedó vacilante en la puerta, Jim Foote le condujo hacia una pequeña y oscura sala abarrotada de muebles y adornos sobre mesas de apagado brillo. No se sentó.

«¿Cenas?», preguntó Foote.

«No, señor», contestó Stoner.

La señora Foote señaló con el dedo índice y se alejó. Stoner la siguió a través de diversas habitaciones hasta la cocina, donde le conminó a sentarse a la mesa. Puso una jarra de leche y varios trozos de pan de maíz frío ante él. Sorbió la leche, pero su boca, seca por los nervios, era incapaz de tomar el pan.

Foote entró en la sala y se puso junto a su esposa. Era un hombre pequeño, de no más de metro sesenta, de rostro delgado y nariz afilada. Su esposa era unos diez centímetros más alta, y robusta; unas gafas sin montura escondían sus ojos, y sus labios finos estaban apretados. Ambos observaban ávidamente cómo sorbía la leche.

«Da de comer y de beber al ganado, lava a los cerdos por la mañana». Dijo Foote velozmente.

Stoner le miró inexpresivamente. «¿Qué?».

«Eso es lo que harás por las mañanas», dijo Foote, «antes de irte a estudiar. Luego a la noche aliméntalos y lávalos otra vez, recoge los huevos, ordeña las vacas. Corta leña cuando encuentres tiempo. Los fines de semana me ayudarás con lo que esté haciendo».

«Sí, señor», dijo Stoner.

Foote le estudió durante un momento. «Universidad», dijo y meneó la cabeza.

Así que, por nueve meses de alojamiento y comida, alimentó y limpió ganado, lavó cerdos, recogió huevos, ordeñó vacas y cortó leña. También aró y abonó campos, cavó alcorques (en invierno atravesando varios centímetros de tierra helada) y batió mantequilla para la señora Foote, que le observaba meneando la cabeza con aprobación mientras la batidora de madera chapoteaba de aquí para allá entre la leche.

Le alojaron en una planta superior que alguna vez había sido un almacén; sus únicos muebles eran un somier de hierro negro de bastidores caídos que sujetaban un delgado colchón de plumas, una mesa rota que sostenía una lámpara de queroseno, una sencilla silla coja y una caja grande que utilizaba como escritorio. Durante el invierno el único calor que obtenía era el que se filtraba a través del suelo proveniente de las habitaciones inferiores; se arropaba con edredones y mantas hechas jirones que le habían dado y se soplaba las manos para así poder pasar las páginas de los libros sin arrancarlas.

Hacía su trabajo en la universidad igual que lo hacía en la granja—rigurosamente, a conciencia, sin placer ni angustia—. Al final del primer año sus calificaciones promediaban algo menos del notable. Estaba contento de que no fueran más bajas y no le preocupaba que no fueran más altas. Era consciente de que había aprendido cosas que no sabía antes, pero eso sólo significaba para él que el segundo año lo tenía que hacer tan bien como lo había hecho el primero.

El verano posterior a su primer curso de universidad volvió a la granja de su padre y le ayudó con la cosecha. Una vez su padre le preguntó si le gustaba estudiar y él contestó que estaba bien. Su padre asintió y no mencionó más el asunto.

No fue hasta el regreso de su segundo año que William Stoner supo para qué había ido a la Universidad.

En el segundo curso era ya una figura familiar en el campus. Cada temporada vestía con el mismo traje de paño negro, camisa blanca y corbata de lazo. Las muñecas le sobresalían de las mangas de la chaqueta y llevaba los pantalones montados sobre las piernas, como si fuese un uniforme que hubiera pertenecido alguna vez a otra persona.

Las horas de trabajo se incrementaban al mismo tiempo que la creciente indolencia de sus patronos y pasaba las largas tardes en su habitación haciendo los deberes metódicamente. Había empezado la secuencia que le llevaría a ser Licenciado en Ciencias por la Facultad de Agricultura y durante el primer semestre de su segundo año cursó ciencias básicas, una asignatura de la escuela de Agricultura en química de suelos y otra asignatura, bastante informal, requerida para todos los estudiantes universitarios: un semestre de estudio de literatura inglesa.

