Lo más duro del arresto fue el interrogatorio. A pesar de su juventud, el oficial de instrucción sabía muy bien que, fuera cual fuera la actitud del detenido, había que golpearlo. Sólo que aún no dominaba las técnicas de tortura. Pegó mal y demasiado fuerte. Volski, con las manos atadas a la espalda, cayó al suelo oprimiendo la cara contra el hombro para protegerla. De pronto, los golpes se interrumpieron de forma inexplicable. Volski miró al oficial y no pudo reprimir un «ah» de sorpresa: el hombre, en pie, tenía la cabeza echada hacia atrás y se tapaba la nariz con los dedos manchados de sangre. Con voz deliberadamente neutra, Volski sugirió:

—Abra la ventana, coja un poco de hielo…

El oficial gangueó una especie de maldición pero, curiosamente, hizo lo que se le decía. La sala de interrogatorios estaba en un sótano; había un tragaluz con gruesos barrotes que daba a la acera cubierta de nieve reciente. El oficial lo abrió, tomó un puñado de nieve y se lo aplicó en la nariz. La hemorragia cesó. Se miraron, y Volski captó ese instante en que la conciencia humana vacila entre la compasión y el desprecio. Esa misma experiencia la tendría muchas veces más en los años que pasó en un campo de concentración.

Una rápida sucesión de expresiones se pintó en el semblante del joven oficial: ¿castigar al testigo de su ridícula indisposición golpeándole más fuerte? ¿Seguir interrogándolo con normalidad? ¿O…? Lo que lo tenía desconcertado era la mirada del detenido: denotaba una perfecta indiferencia, una lucidez casi risueña. El oficial advirtió que el hombre miraba el minúsculo pedazo de cielo azul que desde el suelo alcanzaba a verse por el tragaluz.

Ayudó a Volski a sentarse en el taburete y de nuevo le formuló la pregunta a la que hasta entonces sólo había obtenido respuestas negativas:

—Se lo pregunto una vez más: ¿admite que tenía planeado pilotar el avión alemán que se expone en el llamado «museo del asedio» para bombardear Smolny y eliminar a los principales dirigentes de la ciudad?

Si Volski aún no hubiera oído hablar de acusaciones demenciales como aquélla, en ese momento se habría creído loco. Pero el delirio judicial no era un secreto para nadie, y la gente comentaba casos parecidos con espanto y al mismo tiempo, de puro absurdos, con maravilla: a uno lo fusilaron por haber querido envenenar las aguas de los grandes ríos del país, a otro se le imputaba la creación de una decena de organizaciones subversivas en un pueblo de cien habitantes… ¡Y él pretendía volar con un avión acribillado a balazos y sin tren de aterrizaje!

Callaba. Tenía poca capacidad de elección. ¿Negarlo y exponerse a más golpes? ¿Asentir y firmar su sentencia de muerte?

De repente el oficial de instrucción bajó la voz y le dijo:

—Diga que pensaba bombardear Smolny para eliminar a los disidentes infiltrados en el gobierno de la ciudad.

Y acto seguido hizo constar por escrito esta peregrina declaración. El joven oficial estaba fabricando un asesino, aunque, eso sí, movido por el loable deseo de combatir a los enemigos del Partido y de su Guía. Inclinando un poco la cabeza, Volski podía ver por el tragaluz un poco de nieve y el reflejo del cielo en un cristal.

En el campo de concentración encontraba todos los días un momento libre para ver en el cielo la mirada de Mila.

La vida de prisionero no lo destruyó. En el frente había dormido muchas veces en el suelo, sobre barro y nieve. Allí los catres eran casi cómodos y los barracones tenían estufa. Talar árboles era una labor fatigosa, pero sus brazos se habían acostumbrado al peso de los obuses. Algunos se morían de hambre y escorbuto, pero comparada con los ciento veinticinco gramos de pan del asedio, la comida más frugal parecía abundante. Y cuando pensaba que debía pasar cuatro años y medio de cautiverio, casi se sonreía: la media eran diez años de trabajos forzados. «Gracias a Dios que a aquel oficial empezó a sangrarle la nariz», se decía.

