A Mila le bastaron unas cuantas horas de aquella noche clara para contar lo que había vivido después del último concierto. Si lo hubiera hecho llorando, lamentándose, su relato habría sido menos duro. Pero desapareció detrás de un biombo y cuando reapareció un minuto después ya no tenía nada que ver con la rubia borracha del banco. La cara, lavada con agua fría, se le veía más fina, y parecía que un viento nocturno, fuerte y helado le hubiese peinado el pelo hacia atrás. En la parte superior de la frente tenía una vieja cicatriz. En una pared se veían varios dibujos, sin duda obra de una mano infantil, y el retrato de una mujer morena, de rostro flaco y grandes ojos oscuros… La mujer que se sentó frente a él se parecía a la del retrato.
No dieron la luz, les bastaba la claridad azulada que atravesaba la ventana y la rojiza del hornillo en el que habían puesto a calentar una tetera (los dos llamaban «té» a simple agua hervida, pues era lo que bebían durante el sitio: esa palabra fue la primera señal de reconocimiento).
—La última vez que nos vimos fue en aquel concierto, en diciembre… Lo peor vino luego…
Hablaba serena, sin suspiros ni lágrimas. «Lo peor vino luego», repitió él mentalmente. «No, lo peor era la muerte. Y nosotros seguimos vivos». Esto quiso decir, para que Mila siguiera contando relajada, pero ya las palabras de ella reconstruían la ciudad agonizante que él había conocido, y cuanto más hablaba Mila, más conciencia tomaba Volski de que no lo sabía todo, de que no conocía aquella frontera, más allá de la vida.
Nada nuevo había, sin embargo, en lo que contaba Mila: dos millones de seres humanos esperando la muerte en una ciudad fantasmal. Se imaginaba a aquella mujer saliendo del hospital con la frente vendada y emprendiendo una larga caminata a través de Leningrado para volver al apartamento del que habían salido la semana anterior. Se imaginaba su hambre, sus intentos de encender fuego y quizá su enternecimiento al ver una bufanda de él colgada de un clavo en la puerta.
Tampoco era sorprendente que hubiera acogido en casa a unos niños durante los grandes fríos de enero. Primero a unos gemelos de diez años, hermano y hermana, que acababan de perder a su madre; luego a otro mucho más pequeño, de unos cinco años, que durante el día callaba obstinadamente pero en sueños daba gritos de terror; después a uno muy pelirrojo, al que llamaban Mandarina, de ocho años y medio, que presumía de haberse escapado dos veces del orfanato.
«Pero ahora han sido ellos: evacuaron el orfanato y se olvidaron de mí…». Mila sospechaba que, aprovechando la evacuación, se había escapado otra vez. Mandarina tenía una vitalidad arrolladora y siempre estaba de buen humor. Enseñó a los demás a «comer sol»: los niños, hambrientos, se sentaban en fila de cara a la ventana cubierta de hielo y daban bocados a la luz que incidía en sus pálidos rostros, la masticaban y después se la tragaban… Entre aquellos niños perdidos había también un adolescente de piel transparente y párpados entornados que hablaba con voz cansina. Se apellidaba Edward, nombre enérgico que no casaba nada con su aire extenuado. Mila observó que sólo espabilaba cuando se repartía pan, y entonces procuraba obtener un poco más que los otros… Casi todas las semanas entraba un niño nuevo en la «familia». A finales de enero Mila recogió de la calle a dos chiquillas, la mayor de las cuales llevaba a su hermana como llevaría una madre a su bebé.
Poco tiempo después, Mila decidió mudarse con su pequeño clan a la residencia de obreros desocupada de las afueras de Leningrado. Los bombardeos eran mucho más frecuentes en el centro de la ciudad. Y en aquel gran edificio desierto era fácil encontrar leña. Pero sobre todo podían mendigar pan a los soldados que iban al frente o regresaban por la carretera que atravesaba el suburbio.
Su vida, como la de todo el mundo en la ciudad moribunda, dependía de si la temperatura bajaba unos cuantos grados, de si sufrían una caída por la calle cuando iban a recoger su ración de pan, de si un golpe de fatiga les baldaba el cuerpo, sobre todo de si los soldados les lanzaban un poco de comida desde los camiones. El menor contratiempo bastaba para que peligrase la supervivencia de la «familia», que ya contaba con dieciséis vástagos.
No fue un único contratiempo sino una serie de hechos los que cierto día resultaron fatales. Mila volvía de la ciudad cuando se resbaló y se torció un tobillo. A la mañana siguiente no pudo ir a la carretera a pedir pan. Esa noche, después de una semana de deshielo, una nevada dejó cubiertos con un metro de nieve los senderos que comunicaban la residencia con el resto del barrio. Los niños ya no salían de la cama. Solamente Mandarina se mostraba lleno de vida y buen humor. La ayudaba a encender la estufa y animaba a los otros: «¡Arriba, gandules, que voy a enseñaros a comer fuego!». Algunos, contagiados por su energía, se arrastraban hasta la estufa y, como él, abrían la boca y mordían el calor de las llamas.