Tras las primeras semanas tenía pocas dificultades con las asignaturas de ciencias. Había tanto trabajo que hacer, tantas cosas que recordar. La asignatura de química de suelos atrajo su interés en general. No se le había ocurrido que los terrones parduscos en los que había trabajado toda su vida no fuesen otra cosa que lo que parecían ser y, vagamente, empezó a ver que su creciente conocimiento sobre ellos podría ser útil cuando regresara a la granja de su padre. Pero el imprescindible estudio de literatura inglesa le preocupaba y le inquietaba como ninguna otra cosa lo había hecho antes.

El profesor era un hombre de mediana edad, de cincuenta y pocos, se llamaba Archer Sloane y acudía a su tarea de enseñar con aparente desdén y apatía, como si percibiera que entre su conocimiento y lo que podía decir hubiera un abismo tan profundo que no merecía la pena hacer ningún esfuerzo para cruzarlo. Era temido y aborrecido por la mayoría de sus alumnos y él respondía con una sonrisa distante e irónica. Era un hombre de estatura media, de rostro largo, con arrugas profundas, pulcramente afeitado, repetía el gesto impaciente de pasarse los dedos por su mata de pelo gris rizado. Su voz era plana y seca y salía a través de unos labios apenas móviles, sin expresión ni entonación, pero sus largos dedos delgados se movían con gracia y persuasión, como si le dieran a las palabras la forma que su voz no podía.

Lejos de clase, cumpliendo con sus quehaceres en la granja o parpadeando bajo la tenue lámpara mientras estudiaba en su ático sin ventanas, Stoner era consciente, en ocasiones, de que la imagen de aquel hombre se había alzado ante el ojo de su mente. Tenía dificultades para evocar el rostro de cualquier otro de sus profesores o para recordar nada demasiado específico sobre cualquier otra de sus clases, pero siempre, en el umbral de su conciencia, aguardaba la figura de Archer Sloane y su voz seca y sus palabras despectivamente bruscas sobre algún pasaje de Beowulf o de algún pareado de Chaucer.

Sentía que no podría sobrellevar el estudio como lo hacía en sus otras asignaturas. A pesar de que recordaba a los autores y sus obras, sus fechas y sus influencias, casi suspende el primer examen; y lo hizo poco mejor en el segundo. Leía y releía su apuntes de literatura con tanta frecuencia que su trabajo en otras asignaturas empezó a resentirse y, con todo, las palabras que leía eran sólo palabras en páginas y no podía ver la utilidad de lo que hacía.

Meditaba las palabras que Archer Sloane decía en clase, como si más allá de su significado plano y árido pudiera descubrir una pista que le llevara donde se suponía que iba. Se inclinaba sobre el escritorio ocupando una silla demasiado pequeña para estar a gusto, aferrándose a los bordes del apoyabrazos tan fuertemente que los nudillos se le quedaban blancos en comparación con su piel morena y dura, fruncía el ceño atentamente y se mordía el labio inferior. Pero mientras Stoner y sus compañeros redoblaban desesperadamente su atención, el desprecio de Archer Sloane se hacía más intenso. Y una vez que aquel desprecio estalló en ira, ésta fue dirigida únicamente contra William Stoner.

La clase había leído dos obras de Shakespeare y estaba acabando la semana con un estudio de sus sonetos. Los alumnos estaban tensos y confusos, medio asustados por la tensión que crecía entre ellos mismos y la encorvada figura que los observaba desde detrás del atril. Sloane les había leído en voz alta el soneto setenta y tres; sus ojos vagaban por la sala y sus labios se comprimían en una sonrisa sin humor.

