Shútov se dirige a su habitación a paso lento, pensando en los mil argumentos que se le ocurren… Demasiado tarde. Tendría que haberle dicho a Vlad que, en sus tiempos, un poema podía cambiar la vida del lector, aunque también costarle la suya al poeta. Los versos tenían el peso de largos castigos al otro lado del círculo polar, donde tantos poetas habían desaparecido…

Se imagina la réplica irónica de Vlad: «¿Y eso le parece bien?». Una pregunta tan directa resulta desarmante. Es verdad, ¿por qué ha de ser el gulag un criterio para definir la buena literatura, y el sufrimiento una garantía de autenticidad? Y, sobre todo, ¿quién puede juzgar lo que valen las vidas, los libros? ¿Por qué ha de tener la existencia de Vlad menos sentido que la del pobre que con sus últimos kopeks se compra el libro de un poeta proscrito, impreso en papel de embalar? Ya no hay libros prohibidos para esos jóvenes rusos. Viajan por el mundo (Vlad acaba de regresar de Boston), están bien alimentados, han recibido una buena formación, no tienen complejos… Aunque de una cosa sí carecen…

Shútov prefiere no pensar como un viejo amargado. Vlad no tiene nada que envidiar a los jóvenes soviéticos de hace treinta años. A éstos no había nada que pudiera hacerles soñar. Nada. Salvo, quizás, un libro de poesía, unas páginas grisáceas, unas estrofas iluminadas por el oro translúcido del follaje de un parque… «Esto tendría que haberle dicho», piensa Shútov, pero sabe que no habría encontrado palabras para explicar la riqueza de aquel pasado miserable.

Abre la ventana, oye un rumor de fondo que delata el cansancio de la fiesta, la extenuación de un regocijo que, mantenido a fuerza de espectáculos callejeros, se estanca ahora en charcos de ruido. Por la calle pasan parejas, grupos de amigos. Se le ocurre una idea absurda pero tentadora, la de bajar y decirles: «Salgo de un letargo de veinte años y no entiendo nada. ¡Explicádmelo!». Sonríe, cierra la ventana, con cautela temerosa enciende un gran televisor de pantalla plana. El volumen altísimo lo espanta y tarda unos segundos en dominar el mando a distancia. Con resignación cae en la cuenta de que aquella casa está llena de objetos que nunca sabrá utilizar.

En la pantalla se ve un perro de raza, de hocico largo, altanero y nervioso, y unas manos de uñas pintadas que le colocan al cuello un collar de pedrería. Aparece una cifra: 14 500. «Catorce mil quinientos dólares», dice la presentadora, y precisa la naturaleza de las gemas que adornan el accesorio.

Se suceden otros modelos: rubíes, topacios, diamantes… La longitud de las cifras es proporcional a la rareza de las piedras. La escena siguiente presenta a un perro esquilado cuyo cuerpo, muy sensible al frío, ha de ser debidamente abrigado: chales de zorro, de castor, de marta cibelina… La misma gama de pieles para las botitas… El programa prosigue con una especie más difícil de domesticar, un lince, al que hay que someter a un tratamiento de pedicura si se quieren preservar intactos muebles y tapicerías. Un veterinario le lima las garras… Para un hipopótamo enano cuyo bienestar depende del nivel de humedad es necesario instalar un higrómetro. Y para avivar el colorido de la piel de una pitón existe una vasta gama de complementos alimenticios…

Siente que le invade la cólera, pero observa que el programa es más sutil de lo que parece. Ahora se abre un debate sobre los animales de los nuevos ricos. Participan dos periodistas (uno está a favor, el otro en contra) y los espectadores. «¡Que no se nos escape nadie!», se dice Shútov. Los espectadores que no tienen dinero están en contra y uno de los periodistas los apoya. Los ricos están a favor y el otro periodista los defiende. Al final llegan a un acuerdo: si hay locos que compran diamantes para sus canes, son muy libres de hacerlo, vivimos en una democracia. Shútov reconoce que al fin y al cabo piensa más o menos lo mismo y que indignarse no tiene sentido. Los nuevos ricos pueden permitirse tales extravagancias, y sería de ilusos apelar a no se sabe qué principio moral para condenarlos.

