Shútov sabía ya de sobras que Léa le era «infiel». La palabra sonaba a vodevil, así que prefería otros modos de decirlo («se acuesta de vez en cuando con un amigo»). Había decidido tomárselo como un escritor: distanciarse de la situación para no sufrir y poder describirla algún día. Pero con esta actitud de observador frío no hacía más que engañarse a sí mismo. Sufría, despreciaba su sufrimiento, caía en un cinismo sarcástico, se obligaba a no albergar sospechas; se comportaba, en fin, como el protagonista de esas novelas psicológicas cuyos autores alardean con pedantería de su conocimiento del alma humana, el género literario que él aborrecía.

Lo que mejor se le daba era mantenerse ciego, tenía comprobado que con la edad no le resultaba difícil.

Aquel día también se habría negado a ver si Léa no hubiera decidido brindarle la ilusión de un amor recuperado.

Fue a comienzos del mes de febrero, un atardecer triste en que el asfalto parecía reflejar un mundo subterraneo al que arrojarse, donde desaparecer. Shutov volvía de ver a un editor (éste le había explicado por qué su libro era invendible) y, sin ánimos para enfrentarse a la multitud en el metro, había subido Ménilmontant a pie. Un ínfimo aumento de dolor y su vida se volvería insoportable, y entonces… ¿cortarse la carótida? ¿Echarse una soga al cuello? Todo eso quedaba muy bien en una novela, pero en la vida real aquel colmo de desdicha se resolvió en un cubo de la basura volcado ante su inmueble, cuerno de la abundancia que esparcía basuras domésticas. ¡No era el caso de cortarse el cuello, señores novelistas!

Sintió el olor de la leña ardiendo ya en la angosta escalera. Al otro lado de la puerta del «palomar» sonaba una música suave y, mientras tanteaba la cerradura, tuvo la confusa impresión de que en su casa celebraban una fiesta pero él, con su gabán chorreando por la lluvia, no tenía acceso a aquella vida festiva.

Léa había preparado la cena, encendido la estufa y puesto unas velas; la ilusión era perfecta. Incluso la de sus lecturas de otros tiempos, puesto que, al acabar de cenar, ella le dijo con una voz quizá demasiado lírica:

—Acabo de leer Vanka, de Chéjov. Es desgarrador. Me ha hecho llorar…, ¡pero a moco tendido!

Shútov la observó. Una linda jovencita que fumaba con aire indolente y en una postura felina («manida imagen», se recriminó), la misma que, dos años atrás, recién llegada a París sin un céntimo, telefoneaba desde una cabina en la Estación del Este. Cambio sorprendente pero natural: la gran capacidad de adaptación de la juventud, el ímpetu de una vida que echa a volar; los estudios de periodismo, que, en Francia, abren todas las puertas y le proporcionan un grupo de amigos de su edad; y aquel hombre mayor todavía útil a sus intereses y del que será fácil librarse. Un hombre al que no cuesta nada hacer feliz una noche de invierno, invadiendo su cuchitril con unas cuantas chispas de esa joven existencia libre, intensa…

—Ya sabes que nunca he sido un entusiasta de Chéjov.

La voz de Shútov había adquirido un timbre demasiado tenso para la trivialidad de lo dicho. Aunque soñolienta, ella no dejó de advertirlo.

—¿Ah, no? Yo creía… ¡Pero si para ti era el no va más! Sus frases escritas con la precisión de un bisturí…, ¿no era eso lo que decías?

Acodado en la mesa, Shútov se frotó las sienes y después miró a Léa, y comprendió que lo que ella veía era un rostro arrugado tras una velada llena de gestos postizos.

—No, no me refiero a su estilo —replicó él—. Es un narrador excepcional, por su concisión, su arte del detalle, su humor, por todo. ¡Me inclino ante él! Lo que me molesta es que sea tan compasivo. Pero, claro, es un humanista. Se apiada de una aristócrata que, después de haber despilfarrado su dinero en París, regresa a Rusia para compadecerse de sí misma en su querido jardín de los cerezos. Se apiada de tres provincianos que no acaban de dejar su terruño para irse a Moscú.

Y llora por la suerte de un montón de médicos, nobles, eternos estudiantes y…

—Pues claro, ¡porque son personas que sufren! Porque la sociedad ha truncado sus sueños, porque la mediocridad de su mundo los ahoga…

—Cierto… Pero, mira, Léa, Chéjov murió en 1904 y poco tiempo después, al cabo de quince, veinte años, en el mismo país donde sus personajes se lamentan a la sombra de unos cerezos en flor, en ese mismo país, millones de seres humanos fueron salvajemente exterminados sin que a nadie le importaran sus «sueños truncados», como dices tú…

—Perdona, Iván, no te entiendo. ¡No irás a echarle a Chéjov la culpa de los gulags!