«¿Qué quiere decir el soneto?», preguntó abruptamente e hizo una pausa. Sus ojos registraron la sala con una impotencia severa y poco menos que satisfecha. «¿Señor Wilbur?». No hubo respuesta. «¿Señor Schmidt?». Alguien tosió. Sloane dirigió sus brillantes ojos oscuros hacia Stoner. «Señor Stoner, ¿qué quiere decir el soneto?».

Stoner tragó y trató de abrir la boca.

«Es un soneto, señor Stoner», dijo Sloane con sequedad, «una composición poética de catorce versos, que sigue ciertas pautas que estoy seguro habrá usted memorizado. Está escrito en lengua inglesa, la cual, según creo, llevará usted varios años hablando. Su autor es William Shakespeare, un poeta que está muerto, pero que a pesar de ello ocupa una posición de cierta importancia en las mentes de algunos». Miró a Stoner durante un momento más y entonces se le pusieron los ojos en blanco, mientras los fijaba ciegamente en algún lugar más allá de la clase. Sin mirar el libro recitó el poema de nuevo y su voz se hizo más profunda y suave, como si las palabras, sonidos y ritmos se hubieran convertido por un instante en él mismo:

«En aquella época del año puedes contemplar en mí,

cuando las hojas amarillas, ninguna ya o algunas, cuelgan

de esas ramas que se agitan frente al frío,

desnudos coros ruinosos en los que tarde cantaban dulces pájaros.

En mí ves el ocaso de aquel día

después de que la puesta de sol se funda en poniente;

por la negra noche arrebatada,

la otra cara de la Muerte, que condena al descanso.

En mí ves el resplandor de aquel fuego,

el que sobre las cenizas de su juventud yace,

como el lecho de muerte en que ha de expirar,

consumido por aquello que le alimentaba.

Esto percibes, lo que hace tu amor más fuerte,

amar bien aquello que debes abandonar pronto».

En aquel momento de silencio alguien se aclaró la garganta. Sloane repitió los versos, su voz se hizo plana, volvía a ser su voz.

«Esto percibes, lo que hace tu amor más fuerte,

amar bien aquello que debes abandonar pronto».

Los ojos de Sloane regresaron a William Stoner y dijo secamente: «El señor Shakespeare le habla a través de trescientos años señor Stoner, ¿le escucha?».

William Stoner se dio cuenta de que por unos instantes había estado conteniendo el aliento. Lo expulsó suavemente, siendo entonces consciente de la ropa moviéndosele sobre el cuerpo mientras el aliento le salía de los pulmones. Desvió la vista de Sloane hacia otro punto de la sala. La luz penetraba por las ventanas y se posaba sobre los rostros de sus compañeros de manera que la iluminación parecía venir de dentro de ellos mismos para salir hacia la oscuridad; un alumno pestañeó y una sombra delgada cayó sobre una mejilla cuya parte inferior había recogido la luz del sol. Stoner advirtió que sus dedos se estaban soltando de su firme agarre al escritorio. Volteó las manos frente a sus ojos, maravillándose de lo morenas que estaban, de la intrincada manera en que las uñas se adaptaban al romo final de los dedos. Pensó que podía sentir la sangre fluir invisible a través de sus diminutas venas y arterias, pulsando delicada y precariamente desde las yemas de los dedos a través de su cuerpo.

Sloane volvió a hablar: «¿Qué le comunica, señor Stoner? ¿Qué quiere decir el soneto?».

Los ojos de Stoner se elevaron lentamente y sin convicción. «Quiere decir», dijo, y con un pequeño movimiento elevó las manos en el aire. Sentía su mirada ausente mientras buscaba la figura de Archer Sloane. «Quiere decir», dijo de nuevo, y no pudo terminar lo que había empezado.

Sloane le miro con curiosidad. Después movió la cabeza bruscamente y dijo: «La clase ha terminado». Sin mirar a nadie se dio media vuelta y salió del aula.

