Las tres de la mañana. Ha llegado el día en que Léa vendrá a recoger sus cosas, vestigios de su vida en la vida de Shútov. Y cuando ella se vaya, él continuará hablando solo, un poco como el viejo del bar.

Cae en la cuenta de que no le dijo nada esencial a Léa. No se atrevió, no supo. Se pasó demasiado tiempo (un tiempo milagroso, hecho para amar) pregonando la misión sagrada del poeta, despotricando contra el mundo intelectual. Al principio ella lo escuchaba con devoción, como si fuera un profeta. Le fascinaba el París literario y a él lo tenía por un escritor muy bien relacionado. La ilusión duró menos de un año, el tiempo que necesitó una joven provinciana para orientarse un poco y comprender que en realidad aquel hombre no era más que un marginado. Hasta su aureola de antiguo disidente acabó convirtiéndose en un defecto, o mejor dicho, en la prueba de su edad antediluviana: ¡disidente en los años ochenta del pasado siglo nada menos, exiliado de un país que ya ni siquiera figuraba en los mapas! «A principios de los años ochenta yo era un bebé», debía de decirse Léa. Y poco a poco su ternura se tiñó de piedad. Quiso sacar a Shútov de su aislamiento, y ése fue el comienzo de una guerra sin vencedor.

—¡No estamos en el siglo XIX! —solía alegar ella—. Un libro es un producto como cualquier otro… ¡Porque se vende! Si quieres, haz lo mismo que Bulgálcov: escribe para que te publiquen dentro de treinta años, cuando estés muerto.

Shútov se acaloraba, citaba el caso de escritores resucitados, como Nietzsche, que editó a su costa cuarenta ejemplares de Zarathustra y los regaló a sus amigos.

—Vale, dame tu manuscrito y dentro de una hora vuelvo con cuarenta copias. Le firmas la primera al vecino australiano, y verás qué pronto la usa para atrancar la ventana de la buhardilla. ¡Iván, que te equivocas de época! Hoy los franceses quieren futbolistas, no poetas…

—¡No es así en todos los países!

—¿Ah, no? ¿En cuál no? ¿En la Cochinchina?

—No, en Rusia…

Aquellas disputas tuvieron una consecuencia indirecta; Shútov empezó a añorar aquella Rusia a la que no volvía desde hacía veinte años y que, según creía, vivía aún arrullada por versos queridos. Un parque de follaje dorado, una mujer que camina en silencio como la heroína de un poema.

La imagen de un tragaluz atrancado con uno de sus manuscritos marcó un antes y un después. Empezó a ver en Léa esa suerte de arrogancia socarrona que tanto aprecian los franceses (nunca supo por qué), y las ausencias de ella, con la excusa de sus clases de periodismo o las prácticas en una editorial, se hicieron más frecuentes.

Un día en que salió temprano de casa vio sobre la tapa de un cubo de la basura un gran bolso de piel negra. Poco después, en el metro, le entró una duda: aquello no era un bolso. Cuando volvió a mediodía ya no estaba, pero adivinó que se trataba de la vieja chaqueta de Léa. Solapas raídas, formas que reproducían las curvas de su cuerpo… Lo sorprendió la intensidad del dolor que sentía. Y por fin hubo de admitir que aquellas pequeñas cosas —la vieja chaqueta, el brazo que Léa sacaba de las sábanas mientras dormía— eran toda la verdad de su vida… Cuando ella volvió por la noche, traía un paquete sujeto contra el pecho. Era el último manuscrito de Shútov, devuelto por un editor. Cenaron en silencio, pero él se puso enseguida a echar pestes del mundo literario. A Léa debió de inspirarle lástima, porque, con una voz menos cortante, con la voz de antes, murmuró:

—No seas tonto, no eres ningún fracasado, Iván. Tú eres como…, ya sé, eres una explosión incapaz de hacerse oír.

A partir de aquel día, ella se volvió aún más distante.

En ese declive del amor hubo, con todo, un momento grandioso. ¡A Shútov lo invitaron a un programa de televisión! Curiosamente, por una novela publicada hacía tres años y que no había tenido el menor éxito. El periodista que lo llamó desveló el misterio:

—Hablaba usted de Afganistán, y con todo lo que allí está pasando ahora…

Era el libro en que un joven soldado rompía a llorar al ver a una anciana y su perro muertos en un bombardeo.

Se lo dijo a Léa aparentando indiferencia y hasta bromeando («¡ya verás como reviento los índices de audiencia!»…), pero en realidad tenía la impresión de que se jugaba el todo por el todo: quizás era la única ocasión de volver a ser para ella el escritor erudito que la iniciaba en los arcanos del oficio.

Se compró una camisa azul, lisa porque «las rayas», explicó, «se ven movidas en la pantalla». Léa lo acompañó, maquillada como si fuera una invitada más del programa.