«¡Formidable instrumento de lobotomía!», se dice cambiando de canal. Dando cabida a todas las opiniones, se cloroformiza el pensamiento, se aplasta la rebelión de las mentes. Una procesión de pope entran en una catedral: con motivo del tricentenario, los popes griegos han traído las reliquias de san Andrés. En el canal siguiente, dos jóvenes rockeras lesbianas explican que en Londres han tenido que «aligerar» su actuación porque el público europeo es muy puritano; la variante «no aligerada» las muestra a una sentada sobre la otra, frotándose el pubis y jadeando al micrófono… Una vista nocturna, jóvenes cabezas rapadas, saludos nazis… Una serie americana: tres cretinos, dos blancos y un negro, se dicen disparates entrecortados por risas enlatadas… Mis perros, éstos sin diamantes, buscan explosivos en el teatro Kírov, adonde acudirán los cuarenta y cinco jefes de Estado invitados a la fiesta. Un partido de fútbol. Un sobrino nieto inglés de Nicolás II llega a San Petersburgo al volante de un coche de época. Una película erótica…, los jadeos de placer en ruso hacen pensar en la lectura del manual de instrucciones de un electrodoméstico. Personalidades invitadas al pie de la estatua ecuestre de Pedro el Grande, llueve, Blair guarece a su esposa bajo un paraguas, Putin aguanta el chaparrón, Chirac llega corriendo procedente del Ermitage, donde lo ha retenido (explica el comentarista) su afición a las antigüedades… Otro partido de fútbol. «Para llegar a tiempo allí donde cada instante…». Escenas en blanco y negro: imágenes de archivo de la segunda guerra mundial, Stalin en una tribuna, columnas de soldados que parten para defender Moscú. Una entrevista a la señora Putin: «Conviene que las mujeres tengan su propio sastre personal, así evitarán encontrarse en una fiesta con invitadas que lleven el mismo vestido Yves Saint Laurent…». El reportaje del Jardín de Verano en el que se ven paseando a cortesanos dieciochescos con pelucas, miriñaques, anteojos…

Shútov se pone en pie: ha reconocido la esquina de una avenida, una estatua… En treinta años nada ha cambiado. Y todo ha cambiado. El sentido de la metamorfosis le resulta evidente. Rusia quiere borrar las décadas que la han separado de su destino: varios de los libros que le ha mostrado Vlad trataban de ese destino ruso interrumpido por el funesto paréntesis soviético. Un bello río contaminado por el cieno de las matanzas, de la esclavitud intelectual, del miedo. «Vlad, por ejemplo, se siente más afín a esos miriñaques que al fantasma de la Unión Soviética. Se entendería mejor con el sobrino nieto inglés de Nicolás II que con un dinosaurio soviético de mi especie…». Shútov sonríe, pero la idea le duele: por encima de su cabeza, la Historia restablece su curso, se aclara… Y él queda encenagado en los tiempos malditos que todo el mundo quiere olvidar.

«He hecho mal en venir…», se dice. Aunque ¿de verdad ha venido a algún sitio? Un viaje desde el desván de un edificio parisino en el que no se sentía en casa hasta un apartamento de lujo en el que aún se siente más extraño. «He venido a ver a Iana…». Echa un vistazo al reloj del televisor. Las diez y media de la noche. Iana le había prometido en el restaurante que lo recogería sobre las ocho…

Baja a la calle, a la claridad pálida de las noches nórdicas, y echa a andar a paso ligero con la sensación de que va a jugarse el todo por el todo.

El Ermitage está abierto toda la noche, lo han anunciado en televisión. Para allá va, con deleite se adentra en la multitud que se apiña a la entrada, ríe el chiste que repiten varias voces:

—¡Esto es como el asalto al Palacio de Invierno!

Recuerda el carnaval, el calor tribal, la esperanza de reintegrarse a un mundo respecto al cual lleva un retraso de veinte años. Ante los cuadros cruzará miradas, trabará conversaciones…

Cuando entra, se queda parado, atónito. Aquello recuerda el vestíbulo de una estación. Hay gente sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared; gente que duerme; gente apostada en las ventanas que mira al cielo: hay previsto un espectáculo de luz y sonido sobre el Neva. Detrás de un enorme jarrón de malaquita hay dos adolescentes tumbados que se besan morosamente. Un turista en camiseta habla muy fuerte en alemán con su compañera, que lleva la misma camiseta (pero tres veces más grande) y le contesta a la vez que da un mordisco a un enorme sándwich. Pasa un grupo de asiáticos que, con perfecta sincronía, filman los cuadros de la sala. Un hombre le explica a su mujer:

—El metro abre a las cinco, mejor será que pasemos aquí la noche.