«¡Es infatigable!», pensaba Mila, siguiendo con la mirada la pelirroja cabeza de Mandarina, que tan pronto asomaba en la puerta como entre las camas que habían instalado junto a la estufa.
Y, sin embargo, fue a él a quien Mila encontró una tarde tendido en el pasillo, con la mirada fija, el cuerpo helado. Jadeaba y, cuando lo llevó junto a la estufa, acertó a susurrar:
—Tengo en el pecho como unas campanillas que suenan…
Se habían comido los últimos restos de pan el día anterior.
Mila se lanzó a la calle y, después de chapotear una hora en la nieve, llegó a la carretera. Por vez primera no tuvo fuerzas para permanecer de pie y se dejó caer junto a un poste. Esperó. Ya no sentía las manos en las manoplas ni los pies helados en las botas de fieltro. Apareció un camión, ella se abalanzó a su encuentro, le cortó el paso, decidida a sacarles cualquier cosa de comer a los soldados que volvían del frente. El conductor se apeó, avanzó a través del temporal, quiso apartar a golpes aquel obstáculo.
—Tengo dieciséis niños, hace dos días que no comemos… —balbuceó Mila.
Con una voz que desgajaba el viento, el soldado contestó:
—Y yo llevo cincuenta y dos cadáveres. Comemos caballos muertos. Solamente puedo darte tabaco, nada más…
A la mañana siguiente pudo traer de la ciudad unos mendrugos de pan. Puso agua a calentar para hacer un caldo, preparó cuencos para todos y cuando fue a echar el pan, éste había desaparecido. Se lo estaba comiendo Edward, sin ocultarse, mirándola con la expresión de un animal consciente de su falta. Mila lo abofeteó, lanzó juramentos como nunca había hecho delante de los niños, lloró. Al final, impotente, se quedó mirando en silencio aquella cara de niño desfigurada por el miedo y por el instinto de supervivencia. Sin dejar de masticar, Edward dijo:
—Tenía mucha hambre… Mi tío trabaja en el aparato de control del Partido…
Esa absurda apelación al poder, en boca de un chiquillo de once años, ante una mesa en la que sólo había unas migas de pan, acabó de desarmarla. Sabía que mentía: si de verdad tuviera un tío poderoso, no estaría allí, con otros niños desheredados. Seguro que se lo había oído decir a alguien e, intuyendo lo mucho que la fórmula imponía, la repetía ahora maquinalmente, aguardando algún privilegio… Atraídos por el olor del pan, otros niños se habían acercado y picoteaban las migas, a la espera de la comida.
Por la noche, los que pudieron levantarse se colocaron junto a la estufa y comieron fuego, como les había enseñado Mandarina. Éste, acurrucado en un rincón, carraspeaba y resoplaba como si quisiera hablar y no lo consiguiera. Mila se sentó a su lado y le ajustó el gorro de Iana, que se le había resbalado. Mandarina abrió los ojos; su mirada era nebulosa, pero luego la reconoció y trató de sonreír.
—No te preocupes —le dijo ella—, mañana iré a la ciudad y te traeré pan, puede que también harina…
Se calló porque vio que él cerraba los párpados como si quisiera ahorrarle una mentira piadosa. Era un gesto de adulto, y con una voz también muy adulta murmuró:
—Tía Mila, me muero, no pasaré de esta noche. Dales mi pan a los demás…
Aquella voz grave en aquel cuerpo menudo la estremeció. Empezó a zarandearlo, a reprenderlo:
—Pero ¿qué demonios dices? Mañana os prepararé una señora sopa… —Y se interrumpió porque vio de nuevo que el niño cerraba los ojos para dispensarla de tener que darle ánimos inútilmente…
Media hora más tarde estaba Mila al acecho en una curva de la carretera que llevaba al frente.
El cielo, barrido por el fuerte viento del norte, era de una negrura límpida. La carretera helada crujía bajo sus pies como cubierta de cascos de vidrio. Sabía que un hambriento no sobreviviría a semejante frío. Pensó en llegarse al campamento del ejército, robar pan. Era la idea de una loca. O más bien era el mundo el que estaba loco, porque dejaba que un niño dijera con serenidad: «Me muero, no pasaré de esta noche…», listaba dispuesta a todo con tal de arrancarle a ese mundo un poco de comida. La dominaba el instinto de la loba que se sacrifica por sus lobeznos. Hasta pensó en cruzar el frente y pedir pan al enemigo. Se imaginó el intercambio: llevaba de comer a los niños y luego volvía para dejarse pegar, violar, matar, todo ello gozando de la total insignificancia de su cuerpo y de su vida…
Se detuvo tras veinte minutos dando tumbos. Sabía que si caía no podría volver a levantarse, y el frío empezaba ya a retardar sus movimientos. Sin ella, los niños estaban condenados. Tenía que volver. Miró al cielo estrellado, un cielo espléndido, negro, fúnebre, e hizo este voto: que los niños tengan pan, no importa lo que yo sufra.
