Ahora lo recuerda. Ese nombre, Volski, le suena de cuando era joven. Hace treinta años. Unos artículos de prensa acerca de un educador que mediante el teatro ayudaba a niños minusválidos y jóvenes descarriados. En aquellos tiempos de censura, los periodistas sólo podían ejercer su libertad de expresión con asuntos como ése: un profesional independiente que rehúsa los honores de una brillante carrera ya suponía una pequeña revuelta contra el aplastante poder uniformizador del régimen…

El anciano bebe otro sorbo de té frío. La televisión, sin volumen, transmite vídeos musicales en los que se contonean chicas rubias y chicos negros con cara tan pronto chulesca como lasciva. Programación nocturna. La luz tenue de una lámpara fijada sobre la cabecera de la cama, una ventana oscura, el cuarto casi vacío. Dentro de unas horas vendrán los enfermeros y se llevarán al viejo. Es, pues, el final del relato nocturno.

Shútov sigue deseando vivamente saber qué ha sido, después de tantos años, de ese cielo donde se encontraban dos miradas que se amaban. Pero ya es demasiado tarde para preguntarlo, la vida de Volski se ha confundido con el funesto pasado de todo el país: guerras, campos de concentración, la infinita fragilidad del lazo entre dos seres. Una vida heroica, una vida sacrificada. Un destino que podría haberse cruzado con el suyo, pues Shútov pasó su infancia en un orfanato. «Sí, podría haber sido mi profesor de canto», piensa.

—Yo, ¿sabe usted?, no le echo nada en cara a su amiga Iana —dice el anciano, depositando la taza en la mesilla de noche—, ni a ella ni a nadie. Su vida no me parece muy envidiable. ¡Imagínese, necesitan poseer todo esto!

Hace un amplio ademán y Shútov comprende que se refiere al apartamento, pero también al televisor de pantalla grande y al reportaje sobre la elite rusa instalada en Londres, a sus mansiones y sus chalés, a sus cócteles, y a todo ese nuevo mundo que Shútov no acaba de entender.

—¡Nuestra vida fue tan sencilla, después de todo! —exclama el viejo—. No poseíamos nada, pero sabíamos ser felices. Entre un silbido de bala y otro, digamos… —Sonríe y añade en tono irónico—: ¡Mire lo mal que lo pasan esos pobres! —Se ve una recepción de gala en un palacio de Londres, mujeres de sonrisa crispada, hombres de rostro reluciente—. La misma cara poníamos nosotros cuando, en el conservatorio, nos hacían escuchar una canción en honor de Stalin… —Ríe quedamente y hace el mismo ademán de antes.

Shútov siente físicamente cómo se extiende horizontal el mundo que ese gesto indica, un mundo plano y perfectamente uniforme.

—Si apagara usted… —pide Volski.

Shútov agarra el mando a distancia, se confunde (en la pantalla aparece un viejo tranvía que avanza en silencio y desaparece calle adelante), apaga por fin el televisor.

El rostro de Volski toma de nuevo la expresión que tenía al principio: sereno, indiferente, quizá algo más distante. Shútov no espera que siga hablando. Lo ha dicho todo. Sólo le queda darle las buenas noches y dormir unas pocas horas hasta que vengan Vlad y los enfermeros.

La voz que suena de pronto lo impresiona por su firmeza.

—Nunca he dejado de cruzar la mirada con ella. Ni siquiera cuando supe que había muerto… Nadie podía impedirme creer que ella me veía. Y esta noche sé que ha vuelto a mirar el cielo. Y nadie, ¿me oye?, ¡nadie se atreverá a negarlo!

La potencia de su voz es tal que Shútov se pone en pie. Es la voz de un antiguo cantante o, quizás, la de un artillero que grita órdenes en medio de las explosiones. Shútov vuelve a sentarse, hace amago de hablar, desiste. Las facciones de Volski se relajan, los párpados se le cierran. Sus manos reposan inertes junto al cuerpo. Shútov comprende que no ha sido esa sonora voz la que lo ha puesto en pie. Han sido las palabras del anciano, que, en ese mundo plano, han levantado un luminoso pico capaz de atravesar el techo del cuarto.

Como un eco muy debilitado de esa voz, Volski susurra con pesar, se diría que para sí mismo:

—Sólo lamento no haber vuelto a ver el Lujta, el río donde dimos el último concierto… Los árboles que plantamos Mila y yo… Pero vaya y acuéstese tranquilo, no se preocupe por mí, sé arreglármelas muy bien solo…

Echa mano del interruptor de la lámpara que tiene sobre la cabeza. Shútov se levanta, se dirige a la puerta. Anda despacio, como si quisiera retardar su partida, decir una última palabra que no ha dicho.

—¡Ah, un momento! —suelta al fin, y corre al despacho de Vlad.

