Con el pensamiento, Shútov ha logrado añadir treinta años a la cara de la joven a la que él conoció, envejecerla con un toque de pátina plateada y una redecilla de arrugas… La mujer que le abre la puerta ha envejecido, desde luego, sólo que de una manera muy distinta. Él se había imaginado un cuerpo robusto, pesado, como el de las mujeres que, cuando él era joven, llegaban a cierta edad habiendo llevado una vida poco propicia a la finura, obreras que manejaban apisonadoras, cosa no infrecuente por aquel entonces… Iana lo abraza con un gorjeo de bienvenida y él, mediante una rápida traducción visual, se hace cargo de que es delgada, tiene el pelo rubio ocre y un aspecto juvenil.
«Se parece a… ¡Léa!». La constatación lo deja tan perplejo que ya nada lo asombra: ni el largo pasillo, ni las muchas estancias (¿un apartamento comunitario?), ni la invitación de Iana:
—Ven, voy a enseñarte el jacuzzi…
Llegan a un cuarto de baño enorme en el que la mitad del espacio lo ocupa una bañera ovalada, monstruo de color rosa que mantiene atareados a un par de fontaneros.
—Ojo con los dorados —los intima Iana, a la vez severa y de buen humor.
Los hombres responden con un gruñido tranquilizador. Ella le hace un guiño a Shútov y lo arrastra hasta una gran pieza vacía.
—Mira, esto será el salón. Deja ahí el equipaje, que te voy a enseñar el piso.
Y siguen recorriendo aquellos recintos blanquísimos, iluminados por constelaciones de focos halógenos y a cuyo conjunto Shútov duda en llamar «apartamento». Al dejar su bolsa ha experimentado un temor pueril: ¿la encontrará luego en aquel laberinto? Iana camina, sonríe, explica. La cocina, el comedor, otro comedor «para cuando estemos todos», otro cuarto de baño con bañera normal, un dormitorio, otro dormitorio… Ella dice «nosotros» y Shútov no se atreve a preguntarle si está casada… Recuerda que trabaja en hostelería. ¿Será aquello una suite en alquiler? No conoce palabras rusas que traduzcan esta nueva realidad.
Ya ha notado antes este desfase. El taxi lo dejó a las puertas de un barrio cerrado al tráfico. Echó a caminar ligero, curioso, relajado…, la actitud, pensaba, que correspondía a su condición de extranjero, con atuendo y gestos que no dejarían de llamar la atención. Pronto se dio cuenta de que nadie reparaba en él. La gente iba vestida de verano como en cualquier ciudad occidental, acaso menos desaliñada. Si algo lo distinguía del resto era lo desaseado de su aspecto: perplejo, se decía que casi podían tomarlo por un pordiosero…
—Y fíjate, esta parte del techo podrá abrirse y se verá el cielo. Hay que aprovechar cada rayo de sol, ¡esto no es Florida!
Shútov observa a Iana con detenimiento, como un explorador miraría una especie sin clasificar. Le recuerda a Léa… No es que se parezcan. Lo que ocurre es que ambas responden a cierto tipo de mujer europea: esbelta, pelo rubio liso, cutis cuidado.
—¿Vivirás aquí con tu familia? —Él querría hablarle de su pasado común, pero antes ha de hacerle estas preguntas de rigor.
—Teníamos pensado mudarnos mañana, pero con el tricentenario nos hemos visto obligados a aplazarlo. Conque si quieres dormir aquí… Encontrar un buen hotel no será fácil. Nosotros tenemos cuatro, pero con la cantidad de gente importante que hemos alojado te sentirías como en un cuartel: hay diez guardaespaldas en cada puerta. Así que ¡bienvenido a mi guarida! Hay dos habitaciones que ya están más o menos amuebladas… Y aquello, ¿ves?, es otro pasillo. Antes eran varios apartamentos, que hemos unido dejando un estudio para mi hijo. Vlad, ¿se puede?
