No volvió a ver a Mila, y ni siquiera sabía si la habían atendido en Leningrado o si la habían evacuado una noche en algún camión. Abandonó el hospital la víspera de Año Nuevo y se unió a una compañía de artillería a pocos kilómetros del lugar del último concierto. Habían logrado romper el cerco y liberar algunas poblaciones; en una de ellas, sus camaradas encontraron un fajo de bonitas tarjetas escritas en alemán con preciosos caracteres góticos. El oficial que las leyó lanzó un juramento. Eran invitaciones a la fiesta con la que pensaban celebrar la caída de Leningrado, el 18 de diciembre en el hotel Astoria… Volski recordó que el coro había cantado dos días antes.
Se sintió orgulloso de haber contribuido con aquel concierto a la defensa de la ciudad. Luego supo que a mediados de diciembre los alemanes habían sido derrotados cerca de Moscú y eso había salvado Leningrado, con lo que las preciosas invitaciones en caracteres góticos de nada sirvieron… La imposibilidad de determinar el peso de la acción colectiva y del heroísmo individual, de precisar la medida de su combinación, fue una de las lecciones que aprendió en aquellos cuatro años de combates.
La guerra no le dio muchas más. Durante el sitio de Leningrado había convivido con la muerte tan íntimamente como un soldado. Ahora que luchaba en el frente y atravesaba aquellos campos de batalla sembrados de cadáveres, se asombraba de su número pero era consciente de que precisamente tal número atenuaba la singularidad absoluta de cada muerto.
Aprendió, eso sí, mil pormenores de una importancia a menudo vital. Por ejemplo, que aquella casa intacta al pie de un alto árbol que había visto en medio de un pueblo arrasado durante el último concierto, y que tendría que haber sido la primera en volar por los aires, no se había salvado por un milagro, sino por el árbol: ara afinar la puntería, los artilleros eligen un punto de referencia (un campanario, un poste o un árbol), que, por su utilidad balística, se salva mientras todo lo demás es reducido a escombros.
Y cuando recordaba a aquellos soldados chapoteando en el río helado alrededor de un cañón el día del asalto desesperado, pensaba que su guerra consistía también en aquel chapoteo en la nieve o en el barro. No esperaba ya hechos de armas gloriosos ni grandes hazañas. Se resignó a estudiar la ruda mecánica de los combates. Pronto le bastó una sola mirada para determinar el grosor del acero de los tanques contra los que disparaba. Reconocía el calibre de los cañones por su sonido, los diferentes tipos de obuses por su silbido. Distancias y trayectorias adquirían una realidad palpable, inscrita en el aire que respiraba.
A veces sentía que todos estos conocimientos eran inútiles, como cierto día al término de un combate. Había cesado el fuego y sus compañeros estaban liándose un cigarrillo cuando, de pronto, uno de ellos se desplomó; tenía en la sien una pequeña marca roja: una bala perdida. Ningún objetivo glorioso compensaba aquel rostro rígido, aquella materia muerta que apenas hacía un instante era un ser vivo único. Ésta fue otra lección: en la guerra, lo más duro son los momentos de paz, cuando un hombre que cae muerto en la hierba hace ver a los vivos cómo sería el mundo sin su locura. Era un día de primavera y habían combatido cerca de un pequeño bosque teñido del blanco de los cerezos en flor y los lirios de los valles.
Lo destinaron al frente de Leningrado, luego a una ciudad a orillas del Volga que debía preservarse a toda costa porque llevaba el nombre de Stalin. En esta batalla recibió un balazo en la cara y la mejilla izquierda le quedó marcada con un rictus. «Conmigo uno nunca está triste», solía decir bromeando.
Un año después, en la gigantesca batalla de Kursk, Volski sufrió una gran transformación.
Conocía ya el infierno en que podía convertirse un combate librado un hermoso día de primavera. Pero si antes eran infiernos controlados por el hombre, esta vez la obra se le había escapado de las manos a su creador. En lugar de una ofensiva de la infantería apoyada por la artillería, fue un monstruoso choque de miles de carros de combate, hordas de tortugas negras que arremetían con sus caparazones, vomitaban fuego, despedían por sus corazas incendiadas seres llameantes como antorchas. El cielo era una inmensa nube de humo, la atmósfera apestaba a las emisiones de los motores. Las explosiones y el chirriar de los metales recalentados ahogaban cualquier otro sonido. Volski y sus camaradas artilleros se vieron de repente acorralados entre los restos de una fortificación, sin poder retroceder ni disparar cómodamente: los enfrentamientos entre tanques se libraban tan cerca, tan rápido, que casi había que manejar el cañón como se maneja un revólver. Se defendieron como pudieron, alcanzaron en la torreta a un Tiger, aunque de refilón; les contestó una ráfaga de ametralladora. Una pesada tortuga negra acababa de localizarlos. Sin perder de vista las maniobras del carro enemigo, Volski hizo señas a los artilleros para que preparasen un obús. Nadie se movió. Volski se volvió: uno estaba muerto, el otro sentado con el rostro ensangrentado, dando gritos de dolor que el ruido ahogaba.