Junto al teléfono está la lista de números útiles que le ha dejado el joven: el de la ambulancia, la policía, los taxis… Shútov llama a un taxi, vuelve a la habitación de Volski; embrollándose, excusándose, le explica su plan. El anciano sonríe:

—Me encantan las aventuras, pero tendré que ir vestido de frac. Ahí, en la percha, detrás de la puerta, hay un chubasquero y un pantalón…

Shútov pide al taxista que suba y le ayude a bajar a «un enfermo», dice para simplificar. El taxista, un joven robusto, empieza a refunfuñar y, cuando se entera de que no se trata de ir a un hospital sino de salir de la ciudad, se niega en redondo:

—¡No!, yo no hago circuitos turísticos. Para eso alquile un minibús…

Shútov insiste sin mucho arte, notando que el lenguaje común de comunicación también ha cambiado y que sus razones (un viejo soldado que quiere ver de nuevo los lugares donde combatió) parecen surrealistas.

—Además, para carreras como ésa no hay una tarifa, y menos de noche…

El taxista le da la espalda y se dirige a la puerta. Shútov odia ese cuello macizo, ese cráneo redondo y rapado, la expresión malhumorada de quien se sabe dueño de la situación.

—Le pagaré lo que sea, dígame cuánto quiere, llegaremos a un acuerdo.

—Ya le digo que para eso no hay una tarifa. Y encima habrá que arrastrar al… abuelo…

—¿Le parece bien cien dólares?

—¡No me haga reír! ¿Por esa distancia?

—¿Ciento cincuenta?

—Piénseselo y me Mama la semana que viene, ¿de acuerdo?

Abre la puerta y sale, Shútov lo alcanza en el rellano, negocia, acaba dándole tres billetes de cien. Le ve en la cara una expresión pueril que es una mezcla de satisfacción por haber engañado a un tonto, de sorpresa, de orgullo. El dinero no tiene todavía un valor fijo en el nuevo país, es como si hubiera jugado a la ruleta y ganado.

Al principio conduce muy despacio, sin duda por miedo a cruzarse con una patrulla. Pero no bien salen de la ciudad acelera y deja de respetar los cruces. Se nota que comienza a disfrutar de la escapada. Shútov abre la ventanilla: desfilan barriadas monótonas, una ciudad dormida y, de vez en cuando, en las paredes ininterrumpidas de las fachadas, una ventana iluminada, muy amarilla, alguien en vela.

Y por fin, como el azote de una rama, les asalta un olor a hierba, la fragancia acre del follaje nocturno. Abandonan la carretera principal y, dando tumbos, recorren otras vías mal asfaltadas. Dos o tres veces el anciano intenta explicar el camino, pero el taxista le replica:

—No, ese pueblo ya no existe… No, ahí hay ahora un centro comercial… —Su voz no es la misma: contesta a Volski en tono avergonzado…

Y de repente frena, sorprendido él mismo por la barrera que corta el paso.

Al otro lado se eleva un muro de al menos cuatro metros de altura. A la luz de los faros brilla una placa de bronce fijada a una losa. Con letras afiligranadas que imitan los caracteres góticos, pone lo siguiente: RESIDENCIA PALATINA. ACCESO RESERVADO A LOS PROPIETARIOS. El taxista se apea, Shútov también. Tras una monumental puerta de hierro forjado se aprecian las siluetas de los «palacios» en construcción, iluminados por focos. Sobre un muro se dibuja la sombra del gancho de una grúa. Al pie de un árbol duerme una excavadora. En las esquinas del recinto hay sendas garitas que semejan torres de vigilancia…

Este detalle no escapa a Volski.

—Parece una prisión —murmura cuando los dos hombres suben al coche.

—¿Qué hacemos? ¿Damos un rodeo? —pregunta el taxista. Y arranca sin esperar a que le respondan. El honor lo obliga ya a aceptar el desafío. Apenas han recorrido unos metros cuando el coche se atasca. Shútov abre la portezuela dispuesto a empujar.

—¡Pasamos! —exclama el taxista, que retuerce el volante como si fueran los cuernos de un toro. Un alarido histérico del motor, un penoso patinazo, pero finalmente el vehículo ha salido disparado como el rayo.

Entran en un camino de tierra suavemente ondulado por el que ruedan más despacio. Se oye el roce de las hierbas altas en los flancos. El aire huele cada vez más al frescor de un río. El haz de los faros incide sobre unos sauces. Bajan una pendiente. El taxista detiene el coche, apaga las luces. Los ojos no tardan en habituarse a la noche clara del norte. Se perciben levísimos rumores que ahondan el silencio: el murmullo de las largas hojas de los sauces, el chapoteo adormecedor de la corriente, el canto breve y frágil de un ave que pasa…

El taxista ayuda a Shútov a sentar a Volski junto al agua, en un grueso tronco cuya corteza dibuja una línea blanca en la oscuridad. De tácito acuerdo, los dos hombres se retiran.