Y, como espectros, asoman damas con miriñaque y húsares con bigote, trasunto de los antiguos asiduos del Palacio; pero la gente está demasiado cansada para prestarles atención.

Shútov camina, observa y piensa que se ha precipitado al pensar que Rusia se reencuentra con su destino. No, también hay una mezcla de géneros, y la desaparición de una forma de vida coincide con los primeros balbuceos de un nuevo ser… Junto a una vitrina hay una niña que se divierte con los objetos expuestos. Pero Shútov aguza el oído y comprende que sus grititos son un llanto casi mudo. Ha perdido a sus padres «en una sala en la que había una maceta grande». Se dispone a avisar a una vigilante cuando se percata de que la «maceta grande» debe de ser el jarrón de malaquita. Van a la sala en cuestión y la niña reconoce a sus padres: son los dos jóvenes enamorados a los que Shútov tomó por adolescentes… Cuando se separa de la niña, atisba en su mirada la misma penosa perplejidad que él siente.

Sale del museo y se deja absorber por el gentío. Una esponja cada vez más comprimida de miles de personas que aguardan a que el firmamento se ilumine con el juego de proyecciones ideado por un artista japonés. La presión aumenta con los últimos en llegar; los más ágiles trepan a los árboles. «¡Tres millones de dólares nos va a costar!», exclama alguien, y la gente repite a coro el montante de los honorarios del artista. La noche es demasiado clara para que nazcan fantasías de luz. Las nubes se iluminan, pero el viento que sopla del Neva las rasga enseguida. La gente protesta sin entusiasmo y se dispersa.

De la comunión exaltada del carnaval no quedan sino las acometidas indiferentes de la masa yendo de aquí para allá en busca de los últimos estertores de la fiesta. En la Plaza del Palacio, Shútov asiste al concierto de un viejo cantante de protesta. El repertorio es conocido: campos de concentración, prisiones, sangre. La masa humana ríe, bosteza, se despierta y afluye a la Nevski, donde se fragmenta y Shútov se ve arrastrado por un grupo que vuelve sobre sus pasos. No sabe en qué momento lo que lo rodea se vuelve fantasmagórico. Quizá cuando de un canal ve surgir un batracio: se trata de uno de los hombres rana que inspeccionan el trayecto que recorrerá al día siguiente el cortejo de los amos del mundo. O bien cuando el olor a orina que inunda las calles se hace insoportable.

—Disfraces de seda para las cortesanas pero ningún váter para el pueblo —ironiza un hombre mayor.

En el Muelle de los Ingleses, un cordón policial desvía el flujo de gente: hay un barco atracado, un hotel flotante para los presidentes de las repúblicas exsoviéticas.

—¡Nueve suites a seis mil dólares la noche, lo he leído en el periódico! —comenta extrañamente alegre una mujer, muy abrazada a su pareja.

—¡Qué triste! —replica el hombre—, lo que tú cobras en un año. Y Bush ocupa todo el hotel Astoria…

Arrecia la lluvia, la masa se deshace en ríos de gente. Uno de ellos arrastra a Shútov hasta el Campo de Marte. Atraviesa la explanada, llena de jóvenes que beben y tiran al suelo botellas vacías, se pelean, saltan sobre la llama del monumento a los muertos. Shútov ve que uno se abre la bragueta para orinar sobre el fuego y lo increpa, pero el griterío ahoga su voz… Eso lo salva, aunque algunos lo han oído y van a su encuentro insultándolo con un desprecio casi benévolo:

—Tú, viejo, ¿cómo prefieres que te hagamos los huevos, fritos o cocidos?

Shútov se aleja refrenando el paso para no delatar el vergonzante miedo que le crispa la espalda.

No, lo que lo salva es el acto final de su fantasmagoría nocturna: empiezan a alzar los puentes del Neva y tiene que correr, dar largos rodeos para sortear las islas incomunicadas.

En el espejo del ascensor se ve la cara descompuesta, y entonces concluye con gravedad filosófica: «Ahora lo entiendo todo». No sabe a quién quiere engañar, pero gracias a esa mentira no rompe a llorar. Vlad lo recibe con la mayor de las amabilidades:

—Le he preparado algo de cenar, esturión ahumado, a no ser que… También hay vino, aunque en esto no será usted fácil de contentar, como todos los franceses… Ha llamado mamá, dice que siente no haber podido venir… Ah, también hay cangrejo del Extremo Oriente… Bueno, ¿y qué tal ese Petersburgo by night?