William Stoner era apenas consciente de los alumnos de su alrededor que se levantaban gruñendo y refunfuñando de sus asientos y salían renqueando de clase. Durante algunos minutos después de que se hubieran ido permaneció sentado sin moverse, absorto en el suelo de estrechos tablones que habían ido perdiendo barniz a causa de las incesantes pisadas de estudiantes que nunca vería ni conocería. Deslizó su propio pie por el suelo, escuchando el seco chirrido de la madera en sus suelas y sintiendo la aspereza a través del cuero. Después él también se levantó y salió despacio de la clase.

El leve frescor de últimos de otoño penetraba por su ropa. Miro a su alrededor, a las desnudas ramas nudosas que se rizaban y retorcían frente al cielo despejado. Topaban con él estudiantes corriendo hacia sus clases; oía el murmullo de sus voces y el sonido de sus tacones contra los caminos empedrados, y veía sus rostros encendidos por el frío, inclinados frente a la suave brisa. Les miraba con curiosidad, como si no les hubiera visto antes y se sentía muy distante y muy cerca de ellos. Retuvo el sentimiento para sí mientras se apresuraba hacia su siguiente clase, y lo retuvo durante la lección de su profesor de química de suelos, contra el zumbido que dictaba cosas para ser escritas en cuadernos y recordadas mediante un arduo proceso que ni siquiera ahora le resultaba familiar.

En el segundo semestre de aquel curso William Stoner abandonó las asignaturas de ciencias e interrumpió sus estudios en la Facultad de Agricultura. Asistió a cursos de introducción a la filosofía y a la historia antigua y a dos asignaturas de literatura inglesa. En verano regresó de nuevo a la granja de sus padres, ayudó a su padre con la cosecha y no mencionó su trabajo en la universidad.

Siendo mucho mayor habría de mirar hacia sus dos últimos años de estudio como si fuese un tiempo irreal que perteneciera a otra persona, un tiempo que hubiese transcurrido no al paso normal al que estaba acostumbrado sino a trompicones. Un instante se yuxtaponía a otro, o bien se aislaba de él, y tenía la sensación de que había sido extirpado del tiempo y lo observaba pasar ante él como una gran maqueta girada desigualmente.

Tomó conciencia de sí mismo como nunca antes. A veces se miraba en el espejo, la cara alargada con mechones de cabello castaño, y se palpaba los pómulos afilados. Veía entonces las delgadas muñecas que le asomaban unos centímetros por las mangas de su chaqueta y se preguntaba si parecería tan ridículo ante los otros como lo parecía ante sí mismo.

No tenía planes de futuro y no hablaba con nadie de esta incertidumbre. Continuaba trabajando donde los Foote para pagar su alojamiento y manutención pero ya no trabajaba tantas horas como durante los dos primeros años de universidad. Durante tres horas cada tarde y medio día los fines de semana permitía que Jim y Serena Foote le utilizaran a su antojo; el resto del tiempo lo reivindicaba como propio.

Parte de ese tiempo lo pasaba en su pequeño ático sobre la casa de los Foote. Pero tan a menudo como podía, cuando acababa las clases y terminaba el trabajo para los Foote, regresaba a la universidad. A veces, por las tardes, merodeaba por la gran plaza abierta, entre parejas que paseaban juntas y charlaban en voz queda. Aunque no conociera a ninguna ni les hablara, sentía un lazo con ellas. A veces se plantaba en medio de la plaza, mirando hacia las cinco enormes columnas de enfrente del edificio Jesse Hall que se elevaban hacia la noche lejos del fresco césped, había aprendido que aquellas columnas eran restos del edificio principal de la universidad original, destruido hacía muchos años por el fuego. Plata grisácea a la luz de la Luna, desnuda y pura, le parecían representar el estilo de vida que había adoptado, igual que un templo representa un dios.

