Regresó a su pueblo natal, al sur de Smolensk, sin esperanzas de reencontrar un pasado que le permitiese rehacer su vida. La región había sido devastada primero por el Ejército Rojo, que aplicó la táctica de tierra quemada al retirarse, después por los intensos bombardeos de la aviación y finalmente por los alemanes, que se replegaron incendiando cuanto había resistido a las bombas. De su calle (una serie de isbas calcinadas) sólo se salvó el viejo campanario de la iglesia; «un milagro», según le dijo la anciana a la que preguntó por los vecinos, por su familia. Un milagro… Se abstuvo de explicarle que el campanario era un buen punto de referencia para los que tenían por objetivo el cercano nudo ferroviario. Los supervivientes necesitaban creer en milagros. En el jardín de la casa de la anciana, totalmente destruida, había uno: un cerezo abierto en dos pero que había florecido y tenía las ramas cuajadas de florecillas blancas.

La habitación que antes tenía alquilada en Leningrado estaba ocupada. Su nueva casera le dijo:

—Con usted estoy tranquila, no es como esos jóvenes atolondrados. Yo sólo acepto a personas de cierta edad…

A Volski le sorprendió ver que, pese a la cantidad de muertos, los apartamentos estuvieran llenos. Luego supo que era gente llegada de pueblos cercanos arrasados por los combates.

—Veo que la guerra no lo ha tratado tan mal —prosiguió la mujer—. Y ahora, con todas sus medallas, ¡estará usted muy guapo!

Volski se encogió de hombros: ¿qué podía responder a eso? Por no parecer mal educado, balbuceó:

—Tampoco tengo tantas. Los artilleros siempre somos los últimos…

Sus palabras le parecieron estúpidas; no era fácil hablar de la guerra. ¿Qué decir, en efecto? ¿Hablar del silbido de la lluvia sobre el acero incandescente? ¿De los heridos rusos y alemanes que expiraban dentro de las torretas? ¿Explicar que la mayor dicha que le había proporcionado el frente no eran aquellas plaquitas de metal, sino el puñado de fresas que recogía mientras marchaba en columna? ¿Que el momento en que pasó más miedo fue cuando vio que le apuntaba, casi con regodeo, el cañón de un tanque? ¿Y que fue ese miedo, que duró apenas unos segundos, lo que lo convirtió en el joven anciano en quien tanto confiaba ahora una casera? No, estas verdades no se podían contar.

Volski recordó que ya se había quedado mudo una vez: con Mila, en la ciudad asediada.

Fue a la casa en la que ella vivía. El inmueble seguía en pie, pero por capricho de las bombas el tramo de escalera entre la planta baja y el primer piso estaba destruido, de modo que la gente accedía a sus casas por medio de escaleras de mano. Nadie conocía a Mila. La mayoría eran provincianos que venían de pueblos asolados.

Gracias a estos nuevos pobladores, la ciudad parecía rejuvenecida. Los leningradenses que habían sufrido el asedio se mezclaban, pálidos y silenciosos, con esta multitud variopinta. La diversidad de rostros femeninos era embriagadora. La gente entablaba conversación más fácilmente, sonreía más, todo el mundo tenía prisa por rehacer su vida. Volski nunca había hablado con tantos desconocidos, con tantas mujeres. Un día conoció a dos chicas estudiantes en el café El Norte… Todo resultó sorprendente: el mismo local de antaño, las muchachas risueñas, la ligereza con la que él habló de la guerra, alardeando, contando el festín que se daban cuando un obús alcanzaba una bandada de patos…

—Tiene usted una voz tan juvenil… —le dijo una de ellas, echando un vistazo a sus cabellos blancos.

Al día siguiente fue a la peluquería. Le dieron a elegir entre seis tintes, escogió el negro. Mientras el blanco desaparecía bajo las mechas oscuras, pensó en Mila y, con la brutalidad que había aprendido en la guerra, se dijo: «Seguro que está muerta», y sintió que alguien moría en su interior. «No, ¿por qué habría de estarlo? Se habrá casado y puede que viva cerca de aquí. Además, ¿qué nos une todavía? Un beso en una opereta. “A vos, amada mía…”. Si ya con el pelo blanco no me reconocería, ¡mucho menos ahora, con esta melena moruna!». Y pudo recobrar su buen humor del día anterior con las dos estudiantes.

Un sábado fue a la ópera Kírov. Camino de su palco se miró furtivamente en los espejos. El pelo, aunque quizá demasiado brillante, no parecía teñido. Sólo se notaba el flequillo un poco tieso, como postizo. Aparte de eso, era un joven ufano de la reluciente estrella roja que llevaba prendida en el pecho.

