A la mañana siguiente Shútov sigue a Iana, que, sin dejar de hablar por el móvil, realiza mil gestos útiles: agarra a un niño que se tambalea, señala a los obreros salpicaduras en el mármol del cuarto de baño, enchufa un hervidor para preparar el desayuno, ajusta la falda que se prueba la joven amiga de Vlad… A veces mira a Shútov, le sonríe, cabecea como diciendo: «Ahora mismo estoy contigo», y el torbellino continúa: los obreros le preguntan por el color de una masilla, Vlad le pide dinero, una mujer cargada con un fardo le dice que el cuarto del viejo quedará libre al día siguiente. Sin embargo, nada le impide seguir dando instrucciones por teléfono:

—Prepara la veintiséis porque necesita una habitación con salón… También podría conformarse con una normal… ¿Y qué? Ministros tenemos quince en nuestros hoteles. Si se ponen todos a pedir suites… ¡Pues que los aloje Putin en su Palacio de Constantino! Bueno, tú lo trasladas, pero a él solo… ¡Tenme al corriente!

Entre dos llamadas tiene tiempo de decirle a Shútov en qué restaurante comerán y podrán por fin «hablar en la intimidad». Tal expresión, aunque pertenezca al lenguaje estereotipado, lo emociona, y entonces balbucea una frase demasiado larga y nostálgica, que no cuadra con el ritmo trepidante de la mañana, algo así como:

—¿Te acuerdas de aquella alameda del Jardín de Verano en la que…?

Iana le lanza un beso y se precipita al ascensor gritando por el móvil:

—¡Aquí no te oigo bien, te llamo desde el coche!

La vitalidad de esta nueva vida es agradablemente contagiosa, un euforizante que Shútov halla en mayores dosis en la calle. Se siente rejuvenecido, casi vivaracho. Corre tras el balón que se le escapa a un niño, le guiña el ojo a la madre. Se compra un helado, indica el camino a dos jóvenes turistas. Y cuando sale a la Nevski se produce el milagro: se entrega por entero a la multitud carnavalesca que se dirige al Palacio de Invierno, y es una entrega carnal, una adhesión física.

Es como una… ¡operación de cirugía estética! La metáfora es peregrina pero elocuente. Siente su rostro renovado por todas esas miradas que en él se posan en medio de un alud de sonrisas, gritos, abrazos. Una persona operada debe de experimentar la misma mezcla de angustia y alegría al salir a la calle: ¿se dará cuenta la gente? ¿Se apartarán? ¿Me mirarán con lástima? Pero al parecer nadie advierte nada. «Todo el mundo sonríe a ese hombre que no soy yo. Así pues, tengo otra vez el derecho de vivir entre la gente».

Y si al principio Shútov camina con esa circunspección de persona operada, muy pronto el frenesí que lo rodea conjura todos sus temores. La música de varias orquestas arma tal jaleo que no queda más remedio que comunicarse por gestos. Bien es verdad que lo único que se transmite es un asombro constante. Una gigantesca vaca hinchable de ocho patas sobrevuela la multitud y la riega con su copiosa orina, y la gente grita, se aparta, despliega paraguas. Más allá se abre paso una procesión de máscaras vestidas de Pedro el Grande: casaca militar, tricornio, bigotes de gato erizados, bastón. La estatura de casi todas ellas se acerca a los dos metros veinte del zar, aunque también las hay más bajas, y hasta una mujer. En un cruce, la procesión de máscaras se mezcla con un grupo de bailarinas brasileñas casi desnudas, ornadas de plumas. Los zares frotan sus uniformes contra los largos muslos bronceados, rozan los hemisferios turgentes de los traseros. Y tras ellos desfilan ya unos cortesanos con peluca, la avenida es invadida por mujeres con miriñaque, el sol reverbera en los altos tocados empolvados. La nata batida de que parecen estar hechas esas ropas cede su lugar a otro monstruo hinchable. ¿Un dinosaurio? No, un navío. Shútov lee lo que pone en la quilla: AURORA.

—Es el acorazado de la Revolución de Octubre —le explica una madre a su hijo, de unos doce años…

Los tiempos han cambiado de veras si hay que enseñar a los niños esa perogrullada histórica que en el pasado se aprendía en el parvulario. Esta ignorancia es refrescante: ¡dejadlos en paz con vuestras guerras y revoluciones!

Los altavoces que resuenan en medio del estruendo musical parecen dar la razón a Shútov:

—¡Nosotros hacemos la gran revolución de mayo! ¡Todos a la Plaza del Palacio, donde decapitarán al alcalde de San Petersburgo!

La gente prorrumpe en risas, las máscaras gesticulan, otro Pedro el Grande, a caballo, descuella entre el gentío.

De abajo, casi del suelo, se levanta una voz aguda:

—¡Apartaos, dejadme pasar, que llego tarde!

