«La misma sed…», piensa Shútov viendo al anciano beberse el té frío a grandes sorbos.
—Disculpe, había perdido la costumbre de hablar. —Volski sonríe, deja la taza en la mesilla de noche.
Concluido el relato nocturno, ambos guardan silencio sin saber qué hacer. ¿Despedirse, irse a dormir? Shútov comprende que ha entrado en un mundo en el que no puede mentir, ni con gestos ni con palabras. Observa la negrura tras la ventana: breve oscuridad en el seno de una noche de verano nórdica. En la pantalla muda del televisor se ve la procesión de jefes de Estado entrando en un salón de banquetes…
Apenas una hora ha hablado el anciano. De su juventud, de la ciudad asediada, de la guerra, del campo de concentración; también de la lluvia de pétalos de cerezo una lejana tarde de primavera.
Y lo ha hecho con el temor de referir acontecimientos archisabidos y repetirse. En varias ocasiones ha precisado: «Todo eso ya se sabe hoy». Era evidente que recelaba que su peripecia se comparase con las grandes historias que han agotado el tema. «Los otros, ¿sabe usted?, no tuvieron la suerte que yo tuve». Es cierto: los que murieron de hambre durante el asedio, los caídos en combate, los que perecieron congelados en los campos de concentración.
Shútov siente lo fútil que sería cuanto pudiera decir y vuelve la cabeza. En la pantalla aparece una vista aérea de Londres; se trata de un reportaje sobre la nueva elite rusa titulado «El Moscú del Támesis»…
«Mi caso no es nada excepcional», había dicho también el anciano. Shútov reflexiona: en efecto, él mismo oyó de joven historias de vidas rotas como la suya; de millones de almas laceradas por alambres de espino; de campos de concentración que ocupaban la veintésima parte de la inmensa superficie del país, diez veces la de esa Gran Bretaña cuyas verdes praderas desfilan por la pantalla. No era raro desaparecer en esa vasta nada, el viejo Volski tiene razón.
Una voz se rebela en su interior: no, la vida que acaban de confiarle es única e incomparable, porque… Se imagina a una mujer en medio de unos barracones cercados por torres de vigilancia y a un hombre en una fila de prisioneros. Ambos levantan la vista, contemplan las lentas nubes, sienten la fría caricia de los copos en la frente. Los separan miles de kilómetros pero están muy cerca, unidos por el vaho de sus alientos.
Shútov sabe que tiene que preguntarle a Volski si ha vuelto a mirar al cielo en busca de la mirada de la mujer a la que amó.
Vacila, balbucea:
—¿Y después…? —como si quisiera conocer el final de la historia, como si la presencia del viejo en aquel cuarto no fuera ya un final.
Volski bebe otro sorbo de té y, con una voz mucho más reposada, murmura:
—Después… dejé casi de hablar y la gente empezó a creer que era mudo. Yo me sentía como muerto, al menos ausente del mundo.
Tal ausencia estaba hecha de ocasos glaciales en una aldea de Siberia, donde acabó recalando, y de un trabajo que le recordaba el del cautiverio, y también de alcohol, la única forma de evasión para él y para tantos otros. No hablaba, pues ya sabía que se podía vivir sin palabras y que los demás no necesitaban más que su fuerza, su resignación y, sí, precisamente, su ausencia.
Sólo una vez rompió su mutismo. El día en que el capataz del taller de reparación de laterales de vagón donde trabajaba lo llamó «cerdo presidiario». Volski lo derribó de un puñetazo y le dijo:
—¡Escoja el arma del duelo, señor!
El oficial de la milicia que lo interrogó era un joven muy seguro de sí mismo. Se parecía (Volski se dio cuenta enseguida) al oficial de instrucción que lo mandó al campo de concentración: rubio, delgado, con un uniforme que le venía ancho. Y había también un ventanuco a ras de la calle nevada…
Volski dejó de contestar, deslumbrado por una verdad que, de pronto, iluminaba aquel mundo cuya ciega crueldad había tratado de explicarse. Era eso, pues: un torbellino cíclico, una rueda con los mismos personajes, las mismas caras, las mismas circunstancias.