Todo ocurrió entonces con esa lentitud de pesadilla que él ya conocía, en la que cada gesto parecía requerir varios minutos: sacar de la caja un proyectil (liso y pesado como un juguete que se adormecía entre las manos), transportarlo, introducirlo en la culata, cargar, apuntar… Segundos interminables que el tanque enemigo aprovechaba para encañonarlo poco a poco, como si el tirador se regodeara. No había infierno más terrible.
Lo que sucedió a continuación lo reconstruyó más tarde, al caer la noche, cuando fue capaz de recordar, de entender. Antes de que pudiera disparar, la torreta del Tiger estalló y los cuerpos de sus ocupantes volaron por los aires. La violenta explosión arrojó al suelo a Volski, que, en un instante, vio la angulosa coraza de otro monstruo, un enorme cañón autopropulsado: el famoso SU-152, asesino de tanques, acababa de salvarle la vida…
La noche trajo una lluvia soñolienta. Volski recuperó el oído y pudo percibir el silbido del agua sobre el metal incandescente de los blindados. Quejidos en la llanura plagada de vehículos negros. Palabras en ruso que dejaban claro quiénes habían salido victoriosos del duelo de acero.
De pronto vio surgir de la penumbra una figura tambaleante: un artillero alemán que, aturdido, caminaba a ciegas por entre los tanques. Volski desenfundó su pistola, lo apuntó… Pero no disparó. El soldado era joven y parecía indiferente a lo que pudiera ocurrirle después del horror que acababa de vivir. Cruzaron sus miradas y, sin querer, se saludaron. Volski se guardó el arma y el alemán se desvaneció en el crepúsculo del verano.
La noche fue breve. Hacia las tres de la mañana ya rayaba una claridad cenicienta. Volski se levantó, trepó a uno de los muros de la fortificación. La llanura se extendía hasta el confín brumoso del horizonte y, a todo lo largo y ancho, estaba sembrada de la chatarra negra y enmarañada de los tanques. En aquellas tinieblas metálicas se intuía una presencia humana: los heridos rusos y alemanes que, en la atmósfera angosta e irrespirable de las torretas, esperaban. Quemados, llagados sin esperanza, miraban aquel cielo que acababa de desgajarse en lluvia, aquel firmamento que gravitaba sobre… el «infierno», pensó, pero la palabra le pareció inexacta. El infierno era un lugar lleno de pequeños verdugos que torturaban a los condenados. Allí, en cambio, los heridos esperaban la muerte en la soledad de una jaula de acero, aprisionados entre los cadáveres de sus compañeros.
Se dio cuenta con sorpresa de que no había distinguido entre rusos y alemanes. Era el infierno creado por los hombres… Turbado por una verdad que lo sobrepasaba, volvió a una posición más tajante: habían derrotado al enemigo y aquellos alemanes que agonizaban en sus carros se lo tenían merecido… Pero esa contemplación del sufrimiento de todos los hombres no era fácil de olvidar. Volski adivinaba en ella una sabiduría profunda y terrible cuyo peso lo abrumaba como a un hombre muy viejo. No era la primera vez que, en el Leningrado sitiado, contemplaba las vidas humanas como una sola vida común, y quizás era eso lo que le daba esperanzas.
Antes de que amaneciera oyó el piar de un pájaro.
Era un canto humilde, tímido, melancólico, pero sonaba para todos los vivos y todos los muertos.
El soldado que lo ayudó a transportar los cuerpos de sus camaradas lo saludó con un extraño: «¡Ánimo, abuelo!». ¡Abuelo! Como tenían la misma edad, Volski sonrió pensando que debía de haberse pasado la noche en vela y no sabía lo que se decía. Casi había olvidado semejante apelativo cuando la enfermera que le vendaba la muñeca le dijo al terminar: «Listo, abuelo, ya puede usted volver al combate». Él se echó a reír, pero vio en los ojos de la mujer un atisbo de duda. En la pared de la enfermería había un espejo. Se miró… y se llevó una mano a la cabeza, como si no quisiera vérsela: tenía el pelo blanco, de esa blancura de nieve que lucen elegantemente algunos ancianos.
A partir de aquel día no volvió a escribir a Mila. El asedio continuaba y él sabía muy bien lo que eso significaba para una mujer que lo vivía desde hacía dos años. Podía imaginarse cómo sería la ciudad sitiada en verano, los miles de casas habitadas por cadáveres… De Mila no le había llegado ninguna carta: el correo rara vez traspasaba el cerco. Además, ¿cómo hacérselas llegar, si continuamente se desplazaba de un frente a otro? Estas razones lo ayudaban a creer que seguía viva.