Lo emitían a medianoche. «Después de los concursos, el fútbol y todo lo demás; ésa es la escala de valores», se dijo Shútov, aunque en el acto se prohibió amargarse. En la televisión había que sonreír, mostrarse algo simplón, no demasiado sutil.

—«.Mucha mierda» —le susurró Léa, y él, nervioso como estaba, tuvo un sobresalto antes de recordar que decir «mucha mierda» era una extraña costumbre para desear buena suerte. Desde ese momento lo embargó una sensación de irrealidad.

Onírica fue también la hora nocturna del programa, que daba a los participantes un aire de conspiradores (o de espiritistas) reunidos, se diría que en broma, alrededor de una mesa crudamente iluminada. Pero lo más absurdo de todo era la obligación de sonreír como un cretino. No lo exigía nadie; era una fuerza misteriosa la que les imponía aquel rictus bobo, aquellos guiños de prostituta en plena caza callejera.

Shútov, sentado en un alto taburete («como los de los bares de putas, precisamente», se dijo), observó el «plató». Había un joven escritor negro de lengua francesa con una dentadura profidén y un escritor chino de aire ladino y mirada esquiva con gafas de fina montura. Y, para no quedarse cortos, un escritor ruso, él mismo. Tres pruebas vivientes de la globalización de la literatura. Enfrente de Shútov, recibiendo en la cara los últimos retoques de la maquilladora, había un…, ¿cómo definirlo?, periodista, escritor, editor, miembro de varios jurados, famoso gurú de la información, al que Shútov tachaba de «mañoso literario» pero a quien ahora debía sonreír. A la izquierda de éste acababa de tomar asiento un psicólogo especialista en felicidad, estado de ánimo ya raro en los países ricos. El psicólogo se puso a hablar con su vecina, una joven vestida como una bruja de Halloween. Por último, apareció una mujer de unos cincuenta años, conocida por sus opiniones retrógradas, de pelo gris y bello rostro ajado. Cegada por los focos, dio varias vueltas a la mesa hasta que le indicaron su sitio, junto a Shútov. Sus miradas se cruzaron: la de ella era inteligente y no pegaba nada con la tersa capa de maquillaje rosado. Era la única que no sonreía.

Dio comienzo el programa. El primero en hablar fue el africano, que se reveló como un brillante actor. Ofreció un espectáculo muy bien ensayado: la voz, la risa, el tono, hasta una especie de sainete en el que interpretó a los dos protagonistas de su novela, el hombre rico y la astuta amante rodeada de un séquito de parientes, brujos y hechiceros. Todo un numerito.

Tras semejante actuación, el escritor chino, pese al repertorio de muecas y aspavientos, resultó insípido. Quedó claro que apenas hablaba francés, lo que al parecer no le impedía escribir en esa lengua y que lo publicase una de las mejores editoriales de París… Shútov lo oía con la impresión de que lo que decía salía de una obra surrealista:

—Cuando el yang se une al yin… Confucio dijo que… La montaña del dragón rojo… El yin complementa al yang

Tanto repitió esos dos términos que hasta el presentador tuvo un lapsus:

—Yang que… Perdón, ya que lo dice…

Pero el verdadero fracaso fue la intervención de Shútov. Se arrancó a perorar sobre el deber testimonial del escritor y su búsqueda de la verdad, sobre los personajes con psicología propia que acaban imponiéndose al autor…, como ese soldado endurecido por la guerra que se deshace en lágrimas ante los cuerpos de la anciana y su perro. Oliéndose el peligro, y como buen retórico, el presentador supo atenuar el desastre:

—Leyendo su novela se convence uno de que la responsabilidad de los rusos fue enorme…

La interrupción periodística permitía salvar la cara. Pero Shútov ya estaba lanzado. Comprimió su bello discurso como un acordeón y se puso a mezclarlo todo: la misión del escritor, los talibanes, Tolstói que relee a Stendhal para describir la batalla del río Moscova, los misiles tierra-aire, el esteticismo que se vuelve obsceno al escribir sobre la guerra… Un destello de compasión brilló en los ojos del presentador, que concluyó diciendo:

—¿Sabremos contar algún día la guerra en una novela?

Fue el tiro de gracia que salvó a Shútov. Se interrumpió, sintiendo fuego en las mejillas de puro avergonzado, y sólo fue capaz de pensar una cosa: «¡Léa está viéndome!».

Las intervenciones de los demás aliviaron poco a poco su turbación. Decía el psicólogo de la felicidad:

—Cuando un hombre acaricia a su pareja, el núcleo dorsomedial del tálamo de ella comienza a…

Y la joven novelista con aspecto de bruja, abriendo los ojos como en trance:

—El otro es siempre portador del mal que no queremos reconocer en nosotros mismos…

Era ya medianoche pasada y el aura onírica de la reunión aumentaba a ojos vistas. Shútov se sintió menos ridículo y su tensión dio paso a una lucidez melancólica.