El caluroso recibimiento emociona a Shútov. Un hombre perseguido puede dar rienda suelta al enternecimiento que lo embarga. ¿Por qué no confesarlo todo? El fracaso de su viaje, el fallido reencuentro con Iana… Se sienta a la mesa de la cocina (para los rusos de su generación, espacio de largas veladas de comunión de ideas, espirituales y espirituosas) y empieza a hablar: los miriñaques del Jardín de Verano, la ciudad tan poco festiva antaño, mientras que ahora…

Pronto advierte que el joven no lo escucha. Vlad sigue de pie y lanza discretas miradas a su reloj, hasta que, no pudiendo más, lo interrumpe:

—Si no le importa, hablamos mañana; tenemos tiempo de sobra… El caso es que… quería pedirle un favor… Llevo cuatro días seguidos trabajando en casa y… —Shútov supone que quiere consultarle algo sobre el trabajo, pedirle su opinión acerca de un determinado autor, una traducción… Se siente importante, un hombre de gran experiencia literaria… Pero Vlad continúa—: La verdad es que si curro aquí es por el viejo. A mamá le da miedo que pueda pasarle algo antes de que se lo lleven… —Baja la voz—. No que la palme, entonces no habría problema, se llama a un médico que lo certifique y see you later… Lo grave sería… Es mudo, uno nunca sabe lo que se le pasa por la cabeza. ¿Y si le da por degollarse, por ejemplo? Las manos las tiene hábiles, podría hacerlo. Nos acusarían de malos tratos, de quién sabe qué. ¡Y no es que el abuelo pase inadvertido! En fin, que mamá está preocupada. Yo la ayudo como puedo, es sólo que… Desde que volví de los States no he visto a mi… girlfriend. Bueno, sí que la he visto esta mañana, porque ha venido a probarse la ropa que le he traído, pero con tanta gente por aquí, no hay mucha intimidad que digamos… —Shútov también forma parte de esa «gente». Vlad se apresura a precisar—: ¡No vamos a acostarnos delante del abuelo! Además, en plenas fiestas y yo cuidando de un viejo decrépito. El carnaval lo tengo que ver por la tele…, ¡ni que estuviera preso! Mi chica me ha llamado y me lo ha dejado bien claro: «Elige, ¡el viejo o yo!». Ya sé que las mujeres siempre exageran… Pero en ésas estoy. El gran favor que quería pedirle es… si se puede quedar con el viejo hasta mañana por la mañana… Le prometo, le juro que a las seis y media lo relevo, los enfermeros vienen a por él a las ocho… ¿De veras no le importa?

Shútov lo tranquiliza, le recuerda el desfase horario («En París yo me acuesto a las dos de la mañana, o sea, dentro de cuatro horas…»), Vlad balbucea palabras de agradecimiento y le da algunas instrucciones:

—Yo ya le he dado de cenar. Y si ve lleno el orinal…, aunque orina poco. ¡Se lo agradezco en el alma, oiga! La próxima vez que venga a San Petersburgo, no lo dude…

Se cierra la puerta y en el rellano resuena la voz del joven comunicándole la buena nueva a su amiga por el móvil.

Por la televisión, que se encuentra delante del escritorio de Vlad, transmiten ópera (los ojos de los cuarenta y cinco jefes de Estado están fijos en la frente sudorosa de Pavarotti). Por la puerta entreabierta de la habitación se atisba una manta verde, una mano que sostiene un libro. A ratos se oye el rumor de una página.

Al principio Shútov contiene el ataque de risa, pero luego repara en que el anciano, además de mudo, debe de ser sordo, y entonces prorrumpe en una carcajada homérica. El poético reencuentro raya en lo burlesco. Él, que venía como un peregrino nostálgico, se halla de pronto en medio de una modernidad delirante, mezcla de tentaciones americanas y guiñoles rusos. Él, que quería comprender el nuevo país, se ve arrumbado como una antigualla soviética, en compañía de un sordomudo encamado cuyo orinal tendrá que vaciar.

