En los días siguientes dieron varios conciertos en el frente, donde la muerte incluso sobrevenía en medio de una conversación mantenida en la trinchera. El mismo viento a treinta grados bajo cero que parecía envolver el canto en una capa de hielo, el mismo tiritar que trataban de disimular gesticulando mucho. Pero las miradas de los soldados habían cambiado. Ahora aquellos hombres sabían que su muerte no podía proteger a nadie. Para salvar Moscú, cuya resistencia estaban venciendo los alemanes, sacrificarían Leningrado. La vieja rivalidad entre las dos capitales era, aquel invierno, una disyuntiva fatal.

Los cantantes no volvían ya a sus casas, puesto que estaban instalados en una residencia de obreros que la movilización había desalojado. Desde allí era más fácil llegar al frente. Varias veces habían pedido que les dieran armas y los enviaran a combatir. Curiosamente, el oficial que los acompañaba les contestaba lo mismo que un día les dijera el director de la Comedia Musical: «Necesitamos voces…»…

Una noche les anunció que al día siguiente darían el concierto en un lugar muy peligroso:

—Cantaréis en pleno fuego cruzado, por eso sólo vendrán los voluntarios…

Un clamor de jovial indignación le respondió:

—Capitán, ¿acaso no confía usted en sus mosqueteros?

Y uno de los actores cantó la parte de Portos. El capitán impuso silencio y añadió:

—Aunque no puedo deciros más, debéis saber que será muy duro. Pensadlo bien…

Partieron antes del alba en un camión del ejército: catorce cantantes, diez músicos cargados con sus instrumentos; no faltó nadie. El camino no fue largo (las distancias ya eran cortas en torno a la ciudad asediada) y el lugar donde se detuvieron no parecía muy diferente de otros en los que habían cantado. Salvo que allí no se veía un alma. Estrellas de brillo acerado, una extensión blanca que declinaba hacia un río congelado y ascendía de nuevo en la otra orilla hasta un promontorio. Aparte de sus susurros (el «capitán» les había pedido que no hablaran en voz alta), no se oía el menor ruido. Como no tenían tablado, aplanaron un montón de nieve y ahí se colocaron, los cantantes delante, los músicos detrás, vueltos todos, por presentimiento más que por obligación, hacia el río: allá, detrás del promontorio, se intuía un misterioso auditorio…

El oficial les estrechó la mano a todos, murmurando unas veces un proverbio: «No hay quien muera dos veces, no hay quien escape a una muerte», otras un deseo que, en boca de un miliar, resultaba extraño: «Que Dios os ayude». Lo decía con emoción sincera, y por eso supieron que aquel concierto sería muy diferente de los anteriores.

—¿Ves esa estrella? —le dijo Volski a Mila, y ella alzó los ojos—. Es la que se ve desde mi ventana…

No tuvieron tiempo de hablar más: el llano, que parecía desierto, empezó a bullir y a cubrirse de puntos. El silencio, como pillado por sorpresa, aún duró unos segundos, hasta que de pronto lo rompió un estrépito de disparos. El clamor sordo de un «¡Viva!» resonó en el aire. El oficial alzó los brazos, la música dio comienzo. Los cantantes ahogaron con sus potentes voces las exclamaciones de los soldados y las primeras detonaciones.

Cantaban La Internacional, elección del «capitán» (el repertorio de la compañía era más lírico) que no los sorprendió. Pocos de ellos eran comunistas fervientes, pero las palabras que salían de sus labios decían una verdad difícil de negar; era una verdad que nacía ante sus ojos. Primero la llanura se moteó de figurillas negras que corrían hacia el río, luego empezaron a caer los primeros cuerpos y en el promontorio de la otra orilla fue descubriéndose la posición de los alemanes, cuyas armas punteaban la línea de las dunas nevadas. Por último, en la transparente atmósfera del amanecer invernal, surgió un largo rastro de sangre dejado por un soldado que reptaba hacia los cantantes como si éstos pudieran protegerlo.

En las orillas reinó la confusión. La primera línea de atacantes retrocedía diezmada y, al encontrarse con los que emprendían una nueva ofensiva, se unieron a ellos y juntos avanzaron unos metros más, hasta que cayeron bajo el fuego cada vez más certero de los alemanes. Y ya se levantaba otra línea de puntos humanos que se lanzaba por la pendiente helada de la orilla. El tableteo continuo de fusiles y ametralladoras se mezclaba con el estruendo de las explosiones, las órdenes de los superiores, los gritos de los heridos… Heridos como aquél que seguía arrastrándose hacia la orquesta, lanzando alaridos desgarradores y manchando de sangre la nieve.

El canto sonaba en aquel caos de muerte con una amplitud y gravedad que parecía trascender el campo de batalla. Los soldados tenían la impresión de que detrás de aquel escenario de nieve donde cantaban unas pocas personas se erigía el poderío de todo el país.

