El 21 de junio, en el café El Norte, muy estimado por los leningradenses, Volski vivió sin saberlo las últimas horas de su antigua vida, su último día de paz. Un momento dulce que se condensó en el sabor de una taza de chocolate.
A su grupo de amigos del conservatorio se había unido una joven morena; estaba comiéndose un pastel, le quedó un bigote de nata sobre los labios y todo el mundo rió… Volski trabó conversación con ella, su diálogo se aisló del ruido ambiente. Resultó que vivían en el mismo barrio.
—El mundo es un pañuelo, y nunca nos habíamos cruzado… —dijo él con vivo placer.
Por estas simples palabras comprendió de pronto quién era ahora: ya no un provinciano sin dinero, sino un joven cantante que hablaba de igual a igual con una leningradense de buena familia. Quedaron en volver a verse, y esta promesa proyectó en el futuro un día luminoso y próximo.
Fue entonces cuando en el sabor del chocolate se condensó el sentido del destino con el que soñaba. Hijo de campesinos, había logrado hacer valer su talento, no sin vencer ciertas reticencias, con la sola arma de su voz. Su futuro era la ópera; a menudo se imaginaba en el teatro Kírov cantando Rigoletto o Borís Godunov.
De su infancia recordaba las manos de su padre y de su madre, las palmas llenas de arrugas con tierra incrustada. El traslado a Leningrado lo arrancó de su mundo de origen, liberó sus pies del barro de los caminos, le permitió correr, huir… Viviría en la ingravidez del canto, pensaba, como otros vivían bajo el peso abrumador de la labor agrícola. Su fatuidad lo llevaba a justificar esta desigualdad, a considerarse un triunfador. Conquistaría la ciudad más orgullosa de Rusia, sería ovacionado por bellas damas cuyos ojos vería brillar en la oscuridad de los palcos.
Estos pensamientos se mezclaban aquella tarde con la transparente claridad de un lento ocaso, con la risa de sus amigos en la gran sala del café, con el sabor del chocolate que bebía a sorbos.
Al día siguiente, el altavoz que habían fijado a un poste enfrente del café anunció el comienzo de la guerra. Como otros miles de altavoces desde el mar Negro hasta el Pacífico.
En septiembre, en aquella misma calle, vio un edificio cuya fachada acababan de derribar unas bombas. El interior casi intacto de los apartamentos impresionaba más que las casas destruidas, ya numerosas en la ciudad sitiada. Al fondo de una estancia del primer piso, en un sofá, Volski vio un cuerpo, un rostro rígido… Y recordó la tarde del 21 de junio, el sabor del chocolate.
El mismo recuerdo le vino a la mente una mañana de octubre: vio que una mujer resbalaba por la orilla helada del Neva y corrió en su ayuda, agarró el cubo que ella trataba de llenar. El agua corriente llevaba semanas cortada, pero sólo entonces reparó en lo extraño del caso: una metrópoli moderna cuyos habitantes tenían que ir al río por agua y beber aquel líquido turbio. Y de nuevo recordó la taza de chocolate caliente.
Y volvió a recordarla la tarde en que, al entrar en su edificio, oyó la voz de un niño que gemía como un borracho. Empezó a subir las escaleras a tientas, acostumbrado como estaba a vivir sin luz, y fue acercándose a aquel gemido que ahora articulaba palabras y que, de pronto, cesó. Encendió entonces un fósforo (tesoro inestimable) y a sus pies vio un rostro de anciano en un cuerpo menudo de chiquillo. La llama se extinguió, llamó a la puerta más cercana. Se oyó un rumor, no contestaron.