Los recibe un joven que resulta extrañamente reconocible: un mocetón rubio de unos veinte años, vestido con camiseta y vaqueros, como los que se ven en Londres, en Amsterdam o en cualquier serie de televisión americana.
—¿Whisky? ¿Martini? ¿Cerveza? —ofrece Vlad con una sonrisa, señalando una bandeja con varias botellas.
«Rizando el rizo», piensa Shútov. Rusia ha importado las modas occidentales y ahora se divierte parodiándolas. Sobre un perchero que hay junto a la ventana se ve un molde en yeso de la desgreñada cabeza de Andy Warhol. En la pared de enfrente, una bandera roja en la que pone con letras doradas: ¡ADELANTE, HACIA LA VICTORIA DEL TRABAJO COMUNISTA! Un póster de Madonna con medallas de la última guerra prendidas en el pecho. Un televisor, con una pantalla de un metro de ancho como mínimo, en el que se ve un coche que se detiene en la cima de una montaña, ante un idílico sol naciente. «Para llegar a tiempo allí donde cada instante importa», dice la voz cálida y viril del anuncio…
Vlad se sienta de nuevo ante el ordenador. Iana le pone en su sitio un mechón. El aparta la cabeza, molesto:
—¡Deja, mamá!
Shútov reconoce una expresión fugaz de la madre y el corazón le da un vuelco.
—Lo he estudiado —dice Vlad—; sus libros no están bien promocionados en Europa.
Shútov se inclina y ve con asombro una foto suya.
—No soy muy… conocido y… No sabía que mis libros aparecieran en internet. De hecho, no tengo ni ordenador, escribo a mano y luego lo paso a máquina…
Vlad y Iana ríen azorados: el huésped tiene un sentido del humor algo tosco.
En la estancia contigua suena una tos que los saca del apuro. Por la puerta entreabierta, Shútov vislumbra la pared empapelada, los bajos de una cama cubierta con una manta verde oscuro, como las que antes daban en los trenes por la noche…
—¡Puro Ionesco! —exclama Iana adelantándose a su pregunta—. Te explico. Hemos desalojado cuatro apartamentos comunitarios, y eso en dos plantas… ¡Once piezas que unir, veintiséis personas que realojar! Una jugada inmobiliaria más complicada que una partida de ajedrez. Pero al final los hemos recolocado a todos, haciendo en algún caso hasta tres cambios en cadena. No te cuento ya el papeleo, los chanchullos, los sobornos… Bueno, al final lo importante es que tenemos los dos pisos. Sólo queda ese cuarto, y dentro, ¡un regalito para la fiesta de inauguración! Un pobre viejo parapléjico que debería haber sido internado en una residencia hace diez días. Pero como con el dichoso tricentenario la ciudad ha quedado paralizada, ahí tenemos al abuelo viviendo con nosotros. Se lo llevan pasado mañana. Lo que digo, puro Ionesco, como esa obra suya sobre un apartamento en el que hay un muerto del que nadie sabe cómo deshacerse… —La comparación no es de muy buen gusto, y para enmendarla Iana llama a la puerta—: Gueorgui Lvóvich, ¿podemos entrar a saludarlo? —Y se apresura a susurrarle a Shútov—: Está un poco sordo, me parece… Y ha perdido… el don de la palabra.
Lo del «don de la palabra» es un lapsus, tendría que haber dicho que es «mudo» o «afásico». Entran.
En una cama de barrotes de metal niquelados, como las que Shútov creía desaparecidas hacía mucho, hay tumbado un anciano. Sobre la mesilla de noche se ve una taza con una bolsita de té y el reflejo de unas gafas de gruesas lentes bifocales. Los ojos del anciano responden a la mirada de Shútov con perfecta lucidez.
—Ya está todo organizado, Gueorgui Lvóvich, pronto estará usted en buenas manos. —Iana habla en voz muy alta y falsamente alegre—. Los médicos lo llevarán a un sitio en plena naturaleza. Oirá usted los pájaros…
El anciano no se inmuta. Su expresión sigue siendo grave e indiferente, no muestra el menor asomo de amargura ni deseo alguno de comunicarse con gestos, si con palabras no puede. ¿Entiende lo que se le dice? Es casi seguro, aunque sólo responda cerrando los párpados.