En la sala había muchos hombres ataviados con uniformes tachonados de condecoraciones, trajes elegantes que difícilmente se imaginaba uno en los fangosos campos de batalla. «Trajes de teatro», se dijo Volski sorprendido por lo incisivo de la comparación. Galones de oficiales, botas lustrosas en las que reverberaba la gran araña del techo, miradas satisfechas… «Miradas de vencedor», se dijo Volski, e inexplicablemente se sintió fuera de lugar. La blancura de la piel que los vestidos de las mujeres dejaban al descubierto lo impresionó como un recuerdo recobrado…

La ópera, Rigoletto, le hizo olvidar tanto su nerviosismo de moreno teñido como el espectáculo de los uniformes. Un extraño instrumento de percepción sonora, hecho de sus cuerdas vocales, de su memoria, despertó en él. Escuchaba como cantante. Y en cierto momento creyó sentir la respiración del duque.

Estaba tan concentrado que cuando, en su imaginación, sonó este lamento: «También yo habría podido…», se sobresaltó convencido de que lo habían dicho sus vecinos de palco. Los aplausos lo sacaron de su ensimismamiento. Aplaudió como todos, aunque sus palmas le parecieron tan falsas como su cabello negro.

Su atención decayó. Empezó a ver lo que muchos otros espectadores veían sin confesárselo: actores disfrazados, uno de duque, otros de víctimas de su concupiscencia, personajes que cantaban arias tristes o alegres. Y todo eso lo contemplaban hombres enfundados en uniformes y mujeres a las que les apretaban los zapatos que se habían calzado para la ocasión. Y un idiota que se había teñido el pelo con la esperanza de gustar a las mujeres… Volski sonrió ante esta sucesión de ideas que hacían olvidar la desazón de una frase: «También yo habría podido…».

Llegó el momento en que el duque cantaba: «¡Soy un estudiante pobre!», disfrazado como tal para seducir a la protagonista. Era un actor entrado en años, alto y corpulento, de rostro carnoso, muy maquillado de rosa. Sus gordos muslos, embutidos en finas medias de color beis, eran de una voluptuosidad ambigua. ¡Un estudiante pobre! Volski bajó la cabeza para ocultar su sonrisa, se rascó la barbilla, tosió… Pero ya la risa le retozaba en los pulmones, le subía por la garganta. Se oyeron unos «chisss», él se llevó la mano a la cara, hundió los dedos en las mejillas y, sin poder contener aquella hilaridad explosiva, dando pisotones, chocando con rodillas, fulminado por miradas ceñudas, salió corriendo del palco… El público rompió a aplaudir como si celebrara que aquel maleducado se hubiera marchado.

En el guardarropa, donde se estaba bastante fresco, remitió su risa. Una empleada 1o miró con lástima: tenía los ojos rojos, llenos de lágrimas. Sus carcajadas eran también de tristeza. Un cincuentón de muslos obesos que se hace pasar por un estudiante pobre… Así habrían visto sin duda la escena sus compañeros de armas, los soldados que se encaminaban a la muerte cantando.

Se disponía a salir a la calle cuando reparó en que el ruido de los aplausos aumentaba de volumen (sin duda porque alguien acababa de abrir una puerta). Volski se figuró filas de hombres y mujeres en elegantes trajes y vestidos de noche, las vigorosas manos batiendo palmas. Y entonces recordó con aflicción las funciones de la época del asedio: una sala iluminada por unas cuantas velas, el frío atroz, los bultos humanos que, sin fuerzas para aplaudir, les dan las gracias a los actores inclinándose… Se quedó inmóvil con los ojos cerrados, vueltos hacia ese pasado cuya belleza desgarradora sólo ahora comprendía.

Aquel recuerdo de otros tiempos le trajo a la memoria un lugar olvidado: la residencia de obreros donde se había alojado la compañía de canto para estar cerca de aquellos soldados a los que cantaban «el cálido sol del mediodía».

La carretera que conducía a aquella barriada parecía remontarse en el tiempo. El centro de la ciudad ya había sido reconstruido en gran parte; sin embargo, cuanto más se alejaba uno de la avenida Nevski, más patente era la huella de la guerra. Incluso había un tanque alemán con las orugas desbaratadas y el cañón apuntando a los coches que pasaban.

La residencia parecía remozada a causa de la ropa blanca que colgaba de las ventanas. Volski supuso que la habían ocupado koljosianos venidos en masa de los pueblos destruidos.

Buscó a alguien a quien preguntar, aunque tenía pocas esperanzas de averiguar nada: ¿por qué iba a seguir allí Mila, entre tanto recién llegado? En un banco vio sentada a una mujer rubia, pero por la postura, reclinada la cabeza sobre el pecho y muertas las manos, le pareció que estaba dormida… Sobre un pedazo de asfalto había dos adolescentes jugando a la rayuela. Les preguntó, y ellos, bufaron y, retirándose, murmuraron:

—No lo sabemos…

Volski, extrañado, se dirigió a un ama de casa que tendía sábanas en una cuerda. La mujer lo miró con hostilidad y le contestó:

—¡Para esas cosas podía esperar usted a la noche! ¡Estamos buenos! ¡Ahora que vengan también en pleno día!

