«Un exiliado no tiene más patria que la literatura de su patria». ¿Quién lo dijo? El nombre escapa a la mente embotada de Shútov. Sin duda, un expatriado anónimo que se despierta de noche y trata de recordar las rimas de cierto cuarteto que aprendió de niño.

Convivió durante mucho tiempo con esos fantasmas fieles que son los personajes creados por los escritores; espectros, sí, pero que le hicieron mucha compañía en su exilio parisino. En Moscú, un hermoso día de verano, por una ventana abierta, Tolstói vio la silueta de una mujer, un hombro desnudo, un brazo blanquísimo. Se podría decir que toda Anna Karénina nació de ese brazo.

Shútov le contó esta anécdota a Léa. ¿Qué otra cosa podía ofrecerle sino esa patria libresca? Leían a Tolstói casi todas las tardes de aquel invierno, muy frío, de hacía dos años, al principio de su vida amorosa. Una pequeña estufa de hierro colado fijada a la trampilla de la chimenea caldeaba el desván, el olor del té se mezclaba con el del fuego y reflejos flamígeros recorrían las páginas del libro.

—Siempre se dice: «Ah, Tolstói… ¡Novelas muy rusas, grandes ríos, torrentes impetuosos, imprevisibles!». Mentira. Ríos sí, pero encauzados por las oportunas esclusas de los capítulos. Novelas construidas, si quieres, al estilo francés.

Shútov intenta esbozar una mueca de desdén, pero la embriaguez ha hecho de su rostro una máscara cansada e inexpresiva. Eso sí, la imagen de las esclusas no le parece mala. Y el recuerdo de aquellas veladas de lectura al calor de la estufa sigue vivo y lo enternece.

También citaba a Chéjov:

—En un relato, quita el principio y el final. Ahí es donde más se miente.

Léa lo escuchaba con una atención intimidatoria.

Y Shútov pensaba sonriendo: «Los seductores pasean a las mujeres en descapotables. Los escritores pobres se lucen hablando de los clásicos rusos». En un barco que zarpaba de una Crimea en plena revolución, el joven Nabokov jugaba al ajedrez. La partida se desenvolvía reñida y emocionante cuando alzó la vista del tablero y vio que ¡el suelo patrio había desaparecido! El vacío inmenso del mar, una gaviota quejumbrosa, ninguna nostalgia. Por el momento…

«No tendría que haberle contado esa anécdota, si seré idiota…», se dice Shútov. ¡A ese esteta de Nabokov le importaba más una bonita metáfora que su tierra natal! Y Lolita fue su castigo; libro nauseabundo que acaricia los bajos instintos del burgués occidental…

Ese juicio, lo recuerda bien, provocó una de sus trifulcas habituales, en las que Léa salía en defensa de los escritores a los que Shútov criticaba.

—Un momento, escucha lo que escribe Nabokov —exclamó ella aquel día—: «… tenía una dicción áspera como un terrón de azúcar húmedo». ¡Es genial! Lo sentimos en la boca, nos imaginamos al hombre que habla así. ¡Reconoce que es buenísimo!

—¡Magnífico! Me imagino al bueno de Vladímir chupeteando un terrón de azúcar. Pero no es «genial», Léa. Maticemos: es ingenioso. Y, además, a tu querido Nabokov no le interesa lo más mínimo saber quién se expresa con esa dicción. Lo mismo puede ser un preso torturado que cualquier otro… Escribe como quien colecciona mariposas: atrapa un bello ejemplar, lo aturde con formol, lo pincha en una aguja. Eso hace con las palabras…

Shútov continuó criticando a Nabokov, pero la mirada de Léa se había apagado; parecía estar observando algo que sucedía más allá de las paredes del «palomar», más allá de lo que se decían. «Está viendo a un jugador de ajedrez en la cubierta de un barco y cómo la tierra natal se hunde en el mar». Shútov entonces enmudeció y escuchó el repiqueteo de la lluvia en el tejado.

Al día siguiente, Léa le dijo con cierto embarazo que debía hacer a su madre «una visita de cumplido». Partieron juntos. Para él aquel viaje sería más importante que el año que vivió en Nueva York, más que sus periplos por Europa, más aún que su experiencia militar en Afganistán.

Sin embargo, no fueron más que tres días en una región sin nada de especial, al norte de las Ardenas. Frío, niebla, montes, bosques gélidos. Y, para colmo del poco atractivo turístico, en medio de un solar se veía un cartel descolorido que anunciaba la inminente construcción de un «centro recreativo».