Y siempre el afán de negar lo más verdadero, lo más profundo que hay en el ser humano: la nieve, una mujer que mira al cielo…
—Según la declaración del capataz —decía el oficial—, ha pronunciado usted palabras antisoviéticas mientras le infligía un daño corporal…
Volski sonreía, observando aquel rostro joven atravesado por muecas de severidad, y se mantenía en silencio. El mundo cuyo demencial principio le había sido revelado ya no le interesaba. «Un tiovivo enloquecido», pensaba; «las mismas caras, los mismos caballitos que giran más y más rápido». A los pocos años de una guerra que había causado millones de muertos, ya se experimentaba con una nueva bomba que sería aún más mortífera (lo había leído en el periódico). A los tres años de la muerte de Stalin, se decía que la desaparición de todos aquellos a los que había exterminado se debía a un error, a un mero defecto doctrinal. Y allí estaba ahora aquel oficialito rubio que gritaba acalorado, daba puñetazos en la mesa y acabaría sin duda golpeando al prisionero que tenía delante. «Y entonces empezará a sangrarle la nariz y yo le aconsejaré que coja un poco de nieve, y él lo hará, y será un breve respiro de humanidad…».
Volski advirtió que estaba hablando en voz alta y que el oficial lo escuchaba con la boca entreabierta y los ojos abiertos como platos.
—Un poco de nieve y cesará la hemorragia, ya verá…
Entonces rompió a reír con tanta violencia que a cada carcajada notaba en los hombros una punzada de dolor, pues tenía las manos atadas a la espalda.
—¡Un circo funesto, un gran circo funesto! —gritó sorprendido de lo bien que esa simple fórmula expresaba la locura del mundo.
Pasó casi un año en un psiquiátrico. Silencioso, era un buen paciente para el personal: una sombra, un ausente. El establecimiento, pese a su vetustez miserable, no le parecía siniestro. Y los enfermos no hacían sino reflejar, como si sus mentes fueran una extraña lupa, las manías y obsesiones del mundo exterior. Había uno, de cara casi azul de tan chupada, que tenía siempre las manos alzadas a modo de escudo, para protegerse de los verdugos de su pasado. Otros hacían de sus camas conchas de caracol que rara vez abandonaban y en las que yacían con la cabeza encogida entre los hombros. Había un director de teatro que se acusaba y se defendía alternativamente, imitando al juez y al imputado. Y un anciano que, con la cara radiante, se pasaba todo el día mirando las gotas que caían del techo cuando el hielo se fundía. Y también un hombre en su sano juicio, un lituano de edad avanzada con el que Volski trabó amistad. Había hecho que lo internasen para escapar de las persecuciones. Contaba su vida con parsimonia, describiendo todos los lugares donde había vivido, pero cuando Volski le explicaba que Stalin había muerto y podía irse de allí cuando quisiera, se mostraba desconfiado y replicaba con voz cascada:
—¿Por qué me miente? ¡Sé muy bien que no morirá jamás!
«¿Locos?», se preguntaba Volski. Sí, pero cuando recordaba lo que él había vivido en la ciudad asediada, en la guerra, en el campo de concentración, la locura de aquellos hombres le parecía mucho más razonable que la sociedad que los había encerrado.
El médico encargado de la inspección anual resultó ser leningradense. Volski habló con él largo y tendido: calles, canales, teatros, mil recuerdos de una ciudad que llevaba años sin ver.
—Aférrese a algo concreto —aconsejó a Volski al firmar el alta médica—, sobre todo trace algún proyecto, acaricie un sueño. Por ejemplo, el de regresar algún día a Leningrado.
Siguió el consejo del médico en la medida de lo posible. De acuerdo con las leyes de entonces, quien había estado preso no podía residir a menos de cien kilómetros de una gran ciudad. Volski se estableció en un pueblo al norte de Leningrado, no muy lejos de lo que un día habían sido campos de batalla.