Es un enano, ya entrado en años, vestido de bufón del rey, o, más bien, de bufón del zar. Trota balanceándose y empuja a la gente con sus cortos brazos. Lo acompaña una de las bailarinas brasileñas, que, agitando plumas y brazaletes, le abre camino. Los esperan sin duda en la Plaza del Palacio, y su prisa es a la vez cómica y entrañable. «Un bufón», piensa Shútov, dejando pasar al hombrecillo. «Un shut…». La bailarina medio desnuda aparta a Shútov de un empujón, las plumas le cosquillean la mejilla, siente el vigor de ese joven cuerpo perfumado pero ve que, curiosamente, su mirada es triste.

—Tú, bribón, ¿osas no sonreír como todo el mundo? ¡El que no sonría, al tajo!

Shútov intenta desasirse de las manos que lo agarran, pero acaba cediendo al juego. Lo cercan unos comediantes vestidos de verdugos y recuerda la consigna que repiten los altavoces: quien no se muestre alegre es enemigo del carnaval y ha de ser decapitado. La decapitación es cualquier cosa menos cruel: una sentencia que da risa, un hacha de plástico que toma impulso, la gente que aclama al verdugo…

—¿Hace mucho que no venía a Petersburgo? —le pregunta uno de los verdugos, y sin esperar la respuesta corre a atrapar a más reos de lesa alegría.

Cuando llega a la Plaza del Palacio, Shútov empieza a penetrar el secreto de los cambios. Es un estallido de energía largo tiempo contenida. La fiebre de las nuevas razones de ser tras la muy razonadora demencia de la dictadura. Ve al alcalde subir al cadalso, ¡al alcalde de San Petersburgo en persona! (¿sería eso posible en París, en Nueva York?). Tiran petardos, la gente abuchea al alcalde, éste sonríe casi halagado. El verdugo enarbola… unas enormes tijeras, las acerca al cuello del condenado y le corta… ¡la corbata! Y cuando la exhibe como un trofeo, el delirio se apodera del público. Un altavoz estalla de alegría:

—¡Una corbata Gucci!

Shútov se sorprende gritando con los demás, chocando la mano a desconocidos, fundido con la masa. El enano bufón, sin aliento, sube al trono y un magistrado vestido de ceremonia lo proclama gobernador de la ciudad.

«Exorcismo colectivo», piensa Shútov, y se encamina al lugar donde ha quedado con Iana. «Tres días de cómica revolución de mayo para anular décadas de terror, lavar la sangre de las revoluciones reales, ensordecerse con ruido de petardos para acallar el de las bombas. Soltar por las calles a alegres verdugos como ésos para olvidar a los que, en noches no tan lejanas, llamaban a la puerta, sacaban por la fuerza a los hombres de sus camas, se los llevaban en coches negros».

Tras el Palacio de Invierno se ve una pancarta que anuncia un RETRATO DE FAMILIA. En sillas plegables hay sentados un Pedro el Grande, un Lenin, un Stalin y, después de un lamentable hueco, un Gorbachov en cuya calva han pintarrajeado una mancha. Stalin, con una pipa en la boca, habla por el móvil. Un Nicolás II y un Brézhnev (eslabones perdidos), cargados con paquetes de cervezas, se unen al grupo. Risas, flashes. Una joven en minifalda, la organizadora de la farsa, se pasea entre la gente:

—Vamos, señoras y señores, una moneda para los vencidos de la Historia. Se aceptan dólares…

«Por fin han logrado pasar página», se dice Shútov.

Y la idea de quedar sepultado como un pétalo seco entre las páginas anteriores le da ganas de correr, de recuperar el tiempo perdido.

—¿No has tenido tiempo de cambiarte?

—No… Además, sólo me he traído esta chaqueta…

—Ah…

La música ahoga sus palabras. Shútov se lleva las manos a las solapas y sonríe avergonzado; bolsillos deformados, tejido descolorido… El personal del restaurante conoce a Iana y la saluda con respeto. Algunos clientes le hacen señas. «Está entre los suyos», piensa Shútov, sin saber en qué criterio se basa la distinción entre «los míos» y «los otros» en la nueva Rusia: ¿simple amistad? ¿Profesión? ¿Política?

Están sentados en una terraza que da a un parque en el que suena una música alegre y estrepitosa; la molestia no es culpa del restaurante, y el dueño les manifiesta su pesar.

—Ah, este tricentenario… —replica Iana suspirando.

Tendrían que gritar para oírse, pero lo que Shútov quiere decir no puede decirlo en voz alta. Hacen, pues, como los demás: sonríen, comen y hablan alzando la voz y gesticulando. Por este diálogo intermitente se entera Shútov de lo que ya sabía: la vida de Iana después de su breve historia de amor inconfesado. El trabajo, el matrimonio, el nacimiento de un hijo, el divorcio, el retorno a Leningrado cuando ya era San Petersburgo…

Las palabras que se agitan en su interior son muy débiles —sí, las han debilitado los años— y no pueden atravesar el muro de ruido. «¿Recuerdas», querría decir, «aquella noche en Peterhof, la bruma dorada que flotaba sobre el golfo de Finlandia…?». También se entera de lo que no sabía: ¡la cadena de hoteles en la que Iana trabaja es suya! Es decir, no exactamente suya, sino de ese misterioso «nosotros» al que constantemente se refiere. ¿Su pareja? ¿La empresa familiar? Más que la música, son estos sobrentendidos los que dificultan la comunicación.