Pero cuando, al día siguiente de la batalla de Kursk, se vio en el espejo de la enfermería, estas razones dejaron de tener sentido: aquel anciano de rostro curiosamente joven y marcado por un rictus era otro hombre.
Este otro hombre volvió al frente casi sereno, diciéndose que el que había sido ya no existía, que lo habían matado. La pérdida de la esperanza hizo de él un buen soldado. No escribía ni esperaba ninguna carta, no se dejaba llevar por enternecimientos que en la guerra son causa frecuente de distracción y, por tanto, de muerte. Se aferró al cañón que servía, se convirtió en una máquina eficiente, impasible, parca en palabras. Con el paso del tiempo, incluso dejó de sorprenderle que los jóvenes lo llamasen «abuelo».
También era otro hombre respecto a lo que antes consideraba su verdadero ser, su sueño, su talento: el canto. Cantaba a veces con sus compañeros en los descansos o cuando marchaban en columna y querían engañar la fatiga. Le gustaban aquellas canciones ligeras que expresaban la realidad inmediata de la guerra. La inanidad de la muerte, la alegría de un día de verano, el olor de la hierba a la vera de un bosque, un puñado de bayas recogidas aprisa entre los árboles, y entonces echaba un vistazo a la columna de soldados y, con una sensación de vértigo, le sobrevenía este pensamiento: «No voy con ellos, estoy en este bosque lleno de flores, arrullado por el zumbido de las abejas…». Y volvía corriendo a su puesto entre aquellos hombres que cantaban mientras iban al encuentro de la muerte.
La facilidad con la que aquellos rostros iluminados por el canto se apagaban en las matanzas diarias, esa facilidad con la que un ser humano era borrado del mapa, fue lo único que no dejó nunca de consternar a Volski. Gracias a aquellas canciones coreadas, se le quedó grabada la cara de muchos de los que caían en combate. Su oído profesional, aunque estragado por la artillería, recordaba sus voces (bellas, sordas, conmovedoras en su celo o ingenuamente temerarias), y estas voces resucitaban una mirada, una sonrisa. Aquellas vidas segadas por la guerra sobrevivían en el canto.
Dejó también de amar la gran ópera con la que en otros tiempos había soñado. Ahora encontraba falsos a todos aquellos Borís Godunov grandilocuentes que, en pleno trance trágico, se despojaban de la barba para expeler más cómodamente las vibraciones de su potencia vocal. Y no menos ridículos se le antojaban los rollizos legionarios de la ópera italiana que hacían tintinear las escamas de sus armaduras de latón, o los caballeros de frac que sacaban pecho con virilidad de gallo vencedor.
Aunque su pasión por la magia del teatro seguía intacta, después de lo vivido en Leningrado, y más tarde en Kursk, se preguntaba qué sentido tenían aquellos espectáculos. ¿Deleitar? ¿Emocionar? ¿Distraer? ¿Regalar el oído de esas parejas formadas por una dama de hombros desnudos y un caballero de zapatos lustrados que, acabada la función, se reunirían en el restaurante y comentarían la actuación de un legionario o un gallo de frac?
A veces, entre combate y combate, se sentaba apoyado contra la cureña de su cañón y canturreaba a solas, sin que nadie lo oyera. Solían ser canciones de D’Artagnan.
El fin de la guerra lo sorprendió a las puertas de Berlín, en la orilla de un lago hollada por las orugas de los tanques. Estaba emplazando la batería con otros dos soldados cuando les comunicaron la noticia de la victoria. Se irguió y vio lo que ya viera el día de su último concierto, cerca de Leningrado: una orilla, soldados aferrados a un cañón, la supervivencia dependiendo de la prontitud de los disparos. «El círculo se cierra», pensó, y miró sonriendo a los soldados que gritaban con júbilo.
—¡Se acabó, abuelo! ¡Bebamos un trago y a casa!
Pensó que el pelo blanco no era más que una prueba jocosa de la desmesurada duración de la guerra. La muerte borraba tan pronto las historias humanas, las ciudades desfilaban a tal ritmo que la impresión de haber envejecido rápidamente no era ni mucho menos infundada. Se cerraba un círculo y, dentro del círculo, toda una vida. Su vida.
Durante los primeros días de paz pensó a veces en Mila. Se preguntaba qué sentiría ella si viera a aquel joven con el pelo blanco. Su pasado común parecía pertenecer a una remota juventud vivida por otro: por un joven disfrazado de mosquetero que besó en el escenario a una joven doncella recién salida del convento. Se decía a sí mismo que lo único que todavía los unía era el recuerdo de una opereta anticuada escrita por un autor olvidado.
«A vos, amada mía, confiaré mi sueño…», canturreaba quedamente en el tren que lo llevaba de Vuelta a Rusia. Sus compañeros de viaje lo tomaban por un veterano alegre.