El canto que había resonado en él se convirtió en otra vida, al margen del tiempo. El curso del mundo le parecía aún más febril y carente de sentido. Desde su cama de la enfermería veía los bloques de hielo precipitarse al río, remolinear sobre las aguas y desintegrarse; veía sucederse el día y la noche como en cámara rápida; veía reunirse a los prisioneros para la revista, partir al trabajo, regresar, y cuando a veces los guardianes les hacían esperar largas horas bajo la lluvia, él no encontraba ya en aquella tortura más que una saña ridícula, un deseo mezquino de demostrar poder. Pronto se halló nuevamente en aquellas filas, de pie sobre sus piernas cubiertas de hematomas. En otro momento la crueldad gratuita de los guardianes lo habría arrebatado de cólera; ahora no veía más que mala voluntad, envidia, bajeza. Su sed de decir a aquellos hombres lo que había comprendido en su tumba de troncos y hielo seguía intacta. Pero las palabras pertenecían a una lengua que él aún no había hablado.
Perdido en medio de aquellas filas de prisioneros que maldecían en voz baja a sus verdugos, él alzaba la vista y se alejaba hacia una vida adivinada.
Su liberación no cambió mucho esta otra vida. El camión en el que lo metieron franqueó el portón (¡ADELANTE, HACIA LA VICTORIA DEL TRABAJO COMUNISTA!, rezaba la inscripción que había sobre los batientes de hierro) y el campo de concentración desapareció tras un monte con el color rojizo del otoño. «Un trecho de camino», pensó Volski, «y atrás queda todo un mundo, como un bloque de hielo que se aleja en la corriente». Un mundo terrible de sufrimiento, crueldad, esperanza, oración que, de pronto, ya no era nada: una carretera que brilla bajo la lluvia, aquella vegetación parva del norte a la espera del invierno.
Vivía en un mundo en el que nada le importaba. Encontró trabajo en una estación de ferrocarril, se alojó cerca, en un cuarto cuyas ventanas daban a las vías. La gente lo consideraba una mezcla de obrero algo obtuso y exprisionero deseoso de que olvidaran su pasado, cuando no un retrasado mental. A veces lo veían parado entre los raíles cubiertos de nieve, solo, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos entornados, escrutando el cielo perfectamente vacío.
Tras meses de averiguaciones, Volski supo que Mila había sido condenada y que cumplía su pena en un campo de concentración. Pero ¿dónde? ¿Y qué clase de pena? «Diez años de trabajos forzados», le contestó una exempleada del museo del asedio con la que logró ponerse en contacto. Diez años. Calculó, vio abrirse en su interior un abismo de cinco años de espera, no desesperó. Sabía que la mirada de Mila lo esperaba todos los días en aquel cielo cada vez más invernal, y que en ese instante el tiempo dejaba de existir.
… Cuando, veinte o treinta años después, Volski leyó una serie de testimonios escritos por exprisioneros que hablaban de vidas destruidas y de cómo habían conseguido reanudar su «vida normal», él se dijo que su vida se había mantenido intacta, que fue el mundo el que poco a poco se desvaneció.
No tuvo que esperar los cinco años. Dos años y medio después murió Stalin y por los portones de los campos de concentración se desbordó un río humano en el que Volski estaba seguro de encontrar a Mila.
Una tarde de abril volvía del trabajo siguiendo la vía cuando, de lejos, vio a una mujer sentada en el banco que había al pie de las ventanas de su casa. Aminoró el paso, notó que las sienes empezaban a palpitarle como un tambor grave, sordo. La mujer tenía el pelo blanco y la cara, que él veía de perfil, surcada de profundas arrugas. «Más de siete años de cautiverio…», se dijo, y sintió que se encorvaba bajo un peso que lo empujaba hacia la tierra. El rostro avejentado de Mila era la última prueba, quizá la más dura. Pero este postrer golpe, propinado por un dios que se complace en hacer sufrir, le pareció mezquino e inútil. Ya nada podía afectar a una vida que renacería bajo un cielo en el que, al cabo de tantos años, sus miradas se reencontraban.
Sintió unas ganas tan vivas de decírselo que echó a correr.
La mujer se volvió… ¡No era Mila! Era mucho mayor, una compañera de cautiverio de Mila que le había prometido ir a verlo. Lo que tenía que decirle requirió pocas palabras. «Diez años de campo sin derecho a correspondencia» era la condena oficial. Pocos sabían que ese «sin derecho a correspondencia» significaba el fusilamiento inmediato del reo. A veces los seres queridos seguían mandando cartas durante esos diez años de espera…
Volski permaneció sentado, con la mirada fija en la mujer que se alejaba saltando de traviesa en traviesa. Tendría que haber retenido a aquella prisionera liberada, haberle preguntado, haberle ofrecido té, hospitalidad… No lo hizo porque el mundo, que ya apenas existía, se desvaneció por completo. Ya sólo quedaban aquellos raíles que se perdían en el crepúsculo, aquella mujer envejecida que se alejaba hacia la nada, las palabras que acababa de decir, las últimas palabras que le concernían. Un mundo vacío.
Se levantó, miró al cielo. Y sintió que de sus labios iba a brotar una voz que había de llegar hasta Mila. Sus pulmones se dilataron. Pero en lugar de un grito, emitió un largo suspiro desgarrado por la sed. La sed mortal de no saber, mediante la palabra, devolver la vida a la mujer a la que amaba.