La localidad lo recibió con ruido de motores: un coche atascado en el barro, un cable, un tractor que socorría a los náufragos del barrizal. Volski recogió unas ramas de la cuneta y las colocó bajo las ruedas del vehículo. «Algo concreto», se dijo al marcharse, «un buen proyecto para el loco al que acaban de soltar».
Dos días más tarde, en el mismo camino lleno de barro, Volski estuvo a punto de echarse a llorar. Vio pasar una fila de niños, se detuvo y de pronto comprendió de qué niños se trataba. En aquellos años, después de las matanzas estalinistas y la sangría de la guerra, no se hacía raro ver huérfanos, ya que eran numerosísimos. Pero aquéllos que ahora él veía no debían ser mostrados: eran escoria que por lo general se prefería ocultar. Niños mutilados, alienados, ciegos…, de vida truncada por la guerra o venidos al mundo en barracones de campos de concentración; demasiado débiles para ser enviados a una colonia de reeducación, demasiado degradados para hacer de ellos buenos obreritos en orfanatos normales y corrientes.
La fila avanzaba despacio, a trompicones. Caminaban agarrados unos a otros, algunos caían, el cuidador los levantaba como se levanta un saco. Seguramente la nieve y la lluvia habían vuelto impracticable el camino que solían seguir sin que nadie los viera, de modo que no hubo más remedio que llevarlos por la calle mayor… Ya se estaba desvaneciendo la fila en la bruma grisácea del ocaso invernal cuando Volski reparó en una chiquilla que se había quedado algo rezagada y cojeaba ostensiblemente. Hundía en la nieve la pierna lisiada y se enderezaba con una brusca sacudida. Fue entonces cuando a punto estuvo Volski de prorrumpir en sollozos.
Aquella misma tarde encontró el orfanato: un viejo edificio de ladrillos casi negros cuyo interior dividían unos tabiques de contrachapado en salas que eran mitad dormitorios, mitad celdas colectivas. «Un poco como los barracones del campo de concentración», pensó Volski.
Al día siguiente volvió y se ofreció a trabajar. ¿De educador o de vigilante? No sabía qué tipo de personal se encargaba de los niños. Lo aceptaron al instante porque no había nadie que se encargara de ellos. Los internaban allí hasta ver qué se podía hacer con cada uno. Los más débiles morían; otros, los tenidos por alienados, esperaban a que los trasladaran a un psiquiátrico de adultos.
Indignarse, exigir era inútil: el personal consistía en dos mujeres mayores y un vigilante manco de un brazo que había perdido en la guerra. La directora, una mujer menuda y modesta, le explicó azorada:
—No se sabe quién cuida a quién: si nosotros a los niños o los niños a nosotros…
El primer día, Volski se presentó en la gran sala donde reunían a los niños y, discretamente, los observó uno por uno, para así reconocer como únicas sus caras, sus personas. De pronto, como inspirado por una iluminación, empezó a cantar, en voz baja al principio, luego más y más alta, hasta ahogar ruidos y lloros. Los niños le respondieron con un murmullo titubeante y empezaron a mover las cabezas, a balancear el cuerpo al compás. Una chiquilla que tenía en la cara una: larga cicatriz se le acercó y le ofreció un trozo de cristal rojo, sin duda su más preciado tesoro.
Volski les daba lo único de que disponía: su voz. Les enseñaba canciones fáciles de recordar, melodías cuyo son reanimaba aquellos cuerpecitos anquilosados por enfermedades y heridas. Como tenían que anotar las letras, sin darse cuenta los niños escribieron sus primeras palabras, leyeron sus primeros textos. No había manuales, así que Volski avanzaba a tientas en el arte de la enseñanza, tan nuevo para él. Se le ocurrió representar con mímica lo que la canción contaba: un caballero que regresaba a casa, la acogida que le dispensaban su madre y su amada… Aquellos niños, condenados a una oscura existencia, penetraban entonces en una vida en la que era posible cambiar el destino, en la que eran escuchados y amados, en la que amaban.