Repetían el himno por tercera vez cuando Volski vio que unos soldados alcanzaban el promontorio de la orilla opuesta. Los barrió una ráfaga de ametralladora, pero allí permanecieron sus cuerpos para marcar el punto más avanzado del asalto. Aunque concentrado en el canto, Volski no perdía detalle. Sobre el río helado, unos hombres se agarraban a la cureña de un cañón, cuyas ruedas estaban hundidas en un montón de nieve. Sus movimientos eran a la vez lentos y frenéticos, como los de un corredor en una pesadilla.

Veía asimismo lo que la noche había ocultado: al fondo del valle, las ruinas de un pueblo incendiado y, milagrosamente intacta, una casa al pie de un árbol muy alto. Caprichos de la guerra… Como aquel joven soldado herido que, hecho un ovillo a unos pasos del coro, lo miraba con ojos arrasados en lágrimas. El sufrimiento lógico de la masa humana y, de pronto, aquel sufrimiento individual que ninguna lógica podía justificar.

El asalto era un acto de valentía desesperada, un combate dictado más por el honor que por la estrategia. Mucho después de la guerra, Volski vería mencionado aquel día de diciembre en dos libros de historia. En el primero se hablaba de «la participación de artistas de Leningrado en la defensa de la ciudad», sin citar nombres. En el segundo, mucho más reciente, se decía que había sido «un simulacro de contraofensiva concebido por militares que querían rehabilitarse ante Stalin». Ninguno de los dos hablaban de aquel soldado que había marcado la nieve con un rastro de sangre, ni de la casa que seguía tranquilamente intacta al pie del árbol, ni mucho menos del moreno tirabuzón que asomaba del pañuelo de Mila y que, al cantar, Volski alcanzaba con su aliento.

En ningún libro de historia figurarían tampoco aquellos soldados que lograron subir al promontorio de la otra orilla. Sus figuras se recortaron un instante contra el cielo y fueron barridas por las balas; el grupo siguiente pudo llegar un poco más arriba. Los cantantes perdieron la cuenta de las veces que habían entonado La Internacional, pero viendo a aquellos hombres sintieron que las palabras «lucha final» cobraban un nuevo sentido.

Pronto ellos también fueron blanco de las explosiones. Volski reconocería más tarde, cuando entró en el ejército, aquel tiro de mortero, la pérfida trayectoria vertical que da la impresión de que el proyectil caiga del cielo. Pero en aquel momento lo único que sabía era que las bombas caían cada vez más cerca. Una de ellas estalló inmediatamente detrás y levantó una gran nube de nieve; sin necesidad de volverse, por el salto que hubo en la melodía, supo que uno de los músicos había sido alcanzado. Con un júbilo feroz, con la alegría de saberse localizados por el enemigo y, por tanto, ser parte del combate, cantaron más alto.

Volski cayó sin que lo hubieran herido, arrastrado por su compañero de la derecha, que recibió impacto de metralla en plena cara. Al levantarse vio el coro tal como debían de verlo desde la orilla: dos filas de cantantes y un semicírculo de músicos, con algunos huecos dejados por los compañeros caídos. Pero el canto no había perdido intensidad. Y en el promontorio varias decenas de soldados combatían, lanzaban granadas, plantaban ametralladoras entre los cuerpos de los camaradas muertos.

Podían batirse en retirada, correr al camión, salvarse. Nadie se movió. El oficial podía dar la orden de replegarse, pero yacía en el sendero que bajaba al río… Cantaban con una libertad nunca antes experimentada. El desprecio de la muerte insufló en sus descarnados cuerpos una violenta exaltación. Brillaban lágrimas en sus pestañas. Volski vio a un compañero que, con la cara ensangrentada, intentaba levantarse y volver a su sitio. Luego al que tocaba los platillos rodar pendiente abajo…

Y entonces se hizo el silencio, la luz se volvió noche, una oscuridad llena de palabras que él intentaba reconocer. Era, pues… Hizo un esfuerzo, despertó. En medio del espesor algodonoso provocado por la explosión, percibió una voz, y cuando recobró la vista se halló tendido entre otros cuerpos y vio, muy cerca de su cara, los ojos de Mila, sus rizos morenos que ya no cubría el pañuelo y, en lo alto de la frente, una larga herida sangrante. Volski dijo algo pero no se oyó. Lo único audible era lo que ella canturreaba: la parte de Marie en la opereta de los tres mosqueteros…

Antes de perder nuevamente el sentido, miró aquel rostro de mujer, un rostro consumido por el hambre y desfigurado por las heridas. Y entonces, por un instante, vivió el comienzo de una vida que nunca había creído posible sobre esta tierra.