Su vida se confundió con el teatro. Ayudaban a instalar los decorados, echaban una mano a los encargados del vestuario, preparaban la comida de músicos y cantantes. Y por las noches salían a escena. El director sacaba a más figurantes de los necesarios, y Volski creía que lo hacía para ayudarlos. Pero al cabo de varias representaciones comprendió que se debía a la frecuente desaparición de los protagonistas: los figurantes que salían a escena se aprendían los papeles y podían reemplazar a los que, de pronto, dejaban de acudir.

Volski y Mila acabaron sabiéndose de memoria aquella opereta de Los tres mosqueteros, escrita por un tal Louis Varney y muy retocada por un autor ruso. La obrita tenía poco que ver con la novela de Dumas, salvo, claro está, en lo de los tres mosqueteros. De vuelta en casa, encendían la lumbre y repetían las canciones. A veces se echaban a reír: por mucho que pronunciase palabras como «el cálido sol del mediodía», Volski no podía evitar que de su boca se elevara una nube de vaho… Lo más duro era el primer acto. Por ese «cálido sol», Marie, la amada de D’Artagnan, daba diente con diente en su traje de satén claro.

Todos se esforzaban por que las funciones fueran como antes. Pero, naturalmente, todo era muy distinto. Actuaban a la luz de las velas, en una sala con una temperatura de diez grados bajo cero. A menudo las sirenas interrumpían la función y los espectadores corrían al sótano o, si no tenían fuerzas para ello, se encogían en su asiento y aguardaban el fin del bombardeo mirando el escenario vacío… Tampoco había aplausos. El público, debilitado, enfundadas en manoplas las manos heladas, se inclinaba ante los actores para darles las gracias. Esta gratitud silenciosa era más emocionante que una ovación.

Una noche, justo antes de que comenzara la función, uno de los mosqueteros se desplomó en el umbral de su camerino; el rostro maquillado conservaba una sonrisa de sorpresa… No era el primer actor al que Volski y Mila veían morir en el teatro, pero sí la primera vez que les tocaba llevarlo al cementerio. Ya conocían el camino, y mientras andaban comprendieron la diferencia entre el teatro de aquellos días y el de antes de la guerra: lo que ahora compartían quienes cantaban en el escenario y quienes escuchaban en la sala era la muerte, y eso hacía de la ilusión escénica una verdad suprema.

Esta verdad era aún más patente en los conciertos que los cantantes daban en el frente. Las extensiones heladas salpicadas de cráteres de obuses; los tablados hechos con cajas de municiones; las caras de los soldados, cuya mayor parte moriría en los días sucesivos. Muchas veces Volski y Mila entonaban canciones de Los tres mosqueteros, la obra de su «preestreno», como decían sonriendo.

Nunca habían imaginado que la línea defensiva estuviese tan próxima a Leningrado. Desde el escenario, a través de la niebla, veían en el horizonte el perfil de cúpulas y agujas de la ciudad. Y, entre ésta y las posiciones enemigas, sus voces parecían elevarse cual frágil muralla. Su mirada se cruzaba con la de los soldados, jóvenes y viejos: unas todavía expresaban valor; otras, más apagadas, desesperanza. Las canciones hablaban de sol y de amor, mientras que en esas miradas se leía a veces la terrible fraternidad de los condenados. La aceptación de la muerte, pero también la absurda certeza de ser algo más que un cuerpo a merced de las bombas.

Los cantantes eran presa fácil para los aviones que ametrallaban volando en picado. Pero fue allí, en el frente, comiendo el rancho de los combatientes, donde Volski y Mila recobraron un poco las fuerzas. Y una noche, en el teatro, Volski declaró:

—Gracias a esa comida me siento capaz de interpretar a D’Artagnan de cabo a rabo…

Al principio tenían que sentarse a descansar después de cada escena.

Hablaban de la obra bromeando, sin imaginar que el día menos pensado podía tocarles cuando menos algún papel secundario. Aunque el reparto no lo decidía el director, sino cierto personaje taciturno que asistía a todas las funciones: la anciana de la guadaña de la que los actores se burlaban para no desmayar.

Un día, durante un bombardeo, la actriz que interpretaba a Marie fue herida de muerte a pocos pasos del teatro. Mila tuvo que reemplazarla aquella misma noche. En el entreacto, con la voz aún vibrándole a causa del canto frívolo y alegre, acudió al camerino de la actriz, donde ésta, rodeada de cantantes y músicos, agonizaba. Al ver a Mila le susurró:

—En el segundo acto, cuando huyes con D’Artagnan, no corras, o te sofocarás… Yo, las primeras veces… —Se interrumpió, sus ojos quedaron fijos en la larga llama de una vela. Sonaba la campana anunciando la entrada en escena.