Y siempre que lo invadía la desesperación recurría a aquel cielo, gris, luminoso o nocturno, y a aquel lazo consistente en la fuerza de una sola mirada que se encontraba más allá del mundo de los humanos.

La clemencia de que él había sido objeto le hacía albergar la esperanza de que la pena de Mila fuera aún más leve. ¿De qué podían acusarla? ¿De haber llevado al museo un cuaderno manchado de barro? Volski se la imaginaba absuelta, libre, viviendo con los niños en la vieja isba, alzando la vista al cielo con el titilar de las primeras estrellas, al atardecer… Pero luego perdía la esperanza, recordaba que la represión no obedecía ya a lógica alguna; él, por ejemplo, que nunca había entrado en la cabina de un avión, resultaba que tenía planeado bombardear Leningrado. A Mila podían achacarle intenciones aún más disparatadas. ¡Lo mismo la habían enviado a un campo de concentración a miles de kilómetros de allí!

Esta posibilidad lo martirizaba atrozmente. Aunque a veces debía confesarse algo cuya verdad bella y cruda él mismo temía: nada podía turbar el instante en que sus miradas se elevaban y se cruzaban en el cielo. Entonces veía a Mila en medio de un campo blanco, expuesta la cara al lento ondular de la nieve.

Imaginársela así lo ayudó a no vivir en el odio, que también era un buen medio de sobrevivir en el campo de concentración. Lo comprendió un día de primavera en que se halló sepultado bajo un montón de troncos de cedro recién talados, una enorme pirámide de madera que los prisioneros transportaban por el río. El accidente ocurrió temprano y fue más aparatoso que de costumbre. Sacudida por las masas de hielo que flotaban en el gran río siberiano, la pila de troncos empezó de pronto a desmoronarse, y los maderos, rodando, se hundían en el río arrastrados por la comente, y reaparecían verticales, y se sumergían de nuevo, y formaban paredes que se desplomaban… Los troncos arrollaron a varios presos, dos o tres desaparecieron en la corriente, a uno pudieron rescatarlo con el hombro dislocado.

Volski quedó aprisionado en la orilla, al borde mismo del agua, por donde pasaban amenazantes los bloques de hielo. Aplastado el pecho, oprimidas las piernas bajo la maraña de troncos, no podía ni gritar ni moverse. Cuando recobró el conocimiento ya era de noche, y pensó que las operaciones de rescate, si es que las había habido, no debían de haber durado mucho. La vida de un prisionero valía muy poco, así que nadie estaba dispuesto a arriesgar la suya buscando entre un montón de troncos que amenazaban con desmoronarse de un momento a otro y rodar hacia el río. Seguramente lo dieron por ahogado.

No le quedaba sino un hilo de voz siseante y solamente podía mover las manos, con las que, en la oscuridad, palpaba su tumba de madera. A través de los troncos podía ver un triángulo de firmamento estrellado.

El dolor se agudizó hasta extremos que creyó mortales y luego se calmó, o mejor dicho, él se habituó a ese dolor extremo. Más cruel que el dolor fue pronto la sed, que sólo lo abandonaba cuando su mirada huía hacia el cielo por entre los troncos. Su pensamiento se aclaraba entonces y, como ya no tenía que convencer a nadie, ni siquiera a sí mismo, lo que comprendía era sencillo y definitivo.

