Ya en casa, encuentra una carta de Léa, palabras que parecen dirigidas a otro: le da las gracias, le dice que puede quedarse con los libros, que ella ya no los necesita. No sabe bien por qué, pero Léa también cita a Chéjov: en los relatos hay que suprimir el final, suele ser demasiado largo. Shútov se da cuenta de hasta qué punto lo ha cambiado el frustrado viaje: ya no comprende esos signos trazados con bonita caligrafía femenina. Mejor dicho, ya no comprende por qué han de escribirse tantas palabras vanas, o falsas, o vacías. Aún puede descifrar los mensajitos en clave psicológica que hay entre líneas: Léa le da las gracias porque quiere aplacar el rencor del hombre al que ha abandonado; le deja los libros como recuerdo porque lo toma por un viejo sentimental; cita a Chéjov como diciendo «cortemos por lo sano».
Todo esto es aún descifrable. Pero la vida que expresan esas palabras no vale la tinta que la escribe. Sólo es apta para las novelas que Léa ha dejado en un rincón, llenas de materia verbal sin peso. «Menudencias», decía él en otro tiempo. A eso se ha reducido su existencia en el «palomar» a una vida insignificante, como las de esas obritas que cuentan, año tras año, minúsculos dramas de señoras y señores un poco cínicos, un poco aburridos.
Ahora sabe que las únicas palabras que merecen ser escritas son aquéllas que brotan cuando hablar es imposible. Como en el caso de esa mujer y ese hombre separados por miles de kilómetros de hielo pero cuyas miradas se unían bajo la lenta caída de la nieve.
O como ese muchacho pelirrojo que vuelve sus ojos ciegos hacia las estrellas que nunca ha visto.
Los primeros días tras su viaje, Shútov piensa a cada momento en lo que debería ser dicho: Volski, desde luego, pero también aquel atardecer de invierno en un bar, frente a la estación, la soledad de un viejo que murmura para sí mismo.
En el buzón ha encontrado un paquete; se trata de un libro cuyo título ya conocía: Después de su vida. Se acuerda de aquella mujer que se alejaba por un pasillo estrecho desmaquillándose con una toallita pero que daba la impresión de enjugarse unas lágrimas.
Después de su vida… «Lo que viviré yo ahora», se dice él.
Tiene también una sorpresa: una tarde, releyendo el relato de Chéjov de los dos castos enamorados que, unidos por una declaración de amor vacilante, descienden en trineo una ladera nevada, Shútov descubre que su memoria ha cambiado mucho la trama. En realidad los dos enamorados no vuelven a bajar juntos ninguna ladera en trineo. Cuando, ya viejos, se reencuentran, él se pregunta cómo se le ocurrió decirle «Nadenka, te quiero». El relato se titula Una bromita (Shutochka en ruso, la misma raíz que Shútov…). Se imagina a Chéjov, pluma en mano, sentado a una mesa en una dacha nevada o bajo el sol de Capri, asistiendo, con una sonrisilla vaga y sus ojos algo miopes, al nacimiento de sus dos protagonistas montados en trineo… Y de pronto siente con fuerza que nunca pertenecerá a ese mundo ruso que ahora renace en su patria. «¡Mejor!», se dice. Vivirá para siempre en un pasado cada vez más despreciado y también más desconocido. Una época que él sabe indefendible y en la que, sin embargo, vivían seres a los que tendrá que salvar del olvido.