Ríe sabiendo que es el único modo de no caer en el patetismo del paraíso perdido. ¿Paraíso su infancia en el orfanato? ¿Su juventud vivida en la miseria? ¿La historia de este país escrita entre alambradas? Sí, sí, ¡riamos por no llorar! Y motivos para reír no faltan. En la televisión sigue sonando el panzudo vozarrón de Pavarotti, al que ahora la cámara abandona para enfocar a un cantante muy distinto: Berlusconi, que, con los ojos entornados, canta también, y al que Putin mira de vez en cuando sonriéndose. Shútov cambia de canal. Un reportaje sobre los antiguos tranvías que en el asedio alemán de Leningrado transportaban cadáveres de ciudadanos muertos de hambre. Shútov se pone a zapear: una película hindú, una mujer que se desmaya, un hombre que atropella a su enemigo con una molo ele gran cilindrada. La CNN: la Bolsa sube, un general habla de restablecer la paz. El equivalente ruso de la CNN y la maravilla de ofrecer una y otra vez las mismas noticias: de nuevo la señora Putin aconseja a las mujeres que tengan su propio sastre personal, de nuevo los popes griegos presentan las reliquias de san Andrés, de nuevo las dos rockeras se quejan del público británico, tan puritano… Y cuando Shútov cambia a un canal que emite una película erótica, tiene la impresión de que los cuerpos llevan horas copulando. Un anuncio de comida enlatada para gatos. Un motorista que se lava su «fino y castigado» cabello con un champú nutritivo. Un coche que se detiene ante una salida de sol: «Para llegar a tiempo allí donde cada instante importa». Un verdugo que le corta la corbata al alcaide de San Petersburgo. Un joven negro obeso que hace reír a dos jóvenes blancos medio idiotas en el típico salón de una serie de televisión americana. Antiguos miembros de las SS que desfilan en un país báltico. Un anuncio de espuma de afeitar…

Shútov come frente al televisor (el vino es bueno, hasta para un «francés») y casi se siente feliz, o por lo menos tranquilizado por las cosas absurdas que ve en la pantalla. El secreto que deseaba penetrar es sencillo: Rusia se ha unido al gran teatro del mundo y repite sus gestos, sus códigos. Y la fiesta del tricentenario no es sino un número de ese espectáculo: los cuarenta y cinco jefes de Estado atiborrándose de nuestro caviar, bebiéndose nuestro vodka hasta reventar, escuchando amodorrados a nuestro Chaikovski. ¿Qué es la riqueza de Bill Gates comparada con la de nuestros millonarios, que se han forrado en unos pocos años?

En otro canal se ve a los dos periodistas que antes hablaban de los animales domésticos preferidos de los nuevos ricos. Ahora comentan las vacaciones que se toman los magnates: un barco de lujo (109 metros de eslora), con un helicóptero y un pequeño submarino a bordo, una piscina revestida de oro que, en las parties, llenan de champán, sobre cuya marca y solera los periodistas discrepan… Pulsa el botón y se ve un antiguo tranvía que cruza la ciudad hambrienta durante la guerra.

Shútov modera su hilaridad con un suspiro de alivio. No hay que darle más vueltas, es preciso aceptar el circo en el que los rusos tienen ya su puesto. ¡Todos a la pista! El tiovivo gira y únicamente los mohicanos como él se acuerdan del siglo pasado, nostálgicos de un atardecer brumoso sobre el Báltico a los que el veloz carrusel del mundo despide, entre polvo y ortigas, lejos del carnaval.

Del cuarto del viejo llega una tos sorda, después el rumor de una página. Shútov se asoma por la puerta entreabierta, se acuerda del orinal, ¿estará ya lleno? ¿Debe entrar un momento y desearle buenas noches? ¿Hacerle compañía un rato? Esa presencia humana, a la vez muda y llena de gravedad, lo incomoda.