En la biblioteca de la universidad se demoraba por los pasillos, entre los miles de libros, inhalando el olor rancio del cuero, la tela y las páginas secas como si fuese un incienso exótico. A veces se paraba, tomaba un volumen del estante y lo sostenía durante un momento entre sus grandes manos que le hormigueaban al contacto especial con el lomo y las manejables páginas. Luego hojeaba el libro, leyendo párrafos aquí y allá, pasando las páginas delicadamente con sus rígidos dedos, como si su torpeza pudiera arrancar y destruir lo que había supuesto tanto esfuerzo descubrir.

No tenía amigos, y por primera vez en su vida era consciente de su soledad. A veces, en su ático, por las noches, levantaba la vista del libro que estuviera leyendo y miraba la oscuridad de las esquinas de su cuarto, donde la lámpara parpadeaba contra las sombras. Si observaba larga e intensamente la oscuridad se convertía en una luz que adquiría la forma insustancial de lo que había estado leyendo. Y se sentía fuera del tiempo, como se había sentido aquel día en clase cuando Archer Sloane le había hablado. El pasado se aparecía desde la oscuridad en la que permanecía y los muertos volvían a la vida ante él, así el pasado y los muertos fluían hacia el presente entre los vivos, de manera que, por un instante, tenía una visión de densidad en la que se compactaba y de la que no podía escapar, de la que tampoco sentía ningún deseo de escapar. Tristán e Isolda la Justa, desfilaban ante él; Paolo y Francesca giraban en la ardiente oscuridad; Helena y el deslumbrante Paris, con la amargura en sus rostros por las consecuencias de sus actos, surgían de la penumbra. Y estaba con ellos de un modo en el que nunca podía estar con sus compañeros que iban de clase en clase, con quienes compartía techo en una gran universidad en Columbia, Missouri, y que caminaban despreocupados al viento del medio oeste.

En un año aprendió griego y latín lo suficientemente bien como para leer textos sencillos. A veces se le enrojecían los ojos y le ardían por la tensión y la falta de sueño. De vez en cuando pensaba en él mismo y en cómo era hacía unos años y se quedaba atónito por el recuerdo de aquella extraña figura, parda y pasiva como la tierra de la que él había emergido. Pensaba en sus padres y le eran casi tan extraños como el chico que habían criado. Sentía por ellos una mezcla de piedad y amor distante.

Casi a la mitad de su cuarto año en la universidad, Archer Sloane le paró un día después de la clase y le pidió que acudiera a su despacho para charlar.

Era invierno y una niebla baja y húmeda flotaba en el campus. Incluso a media mañana las finas ramas de los cornejos brillaban por la escarcha y las parras negras que trepaban por las grandes columnas de enfrente del Jesse Hall aparecían moteadas de cristales iridiscentes que parpadeaban en la espesura. El abrigo de Stoner estaba tan raído y gastado que había decidido no ponérselo para ver a Sloane, a pesar del clima gélido. Tiritaba mientras se apresuraba por el camino y ascendía por los anchos escalones de piedra que le conducían al Jesse Hall.

Después del frío, el calor dentro del edificio era intenso. La espesura de fuera se escurría a través de las ventanas y puertas de cristal de cada lado del recibidor, de manera que las baldosas amarillas resplandecían brillantes como la luz y las grandes columnas de madera de roble y las paredes lisas también brillaban en la oscuridad. Resonaban pasos arrastrados contra el suelo y el murmullo de voces se ahogaba en la inmensidad de la sala, figuras borrosas se movían lentamente, mezclándose y separándose y el aire opresivo fundía el olor de las paredes barnizadas con el húmedo aroma de los tejidos de lana. Stoner ascendió por las escaleras de mármol pulido hacia el despacho de Archer Sloane en la segunda planta. Llamó en la puerta cerrada, oyó una voz y entró.

El despacho era largo y estrecho, iluminado por una sola ventana al fondo. Estantes llenos de libros ascendían hasta el alto techo. Cerca de la ventana se encajaba un escritorio y ante este escritorio, medio girado y orientado ligeramente hacia la luz, se sentaba Archer Sloane.

«Señor Stoner», dijo Sloane secamente, medio levantándose e indicando una silla forrada de cuero frente a él. Stoner se sentó.