—Bueno, ahora descanse, Gueorgui Lvóvich. Si necesita usted algo, Vlad está ahí todo el tiempo…
Iana inclina levemente la cabeza para indicar a su invitado que la visita ha concluido. Cuando Shútov se da media vuelta, advierte que sobre la cama hay un libro que el anciano toca con la mano: lo hace como si el volumen fuera un ser vivo.
Iana cierra la puerta y suspira arqueando las cejas.
—Los de su generación tendrían que haber pasado a mejor vida antes de los últimos cambios. ¿Sabes lo que cobra de pensión? Mil doscientos rublos, o sea, cuarenta dólares. Con razón se ha quedado mudo. ¡Y eso que combatió hasta en Berlín! Ya 110 hay consideración alguna… Y es una lástima que no podamos oírlo, era cantante profesional. Sus vecinos me han contado que en la guerra, mejor dicho, durante el sitio de Leningrado, formaba parte de un coro que cantaba para los soldados en el frente…
Echa a andar de nuevo, se detiene ante una ventana abierta. La tarde de mayo, clara y fresca, da una extraña impresión otoñal.
—¿Ves? Nosotros de jóvenes no teníamos tiempo para hablar con personas como él, y ahora resulta que es él quien no puede hablar…
Shútov se dispone a decirle por qué ha venido, a recordar su juventud…
—¡A ver si adivinas! —dice ella, de nuevo con voz de guía. Sobre una consola del recibidor hay una gran mano de mármol—. ¡Es la mano de Slava! —Shútov pone cara de extrañeza y ella hace una mueca de asombro, como si no reconocer «la mano de Slava» fuera una falta de gusto imperdonable—. Sí, la mano de Rostropóvich. Es amigo mío. Se me ocurrió que, como ahora todo el mundo tiene tarjeta de visita, mis invitados podrían dejar la suya en esta mano… Casi siempre se pone algún objeto de cerámica, pero una mano es mucho más original…
Shútov se dice que en sus tiempos nunca vio a nadie sacar una tarjeta de visita. Sí, en los tiempos de ambos…
—Yo no he venido por la fiesta… —anuncia algo rudamente—. Pensaba que…
Suena el móvil de Iana.
—Sí, enseguida estoy ahí, es que he pillado un atasco. ¡Menudo follón! Llego en un cuarto de hora…
Muestra a Shútov dos habitaciones para que elija una y se marcha volando. De hecho, esa especie de recorrido por el piso ha servido también de evasiva. Iana explicaba cosas, reía, hablaba con los demás como si temiera lo que él pudiese decir de su pasado común. ¿Cómo habría abordado, por cierto, aquellos lejanos días que aún los unen? «Nadenka, te quiero…». Shútov sonríe. Sí, habría podido citar a Chéjov.
Sale del apartamento cinco minutos después que Iana. La ciudad en fiesta lo atrae, lo empuja a una vida en la que se encontrará a sí mismo, hablará la lengua de su niñez, se mezclará con la masa humana a la que pertenece desde que nació. Se siente como un viejo actor que, después de haber interpretado una obra demasiado larga («mi vida en Occidente», piensa), se despoja del disfraz y se funde con la multitud.
Los policías le cierran el paso cerca del Almirantazgo. Da un rodeo y se topa con otra calle cortada. Se dirige al Palacio y lo desvían a la calle Millionnaia. Intenta negociar, pide ingenuamente explicaciones, al final renuncia a llegar a la zona de la fiesta, la cual, a sólo unas manzanas de distancia, y en pleno apogeo, resulta inaccesible como en una pesadilla.