—Espera —le dijo al niño en la oscuridad—, vuelvo ahora mismo con algo de comer…
Le llevaba lo que toda la ciudad comía: un mendrugo mitad pan, mitad paja. Había prendido fuego a una tabla del entarimado, que, a modo de antorcha, le alumbró el camino. El niño ya no estaba. Había una puerta abierta. Volski dio una voz, asomó la cabeza, pero no tuvo el valor de penetrar en la fría gruta de la casa…
Volvió a su apartamento y devoró el mendrugo como si alguien quisiera arrebatárselo. Luego permaneció largo rato a oscuras, imaginándose al niño perdido en el dédalo de estancias de una casa donde en cualquier momento uno podía toparse con un cadáver. Y comprendió que no era el hambre lo que le traía a la memoria la tarde del 21 de junio y la taza de chocolate. Era la angustia de ver que la agonía de la ciudad se volvía normal y cualquiera podía acostarse sin preocuparse del niño hambriento que se moría en el apartamento de al lado…
Sopló con rabia las ascuas que había en una palangana convertida en estufa, echó varios trozos de unas tablas que había arrancado del entarimado. Cerró los ojos. Las ondas de calor evocaban atardeceres de verano… El café El Norte, las risas de los amigos que se reúnen allí después de los ensayos. Uno que se divierte repitiendo como si fuera un pasaje operístico lo que dicen los demás. La joven que muerde un pastel y le queda un bigote de nata, y entonces se ruboriza, y Volski, viendo lo guapa que es, se ruboriza también. Y en medio de las risas se entera de su nombre: Mila.
Le despertó la nota aguda de una cuerda. El sonido atravesaba el pasillo del apartamento comunitario procedente de la pieza que ocupaba una pareja de ancianos. Como ya no se levantaban de la cama, cuando necesitaban algo rascaban las cuerdas de un viejo violín… Volski cogió un bidón de agua que tenía calentándose en la estufa y se dirigió hacia allí guiándose en la oscuridad por los sonidos. Se decía que debía encontrar al niño y llevarlo a la habitación de los ancianos, cerca de aquel violín salvador.
A la mañana siguiente, al ver que el termómetro marcaba veintisiete grados bajo cero, tuvo un arrebato de felicidad: una pista de patinaje, figuras veloces, un altavoz que difunde valses y tangos… Sin embargo, en aquel momento el descenso de la columna roja sólo significaba una cosa: la progresiva rigidez de los cuerpos.
Aquella mañana marcó la historia de la ciudad asediada. La ración de pan se redujo a ciento veinticinco gramos por persona. Una semana antes, como consecuencia del bombardeo sobre los almacenes de alimentos, habían ardido víveres que podrían haber nutrido durante un mes a los dos millones de habitantes de la ciudad. La palabra «asedio» sonó entonces como una amenaza mortal: el cerco insalvable, la falta de contacto con el exterior, la pérdida de la esperanza de sobrevivir. Un trozo de pan al día, el agotamiento, la inmovilidad, la nada. Quienes captaban las radios occidentales conocieron la decisión de Hitler: una vez ocupada la ciudad, los habitantes no serían evacuados, se los dejaría aislados del mundo, sin comida, agua ni cuidados médicos, hasta que, a finales del invierno, el ejército del Reich emprendiera «labores de saneamiento», que consistirían en hacer desaparecer los dos millones de cadáveres. Los leningradenses se decían que ese proyecto estaba ya en marcha.
Volski se comió su ración de pan entre dos pasadas de bombarderos. Con tres compañeros, había estado recogiendo bombas incendiarias por los tejados de las casas y desactivándolas mediante grandes pinzas de acero. Restablecido el silencio, se sentó al pie de una claraboya, al amparo del viento, sacó el pan y se lo comió masticando mucho rato para engañar el hambre. Con la mirada reconoció las principales vías de la ciudad, la aguja de la catedral de Pedro y Pablo y la del Almirantazgo. En la isla Vasílievski, frente al Palacio de Invierno, las baterías de defensa antiaérea dirigían al cielo sus largos cañones. Algunos monumentos estaban protegidos contra los obuses por armazones de tablas. El Neva discurría por una vasta llanura nevada. El día era límpido y azul, y la ciudad, sin tráfico ni multitudes, estaba más hermosa que nunca. «Una preciosa mortaja», pensó Volski. Sí, un infinito cementerio de casas donde cada día dejaban de latir miles de corazones. Y no era posible otra vida.