«He estado mirando su expediente». Sloane hizo una pausa y levantó una carpeta del escritorio, observándola con distante ironía. «Espero que no le importe mi curiosidad».

Stoner se humedeció los labios y cambió de postura en la silla. Intentó juntar sus grandes manos para que fueran invisibles. «No, señor», dijo con voz ronca.

Sloane asintió. «Bien. Me he fijado en que usted empezó sus estudios aquí como estudiante de agricultura y que en algún momento durante el segundo año se cambió a la carrera de literatura. ¿Es correcto?».

«Sí, señor», dijo Stoner.

Sloane se reclinó sobre la silla y levantó la vista hacia el cuadrado de luz que provenía de la alta ventana. Tamborileó con las yemas de los dedos unidas y se giró hacia el joven sentado rígido frente a él.

«El propósito oficial de esta entrevista es informarle de que deberá realizar un cambio formal de plan de estudios, declarando su intención de abandonar su carrera inicial y declarar la final. Es una cuestión de cinco minutos más o menos en la ventanilla de registro. Se hace usted cargo, ¿verdad?».

«Sí, señor», dijo Stoner.

«Pero como habrá adivinado ésta no es la razón por la que le he pedido que se acercara por aquí. ¿Le importa que le pregunte un poco acerca de sus planes de futuro?».

«No, señor», dijo Stoner. Se miró las manos, que estaban retorcidas y crispadas.

Sloane tocó la carpeta de papeles que había dejado sobre el escritorio. «Veo que era usted algo mayor que la mayoría de estudiantes cuando comenzó sus estudios universitarios. Casi veinte años, ¿cierto?».

«Si, señor», dijo Stoner.

«¿Y en aquel momento su plan era graduarse en la facultad de agricultura?».

«Sí, señor».

Sloane se reclino en la silla y observó el alto y oscuro techo. Preguntó abruptamente: «¿Y cuáles son sus planes ahora?».

Stoner calló. Esto era algo en lo que no había pensado y sobre lo que no quería pensar. Finalmente dijo, con un dejo de resentimiento: «No lo sé, no lo he pensado mucho».

Sloane dijo: «¿Anhela que llegue el día en el que emerja usted de las paredes de estos claustros hacia lo que algunos llaman el mundo?».

Stoner sonrió abochornado. «No, señor».

Sloane dio unos golpecitos sobre los papeles de su escritorio. «Su expediente me ha informado de que proviene usted de una comunidad granjera. ¿He de entender que sus padres son granjeros?».

Stoner asintió.

«¿Y pretende regresar a la granja una vez se haya licenciado aquí?».

«No, señor», dijo Stoner, y la determinación de su voz le sorprendió. Pensó con cierto asombro en la decisión que había tomado de repente.

Sloane asintió. «Imagino que un aplicado alumno de literatura comprende que sus habilidades no son precisamente las más apropiadas para domeñar la tierra».

«No volveré», dijo Stoner como si Sloane no hubiese hablado. «No sé lo que haré exactamente». Se miraba las manos mientras decía: «No me hago a la idea de que acabaré tan pronto, de que dejaré la universidad a final de curso».

Sloane dijo con indiferencia: «No hay, por supuesto, ninguna obligación absoluta de que se marche. ¿He de entender que no es económicamente independiente?».

Stoner sacudió la cabeza.

«Tiene usted unas notas excelentes. Excepto por su…», arqueó las cejas y sonrió, «excepto por su asignatura de segundo de literatura inglesa, tiene sobresalientes en todas sus asignaturas de inglés, nada por debajo del notable en lo demás. Si pudiera mantenerse un año más o menos después de la graduación, podría, estoy seguro, terminar con éxito su trabajo de doctorado en artes, tras lo cual podría tal vez dar clase mientras trabaja en su doctorado. Si es que esto le interesa algo».

