Pensaron lo mismo y se miraron riendo: un potro blanco, la gracia patosa de la infancia, la libertad de quien desconoce las trabas de la vida… Corría por la orilla, se metía en el agua, salía de un brinco, remontaba la ladera.
Volski estaba reparando el tejado y Mila, subida a una escalera, le pasaba las tablas embadurnadas de alquitrán. A ratos interrumpían la labor, contentos de poder contemplar tanto movimiento desde lo alto: el potro dando saltos, los niños bañándose en el río y, un poco más allá, tras la hilera de sauces, las mujeres amontonando heno y una chiquilla jugando a trepar a los inestables almiares y, una vez arriba, mantener el equilibrio.
De pronto se oyó una explosión y la chiquilla se cayó del almiar. Una nube de tierra y humo se elevó tras los árboles. El potro recorrió aún algunos metros antes de desplomarse con el costado derecho abierto. Volski y Mila comprendieron: una mina que había pasado inadvertida a los zapadores el otoño anterior…
Los hechos se produjeron en rápida sucesión: el potro corría, la niña cayó desequilibrada por la explosión, los campesinos se quedaron parados y aquel cuerpo blanco y rojo se debatió un momento en el suelo.
La vida ajena, de la que ellos creían mantenerse a distancia, se desbordó, mezclando los vestigios de la guerra, la normalidad de la paz, el llanto de la niña que corría hacia donde yacía el potro muerto. Otros niños acudieron también, disimulando la curiosidad con muecas de espanto. Al poco llegó un koljosiano transportando una carretilla, descuartizó al animal con un hacha, cargó las piezas de carne y enterró lo demás en el hoyo que había dejado la explosión.
Se obligaron a no ver un mal presagio en aquella muerte. Y su mundo, aquella eternidad frágil aislada del mundo, pudo sobrevivir algún tiempo más. Pero un día de finales de agosto apareció un extraño observador. Se encontraban en el promontorio de la otra orilla instalando una valla en torno a las tumbas. Mila inscribía en una lápida el nombre que habían podido identificar…
Fue ella quien advirtió la presencia del extraño espía. Era un hombre de uniforme que, en la orilla opuesta, no lejos de la casa, junto a un coche negro, miraba con un gran catalejo hacia el cementerio, hacia donde ellos estaban trabajando. Su postura extrañamente inmóvil, su capa demasiado larga para la ligera llovizna que caía velando el horizonte: todo en aquella escena muda era desproporcionado y amenazador. Parecía un general oteando el campo de batalla. Otro militar hizo acto de presencia y la estatua del catalejo se movió, meneó la cabeza y ambos se encaminaron a la casa. Aunque el día declinaba, desde el promontorio pudieron ver claramente cómo los dos hombres se asomaban a las ventanas…
Para cuando quisieron bajar hasta la barca y cruzar el río, los intrusos ya se habían marchado. No dejaron más rastro que la colilla de un cigarrillo con una fina franja dorada y la huella de una bota en el parterre de delante de la casa.
—Serán topógrafos haciendo mediciones —dijo Volski afectando despreocupación—, seguro que tienen que trazar algún mapa…
La visita de los militares constituyó para él una secreta liberación. Fue como si aquellos intrusos lo hubieran despertado de un sueño del que él no había tenido valor para despertarse ni despertar a Mila. El mundo estaba allí, a las puertas de su amor.
Él había dicho «militares», pero los uniformes no dejaban lugar a dudas. Mila lo supo:
—Es curioso, pero lo de estos dos agentes de la Seguridad del Estado me recuerda lo que me pasó el otro día en la escuela. Vino una inspectora… El director ya me había avisado, no me pilló por sorpresa. Pues bien, la inspectora se quedó como petrificada, igual que el que nos espiaba con el catalejo, y se fue sin decir nada. Al parecer, las canciones que enseño a mis alumnos no son ideológicamente correctas…
Estaban sentados en los escalones de la isba. Las aguas se habían retirado, y ahora la casa parecía dominar los campos más alta y más solitaria. Volski escuchaba a Mila y no sabía qué contestar: o decía algo tranquilizador, y por tanto mentía, o… Bajó la cabeza y vio de pronto, entre la hierba, otra colilla con una franja dorada; parecía que los mirase fijamente.
—Mila, hay una cosa que no te he dicho: el correo que reparto… —Se calló sintiéndose culpable, aunque no tuviera ninguna culpa—. El caso es que cada vez vienen más cartas de la cárcel. Creo que han empezado otra vez las purgas…
Hablaron poco y usando el lenguaje alusivo que por entonces todo el mundo empleaba. Nadie decía que alguien «había sido arrestado», sino que «había tenido problemas». Y, por cierto, tampoco Mila pudo decir «agentes de la Seguridad del Estado»; esta expresión la puso en su boca Volski más tarde, cuando fue posible hablar del asunto. Ella debió de decir entonces «la Gran Casa», que era el nombre por el que se conocía la sede de la policía secreta en Leningrado.