El futuro con el que soñaba pasó por su cabeza como una escena a cámara rápida: revuelo de luces, arias de ópera cantadas con un ritmo vertiginoso, aplausos frenéticos… Todo estaba aún asombrosamente cerca. Pero ya era vano, ridículo.
Se reunió con sus compañeros, que caminaban por el tejado del edificio. Movimientos parsimoniosos, gestos pausados. Esa lentitud no tenía nada que ver con el miedo a resbalar y caer: así se mueve quien se alimenta con ciento veinticinco gramos de pan diarios. Y, sin embargo, sobrevivían al frío, a días que anunciaban el fin, a una vida que se parecía demasiado a la muerte… Uno tras otro entraron en la buhardilla y, por una escalera de mano metálica, bajaron al último piso. En el umbral de la puerta de un apartamento había una mujer con un niño en brazos que los saludó con una sonrisa desmayada… Volski pensó con sorpresa en lo simples que la guerra volvía las cosas: si no hubiera desactivado las bombas, aquella mujer y su hijo habrían perecido en el incendio… Puede que no vivieran mucho más tiempo, que los mataran otras bombas, el hambre, el bajón de la columna roja del termómetro. Pero por esa tregua valía la pena jugarse la vida. Por la sonrisa exhausta de aquella mujer, por la respiración tranquila de su hijo, había que olvidar, sí, al joven que un atardecer de junio tomaba chocolate y se sentía un triunfador.
Era la primera vez desde que había comenzado el asedio que pensaba que su destino podía ser ése: sacrificar su vida por la de otros.
Una mañana de noviembre experimentó como nunca esta intimidad entre vida y muerte. Llevaba dos días sin salir del apartamento por falta de fuerzas. Una vez en que había intentado ir en busca de sus ciento veinticinco gramos de pan, se cayó por la escalera y quedó un rato inconsciente, y cuando volvió en sí tardó una hora en regresar a su cuarto, donde, gracias al calor del fuego, su cuerpo se reanimó lo bastante para no confundirse con la atmósfera inanimada que reinaba en las calles.
Y empezó a explorar la región inmediatamente previa a la nada. Siempre había creído que el hambre era una tortura terrible, incesante. Ahora descubría que sólo lo era mientras se tuviesen fuerzas para sentirla. La tortura cesaba cuando el torturado quedaba reducido a una sombra a la que digerir un trago de agua ya le suponía un esfuerzo enorme. Del mismo modo, el frío que castigaba a quienes se aferraban a la vida calmaba el dolor de los que, postrados por el hambre, aguardaban el fin. Además, la debilidad parecía ajena al cuerpo: era el mundo el que cambiaba, eran los objetos los que pesaban más (el bidón en el que calentaba el agua pesaba ahora una tonelada), las distancias las que se alargaban (tres días antes, llegar a la panadería se le había antojado una expedición al Polo).
Pese al decaimiento físico, su mente se mantenía lúcida. Era plenamente consciente de que quizá no llegaría vivo al día siguiente. Resultaba extraño pensarlo con tanta serenidad y, de no haber estado realmente a punto de morir, incluso habría sentido una especie de complacencia estética ante la visión de su propia muerte.
Aunque su cerebro seguía funcionando sin desmayo, no fue la razón la que cierto día le ordenó sacudirse el embotamiento y aventurarse a cruzar el apartamento oscuro y glacial. Fue el temblor de las cuerdas de un violín que una mano rasgueaba al otro lado del muro de tinieblas.
La pareja de ancianos yacía en la cama como sepultada por mantas y ropas. No quedaba el menor rescoldo en la estufilla, tan sólo el resplandor de una vela medio consumida.
—Mi marido ha muerto… Se ha desmayado usted —oyó que murmuraba la anciana, y tardó en comprender que había dicho las dos frases en momentos distintos.
Había tenido un breve desfallecimiento y la mujer se había levantado para aplicarle en la cara un paño húmedo, y fue entonces, al volver en sí, cuando ella le dijo que se había desmayado. Volski se apresuró a aclarar que no había sido la noticia de la muerte de su marido la causa de que se desplomara como en una mala obra de teatro. La anciana contestó que ya lo suponía y lo ayudó a sentarse en un sofá. Y sin fuerzas para seguir hablando, sin necesidad de hablar, velaron al muerto en silencio.