«Somos de la misma época…». La idea es ingrata, Shútov intenta matizarla: ese anciano es por sí solo (oda una época. Por lo que le ha contado Iana, no cuesta mucho imaginarse la vida del hombre cuya sombra yace bajo la manta verde. Cuando era joven cantaba en uno de los coros que animaban a los soldados en el frente. Trincheras en llanuras barridas por la nieve, escenarios hechos con cajas de municiones, cantantes que disimulan los escalofríos, ríen, entonan canciones heroicas. Posteriormente… ¿qué pudo ser de él? Lo que fue de todo hombre válido: con Leningrado asediado, combatió en las llanuras heladas. Después avanzó lentamente, durante años, hacia Berlín, donde, según Iana, acabó su guerra. ¿Y entonces? Reconstrucción del país, matrimonio, hijos, trabajo, rutina, vejez… Una vida trivial. Pero también excepcional. La vida en una ciudad de la que Hitler quiso hacer un vasto desierto, que sufrió dos años y medio de cerco y en la que hubo más de un millón de víctimas, lo cual equivale a la aniquilación de una ciudad de pequeñas dimensiones cada día. Una metrópoli de hielo, de inviernos rigurosísimos y calles que son laberintos negros llenos de muerte, sin pan, sin fuego, sin transportes. Casas pobladas de cadáveres, bombardeos incesantes. Y teatros que continúan ofreciendo espectáculos a los que la gente acude después de catorce horas de trabajo en las fábricas de armamento… Una ciudad desangrada que se mantuvo en pie y cuya historia se estudiaba antes en el colegio.

Shútov oye toser al anciano en su cuarto, el ruido de la taza que deja en la mesilla de noche. ¿Qué pensar de esa vida? Voces encontradas resuenan en su interior. ¿Una vida heroica? Sí, pero también sacrificada en balde. Y sin duda hermosa por su abnegación. Y absurda porque el país por el que combatió ya no existe. Al día siguiente lo internarán en un asilo de provincias donde acabará sus días rodeado de inválidos abandonados y enfermeras ladronas. ¡Glorioso final!

De nuevo el rumor de páginas. Shútov siente una punzada de cólera. Demasiadas veces vio de joven esa resignación rusa al destino. El anciano sabe que al día siguiente lo arrojarán a la calle, pero sigue aferrándose a su taza de té frío, a su libro de páginas amarillentas. Le prometieron el paraíso en la Tierra, le robaron los mejores años de su vida, lo obligaron a vivir en una vivienda colectiva como sardina en lata. No rechistó. Solamente ha perdido el uso de las piernas y de la lengua, sin duda para no caer en la tentación de protestar. Cobra de pensión lo que los amigos de Iana le dejan de propina al camarero de un local nocturno. No se queja. Lee. No pide nada, no se lamenta, no condena esa vida nueva que florecerá sobre sus huesos, esa vida que Shútov ve en la televisión: actores pintados de oro meneándose delante de los cuarenta y cinco jefes de Estado, que se van a comer a la Sala del Trono… A propósito, ¿conocerá esta vida el anciano? Puede que al verla lance uno de esos prolongados gritos que los mudos son capaces de emitir, gritos de indignación y de dolor al mismo tiempo. ¡Sí, debe conocerla!

Shútov actúa sin darse tiempo para reflexionar: desenchufa el televisor, lo empuja hacia la habitación del viejo, abre la puerta con el hombro, coloca el aparato al pie de la cama, lo conecta. Y él se sitúa algo aparte, para así poder observar la reacción del singular espectador.

El hombre no parece muy sorprendido. Se quita las gafas y mira a Shútov con una severidad serena que se aplaca hasta la indiferencia. Cierra el libro, posa en él la manaza y fija los ojos en la pantalla, sin aversión pero también sin atisbo de curiosidad.

Shútov empieza a pasar canales. El semblante del viejo permanece inexpresivo. El sobrino nieto inglés de Nicolás II llega a San Petersburgo, los sacerdotes griegos pasean las reliquias, las dos rockeras lesbianas se quejan de los timoratos ingleses, Berlusconi canta a dúo con Pavarotti, un oligarca ruso adquiere dieciséis chalés en los Alpes… Nada parece perturbar ese viejo rostro de cuencas hundidas, de nariz recta y carnosa. «Es sordo, sí», se dice Shútov, aunque aquellos ojos fijos en la pantalla son los ojos de alguien que oye y entiende.

La sucesión disparatada y surrealista de escenas debería alterar la impasibilidad de ese viejo semblante vuelto hacia el televisor. Ahora un hombre, para divertir a sus invitados, da a probar a su galgo de pura raza y bellas curvas un plato de caviar. Pero nada, esas facciones siguen imperturbables. Para dispersar las nubes durante la fiesta, el ayuntamiento se ha gastado un millón de dólares… Tampoco eso inmuta al anciano. El canciller Schröder, del brazo de Putin, inaugura el Salón de Ámbar del Palacio de Peterhof, destruido por los nazis. Shútov observa al anciano para ver si su rostro manifiesta alguna amargura, un resto de rencor. Nada. «Conviene que las mujeres», dice la señora Putin, «tengan su propio sastre personal». Un viejo tranvía transporta muertos durante el asedio de Leningrado… El anciano aguza la vista como si viese más allá de lo que puedan ver los espectadores de hoy.