La respuesta le pareció tan peregrina que Volski se alejó sin pedir aclaraciones. Un hombre mayor que leía el periódico a la puerta de una casa lo recibió de la misma guisa, si bien empleó un tono paternal:

—Vete a algún baile, verás la de chicas guapas que encuentras…

Desconcertado, Volski dio la vuelta al edificio preguntándose si se equivocaba de nombre o es que no se fiaban de… Se arregló el pelo… ¿Lo tomarían por un gitano? Aquello era de lo más misterioso.

Atravesó el patio y se sentó en el banco de la mujer rubia. «Rubia teñida», pensó, viendo el feo aspecto de su pelo. Vaciló, carraspeó y dijo con exagerada efusión:

—¡Buenas tardes!

La mujer dormitaba y parecía no haber reparado en su presencia. Emitía una serie de gemidos tristes; no había duda de que estaba bebida. Volski permaneció sentado, indeciso, diciéndose lo que uno se dice en estas esperas inciertas: «Seguro que cuando me vaya aparece Mila».

Volski asistía con asombro a la vida doméstica del edificio. Apenas habían pasado unos meses desde el fin de la guerra y allí colgaba aquella ropa blanca entre dos árboles, se oía el crepitar del aceite en una sartén, el lloriqueo de un niño, el tango balbuciente de un disco rayado. Una tarde de domingo, y era como si nunca hubiese habido calles sembradas de cadáveres, ciudades reducidas a escombros…

Por la ventana abierta de la planta baja se oyó un prolongado bostezo de bienestar. Ante aquella vida rehecha, Volski sintió un dolor sordo. La arrogancia del dichoso, la lozana indiferencia del vivo. Se sentía tan ajeno a ese mundo como el día anterior a aquel teatro lleno de uniformes de gala. «El mundo de los vencedores…». Sí, gana quien sabe olvidar antes y con más desdén.

Atardeció, y la atmósfera adquirió la suave transparencia plateada de las noches del norte. La «rubia teñida» había cambiado de postura; ahora tenía la cabeza apoyada en un hombro y murmuraba palabras con cierta cadencia, como esas cantinelas de los niños cuando echan suertes. Un rostro duro, curtido por el sol, abotagado por el vino, mechones descoloridos que le caían sobre los ojos, restos de maquillaje corrido. Volski sintió por ella cierta piedad, casi simpatía. En el frente había conocido a mujeres como aquélla; momentos de ternura amarga entre una matanza y la siguiente, amores falsos y al mismo tiempo verdaderos porque era lo único que el amante se llevaba cuando partía para la muerte. Mujeres perdidas… «Vestigios de guerra», pensó Volski. «Esta rubia, el tanque alemán de las orugas desbaratadas… Y yo…», admitió.

Se levantó, quiso despedirse, pero se detuvo de repente. Prestó atención. Lo que la mujer canturreaba le era familiar. O mejor dicho, le era familiar la voz, la calidad de la voz. Si bien seguía siendo una voz de borracha, la modulaba con gran riqueza de matices. «Sabe cantar…», pensó, y casi al mismo tiempo aquella voz le trajo, con una claridad vertiginosa, el recuerdo de un rostro que seguía dolorosamente grabado en su memoria.

La mujer entreabrió los ojos. Su rostro obtuso dejó traslucir por un instante una fisonomía muy distinta, para tomar al final una expresión de somnolencia y hastío. La mujer que Volski recordaba era una superviviente demacrada, de grandes ojos hundidos en cuencas oscuras y rostro huesudo… La que allí canturreaba tenía las facciones hinchadas, el cuerpo propio de quienes, después de pasar hambre, comen demasiado. Y, sin embargo, el antiguo rostro asomaba por momentos como el parpadeo de una luz.

Él le tomó la mano y dijo de un modo voluntariamente neutro:

—Soy yo, ¿no me reconoces?

Ella retiró la mano, lo miró con ojos turbios, fingió sin convicción una dignidad herida y, en un tono a la vez vulgar y desamparado, exclamó:

—¡A mí no me tutee! ¡No soy una cualquiera!

Él vaciló por un instante: ¿aprovechaba el desaire y se iba? ¿Se pasaba al mundo de los vencedores?… Se apartó del banco y vio que el rostro de la mujer se apagaba, se endurecía. La expresión de enojo borró la cara entrevista, se le cerraron los párpados, reclinó la cabeza sobre el pecho.

Tras alejarse unos pasos, se dio la vuelta. A la claridad del crepúsculo, vio a una mujer sola bajo un cielo que parecía resaltar su soledad. No se oía un ruido, era como si los habitantes del inmueble se hubieran marchado. Árboles inmóviles. Aquella mujer en una noche en la que todo parecía en suspenso. Y en la que ningún pensamiento podía ocultarse.

Regresó al banco, se acuclilló junto a la mujer y cantó muy bajo, como si fuera una nana:

—A vos, amada mía, confiaré mi sueño…

La memoria le recordó lo que seguía. Cantó algo más fuerte, y no lo sorprendió que la mujer le respondiera. Tenía los ojos cerrados y sonreía levemente dejando cantar a la otra mujer que en ella revivía. Volski la ayudó a levantarse y ella, sumida en su melodioso letargo, echó a andar junto a él.