Dos días más tarde, Volski sustituyó al actor que interpretaba a D’Artagnan, hallado sin vida en un apartamento con los cristales rotos.

La función transcurrió sin sobresaltos. Ni siquiera la interrumpieron las alarmas antiaéreas. Sólo Volski sabía que su actuación pendía de un hilo. En mitad de la función notó que le fallaban las fuerzas. No cayó, siguió blandiendo la espada y cantando con ánimo, pero sintió una especie de desdoblamiento: su cuerpo se erguía en los escalones de un castillo, su voz entonaba joviales gorgoritos y muy lejos resonaban las palabras de alguien que se encontraba a años de distancia. En la penumbra gélida de la sala veía espectadores que se inclinaban, incapaces de aplaudir, y en el escenario cantaba una joven a la que acababa de declararle su amor, pues en esto consistía el argumento de la obra. Él adivinaba que para ella aquel beso era algo más que una ficción teatral, pero eso, en lugar de parecerle gracioso, le causó un dolor vivísimo, que parecía provenir de un futuro en el que ese beso de opereta significaría algo muy distinto… Y observó también que el actor que encarnaba a Portos sudaba mucho.

Con esta sensación de desdoblamiento llegó al final de la obra y al momento en el que, cogidos de la mano, avanzaban saludando al público. Mila sonreía emocionada y con lumbre en las mejillas; Portos, sofocado, se inclinaba y con su sombrero de mosquetero barría las tablas; Volski sentía palpitar en su garganta las notas que acababa de cantar y hasta podía imaginar las salvas de aplausos y las espectadoras de bellos hombros desnudos…

En su alegría sintió un impulso egoísta, el de ser admirado, que le recordó al joven que bebía chocolate caliente, y se dijo que aquel pasado estival debía volver, que la vida, su joven vida, reanudaría su curso, y la pesadilla de aquel Leningrado hambriento acabaría, y la ciudad no claudicaría…

Entró en su camerino, arrojó el sombrero de plumas a una butaca, se quitó la bandolera con la espada, se despegó con una mueca el bigote ante el espejo… Y de pronto vio en éste a Portos: estaba sentado en un rincón como un niño castigado, las manos juntas entre las rodillas, la cara perlada de sudor. Volski quiso darle una palmada en el hombro, felicitarlo por su actuación, pero entonces se presentó Mila y le hizo señas de que saliera… La noche anterior, Portos había conseguido montar a su esposa y a sus hijos en uno de los camiones que evacuaban a los pocos afortunados de la ciudad asediada. Y esa mañana supo que el convoy había sido bombardeado y que no había supervivientes. Él había ido al teatro, había actuado. El escenario estaba poco iluminado, los espectadores no le veían las lágrimas, sus mismos compañeros creyeron que eran sudores fríos.

Volski y Mila volvieron a casa en silencio, por aquellas calles oscuras donde a menudo se veían cuerpos rígidos. En el cielo, mezclados con los copos de nieve, revoloteaban papeles que los transeúntes recogían, leían, rasgaban. Eran octavillas que acababa de lanzar un avión alemán: Moscú había sido tomada, el ejército del Reich había atravesado el Volga y avanzaba hacia el Ural sin hallar resistencia… Lo importante era no darles crédito, el peligro residía en la duda, que se incrustaba en el cerebro minando la voluntad.

¡No, Moscú no podía caer! Pensaron en Leningrado, recordaron el rostro terroso de los soldados que a unos kilómetros de allí morían defendiendo unos palmos de suelo helado.

—Me dijeron lo de los camiones bombardeados antes de la función —murmuró Mila—. No creí que Portos resistiera hasta el final… —Se inclinó, recogió unas octavillas y añadió sonriendo—: Para la estufa.

Siguieron caminando. Aquel hombre arrasado en lágrimas que cantó y rió en el escenario fue para ellos una prueba frágil pero irrefutable de que la ciudad no sucumbiría.

A la mañana siguiente, las representaciones quedaron suspendidas. Había orden de movilizar a los hombres que aún no estaban en el frente.

Esa tarde, Volski y Mila vieron junto al Neva a unos marineros que cargaban grandes cajas negras en un remolcador. Volski se acercó, un militar lo amonestó. Preguntaron a un hombre que observaba la operación. A media voz les explicó:

—Yo he servido en la marina. Están minando el puerto. Y después hundirán los buques de guerra. Para no dejar nada a los alemanes. Se acabó, la ciudad está perdida.