Estaba abriendo la puerta de la residencia cuando la deslumbraron los faros de un todoterreno. Un oficial del ejército la llamaba, pero lo primero que notó casi hasta marearse, y antes de ver siquiera que se trataba de un hombre robusto con el abrigo abierto pese al frío, fue que el aliento le olía a comida, también a alcohol.
—Guapa, ¿no me ofrecerías un vaso de agua? ¡Estoy que ardo!
El hombre se inclinó hacia ella y al notar su aliento de hombre bien comido se le hizo un nudo en la garganta. Mila lo condujo a la cocina, le dio agua, le habló de los niños.
—Ah, eso tiene arreglo, en el coche llevo salchichón y pan. Soy el hombre más importante de la ciudad: proveedor de Smolny.
Pidió otro vaso de agua y se lo bebió, resopló satisfecho y habló de los comestibles que suministraba a los dirigentes de la ciudad.
Mila apenas lo escuchaba; se imaginaba una gran olla al fuego, una sopa bien espesa con rodajas de embutido y el alegre repiquetear de las cucharas.
—¿Y no podría darme también un poco de harina? —murmuró ella, medio aturdida por el olor a carne que el hombre desprendía.
—Harina y lo que quieras, guapa, ¡por tus lindos ojos! —La asió de un brazo, la atrajo hacia sí.
Ella quiso explicar, desasiéndose:
—Tengo aquí dieciséis niños, algunos están enfermos…
—¿Es que no te fías de mí, de un oficial del estado mayor? —Empezaba a enfadarse pero, poseído ya por el deseo, cambió de táctica—. Espera, vas a verlo con tus propios ojos.
Fue al coche, volvió cargando un saco. Con gesto de comerciante, lo abrió ante Mila: había dos grandes latas de conserva, un paquete de sémola, una barra de pan…
—¿Qué te decía? Si fueras amable conmigo…
La tomó de la cintura, le susurró palabras que olían a comida y alcohol, la arrastró a una cama mientras ella balbuceaba casi imperceptiblemente:
—Un niño me ha dicho que se moriría esta noche, vergüenza debería darle…
Pero no había nada que explicar, simplemente había que dejar de existir, reprimir las náuseas que le provocaba aquella boca que apestaba a saciedad, no sentir aquella mano que la manoseaba con violencia… Logró anularse hasta que el que la poseía emitió el último jadeo de placer, hasta que se fue acompañado de risas y promesas.
Y en esa inexistencia se mantuvo mientras preparaba la comida. Acudieron los niños, comieron en silencio, volvieron a acostarse. En el saco que el militar había dejado, encontró una botella de alcohol, bebió a morro y, cuando se sintió ebria, rompió al fin a llorar.
A los dos días Mandarina apareció junto a la estufa riendo como antes. No, no como antes: ahora sus ojos reían a través del velo de la muerte.
El oficial volvió una noche. Y todo se repitió: comida a cambio de un rato de inexistencia y luego alcohol, que apaciguaba pronto el conflicto entre la vergüenza y el espíritu de sacrificio.
Hubo otras visitas, otros hombres, y siempre el mismo, sencillísimo trueque: la supervivencia de los niños por un momento de placer anónimo. Con las tormentas de marzo y el deshielo, tampoco habría podido mendigar en la carretera ni acercarse a la ciudad, donde cada vez quedaban menos vivos.
No sabía cuándo se enajenó de sí misma. Quizás aquel día de mayo en que se miró al espejo y no se reconoció. O quizás el invierno siguiente, cuando comenzó a sentir la necesidad de beber aunque no hubiera visita nocturna.
En cualquier caso, al acabar la guerra ya era esa otra mujer («una mujer de mala vida», decían los vecinos) que vivía en un cuarto de la residencia, ocupada por nuevos inquilinos. A los niños los internaron en un orfanato y ella se quedó sola, sepultada en un pasado lleno de recuerdos del asedio, en el marasmo del alcohol que la volvía indiferente a la vulgaridad de los hombres que la visitaban.
Una noche (todos en la residencia celebraban la victoria sobre Alemania), sentada junto a su ventana, ebria, recordó de pronto unas palabras que provenían de otra vida: «A vos, amada mía, confiaré mi sueño…», y prorrumpió en unos sollozos tan violentos que hasta el jolgorio de los comensales se interrumpió. Una mujer exclamó indignada:
—¡Habrase visto! Todo el mundo alegre y la golfa esa se pone a llorar…
Fue entonces cuando se sintió tal como la veían. Poco después se decoloró el pelo moreno y tuvo este pensamiento tranquilizador: «Así, si muero, nadie me reconocerá». Tenía miedo de volver a ver a aquél que cantaba: «A vos, amada mía…».