También él aprendió mucho aquellos primeros meses. Algunos de los treinta niños que vivían en el orfanato le recordaban a los de Mila. Había un muchacho pelirrojo de hermosa y potente voz que se parecía un poco a Mandarina, si bien no tenía ni su energía ni su alegría de vivir. Este parecido le evocaba recuerdos dolorosos, pero gracias a él pudo Volski soportar el absurdo torbellino del mundo: sí, uno podía resistir su lógica siniestra. El ejemplo era aquel pelirrojo que, de pie ante sus compañeros, cantaba la marcha de un caballero en medio de una tormenta de nieve.
Algunas canciones hablaban del «vasto mar azul» y Volski contaba lo que él conocía de mares y océanos. Otras mentaban a un noble ruso y, erigiéndose en profesor de historia, Volski escenificaba ante sus alumnos episodios del pasado ruso, representando tan pronto a un príncipe como a un siervo.
También les narró las aventuras de los mosqueteros, representó combates y cabalgadas, imitó el silbido de la espada que hiende el aire, se abanicó con un periódico doblado haciendo de bella dama sentada ante una ventana de su castillo… Aquél fue el primer viaje de los niños al extranjero, algo inconcebible en un país blindado tras su telón de acero.
Un día cantó la canción de D’Artagnan…
Desde entonces tuvo una idea fija: que los niños representasen una obra de teatro, fuera cual fuera su minusvalía. Repartió los papeles y, recordando a los figurantes de los espectáculos del asedio, inventó personajes, escribió escenas breves para que todos pudieran recitar o cantar dos o tres frases.
Lo que estaba creando difería bastante de la vieja opereta. Los niños tenían voces débiles, se cansaban pronto. Algunos se movían con dificultad. Los atavíos, que las empleadas cosían con trapos y retales, carecían de todo esplendor teatral. Pero la fantasía de aquellos pequeños comediantes lo transfiguraba todo: un trozo de cristal con un alambre enrollado era una diadema, unas viejas botas rotas con caña de cartón postiza se convertían en flamantes botas de mosquetero… El teatro ayudaba a los niños a olvidar su cuerpo. La chiquilla a la que Volski había visto cojeando en el camino lleno de barro, como encarnaba a Marie, disimulaba instintivamente su cojera dando saltitos garbosos.
A los pocos ensayos, Volski comprendió el verdadero sentido de lo que al principio pareció un simple pasatiempo. En el escenario los niños olvidaban sus males y, sobre todo, vivían una vida que nadie les podía prohibir. En aquellos minutos de teatro, todos escapaban del mundo que los había condenado a no existir.
Su primer público lo formaron cinco personas: las dos empleadas, el vigilante, la directora y Volski. A una de las representaciones siguientes asistió el camionero que una vez al mes llevaba el carbón. Luego acudió una dependienta de una panadería cercana, después varios vecinos con sus respectivos amigos… Unos asistían para pasar el rato en aquel pueblo triste que no ofrecía distracción alguna. Otros, simplemente, sentían curiosidad por ver lo nunca visto: ¡a los huérfanos lisiados haciendo teatro!
Un día del mes de mayo actuaron ante unos espectadores muy distintos. La víspera, con una voz sin timbre, la directora le había comunicado a Volski que «los habían denunciado», que en la ciudad se rumoreaba que en aquel pueblo existía un teatro clandestino y el comité del Partido había ordenado una inspección. Volski observaba la cara despavorida de la mujer y se decía que los tres años transcurridos desde la muerte de Stalin no eran nada, que quizás harían falta treinta más para que los rasgos de aquella mujer se relajaran y dejara de temblar a cada palabra.
La inspectora enviada por el Partido entró en la sala y se plantó en medio de la estancia como si fuera un pilar. Era una mujer corpulenta, de cara ancha y dura.