—Pensó que aquel espectáculo amablemente burlesco se representaba en un país que había dado al mundo grandes genios cuyas voces afrontaron el exilio, la muerte y, lo que era peor, la hostilidad de los filisteos; hombres de una audacia profética, vidas inmoladas en aras de la verdad… Así veía él de joven aquella grandiosa y vieja literatura. Ahora, en cambio, tenía al otro lado de la mesa a un chino risueño cuyos libros había reescrito un oscuro redactor (un «negro» para un chino, ¡el colmo!), a su izquierda a una joven que se hacía la interesante con sus aires demoniacos y enfrente a un africano oriundo de un país sembrado de millones de cadáveres que escribía historias verdes salpimentadas de dudoso folclore…

Algo deshizo esta sensación de absurdo, Shútov no supo exactamente qué. Su vecina de mesa, la mujer de pelo gris, hablaba con voz débil, o mejor dicho, sin ninguna afectación vocal. Se notaba que había aceptado las regias de aquel juego estúpido: sabía que en televisión, si eres la última en hablar y a esas horas de la noche, una mujer como ella no tenía nada que hacer. Pensativa, con la cabeza inclinada, hablaba sin mirar a nadie. Shútov tuvo la impresión de que sólo se dirigía a él.

La historia, decía la mujer, era muy simple: una mujer ama a un joven drogadicto al que, después de año y medio, consigue sacar de la droga. Al cabo de un mes, él conoce a una joven de su edad y la deja.

—El libro empieza cuando para ella todo ha acabado. Creo que eso es lo que pasa en la vida real: cuando uno ya no espera nada, la vida le depara lo esencial… —Y de pronto, con la misma voz reposada, se dirigió a Shútov—: Hace un momento citaba usted a Chéjov… Es verdad, él recomienda suprimir el principio y el final de una historia. No sé si el remedio del doctor Chejov puede salvar una novela. En cualquier caso, mi protagonista vive en la parte del relato que él aconsejaba suprimir.

Y sin cambiar de tono, sin énfasis declamatorio, leyó unas frases del libro abierto que tenía delante. Una arboleda en invierno, una mujer que camina por un sendero cubierto de hojarasca, una amargura tranquila, un dolor que se torna alegría a cada paso que da junto a la brumosa hilera de árboles…

Terminó el programa. Shútov permaneció sentado, con los ojos entornados. Una arboleda brumosa, una figura que se pierde al fondo de una alameda… Lo despertó un técnico para quitarle el micrófono. £n el pasillo, ante la sala de maquillaje, se encontró con la mujer del pelo gris. «¿Por qué se ha prestado a este circo?». Pero no tuvo valor para preguntárselo y farfulló:

—Gracias por lo de Chéjov, me ha hecho usted parecer menos estúpido… ¿Cómo era el título de su libro?

Después de su vida. Se lo enviaré. El suyo lo leí nada más publicarse. He leído todas sus novelas… No me esperaba encontrarlo aquí. ¿Por qué ha venido?

Ambos sonrieron pensando en las excusas que suelen inventar los escritores: mi editor insistió mucho, yo quería luchar contra el embrutecimiento de la gente… En ese momento apareció Léa, que, tras darle un beso en la cara, exclamó:

—¡Qué pasada!

Él quiso presentarla a la mujer del pelo gris, pero ésta ya había entrado en la sala de maquillaje.

—De verdad, muy bien —prosiguió Léa—. Daban ganas de leer. Sobre todo el escritor chino, ¡qué interesante! Lo que decía del yin y el yang era tan profundo… En cambio, la que estaba a tu lado, la última que ha hablado, ¡qué nulidad! ¿Y has visto cómo iba maquillada? Parecía…

La «nulidad» salió de la sala y Shútov la vio alejarse. Se frotaba la cara con una toallita, pero de lejos parecía que se enjugase unas lágrimas.

En el taxi, Léa dio rienda suelta a su entusiasmo. Shútov se decía que la estúpida magia mediática lo había rehabilitado ante ella y que quizá lo que él consideraba un fracaso estrepitoso reavivaría la relación. Léa elogió la intervención de la joven bruja, a la que juzgó «bastante ingeniosa», y después se refirió otra vez a la escritora que había leído unas líneas de su libro.

—No lo entiendo, ¡qué error de casting! Vieja, fea, para nada sexy y, por si fuera poco, parecía estar a disgusto. Menos mal que has hablado de Chéjov y ella ha podido lucirse un poco…

Shútov posó su mano sobre la de Léa y murmuró con calma:

—No sigas, sé que no eres tan tonta como quieres aparentar.

Poco tiempo después lamentaría esa falta de tacto. Sabía que jamás se perdona la negativa a participar en un juego de necios.