Nombres más enigmáticos que los pictogramas de un papiro milenario. Viejas direcciones, números de teléfono extrañamente cortos. Todo un mundo caduco que Shútov trata de revivir hojeando nerviosamente un cuaderno rescatado del fondo de una vieja bolsa de viaje. La bolsa con la que salió de Rusia hace veinte años… La comparación con un papiro no es exagerada: desde entonces ha desaparecido un país, las ciudades han cambiado de nombre y las caras que asoman tras las direcciones sólo sobreviven en la memoria de Shútov.
Mira a la ventana; fuera empieza a clarear. Lo ha decidido. A las diez de la mañana, cuando Léa venga con su amigo, no encontrará a nadie. El visado de su pasaporte todavía es válido. Partirá en cuanto encuentre la dirección de… Una silueta que el sol otoñal recorta contra el oro de las hojas.
Se llamaba Iana. Cuando acabó los estudios dejó Leningrado y se puso a trabajar en la otra orilla del río Ural. Es todo lo que sabe de ella. Quizá las direcciones del cuaderno, como si fueran un mensaje cifrado, puedan conducirlo hasta esa mujer; una retahíla de viejos amigos que irán indicándole los lugares donde ella ha vivido durante esa infinidad de años.
Uno de ellos vive en Siberia occidental. Lo llama, se excusa por hacerlo casi de noche, pero luego cae en la cuenta de que allí, al otro lado de los Urales, el sol ya está en el cénit. Lo asombra que su amigo no parezca sorprendido.
—Ah, llamas desde París. Estuve ahí en abril, con mi mujer… ¿Quién? ¿Iana? Creo que daba clases en la Universidad de Tomsk…
Shútov marca otros números, habla con desconocidos, recorre tres, cinco, diez husos horarios… Pero el estupor de la primera llamada perdura: un amigo que le contesta desde una ciudad siberiana sin extrañarse de nada, la vida sigue y habría podido encontrárselo en París dos meses antes…
Tiene delante varias hojas cubiertas de números. Al otro lado del hilo, en Vladivostok, Extremo Oriente, una voz infantil llama a su abuela, que estudió con él en la Universidad de Leningrado hace treinta años. «Tengo, pues, edad para ser abuelo», se dice Shútov, que en su exilio se sentía como desterrado de la cronología humana. Sus amigos vivían, se casaban, se rodeaban de hijos y nietos, mientras él se volvía un fantasma sin edad.
—Sé que volvió a Leningrado, mejor dicho, a San Petersburgo. Se casó con alguien del petróleo. Sí, ya puedes imaginarte, y la cosa no funcionó… No, el petróleo no, el matrimonio. Espera, tengo el número de su mejor amiga, seguro que puede ayudarte…
Cinco minutos después, Shútov anota el número del móvil de Iana. Cifras que, mágicamente, evocan la remota presencia de una mujer, días llenos de oro otoñal, confesiones nunca hechas.
En París son las ocho y media de la mañana, las diez y media en San Petersburgo. Shútov marca el número, pero antes de que suene al otro lado la llamada, cuelga, va al cuarto de baño, sumerge la cara en agua fría, se despeja, bebe, se aclara la garganta. Después se peina el pelo mojado ante el espejo. Siente que lo asalta esa lucidez alucinada que dan una noche en vela, la tensión extrema, la resaca. La sensación de arrojarse al vacío, como antaño hacía desde un avión pero sin la carga salvadora del paracaídas.
Marca de nuevo. En San Petersburgo suena un móvil. Se oye una voz masculina que habla con una curiosa cadencia mecánica: «El Boeing del primer ministro acaba de aterrizar. Los barrios del sur de la ciudad sufrirán importantes alteraciones del tráfico…».
Y la voz de una mujer, más fuerte:
—Pase el puente y vaya entonces a la izquierda. Ah, y evite la Nevslci…
Shútov comprende que la voz masculina es la de un locutor de radio y que la femenina se dirige a un conductor.
—¿Sí? ¿Cómo? ¡Ah, Iván! Precisamente el otro día me acordé de ti, ¿sabes por qué? Un momento, que aparco…
La pausa permite a Shútov darse ánimos, «llegar a tierra», piensa: pisa el suelo, el paracaídas lo arrastra hasta que, desinflado, se posa en la hierba, y sólo entonces se sabe sano y salvo.
—Resulta que mi hijo ha visto tu nombre en una página web de libros franceses. Trabaja en publicidad, para una editorial. Le llamó la atención ver un nombre ruso. Le he dicho que te conozco…
La banalidad de las palabras resulta desconcertante, incluso hiriente. A Shútov le sienta como un arañazo: nada grave, pero da que pensar. Interrumpe a la que aún no es Iana:
—Te llamo porque hoy llego a Lenin…, a San Petersburgo.
—¡Qué pena! —La contrariedad es sincera.
—¿Por qué? ¿No quieres verme? —El tono de Shútov es casi agresivo.
—¡Pues claro que quiero verte! Digo qué pena porque te has perdido la mitad de la fiesta… ¡Pero bueno!, ¿de dónde sales? ¡Si no se habla de otra cosa! El avión de Blair acaba de aterrizar. Es el tricentenario de la ciudad… ¿Un hotel? ¡Difícil lo veo! Aunque seguro que encontramos algo, yo trabajo en el ramo. Y si no…, ya nos arreglaremos. Iván, tengo que dejarte, llevo retraso. Anota mi nueva dirección…
La marcha de Shútov es una huida; Léa y su amigo llegarán de un momento a otro. Mete lo primero que encuentra en su vieja bolsa de viaje, escribe unas palabras, toca el timbre de su vecino australiano, le da la llave, corre a coger un taxi. En el aeropuerto, por vez primera después de tantos años, habla su lengua materna. El empleado de una compañía rusa lo tranquiliza: el avión va medio vacío, el aluvión fue el día anterior, todo el mundo quería llegar a tiempo para la ceremonia de apertura de la fiesta.
En el avión, Shútov fluctúa entre la sensación de sueño y la de irrealidad. Va a encontrarse con una mujer a la que no ve desde hace treinta años y de la que guarda el recuerdo de un silencio luminoso, del claro dibujo de su rostro. Una mujer muy distinta conduce en ese momento a lo largo del río Neva. ¿Pensando en él? Trabaja en un hotel (se imagina un establecimiento de la época soviética, con una matrona de recepcionista), tiene un hijo que es «publicista» (¿cómo se dirá en ruso?), y no parece asustada por el abismo interestelar que los separa. ¿Se acordará de cuando se veían en aquellos parques donde el sol de los ocasos moría sobre el Báltico?
Luego se queda dormido llevándose a sus sueños una pregunta dolorosa: «Si yo no volviera, ¿seguiría como antes la vida de las personas a las que he llamado? ¿También la de Iana? ¿Para qué vuelvo entonces?».