La música cesa de pronto. Se hace un silencio asombrado, hasta se oye el rumor de las hojas… Pero los móviles rompen a sonar como si hubieran estado aguardando a esta pausa. No, simplemente es que la gente no los oía. Y todo el mundo contesta al mismo tiempo con el entusiasmo del habla recobrada.

También llaman a Iana. Por el tono que emplea, Shútov ya puede reconocer a sus interlocutores. Cuando habla con voz algo irritada, son los empleados de «sus» hoteles. Cuando lo hace con deje burlón y coqueto, es un hombre cuyo mal humor hay que aplacar y que parece pertenecer a ese impreciso pero poderoso «nosotros»; su pareja, sin duda. ¿O quizá su marido, al que hay que ocultar la presencia de este enamorado de hace treinta años? No, sería absurdo…

Iana se guarda el móvil, y él confía en poder revelarle finalmente por qué ha venido.

—La fiesta de inauguración del apartamento es mañana —dice Iana—; poca cosa, sólo una copa de champán. Ya has visto que no hay ni mesas. Y por la noche, todo el mundo a nuestra casa de campo… Gente importante de San Petersburgo. A ti no sé si te interesará, no conoces a nadie… Vendrá el alcalde… —A éste sí lo conoce Shútov: es el «decapitado» al que han cortado la corbata Gucci…

Se acerca una pareja a saludar a Iana. Rápidas miradas inquisitivas dirigidas a Shútov: ¿quién es? ¿Un ruso? No va lo bastante bien vestido para este lugar. ¿Un extranjero? No tiene la desenvoltura de un occidental. Shútov lee estos juicios en sus ojos. Y a Iana la nota azorada: él es inclasificable, difícil de presentar a los amigos, mundanamente mal perfilado. Cuando la pareja se va, Shútov procura mostrarse distendido como un viejo amigo:

—¿Y dónde te has construido esa dacha? Sí que me gustaría ir.

Iana vacila, como si se arrepintiera de haberlo invitado.

—Es una vieja isba. Pero apenas son tres hectáreas de terreno. En el golfo de Finlandia…

Llega un hombre y se pone a hablar con Iana. «La bruma dorada sobre el golfo de Finlandia…», recuerda Shútov.

Es un joven apuesto (no más de cuarenta años, o mejor, de esa edad tersa y bronceada que saben aparentar aquellos que se lo pueden permitir). «Un veau ténébreux»[1], piensa Shútov (eso decía Léa, y los dos se reían…). Se reprocha la maldad. De hecho, este beau está cortado por los patrones americanos de la virilidad, y en tal caso los franceses hablan de héroes de serie B… Un traje de verano irreprochablemente cortado, un aire de seductor indulgente con la flaqueza de sus víctimas. Iana emplea una voz que Shútov desconocía: de indiferencia jovial con un eco de fragilidad, de tierno desamparo. Y la expresión de su cara, de los ojos alzados con que mira al hombre, no es menos elocuente: la angustia de quien pierde a un ser querido entre la multitud. Vuelve a sonar la música, ella se levanta y se acerca al hombre, y esa ternura inquieta es más evidente ahora que no se oye lo que hablan.

«Es su amante, seguro». La fuerza de la evidencia lo irrita, pero comprende que los celos no tienen sentido. «La bruma dorada sobre el golfo de Finlandia…». Era absurdo esperar que ella lo recordara. Piensa en las diferentes voces que emplea Iana para hablar con sus empleados, con su marido, con ese beau ténébreux. Lleva varias vidas paralelas, y se nota que eso la excita. Ahí, ante su amante, mucho más alto que ella, delata con todo su cuerpo que es una mujer entregada. Shútov se siente como un actor que entra en escena a destiempo.

El hombre besa levemente a Iana en la cara, se despide. Ella se sienta, mira a Shútov con ojos ciegos y radiantes. Se beben el café sin hablar… Shútov la acompaña al coche y la ve tan absorta que está tentado de decirle que tenga cuidado. Pero Iana reacciona enseguida:

—Tengo una junta de accionistas, me voy pitando. —Acto seguido aconseja a Shútov que vuelva a pie—: Toma la alameda principal y gira a la izquierda, ¿te acordarás? —Y arranca cuando él va a decirle lo bien que recuerda esas alamedas con su follaje otoñal…

Al salir del parque se encuentra con las bailarinas brasileñas. Están cambiándose en una furgoneta. Shútov reconoce a la que abría paso al enano. Se ha quitado las plumas, se ha lavado la cara, es muy joven y tiene la mirada melancólica, como antes. Extrañamente, Shútov ve en ella el cariño que echa de menos…

Cuando abre la puerta del nuevo apartamento de Iana, oye la voz de Vlad:

—Es muy simple, te explico. Necesitamos a dos chicas en topless para la contraportada. Y luego llamas a la redacción, y si se niegan a incluirlo en el artículo, les retiramos nuestra publicidad y listo…

Intrigado, Shútov se dirige hacia la voz. Al pasar por delante de la habitación del anciano, ve la misma manta verde, una mano que sostiene un libro.