Comprendían que la muerte había dejado de sorprender a nadie en aquella ciudad moribunda. Eran muchas las casas habitadas por cadáveres, las calles estaban sembradas de ellos y una frontera muy delgada separaba a los vivos de los muertos. Volski recordaba haber visto un día, en el Puente del Palacio, a un transeúnte detenerse ante un cuerpo tendido en la nieve y, desplomándose de pronto, traspasar aquella frontera para reunirse con el otro. «Lo mismo he estado a punto de hacer yo hace un momento», pensó echando una ojeada al cadáver del anciano.
Siempre se había resistido a reconocer la realidad de la muerte, a la que trataba de sustraerse con promesas balsámicas, con cinismo, con miedo. En los libros encontraba las mismas evasivas, el mismo intento de acallar la muerte, de ocultarla a través de mentiras…
La mujer alargó el brazo, enderezó la vela. La luz de la llama volvió transparente su mano flaca, en la que se apreciaba el trazado de las venas. Dedos de hielo. La sombra de su gesto cruzó el rostro del difunto como una caricia y pareció infundirle un hálito de vida. Así debió de sentirlo ella, pues cerró los ojos sonriendo y tomó la mano del difunto.
De pronto, todo lo que Volski sabía de la muerte le pareció falso. Los momentos que compartía con aquellos ancianos vibraban de vida, de la vida contenida en una verdad pura y simple… Aquellas viejas manos juntas, la sonrisa apenada de la mujer, su mirada serena.
Bien entrada la noche, la anciana depositó en la mesilla una pequeña bolsa de tela, y, antes de ver su contenido, Volski supo por el olor que era pan seco.
—Podemos comer… —murmuró la mujer en voz muy baja, como si temiese despertar al marido—: Gracias a él… —Volski no supo por qué lo decía.
El pan seco se esponjaba deliciosamente en la boca. Sabía también a algo que el paladar apenas reconocía, a un trozo de azúcar que se fundía poco a poco y evocaba visiones, imágenes nebulosas de un mundo olvidado.
—No comamos demasiado —se exhortaban maquinalmente el uno al otro. Es lo que todos los hambrientos se dicen ante el peligro de la abundancia repentina.
Demasiado… Volski miró la pequeña bolsa y calculó el tiempo que su vecina podría resistir con aquellos víveres…
—Gracias a él, sí —repitió ella.
El marido había dejado escrita una carta diciendo que guardaba aquella bolsa detrás de unos libros que aún no habían quemado en la estufa. Llevaba semanas reservando parte de su ración porque sabía que sólo uno de los dos sobreviviría…
Volski conocía el caso de gente que se dejaba morir para salvar a algún familiar, generalmente madres que se sacrificaban por los hijos. Ahora él le debía la vida a aquel hombre.
La anciana, silenciosa, cerró los ojos y oprimió con la mano los dedos del difunto. Volski tuvo la sensación de que aquel apretón sobreviviría a la desaparición de los cuerpos. La mujer dio un hondo suspiro y, con la sonrisa amarga que él conocía, murmuró:
—Yo hacía lo mismo… —Con la cabeza señaló un pequeño estante donde se veía una bolsa de papel de la que asomaban unos mendrugos de pan.
Fue al cementerio una negra mañana de invierno. Las avenidas, sombrías, sin tráfico, semejaban fiordos helados de los que el mar se hubiese retirado. Volski no había imaginado que encontraría tanta gente en la calle. Los transeúntes se recortaban contra la oscuridad como en un negativo. Aquellos que se dirigían a la fábrica caminaban más rápido y parecían menos débiles, no se sabía si porque recibían más ración de pan o porque eran de complexión robusta. Se veían también mujeres que, encorvadas, tiraban de trineos cargados con cubos, unos vacíos, otros llenos de agua del Neva. Su chapoteo en la nieve no se distinguía del de las personas que, como Volski, arrastraban muertos.
