Una mariposa nocturna se precipitó hacia la llama del hornillo, Volski agitó la mano para ahuyentarla —salvarla— y este gesto turbó la quietud que las palabras de Mila habían impuesto.

—Ésa ha sido mi vida —dijo ella con voz neutra—. Confiaba en que no me encontrases… Ahora hay muchas jóvenes solas, los soldados que vuelven tienen donde elegir…

—Pues ya ves, te he encontrado.

Ella no se dio por enterada.

—Llegué a desear que hubieras muerto en combate: yo habría ido a visitar tu tumba y tú no me habrías visto como soy ahora…

Él sonrió a su pesar.

—Lo siento, pero no me han matado… Y tampoco has cambiado tanto…

—No tienes por qué fingir, Gueorgui. Sabes muy bien lo que soy: una puta.

Él inspiró, presto a replicar, pero sólo emitió un suspiro entrecortado. Temiendo el silencio, sin embargo, rompió a hablar muy rápido, con una vehemencia desesperada:

—Muy bien, de acuerdo, pero si tú eres una puta, ¡entonces yo soy un asesino! He matado a muchos hombres, a eso me he dedicado en la guerra. ¿Ves esta estrella roja? Me la han concedido como reconocimiento por haber asesinado a miles de alemanes. Me he pasado cuatro años matando gente, cuanta más mejor, y cuando llegaba a las trincheras que había cañoneado me encontraba con un mar de sangre… Yo no nací para eso, yo quería cantar, tú lo sabes. Pero he estado cuatro años dando órdenes a los soldados para que disparasen más rápido, para que matasen más gente… Y un día me negué a matar a un artillero alemán. Habría podido hacerlo; yo estaba armado, él no. No disparé. Porque…

Se interrumpió con un gemido agudo. Y, como respuesta a ese gemido, alguien aporreó violentamente la puerta y se oyeron dos voces de mujer que, entre maldiciones y chillidos, exclamaban:

—¡Parad ahora mismo o llamo a la policía! La zorra se los trae ahora a las dos de la mañana…

La furia del ataque los acercó, aquel silbar viperino los impulsó a levantarse en actitud defensiva, inclinados los cuerpos el uno hacia el otro, amagando un abrazo. Con una voz casi jovial, él continuó:

—Porque comprendí que si le hubiera disparado sí que habría sido un asesino. En tu caso es lo mismo, incluso está más claro…

Se calló para no romper aquella comunión en la que de pronto sobraban las palabras. No fue la piedad lo que le impidió matar a aquel alemán. Fue que en aquel momento veía el mundo (y al alemán, y a sí mismo, y a toda la Tierra) con una mirada inconmensurablemente abarcadora, que iba más allá de lo que veía. La misma mirada de la mujer que trocaba su cuerpo por pan.

—Pensaba prepararte la cama, pero… —murmuró Mila, y sonrió como si semejante idea le pareciese ahora vana.

Comprendieron, de nuevo sin necesidad de explicaciones, que debían irse. Irse antes de que aquel mundo despertara y reanudara una vida de la que ellos estaban definitivamente excluidos.

Los preparativos no duraron mucho. Mila pareció sorprenderse de lo poco que poseía: alguna ropa, tres platos desportillados, una tetera. Y los dibujos de sus niños, esos papeles que colgaban de la pared en torno a la estufa.

Salieron, cruzaron el patio como en una especie de ensueño. El cielo nublado, un viento que soplaba por entre el murmullo soñoliento de las hojas. Una prenda infantil en la hierba, bajo una cuerda de la que pendían camisas y sábanas abombadas. Mila la recogió, la tendió con una pinza… Se dieron la vuelta. Tras las negras ventanas se presentía una extraña inocencia: la de aquella gente que dormía segura de sus verdades, bonachona, implacable. Y que ignoraba lo que aquella residencia significaba para la pareja que se iba.

La carretera siguió las etapas conocidas: la curva en la que Mila esperaba los camiones, el lugar en el que el coro dio el último concierto… Bordearon el río. El cielo empezaba a clarear. De vez en cuando debían sortear los socavones dejados por las bombas. Algunos estaban llenos de agua y ya erizados de juncos, de los que los pájaros levantaban el vuelo.

Pasaban ante un puentecillo hundido cuando Mila aminoró el paso y propuso hacer un alto. Vieron entonces, en la ladera del valle, a cierta distancia de las ruinas de un pueblo incendiado, una casa intacta: una isba deshabitada con la puerta abierta de par en par, al pie de un álamo de unos doce metros que se elevaba entre una empalizada y el brocal de un pozo. A la claridad malva de la mañana, daba la impresión de que la casa tenía las paredes transparentes y se balanceaba suavemente1, como una barca, sobre las ondas de la hierba alta.