—Haber leído los periódicos —gruñe uno de los agentes—. Venían indicadas todas las calles cortadas…
Shútov camina ahora guiado por cosas cada vez más vagas: el silbido luminoso de un cohete, una racha de viento que sopla del Neva con acritud otoñal… o dos parejas que discuten y parecen saber cómo llegar a la fiesta. Corre a preguntarles, pero se han subido a un coche que arranca…
Llega al Jardín de Verano tan cansado que la alta verja se le antoja un obstáculo invencible. Se agarra a los barrotes y alarga el rostro hacia la oscuridad fragante de los paseos. Las hojas son tiernas como siempre en la breve estación previa al verano. Decir las palabras tanto tiempo soñadas con la gravedad que merecen exige un esfuerzo de recogimiento:
—Hace treinta años, bajo estos mismos árboles…
Oye entonces un quejido, se aparta de la verja, no sabe muy bien qué hacer. Es una joven que parece borracha. O no… Ha pisado un casco de botella y se ha cortado. Las calles están sembradas de cristales rotos.
—Habría que llevar botas de goma… —se lamenta la joven.
Shútov le pide que se siente en el muro de la verja, le toma el pie herido, le limpia el corte con la toallita del avión. «La edad que tenía Iana», piensa. Y no se equivocaba: está borracha, se tambalea, debe acompañarla al metro. El tren llega tan pronto que ni siquiera tienen tiempo de intercambiar unas palabras. Tras las puertas que se cierran la ve sentarse, absorta ya en una vida en la que él no es nada. Pero aún siente en su mano la frágil huella de su fino pie herido.
Cuando vuelve al nuevo apartamento de Iana es medianoche pasada. Le abre Vlad, que está hablando por el móvil. La conversación es en inglés: habla con un cliente de Boston. Sin interrumpirla, el muchacho conduce a Shútov a la cocina, le muestra dónde está la cafetera, abre el frigorífico y con un gesto lo invita a servirse, sonríe, se va.
Shútov come, sorprendido por la variedad de alimentos, la calidad del café. Así se imaginaban los rusos en la época soviética los apartamentos y la comida de Occidente… Ellos crearon la quintaesencia occidental que en realidad él no ha visto en Occidente. La paradoja lo ayuda a no sentirse tan desfasado.
Busca la habitación que Iana le ha asignado, se pierde, sonríe: «¿Y si me acostara sobre el felpudo, frente a la puerta que da entrada a este nuevo mundo?». Los grifos del gran cuarto de baño relucen como pesadas piezas de museo. «El oro de los escitas…», murmura siguiendo su camino.
¿Qué decir de esta nueva vida? ¿Debe congratularse? ¿Lamentar su fiebre materialista? Quizá dentro de diez años los jóvenes ya no sientan entusiasmo alguno por la materia que todo lo invade. Ahí está Vlad, arrellanado en un sofá de piel delante del televisor, bebiéndose una cerveza. En la pantalla, casi en la misma postura, se ve a un joven abrazando a una rubia cuyo hombro se descubre al compás de sus jadeos. Los anuncios interrumpen el idilio: unos cabellos lavados con un champú enriquecido que ondean al viento, un gato que se arroja sobre el flamante contenido de una lata de comida, un guapo muchacho que huele una taza de café, un coche que se funde con una salida de sol… Shútov repite el eslogan para sus adentros: «Para llegar a tiempo allí donde cada instante importa».
La puerta del cuarto del anciano mudo está entreabierta. La lámpara de la mesilla de noche, la manta, las formas de un cuerpo inerte. Y, de pronto, el rumor de una página. ¿Debería entrar? ¿Hablarle aunque no responda? ¿Decirle simplemente buenas noches? Shútov duda y sigue andando: desde el cuarto de Vlad recuerda mejor el camino.
En su habitación descubre algo que antes le había pasado inadvertido: libros en un gran estante de madera plateada. Clásicos rusos y extranjeros en una edición de lujo. Piel primorosamente repujada, dorados, papel que al tacto produce un deleite sensual. Pushkin, Gógol, Tolstói… Toma un libro de Chéjov. Incluye el relato que busca. Dos enamorados, un descenso en trineo. «Nadenka, te quiero…».