Llevaba el cuerpo del anciano sobre una puerta de armario, de unos cincuenta centímetros de ancho. Pocos disponían de ataúdes. La mayoría enterraba a sus muertos amortajados con cortinas o manteles.
Tras doblar tres o cuatro esquinas, ya no había que cambiar de calle para llegar al cementerio, y todo el mundo iba en la misma dirección. Volski caminaba a poca distancia de dos mujeres que transportaban a un muerto sobre lo que parecía una chapa metálica; se detuvieron en una esquina, se abrazaron y una de ellas se marchó. Volski pensó que ésta había ayudado a la otra un trecho y ahora se iba a trabajar. La que se había quedado sola con la carga caminaba más despacio que él, así que pronto le dio alcance. Vio entonces que se había equivocado: no era una chapa metálica sino un cuadro… «Curioso», se dijo, «aunque no tanto, teniendo en cuenta la zozobra, las prisas, la dificultad de encontrar rápido un trineo…». El cadáver, envuelto en una tela, no parecía muy pesado, pues apenas hundía el lienzo, pero arrastrarlo costaba mucho trabajo porque los ángulos del marco se clavaban en la nieve, el cuerpo oscilaba, podía caerse…
Con gestos más que con palabras, Volski se ofreció a ayudarla y la mujer aceptó con un simple movimiento de cabeza. Él reemprendió la marcha tirando de la carga de ella con una mano. El cielo negro se volvió violeta, límpido, helado. Se veía mejor la calle, las nubecillas de vaho que echaban por la boca los caminantes.
Atravesaban una gran plaza desierta cuando se oyó ruido de aviones. «Los peores», se dijo Volski, reconociendo el silbido de los Stukas, bombarderos en picado. Las plantas de los pies retemblaron por la sacudida de las explosiones y el estruendo dio a la ciudad muerta una vibración sonora y cambiante. En la calle contigua se elevaba remolineando una gran columna de humo. La gente abandonó a sus muertos y corrió a refugiarse en los zaguanes. Volski y la mujer se arrojaron al suelo junto a una pared, en medio de otra gente. Ella yacía de costado y se tapaba el rostro con los brazos doblados. Volski, que no la conocía, que no sabía si era joven o vieja, sintió una intensa piedad por aquel cuerpo tumbado en la nieve sucia. Una simple metralla y aquella desconocida podía quedarse allí cual inútil despojo humano. Obedeció al impulso de incorporarse e interponer su cuerpo entre ella y las esquirlas de metal que volaban por los aires.
Al cabo de un cuarto de hora reanudaron el camino, y Volski pudo al fin verle la cara. Era joven pero estaba demacrada, lo que la convertía en una mujer sin edad, casi sin personalidad, como todas las mujeres de la ciudad asediada; los ojos muy abiertos, hundidos, unas mejillas descarnadas que dejaban adivinar la forma de las mandíbulas y el cráneo.
Cuando, agotados, se detuvieron a masticar pan seco, Volski rompió a hablar para aligerar el peso de la caminata fúnebre:
—Quién me iba a decir a mí que sacaría a pasear a mi compañero de piso montado en esto… Una pena… Por lo que veo, su muerto no corre mejor suerte… ¿Quién es?
—Mi madre.
Se quedaron quietos, mirándose en silencio, tratando de no hacer ningún gesto, conteniendo las lágrimas. La temperatura era de treinta grados bajo cero, así que no era cuestión de ponerse a llorar.
La joven fue la primera en reaccionar. Se agachó, tomó la cuerda con la que tiraba de su carga y murmuró:
—Yo estoy más cambiada que tú… No me has reconocido.
Volski pensó que no había oído bien, sorprendido ante el tuteo y, sobre todo, ante lo familiar que de pronto le resultaba la voz de aquella mujer, en quien, sin embargo, seguía viendo a una desconocida.
—¿Nos conocemos?
La joven se alzó un poco el basto pañuelo que le cubría la frente.
—Sí, yo no sé comer pasteles y a ti te encanta el chocolate caliente.
Él se detuvo, estupefacto, y miró fijamente aquella cara demacrada, aquellos ojos grandes sobre unas ojeras negras… ¡Mila!