—Sí… Es decir, no, ¡desde luego que no! Lo que digo es que, después de lo que pasó en mi país, creo tener el derecho de decirle a Chéjov: querido maestro, compadezca usted a sus finos y sensibles aristócratas, que nosotros lloraremos a nuestros millones de miserables plebeyos. —Se calló, y luego murmuró, en tono conciliador—: Tenía que haberlo dicho de otra forma…

Vanka, el relato de Chéjov que tanto le había gustado a Léa, era uno de los preferidos de Shútov. Pero se negaba a hablar de él aquella noche, mera imitación de sus veladas de otros tiempos. Léa utilizaba al joven Vanka de comparsa en su comedia de ternura. «Quizá sea una manera de decirme ahí te quedas. Una separación como quien no quiere la cosa, en una atmósfera poética, para evitar una ruptura demasiado violenta. Y lo cierto es que he picado el anzuelo. ¡Menudo escritor conocedor del alma humana estoy hecho! En casa del herrero, cuchillo de palo…».

—Iván, te equivocas de medio a medio. El protagonista de ese relato no es ningún aristócrata, sino un pobre campesino al que mandan de aprendiz a la capital y es maltratado por su amo. No tiene a nadie más que a su abuelo y le escribe una carta. Y como no sabe la dirección, pone en el sobre: «Para mi abuelo Konstantín Makárich, en el campo». Echa la carta y ¡se queda esperando la respuesta! ¡Esa escena es alucinante! Me sorprende tu poca sensibilidad. Eres ruso, pero a ti esta historia ni fu ni fa…

—No soy ruso, Léa, soy soviético. Por tanto, un mal tipo, sucio y brutal. No soy ningún Miguel Strogoff o príncipe Mishkin de ésos que vuelven locos a los franceses… Y perdona…

Ella le lanzó una mirada torva, hostil, y, sin aceptar la sonrisa triste de Shútov, replicó:

—Tú lo has dicho, el régimen totalitario ha moldeado tan bien a los de tu generación que sois incapaces de comunicaros con la gente, ni siquiera en la vida cotidiana. No sabéis ser tolerantes, para vosotros todo es blanco o negro. Eso, a la larga, cansa. En vano trato de explicarte que…

Léa continuó su alegato y él comprendió que, de un momento a otro, ella dictaría sentencia anunciando su marcha. Ya no tenía por qué dar explicaciones, él mismo se lo había puesto en bandeja… ¿Qué sería de aquel desván sin ella? «Un ínfimo aumento de dolor y mi vida se volvería insoportable…».

Barajó todas las réplicas posibles: pedir perdón, echarse a reír, fingir un acto de contrición, reconocerse genéticamente modificado por el comunismo…

—Mientras ese pasado de esclavitud soviética siga vivo en vosotros… —estaba diciendo Léa (breve distracción: Shútov se quedó mirando les brazos de ella y pensó: «Nunca sabrá hasta qué punto su brazo puede ser bello»)—. Cuando uno no se siente libre, esclaviza también al prójimo y no respeta sus sentimientos. A mí ese Vanka que escribe a su abuelo me conmueve. A ti te deja frío… Por eso quería hablar contigo seriamente, porque la verdad es que…

Shútov tosió por el impulso de las palabras contenidas y, con una voz que al principio sonó aguda, rota, inexpresiva, dijo:

—Sí, Léa, cuando tú quieras. Pero antes déjame que te cuente una historia, muy chejoviana, por cierto. Tuve una vez un amigo, huérfano, al que de niño obligaban a recoger hortalizas en los koljoses con otros camaradas. Cierto día, recogiendo nabos de un suelo lleno de barro y casi congelado, encontró un cráneo y un casco. El vigilante le dijo que se los llevara al administrador del koljós, y para allá se fue… Caminó largo rato por los campos de labor, hasta que de pronto se detuvo y…, ¿cómo decirlo?, comprendió que estaba solo, solo en el mundo. El cielo gris, los campos fríos e interminables, aquel cráneo y aquel casco en el saco. Para un niño es terrible sentir una soledad tan absoluta, una soledad casi cósmica: él, el cielo, la tierra fangosa, y nadie que le diera un poco de cariño. ¡Nadie en todo el universo! Ni siquiera un abuelo a quien enviar una carta… Conque ya ves si comprendo a Chéjov y a su Vanka. Aquel chaval, como habrás adivinado, era yo.

La historia no sirvió de nada. Aunque tal vez ofreció una razón más para romper: negarse a compartir el pasado de alguien a quien ya no se ama.

Un herido no es gran cosa, Shútov lo aprendió en el ejército. El cuerpo alcanzado lucha contra los primeros embates del dolor, se agita, se resiste, hasta que, agotado, se aquieta. Los últimos meses de su relación, él se comportó como un herido que principia su danza con la muerte, apartándola, estrechándola contra su pecho, hasta que un día, en un café repleto de gente, se aquietó.

Shut significa «payaso» en ruso —le dijo Léa—, «bufón».

—Un «payaso triste» —repuso él, sabiendo que precisamente en eso se había convertido.

