Todos los títulos llevan un nombre de mujer: Tatiana o la domadora del fuego; Déborah y el alquimista del placer; Bella, una mujer sin tabúes… Vlad muestra a Shútov la colección que acaban de lanzar. Reconoce que han tomado la idea de Nabokov, de Ada o el ardor, pero el propio Nabokov la tomó de las novelas para mujeres… El joven usa un lenguaje que Shútov nunca había oído en Rusia: «estudio de mercado», «promoción de un libro», «potenciar las ventas»… Para la nueva colección, han tenido que definir bien el «segmento generacional» al que va destinada, por fortuna bastante amplio: mujeres de treinta a cincuenta años, «no demasiado intelectuales» (para Vlad es un elogio), y, en menor medida, hombres «algo reprimidos» que leerán los libros a escondidas.

Al ver la cara de perplejidad que pone Shútov, Vlad se apresura a añadir:

—También tenemos muchos brands serios, ¿eh? —Y enumera colecciones de novela histórica, sagas familiares, política ficción… Pero lo que no entiende Shútov es la palabra brand. Vlad traduce—: Son…, ¿cómo lo diría?, una especie de marcas, de etiquetas.

Por ejemplo, estas novelas de Bellas y Tatianas tenemos que sacarlas bastante seguidas, para crear hábitos de lectura, adicciones, si quiere. Pero como cada novela tiene unas quinientas páginas y ningún escritor daría abasto, salvo que fuera estajanovista, como decía mi abuelo, pues varios autores trabajan con el mismo nombre, preferiblemente americano. Eso es un brand… —Vlad observa que su explicación deja a Shútov más confundido todavía. Se agacha, coge unos libros de la moqueta—: ¿Ve qué tochos?

Shútov lee los títulos: En las alcobas del Kremlin; Stalin, entre Dios y el diablo; Nicolás II, la inocencia de un mártir

—¿«La inocencia de un mártir»? —pregunta Shútov, tratando de comprender.

—Pues claro…, ¡pero si acaban de canonizarlo!

—Por haber llevado a Rusia a la revolución…

—Ah, no, un momento, la revolución fue un complot que se tramó en el extranjero. Este libro lo deja bien claro…

En una portada de color rojo sangre se ven unas figuras de aire amenazante. Las fuerzas ocultas de la Revolución. Shútov sonríe.

—Uf, qué miedo.

—De eso se trata. Y porque no ha visto la publicidad que he preparado para lanzarlo. Un monje ruso que reza ante un icono rodeado de demonios que danzan…

—Eso dista bastante de la verdad histórica. Sobre todo si vuestro monje se parece a Rasputín…

—La verdad histórica la reescriben los historiadores cada día. Lo que a nosotros nos interesa es una verdad que lleve al lector a tirar del monedero. ¿Sabe cuál es el lema de mi jefe? «Que los únicos que no compren nuestros libros sean los ciegos». Y casi es verdad. Pero para eso hay que tener imaginación. Cuando lanzamos el libro sobre Stalin, encontré a una mujer que había servido en su dacha del mar Negro, ¡sí, como lo oye! Ahora es una abuela centenaria, pero yo conseguí que saliera en un programa de la tele, y el periodista (que en definitiva es uno de nuestros autores) condujo la entrevista de tal manera que la gente creyó que ella había sido amante de Stalin. Al día siguiente se agotó la edición. Ésa es la verdad histórica. O bien esta Bella, una mujer sin tabúes. Trata de un burdel que frecuenta la chusma de Moscú. Pues bien, para lanzarlo por la tele reunimos a cinco prostitutas que confirmaron lo que contaba el autor…

Vlad se entusiasma, a Shútov le faltan brazos para sostener carteles enrollados, fotografías de gran formato: Nicolás II nimbado de la aureola de un santo, Stalin y en segundo plano una mujer fatal que se abre el escote de la blusa con el cañón de una pistola y muestra un par de senos rosados y enormes…

«Siempre el mismo carnaval», piensa Shútov, y de nuevo siente vivamente el vértigo del cambio. ¡Cuánta energía tiene el joven Vlad! Y un cinismo de niño bueno. Vende libros como vendería aspiradoras. Todas esas editoriales tienen apenas unos años de vida y ya saben desenvolverse como las americanas…

En la brazada de papeles entrevé de pronto la fotografía de un parque, esculturas bajo follajes otoñales. El Jardín de Verano… Pero enseguida desaparece sepultada por un abanico de otras imágenes en color: mujeres que se abrazan, hombres que se besan tiernamente…

—Nuestra colección para minorías sexuales —comenta Vlad—. Ya le digo, ¡no se nos escapa nadie! —Y ríe.

Shútov recuerda a los verdugos del carnaval que hace un rato le han cortado la cabeza: es lo mismo, que nadie esté triste. La comparación resulta inquietante.

—En otros tiempos, Vlad, quiero decir, cuando yo era joven, se publicaba mucha poesía. No eran grandes tiradas, pero nosotros leíamos aquellos libros, la mayoría impresos en pésimo papel, con…, ¿cómo diría?, con verdadero fervor. La poesía era nuestra Biblia…

—Ya sé a qué se refiere, a esos libros que los viejos llaman con nostalgia «la gran literatura». Voy a decirle lo que yo pienso. Un día conocí a una joven norteamericana que trabajaba en lo mismo que yo. De repente empezó a comerme el coco: «Publicamos mierda, claro, pero para poder publicar verdadera literatura». ¡Qué hipócritas son esos puritanos! Yo le vacilé citando a Marx: «El único criterio de la verdad es el resultado práctico». Y en la edición el resultado es el número de ventas, ¿o no? Si se venden libros de mierda es porque la gente quiere libros de mierda. ¡Tendría que haber visto la cara que puso! —Ríe a carcajadas, y mirando la televisión añade—: Además, si publicara a sus poetas de baja tirada no podría comprarme ese buga…

En la pantalla (sin volumen) se ve un coche ante una salida de sol: «Para llegar a tiempo allí donde cada instante importa». El móvil de Vlad emite unas notas de jazz, lo coge y contesta en un inglés coloquial que Shútov no entiende. Vlad tapa el móvil con la mano y le susurra guiñándole el ojo:

I’m joking

Sí, lo del coche lo decía en broma, piensa Shútov, desembarazando sus rodillas del montón de fotografías. «Broma», shutka en ruso, la misma raíz que su apellido…

Tras la puerta del cuarto del anciano mudo, se oye el tintineo de una cuchara en una taza.