Respiran hondo, sorprendidos por la pureza picante del aire, por la paz que al fin reina tan cerca de la ciudad festiva. A la derecha, contra la claridad cenicienta del cielo, se recorta el recinto de la «Residencia Palatina». («Excelsior», «Trianon»…, recuerda Shútov). En la otra orilla se vislumbran largas alamedas. «Los árboles que plantaron Volski y Mila», piensa, «el cementerio…». El cielo está cubierto de nubes transparentes, se ve titilar muy próxima, vivida, alguna que otra estrella.

El taxista se ha sentado en un tocón, murmura algo entre dientes y tuerce la muñeca para ver en la oscuridad la esfera luminosa del reloj.

—Nos vamos ahora mismo… —lo tranquiliza Shútov.

—No, tranquilo, que el viejo se tome su tiempo. Por la noche tampoco hay tanto trabajo… —Su voz conserva un eco culpable—. ¿De verdad combatió aquí?

Shútov contesta en voz baja, como si no quisiera que lo oyesen: habla del asedio de Leningrado, del último concierto de una compañía de teatro…, también del joven soldado que fue ese anciano empujando un cañón por la helada orilla de un río, de la guerra, de Berlín. Se percata de que es la única persona en el mundo que conoce tan bien la historia de Volski…

Oye una voz que proviene del río, guarda silencio. Es un canto que debe de haber comenzado hace rato, aunque confundido con el susurro de los sauces, con el murmullo de la hierba. Ahora suena nítidamente en medio del silencio, ondula sin esfuerzo como un suspiro largo y profundo. El taxista se pone en pie y se vuelve hacia el lugar de donde proviene la voz. También Shútov se levanta, da unos pasos hacia la orilla, se detiene. El canto presta a lo que ve un sentido olvidado, prístino: la tierra cargada de muertos y aun así tan leve, tan preñada de vida primaveral, las ruinas de una vieja isba, la luz intuida de quienes vivieron y se amaron bajo aquel techo… Y ese cielo que empieza a clarear y que Shútov ya no volverá a mirar como antes.

El regreso se le antoja fulgurante, casi instantáneo. Como si las calles matutinas, desiertas, se borraran al pasar el coche.

Y en el apartamento esta sensación de celeridad se agudiza. No bien instalan al anciano en su cuarto, llega Vlad, que se cruza con el taxista en el momento en que éste se dispone a salir. Cuando la puerta se cierra tras él, Shútov se vuelve y ve sobre la mano de mármol, «la mano de Slava» que hay en la consola, tres billetes de cien dólares…

Y ya tocan el timbre los enfermeros e irrumpen en el pasillo con una silla de ruedas. Shútov corre a la habitación de Volski con la esperanza de decirle algo, asegurarle que su historia… Se estrechan la mano. Ya están allí los enfermeros y Vlad, que empiezan a meter los libros del viejo en un saco… Los ojos de Volski sonríen a Shútov por última vez; luego su semblante se vuelve definitivamente impasible.

Invaden la entrada los amigos de Vlad que van a asistir a la fiesta que da Iana en su casa de campo. Los obreros dejan paso a los dos enfermeros que se llevan al viejo y empiezan a cargar tuberías. La mujer de la limpieza entra en el cuarto por fin libre arrastrando un aspirador. Suenan varios móviles, las conversaciones se entrecruzan, se confunden…

Shútov se toma un té en la cocina y prueba a imaginarse que aún forma parte del torbellino que se agita a su alrededor.

—¡Mamá acaba de llamar! —grita Vlad—. ¡Que llega dentro de diez minutos, que lo salude de su parte…!

Alguien ha enchufado la televisión: «Para llegar a tiempo allí donde cada instante importa».

—¿No tendría un cigarrillo? —le pregunta una muchacha, y él se queda sin habla, balbucea, gesticula. Ella ríe, se va.

Al final llega a una conclusión de una lucidez cegadora: él no pertenece a esa nueva vida.

En cinco minutos recoge sus cosas y, sin que Vlad lo vea, se escabulle…

Al llegar al aeropuerto, cambia el billete sin problemas.

—Los que vinieron a la fiesta aún no se han ido —le explican—, y los que no han podido venir vendrán mañana…

Llega, pues, en el mejor momento, en un tiempo muerto, como quien dice.

En el avión tiene por primera vez en su vida la impresión de no ir a ninguna parte, de no venir de ninguna parte, de viajar sin un verdadero destino. Y, sin embargo, nunca había sentido tan intensamente su pertenencia a una tierra. Salvo que esa tierra no es un territorio sino una época. La época de Volski. Esa monstruosa época soviética que fue el único periodo que Shútov vivió en Rusia. Eso es: monstruosa, aborrecible, sanguinaria, en la que un hombre alzaba todos los días la vista al cielo.