Y así, con unas cuantas palabras más o menos cifradas, se lo dijeron todo: los arrestos en masa; el miedo que, tras un breve periodo de distensión al acabar la guerra, de nuevo paralizaba los rostros; la sospecha que acechaba tras cada palabra. La victoria sobre los nazis había liberado a los hostigadores patrios, que tenían prisa por hacer pagar al pueblo su propia cobardía.
Con dos o tres detalles de cada desaparecido, Volski y Mila recordaron a los que «habían tenido problemas»: habitantes del pueblo vecino, viejos amigos de Leningrado. Ya eran una larga procesión de espectros. Sabían que la gente empleaba diversas mañas para sobrevivir. Unos fingían no ver, hablaban como si nada, iban al trabajo, sonreían; todo ello con una inercia de sonámbulos. Otros hacían de su vida algo semejante a la espera de un condenado: se repetían los argumentos con los que creían probar su inocencia y dormían vestidos porque sabían que los arrestos se producían de noche. Otros perdían la razón. Otros procuraban burlar el peligro.
—Es lo que hizo mi padre. —Volski se percató de que era la primera vez que hablaba de ello—. En la época de la colectivización, en nuestro pueblo, si descubrían que un campesino había escondido un saco de trigo, lo fusilaban. Luego bastó con 110 declarar una herramienta o una docena de huevos. Yo sólo era un chiquillo, pero recuerdo muy bien aquel día. Era invierno, hacía un frío espantoso, mi padre cogió las únicas botas que tenía y, sin abrigo, descalzo por la nieve, las llevó al comité de expropiación y, con expresión grave, dijo muy convencido: «¡Todo lo doy por la construcción del socialismo!». Tanto entusiasmo puso a los jefes en un tremendo brete, y al final, pensando que mi padre no estaba bien de la cabeza, le devolvieron las botas y nos dejaron tranquilos… La locura podía salvar.
—A mi padre lo salvó la muerte. —Mila murmuró estas palabras como si fueran el eco de las de Volski, y viendo que éste la miraba sorprendido, se apresuró a explicar—: En 1939 era oficial en Mongolia, participó en la batalla de Jaljin Gol. Un día, hablando con el que creía su mejor amigo, hizo un chiste de humor negro: «Hay más soldados en un campo de concentración que en el campo de batalla», o algo así. El comandante lo convocó y le dijo que se preparase para lo peor. Al día siguiente, en el ataque a los japoneses, fue el primero en caer. En realidad se dejó matar. Un camarada suyo nos contó cómo fue. Los que iban a arrestarlo se llevaron un chasco: en lugar de un enemigo del pueblo, se encontraron con un oficial caído en combate, prácticamente un héroe. Desde entonces, a mi madre y a mí nos dejaron en paz.
No había más que decir. Estas dos historias bastaban para explicar el país en que vivían: sus miedos, sus conflictos, la desnudez desvalida de la existencia individual, la imposibilidad de compartir el desamparo. La extrema dificultad de creer en la bondad del hombre y, al mismo tiempo, la conciencia de que sólo esa fe podía llevar a la salvación. Un país en el que millones de seres humanos se despertaban por la noche atentos al chirriar de unos neumáticos en el asfalto: ¿pasa el coche de largo o se detiene en la puerta?
—Nunca me habías hablado de tu padre —dijo Volski, y en su voz parecía haber un tono de reproche.
—No hemos tenido ocasión… Además, de haber hablado de estas cosas, se nos habrían pasado las ganas de vivir.
Volski quiso replicarle, objetar que había que decir siempre la verdad, pero sintió que las palabras de Mila, por su franqueza, encerraban una verdad a la vez más humilde y más cruda. Ella sonrió y agregó:
—Ni siquiera habríamos podido hacer teatro, ¿recuerdas?: «A vos, amada mía, confiaré mi sueño…». También hemos sobrevivido gracias a esas canciones.
Treinta años más tarde, Volski se diría que su país era también eso: una pareja que había pasado un infierno y cuya vida estaba ya inscrita en el objetivo de un catalejo como en la mira de un rifle; dos enamorados que, sentados en los escalones de una isba, a la pálida luz de un atardecer de agosto, contemplaban un promontorio erizado de tumbas al otro lado del río y entonaban quedamente las canciones ligeras de una vieja opereta olvidada.