Stoner se echó hacia atrás. «¿Qué quiere decir?», le preguntó y escuchó algo parecido al miedo en su voz.

Sloane se inclinó hacia delante hasta que su cara estuvo cerca; Stoner veía las líneas de su largo y delgado rostro suavizadas, y oía la voz seca y burlona volverse amable y desprotegida.

«¿Pero no lo sabe, señor Stoner?», preguntó Sloane. «¿Aún no se comprende a sí mismo? Usted va a ser profesor».

De repente Sloane parecía muy distante y los muros del despacho se alejaron. Stoner se sentía suspendido en el aire y oyó su voz preguntar: «¿Está seguro?».

«Estoy seguro», dijo Sloane suavemente.

«¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro?».

«Es amor, señor Stoner», dijo Sloane jovial. «Usted está enamorado. Así de sencillo».

Era así de sencillo. Se daba cuenta de que asentía a Sloane y dijo algo inconsecuente. Luego salió del despacho. Tenía un hormigueo en los labios y sentía las yemas de los dedos dormidas, caminaba como si estuviera dormido, aunque era plenamente consciente de lo que le rodeaba. Se rozó con las paredes pulidas de madera del pasillo y pensó que podía sentir la calidez y la edad de la madera. Descendió lentamente las escaleras maravillándose del frío mármol veteado que parecía resbalar bajo sus pies. En las clases las voces de los alumnos se percibían distintas e individuales entre el apagado rumor y sus rostros eran cercanos, extraños y familiares. Salió del Jesse Hall a la luz de la mañana, la oscuridad no parecía ya oprimir el campus. Apuntó con la mirada afuera y arriba en el cielo, hacia una posibilidad para la que no tenía nombre.

En la primera semana de junio del año 1914, William Stoner, junto a otros sesenta chicos y unas pocas chicas, recibió su licenciatura en artes por la Universidad de Missouri.

Para asistir a la ceremonia, sus padres —sobre una calesa prestada arrastrada por su mula parda— habían partido el día anterior, conduciendo de noche las cuarenta y tantas millas desde la granja, para llegar donde los Foote poco después del alba, agarrotados por el insomne viaje. Stoner bajó al porche a recibirlos. Ellos se quedaron juntos bajo la fresca luz de la mañana y esperaron a que se acercara.

Stoner dio la mano a su padre en un único gesto rápido de afecto, sin mirarse.

«¿Qué tal?», dijo su padre.

Su madre asintió. «Tu padre y yo venimos a ver tu graduación».

Permaneció un momento callado. Luego dijo: «Lo mejor es que entréis a desayunar algo».

Estaban solos en la cocina. Desde que Stoner había llegado a la granja los Foote se habían habituado a levantarse tarde. Pero ni entonces ni después de que sus padres terminasen el desayuno se atrevió a contarles su cambio de planes, su decisión de no volver a la granja. Una o dos veces había empezado a hablar; luego había reparado en los rostros bronceados que surgían desnudos de sus ropas nuevas y pensaba en el largo viaje que habían hecho y en los años que habían aguardado su regreso. Permaneció inmóvil junto a ellos hasta que se bebieron el último sorbo de café, hasta que los Foote se levantaron y entraron en la cocina. A continuación les dijo que tenía que ir más temprano a la universidad y que ya les vería más tarde, en la graduación.

Caminaba por el campus con la toga negra y el birrete que había alquilado. Le resultaba pesado y molesto, pero no encontraba ningún lugar donde dejarlo. Pensaba en lo que les diría a sus padres, por primera vez se daba cuenta de lo irreversible de su decisión y casi deseaba poder cancelarla. Percibía su limitación para la meta que tan imprudentemente había elegido y sentía cierta atracción hacia el mundo que había abandonado. Se lamentaba por su propia pérdida y por la de sus padres e incluso, dolorosamente, sentía que se alejaba de ellos.