Imágenes del carnaval. Una película erótica. La CNN: Bush baja de un helicóptero. Un programa dedicado al tricentenario en el que un superviviente del asedio recuerda la ración de comida diaria: ciento veinticinco gramos de pan. Un pope explica que, en lo peor del asedio, una procesión con el icono de la Virgen de Kazán dio tres veces la vuelta a la ciudad y Leningrado no capituló…

Las facciones del anciano presentan ahora una leve expresión de dureza. Parece que Shútov empieza a comunicarse con él.

Un partido de fútbol. El buque Silver Whisper, con nueve suites presidenciales. Una rockera sentada sobre otra rockera. La soprano Renée Fleming interpreta a la Tatiana de Eugenio Oneguin en el teatro Mariínski…

Las facciones tiemblan, se endurecen, vuelven a su impasibilidad. El espectáculo prosigue. Damas con miriñaque en las salas del Ermitage. Fuegos artificiales en Peterhof. Putin le estrecha la mano a Paul McCartney (el cantante ha actuado en la Plaza Roja): «Sus canciones, Paul, siempre han sido para mí un soplo de libertad».

«El colmo del absurdo», piensa Shútov. Vuelve al canal que emite el programa sobre los nuevos ricos y no se toma ya la molestia de cambiar. Los dos periodistas visitan una casa de muestra en una urbanización a las afueras de San Petersburgo. «Alta seguridad», «alto standing», «materiales de primera calidad»… Un lenguaje que describe esa grotesca escalada social, arriba, más arriba, aún más arriba, hacia el mejor puesto bajo el sol.

A Shútov empieza a entrarle sueño. Ese paraíso vedado a los simples mortales subleva menos que ver a unos perros lamiendo caviar. Villas atestadas de aparatos electrónicos, porque en algún sitio han de vivir los ricos. Y cada villa tendrá su propio nombre: «Excelsior», «Capitol»… Los dos periodistas salen de la «Buckingham» y comienzan a describir las bellezas de los jardines ingleses… «Y en los invernaderos podrán ustedes cultivar piñas tropicales y guayabas…».

—Ahí exactamente luché yo por la madre patria, como se decía entonces…

Shútov se sobresalta, la insólita frase no puede haber salido de boca de los periodistas, que por lo demás siguen cantando las excelencias de los jardines ingleses. Mira al viejo. El mismo rostro inexpresivo, los mismos ojos tranquilos. Y de pronto sus labios se mueven:

—Sí, en ese río, el Lujta; teníamos que cruzarlo bajo las balas…

Shútov guarda silencio, repitiendo mentalmente lo que acaba de oír: «… luché yo por la madre patria».

Lo ha dicho sin énfasis, incluso con cierta ironía por lo consabido de la fórmula. Pero sus últimas palabras, las que Shútov ha visto formarse en sus labios, han sonado neutras: el nombre de un río, una realidad topográfica. Shútov carraspea y habla como si fuera él quien recobrase la palabra:

—Usted perdone… Yo…, yo creía… Me han dicho… —El viejo vuelve la cabeza, cambia de postura para mirar a Shútov—. En fin, que era usted mudo…, que había perdido…, pues eso…, el uso de la palabra…

El viejo sonríe.

—Ya ve que no.

—Y, entonces, ¿por qué…, por qué no habla con nadie?

—¿Hablar de qué?

—No sé… De la vida… De este nuevo mundo… ¡De eso, por ejemplo!

En la pantalla se ve una perrera junto a la casa de muestra, y el periodista explica cómo funciona el sistema de aire acondicionado, mientras un gran galgo blanco se frota contra su pierna.

—¿Y qué puedo decir de eso? Ya está claro. —Y se calla.

A Shútov lo asalta un temor absurdo: ¿y si el viejo callara para siempre? En la pantalla se ven ahora dos obreros talando un árbol: el quejido agudo del tronco serrado, el estrépito del ramaje.

—Sí, allí combatimos. Y sin la ayuda de ningún icono… Me llamo Volski, Gueorgui Lvóvich Volski.