—¡Que empiece la función! —le dijo a Volski sin saludarlo y con una voz habituada a mandar, y al instante, mediante un movimiento de la barbilla, invitó a su séquito, dos mujeres y un hombre, a sentarse en la primera fila.
«El tiovivo de siempre», pensó Volski, «las caras de siempre que reaparecen y expresan la misma gratuita crueldad del mundo. Esta inspectora con cara de cancerbero y aquella otra que asistió a la lección de Mila…». Más que la repetición —ya conocía esta ley absurda del mundo—, lo que lo sorprendía era el carácter deliberadamente desagradable de la visita, la consciente creación del mal.
La mujer observaba el espectáculo con una mueca desdeñosa y, de vez en cuando, dilataba las ventanas de la nariz como si los niños olieran mal. Ellos, por su parte, habían intuido que se trataba de una ocasión especial y estaban actuando particularmente bien.
«¿De qué me acusarán?», se preguntaba Volski, viendo los gestos de disgusto que hacía a veces la inspectora. «¿Obra no conforme con los preceptos ideológicos? ¿Falta de dimensión educativa? ¿Falta de conciencia de clase?». No le preocupaba; sabía que los niños no conocerían el previsible dictamen: había convenido con el vigilante que, en cuanto la representación terminara, se los llevara de paseo. Y luego podría decirles que la obra había gustado mucho pero que debían aprender más canciones…
Suponía cómo se sucederían los acontecimientos teniendo en cuenta lo que ocurría en vida de Stalin: el silencio monolítico de los justicieros, el veredicto, la sanción. Pero los tiempos habían cambiado; ahora se improvisaba, se innovaba…
De repente la mujer empezó a agitar los brazos y dio un grito que sobresaltó a los presentes:
—¡Basta, detenga este circo! No sólo hace usted que los niños interpreten payasadas ajenas a nuestra conciencia de clase, sino que…, que…
Los niños interrumpieron la representación, los adultos se pusieron en pie y esperaron a la conclusión de la frase, amedrentados por el estallido de cólera.
—… que…, que… —sin duda buscaba argumentos más puramente estéticos para apoyar su acusación—, que ni siquiera les ha enseñado a desplazarse por el escenario como es debido. ¡Parecen marionetas! Ese sobre todo, el mosquetero, por decirlo de alguna manera, ¿está sonámbulo o qué? ¿No le ha explicado usted cómo marcha un militar? —Y se quedó mirando a Volski.
Se hizo el silencio. El muchacho pelirrojo, que encarnaba a D’Artagnan, permanecía quieto en el escenario, con la mirada perdida por encima las cabezas de sus compañeros.
—Ese niño no está sonámbulo, camarada inspectora. Está… ciego.
Todos se quedaron petrificados. Volski quiso explicarlo, pero finalmente renunció a ello. Era imposible contar cómo aquel muchacho, durante meses de ensayos, con una paciencia obstinada, había logrado dominar la oscuridad del escenario, aprendiéndose paso a paso la posición y movimientos de los actores, el destinatario de cada réplica, hasta hacer que la obra viviera en su interior como un cuadro vivo. Muy pocos espectadores advertían que estaba ciego. Al contrario, daba toda la impresión de ver a su amada Marie salir por una gran puerta de cartón corriendo a su encuentro.
La inspectora se sonó ruidosamente con un pañuelo de rayas, tosió, volvió a sonarse, bajó la cabeza, murmuró:
—Ahora vuelvo… —Y salió de la sala.
Volski hizo señas a los niños, la representación continuó… Canciones, el entrechocar de las espadas de madera pintadas de azul por no disponer de pintura gris plata, la llama temblorosa de una vela sobre la mesa donde Marie escribe una carta… La inspectora entró sin hacer ruido, se sentó en una silla cerca de la puerta.
—A vos, amada mía, confiaré mi sueño… —cantaba el pelirrojo.