Comprendía que, de todo lo que había vivido, sólo una cosa era verdadera: aquel cielo que el mismo día, quizás el mismo momento, miraban dos personas que se amaban. Lo demás le era prácticamente indiferente. Entre los prisioneros, había conocido a asesinos sin remordimientos, a inocentes que pasaban el tiempo acusándose; a pusilánimes, a héroes caídos, a suicidas; a vividores condenados a veinte años que soñaban con la comida que les prepararía una mujer cuando salieran del campo de concentración; a mansos, sádicos, crápulas, deshacedores de entuertos; a pensadores para quienes aquel lugar de trabajo y muerte era producto de una teoría humanista mal aplicada; a un pope que predicaba que Dios hacía sufrir al hombre para que pudiera expiar sus culpas y edificarse…

Ahora todo aquello le resultaba indiferente. Y cuando pensaba en las desgracias y alegrías de la gente libre y las comparaba con las del campo de concentración, le parecían casi iguales. Un prisionero saboreaba con delectación tres briznas de té que por casualidad habían caído en su taza abollada; en Leningrado, en el entreacto de una ópera (recordó Rigoletto), una mujer que bebía champán no sentía un placer mayor. También el sufrimiento del prisionero y el de la mujer eran iguales. A ambos les hacía sufrir el calzado: a ella, los estrechos escarpines que se quitaba durante la función; a él, los pedazos de caucho con los que los prisioneros se calzaban los pies envueltos en trapos atados con cuerdas. La espectadora sabía que, en algún lugar bajo aquel mismo cielo, había millones de seres transformados en bestias famélicas de rostro renegrido por los vientos polares, pero eso no le impedía beber champán entre el centelleo de los grandes espejos. El prisionero sabía que allá fuera continuaba tranquilamente una vida cálida y brillante, pero eso no le arruinaba la dicha de mascar sus briznas de té…

El dolor se agudizaba por momentos y no dejaba sobrevivir en él más que una vaga certidumbre: la de que era la sed la que le hacía imaginarse al prisionero de la taza de té y a la mujer que bebía el frío y burbujeante líquido en una copa larga. Y, por tanto, todo eso era aún menos importante.

Cerca tenía agua, una corriente impetuosa que fluía junto a su cuerpo aplastado, y también hielo, pequeñas estalactitas que colgaban de los troncos. Extendía la mano, el esfuerzo avivaba el dolor, se desmayaba.

Al comienzo del segundo día se puso a nevar. Volski sintió en los labios resecos el frescor de los grandes copos que remolineaban perezosos. Y se imaginó de nuevo el campo en invierno, a una mujer que alzaba los ojos hacia el revolotear blanco.

Sabía que le quedaban pocas horas de vida y sus pensamientos eran concisos como si se adecuaran a esa circunstancia. Recordó las palabras del pope: Dios hace padecer al hombre para que pueda expiar sus culpas y purificarse… Sonrió, sintiendo mil pinchazos en los labios resecos. Si fuera verdad, habría muchos hombres puros en aquel campo de concentración, en aquel país asolado por la guerra. ¡Por las purgas, nunca mejor dicho! Con todo lo que aquellas gentes habían pasado, ¡tendrían que ser puros como santos! Y, sin embargo, después de diez años de sufrimientos, un prisionero podía matar por un trozo de pan. Dios… Volski recordó lo que los soldados alemanes tenían inscrito en la hebilla del cinturón: GOTT MIT UNS, «Dios está con nosotros». Aquellos soldados también habían sufrido mucho. Por lo tanto…

Alzó los ojos: empezaba a anochecer y, por entre la maraña de troncos que lo sepultaban, vio lucir una constelación pálida, cenicienta. En aquel instante la veía también una mujer que sabía que él miraba el cielo… Comprendió que tampoco Dios tenía importancia si aquellas dos miradas existían. En cualquier caso, no el dios de los hombres, aquel aficionado que infligía sufrimientos y figuraba en hebillas de cinturón.

La sed que lo torturaba se convirtió en otra clase de sed: el deseo ardiente de decirle a aquella mujer que nada tenía sentido sin aquellas miradas.

En la noche, o bien en la negrura en que lo sumió el desvanecimiento, percibió una voz muy débil: alguien que cantaba olvidando a veces palabras que él debía recordarle.

Lo encontraron gracias a aquellas palabras «cantadas», como explicaron los hombres que lo rescataron. Eran artificieros que venían a volar con explosivos aquel atasco de troncos que el hielo había soldado.