Este sentimiento de pérdida le acompañó durante la graduación, cuando pronunciaron su nombre y caminó por el estrado para recibir el título de manos de un hombre sin rostro tras una delicada barba gris. No podía creerse su propia presencia y el pergamino enrollado que llevaba en la mano no significaba nada. Sólo podía pensar en su madre y en su padre, sentados tensos e inquietos entre el numeroso público.

Cuando terminó la ceremonia regresó con ellos a casa de los Foote, donde pasarían la noche para, al amanecer del día siguiente, emprender el viaje de vuelta.

Se sentaron hasta tarde en la sala. Jim y Serena Foote se quedaron un rato con ellos. De vez en cuando Jim y la madre de Stoner intercambiaban el nombre de algún familiar y después permanecían en silencio. Su padre se sentó en una silla, con las piernas abiertas, un poco inclinado hacia delante, apretándose con sus anchas manos las rótulas. Por fin los Foote se miraron, bostezaron y comentaron lo tarde que era. Se fueron a su dormitorio y se quedaron los tres solos.

Hubo otro silencio. Sus padres, que miraban de frente hacia las sombras de sus propios cuerpos, de vez en cuando miraban a su hijo de soslayo, como si no quisieran molestarle en su nuevo estado.

Tras varios minutos, William Stoner se inclinó hacia delante y habló, con una voz más alta y fuerte de lo que habría pretendido. «Tenía que habérselo contado antes. Tenía que habérselo contado el verano pasado, o esta mañana».

Los rostros de sus padres permanecían apagados e inexpresivos a la luz de la lámpara.

«Lo que intento decir es que no vuelvo con ustedes a la granja».

Nadie se movió. Su padre dijo: «Si tienes cosas que terminar aquí nosotros nos vamos por la mañana y tú puedes venir a casa en unos días».

Stoner se frotó la cara con la palma abierta. «Eso… no es lo que quiero decir. Intento decirles que no volveré a la granja nunca».

Las manos de su padre se tensaron aún más sobre sus rótulas y se reclinó en la silla. Dijo: «¿Te has metido en algún problema?».

Stoner sonrió. «No es nada de eso. Voy a asistir a clases otro año, tal vez dos o tres».

Su padre meneó la cabeza. «He visto que has terminado esta tarde. Y el representante del condado dijo que las clases de granjero duraban cuatro años».

Stoner trató de explicar a su padre sus intenciones, intentó trasladarle sus sentimientos y propósitos. Escuchaba sus palabras como si salieran de la boca de otro y observaba el rostro de su padre, que recibía aquellas palabras como si una roca recibiera repetidos puñetazos. Cuando hubo terminado se sentó con las manos enlazadas entre las rodillas y la cabeza arqueada. Escuchó el silencio de la habitación.

Por fin su padre se removió en la silla. Stoner levantó la vista. Se enfrentó a los rostros de sus padres. Casi rompió a llorar.

«No sé», dijo su padre. Su voz sonaba ronca y cansada. «No me imaginaba que esto iba a tomar este rumbo. Pensaba que hacía lo mejor para ti enviándote aquí. Tu madre y yo hemos hecho siempre lo mejor que hemos podido por ti».

«Lo sé», dijo Stoner. No pudo mirarlos más. «¿Estarán bien? Podría volver un tiempo este verano y ayudar. Podría…».

«Si piensas que debes quedarte aquí y estudiar esos libros, entonces eso es lo que debes hacer. Tu madre y yo podemos apañarnos».

Su madre estaba frente a él, pero no le veía. Sus ojos estaban cerrados, comprimidos. Respiraba afanosamente, con la cara vuelta, como dolida, y apretaba los puños cerrados contra sus mejillas. Stoner se percató con asombro de que estaba sollozando, profundamente y en silencio, con la pena y la extrañeza de quien rara vez llora. La observó unos instantes más. A continuación se puso pesadamente en pie y salió de la habitación. Siguió el camino por las estrechas escaleras que conducían a su ático, permaneció tumbado durante largo tiempo, observando con los ojos abiertos la oscuridad sobre él.