A lo largo de su dilatada vida, Volski pasó por muchos orfanatos, hospitales, centros de rehabilitación. Enseñó la palabra cantada y el gesto a aquellos que tenían miedo de hablar y cuyo cuerpo no conocía más que la fuerza bruta: niños abandonados, minusválidos, jóvenes delincuentes. Sobre todo les enseñó a vivir fuera del mundo creado por la vil crueldad del hombre… Uno de sus primeros alumnos, el muchacho pelirrojo, le dijo una vez que, cuando hacía de D’Artagnan y cantaba aquello del «cielo de verano moteado de estrellas», veía las constelaciones, comprendía qué eran.
Volski trató de vivir como Mila le había sugerido el día en que los arrestaron. Sin mirar atrás, se casó, tuvo un hijo. Lúcidamente, se decía que su nueva vida se asemejaba bastante a la felicidad y se prohibía desear más. La rutina le impedía comparar esta existencia con la que había llevado con Mila.
En la época de distensión que siguió al estalinismo, su labor le granjeó cierta fama: la prensa hablaba de su «método educativo innovador» y hasta se publicó un libro sobre el asunto. Le ofrecieron un puesto de trabajo en un instituto de investigación. Lo rechazó. Prefería seguir trabajando en centros de poca importancia, que era donde se sentía realmente útil. Sus constantes cambios de residencia acabaron por cansar a su mujer, se divorciaron. Su hijo se hizo mayor, echó a volar y mucho después Volski supo que vivía en Alemania…
Cuando se produjo la disolución de la Unión Soviética, Volski trabajaba en Asia Central y ya iba en silla de ruedas. «Me cayó encima un bosque», explicaba en broma a los médicos, aludiendo a la pila de troncos de cedro que lo habían sepultado de joven. No precisaba, en cambio, que le había ocurrido en un campo de concentración. Para las nuevas generaciones, aquellos tiempos pasados eran casi legendarios… Igual que los archivos del periodo represivo que en aquel momento estaban siendo desclasificados y que Volski pudo consultar en Moscú. Encontró el expediente de Mila, las páginas amarillentas de los interrogatorios a los que la habían sometido. Gracias a la lectura de aquellas declaraciones, comprendió que Mila había hecho lo posible por exculparlo a él cargando con todas las imputaciones. «Luego lo que me salvó no fue que al oficialito le sangrara la nariz…», pensó, y aquel sacrificio que le había salvado la vida le demostró una vez más que la voluntad de una sola persona era capaz de vencer todo el mal del mundo.
Al año siguiente, con la ayuda de un antiguo alumno, regresó a Leningrado y se alojó en aquella habitación del apartamento comunitario.
Volski no se sentía desgraciado, sólo un poco desbordado por la rapidez de los cambios.
Un día sus coinquilinos le dijeron que se preparaba una complicada operación inmobiliaria, una mudanza general que les permitiría tener a cada cual un apartamento independiente en las afueras. No entendió todos los detalles del asunto, pero pronto empezaron a desfilar hombres bien vestidos que hablaban de metros cuadrados y de obras y que calculaban en dólares. Muchas veces los acompañaba una mujer rubia que mencionaba marcas de pavimento, bañeras, muebles. Los hombres la llamaban Iana. A Volski le gustaba su voz. Pensó incluso que algún día podría contarle su vida…
Una noche oyó una conversación tras su puerta. Unos hombres hablaban acaloradamente con Iana del retraso en el traslado de cierta persona. De pronto Volski cayó en la cuenta de que esa persona era él.
—Mirad, seamos realistas —decía Iana tratando de aplacar los ánimos—. El viejo está ahí, no podemos hacer nada. Claro que nos vendría de perlas que se muriera, pero no hay que hacerse ilusiones; estará sordo y encamado, pero lo mismo puede durar hasta los cien años. Os propongo una solución razonable…
Volski no siguió escuchando. A partir de ese día se negó a hablar. Empezaron a tomarlo por sordomudo. Comprobó que eso cambiaba poco su relación con el resto de los inquilinos. Quizás incluso fueran menos hipócritas.