Vino una primavera gris, insulsa: las calles desiertas por la noche; el transcurrir de los días, que para él empezaban a las tres de la tarde; y el desván, único lugar donde su vida conservaba cierto sentido. Por aquellas cajas que Léa vendría a recoger.

Y si había otro lugar, ése era el parque de Leningrado en el que, hacía treinta años, bajo el follaje de otoño, dos seres caminaban despacio, respirando al ritmo de un poema.

El alcohol le ayudaba a creer que aquel país de hojas doradas seguía existiendo. Esta creencia llegó a ser tan fuerte que un día se decidió a hacer lo que hasta aquel momento le había parecido imposible: localizó una agencia que sellaba visados para Rusia y desde entonces, cada dos semanas, preparaba la maleta, reservaba un billete. Pero no partía.

Acabó admirando la habilidad con la que Léa había transformado su relación amorosa en simple amistad. Y cuando, tras dos meses de ausencia, empezó a dar señales de vida, lo hizo ya como una vieja amiga, benévola y desapasionada. Asexuada. De esa guisa lo llamó a mediados de mayo. Su voz sonó tan distante que Shútov tuvo la sensación de que estaba hablando con una conocida de una época pasada. Sólo al final de la conversación se mostró Léa tal como era antes, aunque de forma intencionada:

—¿Te acuerdas de la mesa baja que compré? ¿Y de la rinconera? Pensaba pasarme a recogerlas con un amigo que tiene coche, pero antes quería avisarte… Le he dicho que sólo somos buenos amigos y que me guardaste los muebles. Si prefieres que no suba…

Shútov protestó vivamente, no quería pasar por un viejo celoso. Conoció así al amigo de Léa (alto como un adolescente bien desarrollado, de rasgos delicados y armoniosos). Lo saludó y, refugiado en la cocina, los oyó hablar del nuevo apartamento; deliberaban sobre dónde colocar los muebles que se iban a llevar. A su pesar, Shútov se imaginó aquellas estancias con olor a pintura fresca, el mundo de ellos… El entusiasmo que ponían en el traslado lo emocionó. El joven sostenía la pequeña rinconera como si fuera un recién nacido. Y Shútov se sintió terriblemente viejo y desengañado.

En el desván, lo único que quedaba de Léa eran unas cuantas cajas, una bolsa con ropa y dos pilas de libros. A veces, Shútov abría un volumen, lo hojeaba: amores y desamores, dolor y placer, sabiduría que cuesta adquirir y, en definitiva, es inútil; meros tratados de psicología que los franceses llaman «novelas».

También él podría escribir una obrita de ésas, figurándose a Léa como un trasunto con faldas del joven Rastignac, el prototipo de arribista creado por Balzac, o como una muchacha perdida salvada por un vagabundo de buen corazón. ¿Qué más podía inventar? Una niña extraviada en la jungla de la capital, una cínica aprovechada, una virgen durmiente al claro de luna… Una provinciana corrompida por París, una Calatea descubierta por su Pigmalión. Cosas todas ellas verosímiles, pero falsas.

Había más verdad en aquel breve espectáculo: asomado a la ventana con medio cuerpo fuera, Shútov vio a Léa y a su amigo cruzar el patio transportando un revistero, y la trasera de un coche aparcado en la calle. Una tarde de mayo, una joven pareja que se iba en busca de carreteras iluminadas, de viajes, de esos pequeños e imprevisibles goces que son la sal de la vida. Se le encogió el corazón (¡la de veces que se había burlado de los autores que empleaban esa expresión!), y pensó que daría cuanto tenía para que aquel amor incipiente fuera feliz. Los jóvenes depositaron el mueble en la acera, el chico abrió el maletero. Léa alzó entonces la cabeza y con la mirada buscó y al final encontró el desván, la ventana… Shútov se metió rápidamente y se quedó un instante agachado, jadeando como si hubiera echado una carrera, avergonzado de haberse asomado a una vida en la que él ya no existía.

Desde entonces vivió inmerso en una dicha amarga: en el sosiego de no desear nada, de estar rodeado de tan pocos objetos, de no sentir celos. De no tener que seguir luchando.

Podría haber vivido largo tiempo en esa paz de la renuncia. Pero al cabo de una semana lo llamó Léa para preguntarle si podía pasarse al día siguiente para recoger sus últimas cosas.

—¡La última vez, te lo aseguro! —dijo para tranquilizarlo.

La última vez… «La muerte», pensó, «empieza con estas frases de doble sentido, mucho antes de la desaparición física». Se acercó al rincón donde estaban las cosas de Léa, se acuclilló, acarició una blusa de seda.

Y en lo hondo de su ser sintió que aún quería desear, amar…, «¡no ser desechado como un mueble viejo!». Poder besar el brazo de una mujer dormida.

Y, lo más importante, después de aquella llamada comprendió que no tendría fuerzas para presenciar su propia muerte en aquel desván despojado de todo cuanto era su vida.