Shútov se encontró viviendo en una época que, al no ser francés, desconocía por completo y de la que fue enamorándose poco a poco. El armario de la habitación del hotel estaba forrado por dentro con un papel estampado como el de las paredes de las casas demolidas. Mirarse al espejo le producía una especie de vértigo: ¡la de rostros de otros tiempos que veía como superpuestos en aquel cristal verdoso! Pasó la mano por encima del armario (lugar secreto donde esconden tesoros los viajeros) y halló un viejo ejemplar del periódico local, del 16 de mayo de 1981…

Shútov lo leyó mientras Léa cenaba con su madre. Había preferido no acompañarla, evitar las presentaciones.

—Nuestra diferencia de edad me convierte casi en un pedófilo. Pero, si insistes, le pediré a tu madre que se case conmigo…

Léa había reído, aliviada:

—No sobreviviría a tal cosa…

Pasaron aquellos tres días paseando apretados bajo un gran paraguas. Léa le enseñó la escuela, la pequeña estación (cerrada hacía años) y, en un recodo del río Sormonne, una arboleda a la que iba de adolescente a escribir poesías, creyendo que esa actividad requería un ambiente bucólico. Pero ahora, en aquel invierno lluvioso, el río parecía triste, hostil. «Extrañamente, esta atmósfera gris es la más propicia para la poesía», pensó Shútov, y en los ojos de Léa leyó el mismo pensamiento.

Una de aquellas tardes, callejeando por el pueblo, Shútov entró en el bar que había frente a la estación abandonada. Los clientes parecían conocerse tan bien que sus diálogos, construidos a base de medias palabras y alusiones, se antojaban casi sibilinos al forastero. Un anciano sentado a la mesa de al lado dijo unas palabras que, aunque no iban dirigidas al intruso, constituían una bienvenida implícita. Shútov se volvió hacia él y, casi sin darse cuenta, entabló conversación: las calles del pueblo se poblaron de personajes humildes y heroicos, los montes resonaron con el fragor de la batalla, se llenaron de soldados. Cerca del puente («entonces era más estrecho, lo reconstruyeron después de la guerra»), soldados de infantería con el rostro cubierto de polvo retrocedían ante el enemigo.

—Apenas nos quedaba munición, así que había que poner pies en polvorosa. Los alemanes estaban muy cerca, al menos los que nos disparaban. Se hizo de noche, pensábamos alcanzar el bosque. Bueno, eso es lo que esperábamos… Nos salvó el que estaba a cargo de la ametralladora, se llamaba Claude Baud. La metralla lo había alcanzado en la pierna pero seguía disparando, de rodillas en medio de un charco de sangre…

Todos los que entraban saludaban al hombre alzando la voz:

—¿Qué tal, Henri? ¿En plena forma, como siempre?

Y los adolescentes que jugaban al futbolín repetían con burla:

—¿Qué tal, Henri? —Y murmuraban algo que rimaba y cuyo sentido Shútov no alcanzaba a comprender.

El anciano parecía no prestar oídos ni a los unos ni a los otros. Pero a las preguntas de Shútov sí respondía, y sin pedir que las repitiera más fuerte; hasta le notó el acento extranjero, aquella delatora e incorregible erre… Entró Léa y dijo en voz muy alta:

—Buenas, Henri, ¿cómo estás? —E hizo señas a Shútov para que saliera.

Esa noche, en la habitación del hotel, Shútov pensó en el anciano del bar; un local mal iluminado, una ventana que daba a las vías oxidadas, palabras que revivían un pasado que no le interesaba a nadie. Y se sintió identificado con aquel hombre, con las casas tristes del pueblo, con las colinas envueltas en una bruma gris y húmeda. «Sí, yo podría vivir aquí, en esta región me sentiría aceptado…». Léa sin duda había adivinado que aquel viaje sería para Shútov un retorno a su verdadero ser.

La luna ha abandonado el piso vacío de la última planta del edificio de enfrente y ahora planea sobre los tejados. A la claridad azul que inunda el desván podrían leerse los títulos de los libros que Léa tiene preparados para llevarse. Esos títulos marcan la cronología de su amor por ella. Los libros que leían, las discusiones a propósito de un determinado autor…

Y de pronto la ruptura, el derrumbe, así, ¡zas! Empuja una de las pilas de libros y éstos se esparcen por el suelo. ¿De qué libro hablaban el día que se produjo la primera fisura? ¿De ese libro de cuentos? En uno de ellos, una mujer reencuentra al hombre al que amó en otro tiempo y juntos descienden en trineo una ladera nevada… Así pues, en aquel viaje a las Ardenas él seguía considerándose un enamorado chejoviano. Nadenka, te quiero…